CAPITULO 1 

 

     Año 1878

El viento azotaba a la antigua construcción de Provenza sin piedad, pero sus muros y árboles (nogales, pinos y cedros en su mayoría) resistían estoicos. Envuelto en nubes plomizas, con sus torres en forma de almena, su imagen inquietante y sombría daba la bienvenida a la nueva baronesa Latour. La joven dama, recién llegada de Paris junto a su esposo; el decimoquinto barón de Latour, no podía apartar la mirada del lugar como si estuviese hechizada.

El château rodeado de viñedos, antiguo, inexorable y amenazante se irguió ante ellos como un gran gigante que les mirara con arrogancia y les dijera ¿qué hacen aquí, cómo se atreven? Mientras una sombra se asomaba en la ventana de la torre y observaba a la pareja con una sonrisa maligna y torcida.

Amandine Latour; delgada y con estrecho talle, con el cabello rubio envuelto en un sombrero con flores del mismo tono rosa que su vestido, caminaba insegura por el camino de grava, impresionada por la magnificencia del antiguo edificio.

—Por aquí querida. Seguidme —dijo su esposo, alto moreno y con el porte militar que estaba tan de moda en las tertulias Parisinas, donde tenientes, coroneles eran los favoritos de las damas. Y ella como una tonta le había creído un misterioso coronel, su mirada castaña tan intensa, la tez con el color de aquellos que pasan gran parte del día al aire libre, su impecable traje negro de buen corte…

Y Philippe Latour había pensado que la joven era una especie de ninfa del bosque: hermosa, con una piel de porcelana, de voz dulce y suave y temió que se esfumara como una ilusión si le proponía matrimonio.

Ambos se habían engañado con las apariencias, ni Philippe era un militar ni la bella joven era una ninfa. Pero ya estaban casados, y casi de luna de miel. Sin embargo había cierta frialdad, cierta distancia entre ellos y la joven sintió que esa fortaleza la intimidaba y asustaba.

 

Entonces vio la imagen maligna en la ventana de la torre, como si sintiera su mirada automáticamente sus ojos se detuvieron en se punto. Era una mujer, pero ¿quién sería? ¿Alguna parienta olvidada y pobre que pasaba los días zurciendo en lo alto del castillo como en los viejos tiempos, sin ver a nadie porque estaba un poco loca?

La pregunta murió en sus labios al aparecer en escena el imponente mayordomo seguido del ama de llaves. Ambos con oscuros uniformes y mirada severa y fuerte. 

El primero era un hombre de unos sesenta años, calvo y con nariz ganchuda y mirar penetrante, mientras la mujer era menor, y llevaba un vestido cerrado como un hábito de monja, el cabello recogido con un moño tirante de un tono gris, como sus ojos. Le recordó a una religiosa: severa, autoritaria, como debía ser un ama de llaves de un castillo.

—Bienvenida a Farnaise, madame condesa —dijo el ama de llaves.

El mayordomo asintió y ella se quedó mirándoles asustada sin decir palabra.

— ¿Qué ocurre querida? —dijo él al ver que vacilaba frente a la puerta principal.

—Nada —respondió la joven dama preguntándose por qué sus piernas se negaban a obedecerle y no podía caminar con normalidad hacia la puerta. Y por qué tenía esa rara sensación de conocer ese lugar, de haber estado allí antes… Era una tontería, tal vez producida por esa sensación de inquietud e incomodidad al encontrarse en un lugar antiguo y desconocido.

Demasiado joven, demasiado delgada, aunque ¿qué hombre podría resistir ese cabello como el oro y esos ojos color cielo tan hermosos? Se preguntó el ama de llaves mientras rendía homenaje a la pareja de recién casados y dueños del castillo.

El mayordomo no tuvo tales pensamientos, y se sentía satisfecho de que todo estuviera perfectamente organizado y listo para la llegada del joven señor y su esposa.

— ¿Os agrada esposa mía? —dijo él mirándola con esos ojos enigmáticos y esa media sonrisa.

Philippe Latour, su esposo, un extraño por el que sentía el mismo terror inexplicable. Su amiga Clarise se hubiera reído de ella, muchas envidiaban su suerte porque se había casado con un noble joven y guapo, que parecía adorarla, pero ella solo sabía que se había casado para escapar de su madre y un pretendiente indeseable.

—Sí, es un lugar muy bonito —respondió ella mirando hacia el bosque y las vides, antes de que el edificio les envolviera con sus sombras.

El barón la miró con una sonrisa extraña y posesiva, como quien disfruta un motín obtenido luego de mucho esfuerzo. Philippe Latour, barón de Farnaise había permanecido indiferente a las jóvenes bonitas y casaderas, y a las casamenteras astutas de su familia durante casi diez años. Y aunque sabía que tarde o temprano debía casarse para perpetuar su estirpe no había tenido demasiada prisa hasta que conoció a la joven Amandine Boulegne en una villa parisina y desde que posó sus ojos en ella había decidido convertirla en su esposa.  

La joven le miró a la distancia y en sus labios se dibujó una tímida sonrisa. Todo aquello era nuevo para ella, el lugar, apartado y solitario, el inmenso castillo construido durante el reinado de San Luís y refaccionado tantas veces. Casi no podía creer estar allí, se sentía rara, desorientada. El lugar le producía un extraño temor. Al igual que su esposo y no sabía la razón.

Apuró el paso. El castillo aguardaba y no debía desanimarse tan pronto. Era un bonito lugar a pesar de… Ser tan antiguo y sombrío.

 

 

Se preparó para dormir en la habitación contigua a la de su esposo. Los criados habían sido amables y educados, todos lucían uniforme y eran los suficientes para que ella no tuviera que preocuparse. Aunque su madre le había advertido que debía dirigirles sin vacilación, controlar los blancos, contar las cucharas de plata, escoger la cena… El ama de llaves haría todo eso con eficiencia, tenía todo el temple de una solterona rígida e indómita. A ella le abrumaba imaginar que podía hacer todo lo que le había dicho su madre en un sitio tan inmenso.

Contempló la habitación y dio unos pasos hacia la cama. Estaba exhausta y solo pensaba en descansar de tan largo viaje. Su esposo la había despedido luego de la cena con un tibio beso en la mejilla. Ella se sintió perdida en aquel inmenso comedor lleno de muebles antiguos y oscuros, la larga mesa semivacía, el candelabro de cristal. Una sombra se había escurrido en un momento, mientras ella miraba todo como niña curiosa. Un fantasma, pensó con terror, ese lugar parecía estar encantado, era oscuro y sombrío, debía estar repleto de familiares pero allí no vivía más que el barón y sus sirvientes.

—Alegraos querida, al menos no deberéis reverenciar día y noche a vuestros suegros y cuñados —le había dicho su hermana Sophie cuando supo que se mudaría a un Château solitario de Provenza.

Pero sola en su habitación, creyó que hubiera sido mejor que hubiera una tía solterona, una nana tan vieja como el lugar, o uno de esos primos sin un céntimo para que el lugar no le pareciera tan solitario e inquietante.

Tonterías, imagináis cosas. Se dijo y cerró la ventana con fuerza. Contempló la habitación admirada. Era simplemente perfecta.

Los muebles estilo Luis XV, la cómoda dorada, los cojines en la inmensa cama con dosel del mismo tono, los cortinados con flores de lis estampadas en fondo escarlata. Parecía la alcoba de una princesa. Nunca había tenido una habitación tan lujosa y sin embargo se sintió desanimada al contemplar el lecho vacío. ¿Acaso era costumbre de los nobles tener habitaciones separadas? Le hubiera gustado que Philippe estuviera allí, no se habría sentido tan amedrentada por las sombras. Pero sabía que eso no podía ser, no después de su triste noche de bodas…

Se detuvo frente a un espejo veneciano ovalado y volvió a pensar en su matrimonio.

No, no era feliz. El recuerdo de su noche de bodas aún la perseguía, él no volvería a acercarse y no sabía si eso le provocaba alivio o tristeza. Había sido su culpa, no había estado preparada, su inexperiencia e ignorancia hicieron que perdiera el sentido luego de sufrir un ataque de terror cuando él intentó desnudarla. No era sencillo desvestirse frente a un extraño, se ruborizó al recordarlo y se preguntó qué ocurriría si él volviera a acercarse.

De pronto escuchó un sonido en la puerta: un golpe tímido, y se quedó paralizada sin saber qué hacer. Y cuando la puerta se abrió apareciendo una joven de reluciente y blanco uniforme creyó que iba a desmayarse.

—Madame baronesa —dijo haciendo una reverencia. Era la doncella que había ido a ayudarla a desvestirla y a peinarla para la cena. Una criatura muy delgada, con el cabello rojo y el rostro rojizo lleno de pecas.

Estaba exhausta y luego de que la ayudara con su cabello le había dicho que esa noche cenaría en su habitación. La doncella pelirroja se marchó, silenciosa, haciéndole una nueva reverencia. Amandine la miró con curiosidad, no estaba acostumbrada a que los criados se inclinaran en su presencia. De pronto extrañó su cómoda villa de Saint Germain, los hermosos jardines, la comida suculenta pero sencilla, la música del piano de su madre… Allí solo se oía el quejido del viento filtrándose por las rendijas y del edificio vetusto y gris.

Tanta gente había vivido allí y encontrado una muerte horrible… Sonrió ante su insólita ocurrencia mientras se quedaba dormida mirando el techo de madera y escuchando el quejido del viento. Que al principio la alarmó, pero al descubrir que era solo una corriente de aire filtrándose por alguna rendija, lo aceptó y no pensó más en el asunto.

 

              *                                    *                                   *

 

Ansiaba conocer al que sería su nuevo hogar. El día estaba radiante, con unas pocas nubes blancas surcando el cielo azul. Aunque el castillo se viera decrépito y antiquísimo tenía unos jardines espléndidos y un paisaje estimulante. Inmensos bosques y valles a lo lejos, campesinos y labradores recorrían las tierras con sus canciones acompañados de sus mujeres. Todos trabajaban para elaborar el mejor vino tinto de Francia como le había dicho su esposo con orgullo días antes de su boda.

Este había salido temprano, luego de un frugal desayuno. Debía acostumbrarse, pues el conde realizaba un paseo matinal recorriendo sus tierras a caballo según le informó el ama de llaves esa mañana, mientras organizaba el almuerzo sin consultarla.

Pero ese día dio un corto paseo a pie, sintiendo que era un lugar bello, muy distinto a todo lo que conocía.

Durante las primeras semanas se sintió abrumada por tener que supervisar diariamente todo lo que ocurría en el château, además de responder la media docena de cartas y tarjetas de invitación que llegaban casi a diario, de presidir las cenas y almuerzos, cuando llegaban unas pocas visitas deseosas de conocer a la nueva baronesa Latour. Comenzó a añorar la tranquila vida parisina, cómoda e incierta, donde todo se llevaba a cabo sin que ella tuviera que tomar tantas decisiones.

Casi no tenía tiempo para dar paseos o leer, mucho menos bordar o tocar el piano.

Muy pronto comprendió que allí ocurrían cosas extrañas y no estaba nada preparada para enfrentarlas. Al principio creyó que los ruidos en la noche eran debidos a las rendijas, ventanas mal cerradas, corrientes de aires y demás. Pero eso no daba una explicación satisfactoria a esa voz femenina llamando a “Armand”. ¿Qué podía ser aquello? ¿Una criada que se veía a escondidas con un mozo o criado y siempre le llamaba en la mitad de la noche? Conociendo al ama de llaves sabía que eso era improbable pero… Estaba segura de haber oído esa voz femenina llamando a ese joven en la noche.

En una ocasión, durante una recepción, las copas habían temblado y las velas de la araña, estaba segura de que se habían hamacado en un vaivén anómalo e inesperado.

La mirada de su esposo, alerta, se cruzó con la suya pero ella no creyó que fuera importante. Pero días se despertó a media noche escuchando de nuevo ese nombre “Armand”, “Armand”.

Se incorporó y buscó las cerillas, tocando la campanilla para que fuera la doncella a auxiliarla. Presa del terror comprendió que la voz provenía de su habitación.

En esos instantes de terror perdió las cerillas y se arrastró a tientas hasta la puerta.

Que se abrió poco después apareciendo su doncella con el cabello suelto como si hubiera salido muy aprisa de su alcoba.

¿Qué ocurre madame Latour? —dijo mirando hacia el interior.

Hay una voz en la pared, una mujer llamando a alguien.

La doncella guardó silencio, palideciendo. Su candelabro iluminó la habitación con intensidad.

—Aquí no hay nadie, madame —dijo luego.

Amandine, más calmada pudo hablarle de la extraña voz que parecía salir de las paredes de su cuarto. Pero la doncella nada sabía del asunto, y le dijo que tal vez había sido una pesadilla.

Siguiendo un impulso abrió las ventanas y solo vio la negrura de la noche envolviendo el bosque y las vides y volvió a cerrarlas.

—Debió ser una pesadilla madame, por favor, descanse. Vuelva a la cama. Hace frío aquí, mucho frío. Le prenderé la estufa.

La joven baronesa observó los movimientos pausados de la doncellas, de cómo en un santiamén le encendió el pequeño hogar que había en un rincón, venciendo ese frío helado que empezaba a inundarlo todo. Su mirada permaneció fija, impasible. Hasta que la doncella la condujo hasta su lecho y la arropó como si fuera una chiquilla.

Había sido una pesadilla. Pero Amandine no estaba segura, sin embargo se sintió confortada con el fuego y las mantas de lana cubriendo su delgado cuerpo.