CAPITULO 7

 

Clarise supo que el fantasma había regresado esa mañana, luego del desayuno. Ambas dieron un paseo por los jardines aprovechando que era temprano.

—¿Habéis dicho que vuestro esposo irrumpió en vuestra habitación y os dijo que no existía tal fantasma? ¿Y que este huyó cuando él entró?

—Se esfumó —corrigió Amandine.

El paisaje de árboles y fuentes era reconfortante pero ella se sentía intranquila y asustada.

—Creo que me iré si vuelvo a verlo.

—Amandine, no debéis huir, dejad que averigüe quién es el fantasma y qué desea… Si solo vos le habéis visto o alguien más lo ha hecho. Aunque os adelanto que las historias de fantasmas siempre terminan de manera inconclusa.

—¿Cómo lo sabéis?

—Es lo que he oído en las tertulias parisinas. OH, extraño las veladas musicales parisinas pero no me quejo, el cambio de aire ha sido muy saludable para mí.

Amandine sonrió. “El cambio de aires y Lucien de Montfort” pensó.

—Debemos investigar, recorrer el castillo —aseguró Clarise y su tono práctico le quitó parte de la ansiedad que le provocaba el pensamiento de tener que abandonar el Château. Su amiga era valiente y osada, descubriría la verdad.

—Los fantasmas no hacen daño a los vivos —aseguró Clarise pensando como lograría desentrañar el extraño misterio. Aún pensaba que se trataba del perverso barón que pretendía mantener escondida a su amante sin que su esposa se enterara. Pero su amante tenía otros planes: hacerse pasar por fantasma para enloquecer de miedo a su esposa y que esta se marchara para siempre del Château y para que su farsa fuera más creíble había decidido asustar a las Srtas. Montfort. O tal vez no fuera una amante sino una parienta trastornada… Algunos nobles encerraban en sus propios castillos a sus hermanas enfermas o primas con alguna tara que habían quedado huérfanas a su cuidado y para que no importunara a la nueva baronesa ni a las visitas las mantenían escondidas.

Para Clarise todo era posible, era una joven mundana que había escuchado muchas historias en su vida de sociedad. Secretillos variados, escuchados al descuido, historias sórdidas y vergonzosas, algunas terribles otras simplemente extrañas. ¿Por qué entonces un aristócrata atractivo y muy rico no iba a tener esposa y amante escondida en el Château? Aunque estuviera prendado de Amandine, obsesionado, el pasado siempre era el pasado. Un pasado libertino.

Se sentía en el aire las primeras brisas de otoño y esa fragancia de pinos y flores silvestres. Era un sitio magnífico, pero ella empezaba a extrañar el brillo de los salones parisinos, las fiestas… Fue solo un instante de melancolía, al ver a Lucien montado a un semental gris su corazón palpitó de alegría. Bueno, al menos ese cautiverio en provincia tendría su encanto.

Pero debía resolver ese misterio cuanto antes. Y armándose de valor Clarise arrastró a Amandine al ala este del Château, donde estaba la torre original, intacta, desde los tiempos de San Luis, eso había asegurado el barón en una conversación el otro día, no sin orgullo y soberbia.

Clarise dirigió su atención a la torre. Era un sitio lúgubre, oscuro y olvidado. Ni los sirvientes iban a menudo más que para hacer alguna limpieza (eso le había dicho Margot la doncella personal de Amandine que desde su llegada había simpatizado con ella y era muy dada a la conversación y el chismorreo.)Subieron una escalera en forma de espiral portando una lámpara de aceite con una mano y levantando la amplísima falda con la otra. Ambas estaban silenciosas y tensas. Amandine miraba a su alrededor asustada y Clarise temió que gritara de un momento a otro si aparecía una araña o ratón y le hizo un gesto de que guardara silencio.

Abrieron la puerta de hierro y madera que chirrió con estrépito. Amandine dio un paso atrás y su amiga avanzó confiada.

Lo que encontraron fue una amplia habitación con una ventana de vitreaux, un hogar, y unos pocos muebles rústicos y antiguos. Daba la sensación de ser una casa en miniatura pero no había camas, ni mesas, ni otros indicios de que pudiera haber alguien viviendo recluido allí.

Observó todo con fijeza para descubrir algún objeto que delatara la presencia de un huésped pero todo era oscuro, y lúgubre. Si algún ancestro del barón de Latour había mantenido a una amante en ese lugar de ello no había quedado ni rastro. Y sin embargo notó que las habitaciones tenían un olor extraño, no era de encierro ni de humedad. ¿Algún perfume femenino que olía a flores rancias y muertas o una de esas hierbas para conservar las ropas sin polillas? Clarise no lograba identificarla.

—Tal vez no deberíamos estar aquí, este lugar es realmente tétrico.— Amandine frotó sus brazos mirando a su alrededor asustada.

—Bueno, ya estamos aquí, dejad de quejaros. Parece que no hay nadie, ni nada que nos ayude me temo pero… ¿Qué es aquello?—Clarise señaló hacia el final de la habitación. Ambas miraron y descubrieron una puerta pequeña. —Mirad, como en el cuento de Alicia en el país de las maravillas. Entraremos en el cuarto encantado y nos encogeremos.

Clarise intentaba bromear para animar a su amiga, porque si ella la abandonaba, si tenía un ataque de miedo ella no tendría valor para continuar en ese lugar.

—Vamos, no os quedéis allí como estatua. Amandine. Por favor, no llegamos hasta aquí para irnos como ratas asustadas.

Casi hubiera deseado sacudir a su amiga, que estaba inmóvil incapaz de dar un paso. Si ella salía huyendo como temía no podrían averiguar que había en esa habitación secreta.

— Está bien, iré primero, vos os quedaréis aquí y por favor, ocurra lo que ocurra no debéis gritar.— Clarise se había resignado.

—No me dejéis sola en este lugar, creo que moriré si el fantasma aparece aquí.— dijo Amandine aterrada.

—Tranquilizaos por favor, no podremos hacer nada si os quedáis temblando o comenzáis a chillar. Calma o nos descubrirán —hablaba tanto para su amiga como para sí misma.

—Está bien, acompañadme, pero si gritáis o hacéis una tontería no volveré a dirigiros la palabra.

Las piernas le temblaban cuando maniobró el picaporte largo y dorado y abrió la puerta que conducía a la habitación secreta. Una idea ingeniosa, un escondrijo que podía ser disimulado con un mueble o mural pero que sin embargo estaba abierto… El picaporte parecía moderno, alguien lo había colocado recientemente. Clarise contuvo el aliento mientras extendía la vela. Amandine casi tiró la lámpara de aceite.

—¡Vaya, qué calamidad! ¡Haréis un incendio si no tenéis cuidado! —dijo.— ¡Maldición, está cerrada!—se quejó poco después.

—Tal vez deberíamos regresar, aquí hay algo maligno —murmuró Amandine pero Clarise dijo que al menos debían echarle un vistazo a la habitación amplia que tenían frente a sus ojos. Era muy antigua y solo tenía un camastro, un arcón y uno de esos muebles inmensos donde se guardan toda clase de cosas. Era una tentación abrirlo. ¿Alguien habría vivido allí recluida? Olía a encierro y a humedad pero tuvo la sensación de que ese cuarto era usado para guardar un montón de muebles viejos y objetos que nadie había decidido qué hacer con ellos.

—Clarise, mirad, ese cuadro.

—¿Cuál cuadro?—Clarise se volvió y encontró a Amandine absorta frente a una pintura mural de una dama de otra época.

—Es ella. — Su amiga comenzó a temblar.

Se trataba de una dama de los tiempos de los Luises, con estrecho corsé y rostro lánguido que parecía observarles con expresión risueña.

—Es la dama que solloza, que aparece en el espejo, es la misma estoy segura.

—¿De veras? Bueno, ahora tenemos una prueba. ¿Pero cómo podéis saber que es la misma?

—Porque la he visto ciento de veces, es ella, solo que el cabello es diferente y la mirada es más triste.— Amandine retrocedió unos pasos.—Vayámonos de aquí, este lugar me asusta.

—Espera, debemos saber quién es.— Clarise buscó alguna inscripción al pie del retrato o en la misma tela.

—¡Voilà! Aquí está la firma del pintor, no es muy conocido al menos nunca oí hablar de él, y en la chapa se puede leer: Condesa Chloé de Chatillon. Es extraño que no esté en la galería de ancestros, tal vez fue la esposa de un Latour. Debéis avisarle a vuestro esposo.

La dama posaba con un perrito faldero color crema y de fondo estaba un castillo que a simple vista parecía el Château pero no lo era. ¿O habría sido pintado desde otro ángulo? Lo que más sobresaltaba era la mirada de la joven y su figura, debió ser considerada hermosa en su época, y aunque sonreía al mirar la tela con detenimiento Clarise notó un dejo de tristeza y preocupación. Algo terrible debió ocurrirle a la joven para que se convirtiera en fantasma aunque no podía imaginarlo, apenas podía creer que realmente hubiera un fantasma en ese Château.

Habían encontrado al fantasma que no era una esposa encerrada en la torre (aunque podía estar encerrada en otro lugar menos previsible) sino un retrato. “Chloé de Chatillon” decía la tela y estaba fechada en 1668, la firma del pintor era difusa así se llamaba el fantasma que atormentaba a su amiga. ¿Pero qué hacía el retrato en ese lugar desierto y sombrío? ¿Quién lo había escondido y por qué no estaba en la galería con el resto de los ancestros Latour? Ahora podrían interrogar al barón sobre el retrato y averiguar quién era la dama.

Un sonido extraño llamó su atención, como si chirriara una puerta, alguien las había seguido. Amandine la miró con terror, era tiempo de huir, unos pasos se acercaban, ahora podían escucharlos claramente. – ¡Esto es terrible, qué descuido! Vuestro esposo se enfadará. Ambas retrocedieron tomadas de la mano, quisieron ocultarse pero ya era tarde, la puerta se abrió con violencia y una sombra oscura entró: una sombra de un ser que no era de carne y hueso, un espectro de la oscuridad que heló la habitación. Ambas le vieron, no era humano, no era más que una sombra y parecía observarles, sintieron su mirada y eso fue lo más aterrador para ambas. Amandine se cubrió el rostro y comenzó a rezar y Clarise se quedó petrificada sin saber qué hacer.

—Es el fantasma, está aquí.— Sollozó la primera y Clarise sintió que algo le oprimía el pecho y no la dejaba respirar mientras su corazón latía tan aprisa que parecía a punto de estallar. Entonces gritó con todas sus fuerzas y perdió el sentido mientras Amandine, igualmente asustada, gritaba también para que alguien fuera en su auxilio pues se sentía incapaz de moverse.

—Pero ¿qué ocurre aquí? Esto es insólito. —La imponente Madame Marchant, el ama de llaves entró en la habitación haciendo tintinear el manojo de llaves de su cinturón. Era la perfecta carcelera, implacable y fornida, pero ¡qué alivio fue verla aunque su expresión fuera rígida y desaprobadora! De inmediato alzó a Clarise y la obligó a volver en sí con una enérgica sacudida.

—¿Qué hacían Uds. aquí? Husmeando como chiquillas.—las reprendió disgustada.

Clarise despertó y poco después llegaron más criados que avisaron al barón que escuchó la historia de lo ocurrido con una mueca furibunda.

La aventura terminó con las protagonistas acostadas luego de recibir un baño y una píldora para dormir.

Cuando al anochecer Latour fue a visitar a su esposa esta le relató con calma todo lo ocurrido. El hallazgo del retrato, la llegada del fantasma y el desmayo de Clarise.

Philippe hizo un gesto de impaciencia.

— No debisteis ir a la torre, es un lugar tétrico y abandonado y os ruego que no insistáis en descubrir quién es el fantasma. Hablaré con vuestra amiga, habéis sufrido una fuerte impresión y espero que os sirva de lección, actuasteis como una chiquilla.

— Además.— Explicó luego con más calma.— La torre permanece cerrada desde siempre, agradeced que Madame Marchant os vio ir allí y decidió seguiros de lo contrario pudisteis quedaros encerrada por días enteros. No volváis a hacer eso, a jugar al escondite sin al menos avisarme.—le reprochó.

—¿Quién es la dama de ese retrato? Decía “Chloé de Chatillon”. — Insistió su esposa como si no hubiera prestado demasiada atención a su sermón.

—¿Acaso no me habéis escuchado? Os ordeno que no volváis a pensar en ese fantasma. No sé qué historia os han contado pero os aseguro que no es verdad. Y pensar lo contrario solo os hará daño.

—Sé bien lo que vi, vos no me creéis pero os digo que ese fantasma existe, Clarise también le vio esta tarde en la habitación de la torre, por eso se desmayó.

Latour negó con un gesto y la joven sollozó furiosa, él cedió vencido y lentamente se acercó a su esposa acariciando su cabello. —Está bien, averiguaré sobre el retrato si eso os tranquiliza pero os advierto que indagar no os hará bien…

      *       *          *

                                     

Clarise despertó con un fuerte dolor de cabeza, aturdida recordó lo ocurrido y se estremeció. Entonces el fantasma existía, ella lo había visto, una sombra oscura y poderosa, un ser intangible que las observaba. Sentir su mirada había sido lo más aterrador. ¿Pero y si era una dama vestida de negro disfrazada de fantasma? ¿Y el retrato escondido? Bueno, tal vez alguien quería hacerse pasar por la dama del retrato para asustar a Amandine, aunque al parecer su marido era un hombre cauto, no había ninguna esposa encerrada en la torre. Eso era medieval y bastante obvio, Philippe era un hombre cuidadoso y reservado, si tenía alguna amante escondida tal vez fuera en alguna cabaña del bosque o… Tal vez no existiera tal dama.

Esa noche durante la cena Clarise apenas pudo probar bocado y Amandine tampoco.

Por fortuna nadie mencionó el incidente de la torre, quizás por delicadeza, las hermanas de Montfort acapararon la conversación sobre su viaje al pueblo, quizás nadie les habló de lo ocurrido en la torre para no asustarlas.

Una criada sin embargo parecía mirarlas de forma extraña y en un descuido volcó vino en la falda de Mademoiselle Gertrude, lo que despertó su indignación y aumentó el disgusto del barón.

—OH, lo siento mucho Madame —dijo la desdichada criada.

Gertrude le dirigió una mirada fulminante mientras hacía aspavientos como si aquello fuera una ofensa terrible.

Lucien sonrió como si la situación le divirtiera y Clarise respondió cómplice a su sonrisa.

Latour permanecía sombrío y Clarise se preguntó si acaso él sabía la historia de ese fantasma y había ocultado el cuadro en la torre para que su esposa no le viera. Sin embargo no hacía más que hacerse el desentendido y restarle importancia, ¿o solo disimulaba su inquietud y preocupación?

La mirada de Lucien desde el otro extremo de la gran mesa rectangular tan antigua e incómoda distrajo su atención. Aún con la escasa luz de los candelabros sintió el brillo y la intensidad de la mirada y se estremeció. Sus miradas se unieron un instante y fue ella quien debió apartar la suya. Y de pronto escuchó que Gertrude anunciaba que se irían la semana entrante, y para eso solo faltaban tres días… “Se irá y no volveré a verle, no me hablará, para él no fui más que un alegre y tonto flirt. Es un aristócrata, su familia tiene una centuria de existencia mientras yo no soy más que la hija de un tendero de Paris”… Tales pensamientos hicieron que bebiera más de una copa sin darse cuenta y que esto despertara inesperadamente su apetito.

Para colmo de males luego de la cena y durante la reunión de las damas en la salita, las hermanas de Montfort hablaron de su hermano y una tal Alice de Montagne. Amandine supo que lo hacían para dar celos a Clarise. Pero esta no dio muestras de haberse enterado.

—Seguramente van a comprometerse el año que viene. Es la joven apropiada para él.

Marion asintió y luego hablaron de sus compras en el pueblo y de lo que estaba de moda. Clarise rió por lo bajo, esa dupla de Señoronas no sabía nada de moda y en un pueblo de provincia la moda estaba atrasada por lo menos diez años. Amandine suspiró, había sido un día agotador y solo ansiaba retirarse a descansar mientras que a su amiga empezaba a dolerle de nuevo la cabeza.

Ante una mirada de la primera se levantaron y disculparon con los huéspedes y se retiraron. Mientras se dirigían a sus habitaciones su amiga dejó traslucir su rabia.

— ¿Habéis oído esas dos latosas hablando de joyas y sombreros y de esa Alice de Montagne? ¡Vaya osadía, no saben nada de moda! ¡Se visten como provincianas y las odio! — exclamó.

—OH, ignoradlas.

—¿Creéis que Lucien se casará con una de esas nobles de rostro blanquecino? 

— No lo ha mencionado.

—Bah, es lo que siempre hacen esos nobles. Aunque los tiempos cambien ellos siguen apegados a las tradiciones.

—Clarise, debemos averiguar más de la dama del retrato.

—Bueno, mañana hablaremos del fantasma hoy estoy muy— bostezó.— cansada.

Se despidieron y cada una se detuvo en su habitación haciendo el mismo gesto mecánico: cerrar con llave la puerta. La primera para evitar que entrara su enamorado (tal vez tuviera la tonta esperanza de convertirla en su amante sin tener que casarse con ella) y la segunda pensando en el fantasma o en su marido, ambas visitas podrían ser inquietantes.

Amandine rezó y se tomó las píldoras que le diera su esposo. Tal vez si durmiera profundamente un par de días el fantasma al saberse ignorado la dejaría en paz, tal vez…