CAPITULO 8
Los días trascurrieron serenos y el castillo volvió a quedarse vacío pues los huéspedes se marcharon, para tristeza de Clarise que vio irse al conde Lucien de Montfort con lágrimas en los ojos. Se había ido con una despedida fría y formal, llamándola Mademoiselle Dubois, besando su mano con más intensidad que la recomendaba, sin más palabras que: —Adiós mademoiselle —con una mirada profunda y un gesto reticente en sus labios.
Sintió un nudo en la garganta. El se iba y no se había declarado, no le había hablado, ni estando a solas aquella vez que recorrieron el lago…
Sus horribles hermanas le miraron con malévolo placer como si sospecharan de sus sentimientos ardientes y frustrados por Lucien. Ella sinceramente se alegraba de la partida de esa dupla de brujas, pero lamentaba que Lucien tuviera que acompañarlas.
Debía olvidarle, todo había sido un alegre flirt, nada importante que debiera recordar. Seguramente no volvería a verle. ¿Por qué entonces le veía partir en el carruaje desde el ventanal del comedor sintiendo tanta tristeza en su corazón? ¿Qué había esperado que ocurriera en tan poco tiempo? No podía haberse enamorado como una tonta de un hombre al que apenas conocía. No era una colegiala ni una provinciana, era Clarise Dubois la coqueta más respetada y codiciada de Paris.
Pensó con sensatez y cerró la cortina de seda con decisión pues ya no podía soportar ver el paisaje de bosques, cielo plomizo y el carruaje de Lucien alejándose a gran velocidad del Château.
Ahora debía intentar resolver el misterio de la fantasma quejosa y llorona. Pero no sentía ningún deseo de hacerlo. Ese castillo con sus benditos fantasmas no despertaba ya su interés, se sentía desorientada y triste.
Ese día fue un suplicio, el tiempo empeoró: comenzó a levantarse un viento frío y huracanado anunciando otra tormenta. Y ella enterrada en ese lugar lejano e inhóspito cuando podía estar en Paris en alguna velada… En vez de estar allí llorando como una chiquilla por un hombre que la había “abandonado” luego de robarle el corazón. Si al menos le hubiera dejado alguna promesa con la mirada, un indicio de que ella le interesaba… Había creído, o tal vez deseado ser correspondida, pues por primera vez un hombre lograba deslumbrarla y ahora… Encerrada en esa habitación, desanimada y triste no deseaba reunirse con Amandine, no todavía, hasta lograr recomponer los pedazos de su corazón y ser capaz de disimular su rabia y dolor.
De pronto notó que alguien más lloraba, lanzaba gemidos lastimeros, cada vez más audibles desde algún lugar de esa habitación.
—¿Quién está allí?—preguntó entonces y recorrió con la mirada llorosa la habitación buscando a la criatura que gemía. “¿Alguna doncella?” Se preguntó.
Nadie le respondió, pero el llanto se hizo más audible y parecía ocultarse en la habitación. ¡La dama fantasma! Pensó y su piel se erizó. ¡Era lo que le faltaba! Como si no tuviera suficiente con su dolor para tener que soportar aquello.
Se detuvo al llegar al espejo veneciano que pendía del centro de la habitación, sobre una cómoda antigua muy bonita. En todas las habitaciones había espejos pero aquel tenía forma oval y el marco unos arabescos exóticos y era tan grande que reflejaba el cuerpo entero. Clarise se vio en él y hubiera querido romperlo, pues tenía la cara hinchada y los ojos enrojecidos de tanto llorar, sus preciosos bucles sin brillo y toda ella era la viva imagen de la infelicidad. Sus enamorados se habrían mofado de ella, y en Paris habría dejado de ser tan solicitada si la hubieran visto con ese lamentable aspecto. Pero eso no le importaba, nada importaba…
El espejo volvió a lamentarse “Armand” dijo la voz femenina oculta en él y volvió a sollozar con desesperación. Se acercó de un salto y tocó el espejo, el llanto que solo había sido un lamento se oyó más fuerte y la joven quedó petrificada, aterrada al ver que el espejo dejaba de reflejar su imagen y quedaba empañado. Quiso correr, aquello era una pesadilla provocada por su tristeza, no podía estar ocurriendo. El espejo estaba embrujado, todo estaba de cabeza ese día nefasto.
La dama la observaba desde el espejo, era la misma del retrato: Chloé de Chatillon. Solo la miraba, pero había algo raro en su mirada, tristeza, obsesión, no podía saber qué era pero estaba diciéndole algo. Luego comenzó a llorar y cubrió su rostro con sus manos llenas de anillos brillantes y ella pudo observar el vestido carmesí tan sentador para las que tenían el cabello castaño, amplio, armado, el corsé ajustadísimo, el cabello impecablemente recogido en una diadema, una redecilla como… Sus antepasadas, las que fueron amantes de los Luises porque en esos tiempos ser amante del rey era un gran honor… Caballeros con pelucas ridículas, rizadas, platinadas, con largos mostachos terminados en punta, arcabuces… Sí, la dama pertenecía a esa época y era decididamente un fantasma, el mismo que se había dedicado a atormentar a su pobre amiga ahora la perseguía a ella.
La imagen se esfumó y volvió a ver su reflejo nada favorecedor, pero era mejor así. Lentamente se apartó y rezó un padrenuestro como cuando niña tenía pesadillas, sus piernas le temblaban y estaba respirando hondo para no desmayarse. Era demasiado para ella. Abandonó la habitación sin decir palabra y se internó en el bosque. Una pequeña caminata le haría bien para despejar su cabeza y recuperar la cordura.
El tiempo no era bueno, pero eso qué importaba. Llevaba sus botines que resistirían el camino agreste y una pelliza de fino paño marrón por si llovía o refrescaba aún más.
“Dios mío, ¿estaré volviéndome loca? ¿Por eso veo fantasmas?” Se preguntó mientras caminaba velozmente hacia el bosque. Los animalejos estaban inquietos y ella también y no por la tormenta que se avecinaba.
“Dios, ¿para qué vine aquí? ¿Para enamorarme perdidamente de un hombre frívolo y cruel, un seductor al que no veré jamás y encontrar un fantasma desdichado que nos volverá locos a todos? Debí quedarme en Paris y enfrentar el escándalo, un par de besos robados en los jardines no puede ser tan grave. Ahí está, por huir de problemas nimios ahora he de enfrentar otros peores. Una dama que llora frente a un espejo llamando a un tal Armand, un marido misterioso, una esposa gazmoña y aterrorizada… Un castillo con secretos siniestros que ocultar y ella en el medio del enigma sintiéndose obligada a resolverlo, cuando lo más sensato sería regresar a Paris y olvidarlo todo: amor perdido, y fantasmas atormentados.”
Suspiró, y agotada de sus propios pensamientos, de haber llorado toda la mañana por ese conde seductor de muchachas (desalmado, bribón) y de haber recibo esa inquietante visita en su habitación, se sentó en una piedra frente al lago. Miró esas aguas turbias pero con cierta magia y no pudo evitar tirar algunas piedritas como lo hacía de niña, viéndolas caer y estallar en lo más hondo.
Mientras contemplaba el lago empezó a sentirse mejor, más clamada. Todo pasaría, pronto olvidaría a Lucien. No era cierto que estuviera enamorada, no era más que un capricho tonto, ya pasaría. Extrañaba Paris, sus veladas, su casa, por eso estaba tan susceptible.
“Regresaré a Paris, hablaré con Amandine…”
Una voz llamó su atención, alguien la llamaba y se incorporó de un salto con la absurda creencia de que el fantasma la había seguido hasta allí. Porque estaba llamándola, oía su voz claramente solo que en vez de Armand decía Clarise. Era insólito, inquietante, esa fantasma sí que estaba loca de remate y planeaba enloquecerla también.
De la espesura salió una joven con vestido color pastel, ella siempre usaba colores suaves que la hacían parecer etérea y formal, el cabello escapaba a la cofia que usaba para sujetarlos con firmeza. Era Amandine y se veía angustiada, había sido ella quien la había llamado y al verla sonrió aliviada.
—OH, Clarise, temí que os hubierais marchado, los criados no os vieron salir… — dijo y la miró con atención.— Habéis llorado —observó.
—Tonterías — dijo y se negó a confesarle sus penas.
—Es por Lucien, lloráis por él —la acusó.
—No es verdad. Y os tengo una novedad. Acabo de ver a tu fantasma en mi habitación. Es increíble, y si vuelvo a verla… Me iré de inmediato porque mis nervios no lo soportarán. Es demasiado.
Amandine escuchó lo ocurrido con expresión consternada.
—Por favor no os vayáis todavía. Si lo hacéis, temo que deberé acompañaros.
—No. No podéis hacerlo, estáis casada con el barón.
—Sí, lo estoy pero creo que él me aborrece. Porque no soy su esposa más que en apariencia.
Clarise escuchó lo ocurrido la noche de bodas que su amiga le contó entre sollozos, se veía realmente apenada y alterada. Anoche su esposo había entrado en su habitación en estado de ebriedad y la había besado apasionado y ella le había rechazado asustada.
—Bueno, no os aflijáis, imagino que en los matrimonios no todo es color de rosa como dicen. Yo no he estado casada pero he oído muchas historias en las tertulias de maridos malvados, infieles y fogosos… Tal vez necesitéis tiempo, os casasteis con tres meses de noviazgo. ¿Pero por qué teméis a vuestro esposo? Es un hombre amable y de buen carácter.
Amandine negó con un gesto y secó sus lágrimas
que comenzaban a salir como en un torrente. —Sé que es un buen
hombre pero cada vez que él intenta tocarme yo siento terror y no
lo puedo disimular. Él lo nota y entonces se aleja, furioso y tal
vez ofendido.
—Bueno debéis vencer ese miedo de lo contrario vuestro matrimonio será anulado. Ese hombre necesita una esposa y tener descendencia, por esa razón se casó y aunque os ame y espere…
—Lo sé, me devolverá con mis padres y yo querré morir.
—Bueno, eso no ocurrirá. Tal vez este lugar os afecte, ¿no lo habéis pensado?
Amandine miró hacia el castillo secando sus lágrimas. —A veces desearía huir, nada ha sido lo que esperaba: ni mi matrimonio ni mi nuevo hogar: todo está de cabeza.
Clarise tomó su mano. —Bueno, tened paciencia todo se solucionará, los primeros tiempos de matrimonio son difíciles, es lo que suelen decir, luego todo es más sencillo.
Amandine miró nuevamente hacia el Château angustiada, pero dejó de apretar el borde de su falda, su mano se aflojó y suspiró vencida. Aquello no era lo que había soñado, pero tampoco se imaginaba lejos de ese lugar, era difícil de explicar.
—Bien, regresemos. Es la hora del almuerzo y notarán nuestra ausencia y pensarán que hemos ido a husmear a la torre. —Clarise se puso en pie con gesto decidido.—Y ahora que se han marchado las visitas podremos continuar nuestra investigación y quizás encontremos algo interesante para develar el misterio.
* * *
Siguieron días grises y tristes, el barón debió ausentarse y el castillo parecía más vacío que nunca, sombrío y tétrico. Corrientes heladas hacían tiritar a sus habitantes, suspiros mezclados con las ventanas que crujían y golpes extraños en la noche como si alguien caminara sin descanso.
Amandine parecía pensativa, desanimada y ninguna era mejor compañía para la otra. Clarise pensaba en Lucien y Amandine en Philippe, que se había marchado esa mañana tras dirigirle un frío saludo.
Se habían mirado en silencio solo un instante, eterno y extraño. Algo en su mirada parecía querer confesar un secreto celosamente guardado. ¿O lo había imaginado? Como si su marido quisiera decirle algo y no se atreviera.
La joven se detuvo frente al gran ventanal del comedor para ver otro día gris como el anterior y con nubes plomizas. Escuchó que un criado hablaba de que ese cielo presagiaba lluvia para la tarde. ¡Oh, qué calamidad, pasarían el día encerradas!
—Amandine, demos un paseo por favor, no soporto tanta melancolía creo que voy a enfermarme —dijo Clarise entrando en el comedor con un vestido celeste de media mañana.
—Os veis cansada — respondió su amiga.
—Sí, ya sé, no dormí bien, tuve sueños extraños y…— Clarise no quiso mencionar al fantasma, no deseaba preocuparla.
Cuando daban un paseo por los jardines comenzó a lloviznar.
—¡Oh, pero esto parece una confabulación! —se quejó Clarise cubriéndose con su capa. —Regresemos antes de que pillemos un resfriado. Qué viento hay.
Esa tarde para vencer tanta melancolía fueron nuevamente a la galería de ancestros, ubicada en el segundo piso para buscar a una Chloé que se pareciera a la que habían visto en la torre.
—Ahora que vuestro esposo no está tal vez encontremos algo interesante —Clarise caminaba con sigilo, atenta a los espías del barón (sus fieles sirvientes.) —¡Vaya! ¡Cuántos Latour! Pero aquí no veo ninguna dama que se llame Chloé.
Amandine se detuvo frente a un retrato. —Mirad, esta dama se parece —dijo señalando un mural.
Clarise observó la pintura con atención. Se trataba de una mujer de amplio miriñaque y peluca blanca, rostro pequeño y mortalmente pálido — ¡Mon Dieu! Qué moda tan extravagante, esta mujer parece enferma. Y además no se parece en nada a nuestra fantasma.
Los ancestros de Latour parecían observarlas con gesto burlón y las damas con total indiferencia.
—Aquí no está, nunca sabremos nada de esa Chloé. ¿Sabéis lo que creo? Que todos aquí saben lo que ocurre pero han jurado guardar silencio.
—¿Cómo estáis tan segura?
—Oh Amandine, despertad, soy más astuta que vos, ¡os digo que a mí jamás podrían engañarme! Claro que si yo fuera la baronesa Latour les haría confesar a esos criados altaneros e impertinentes. ¿Habéis observado a Madame Marchant? No hace más que recorrer el Château a su antojo cerrando puertas y husmeando aquí y allá. La he visto hablar con vuestro esposo.
—Es muy eficiente.
—Sí, ya sé, hace todo lo que vos detestáis hacer, es casi perfecta. Si no fuera vieja y jorobada pensaría que… Oh, por favor olvidad lo que dije, este lugar me pone de un humor de perros, perdona.
Abandonaron la galería y Clarise se quedó pensando en la manera de indagar a las doncellas y mucamas para que hablaran del fantasma. Parecía casi imposible, si su Señoría les había prohibido hacerlo como imaginaba, no lo harían… Entonces existía, la idea de que era otra dama haciéndose pasar por la fantasma empezaba a perder consistencia. ¿Pero podía asegurarlo con certeza? Ella la había visto con sus ojos, en la torre primero y luego en su habitación. El terror que sintió en la torre era una sensación que jamás olvidaría, la maldad que emanaba de esa sombra era tan real…
Mientras bajaban las escaleras Clarise dijo: — Podíais interrogar a vuestra doncella. Ella puede saber del fantasma, o al menos observa cómo reacciona al mencionarle la leyenda.
Amandine pensó en su doncella por primera vez, era poco agraciada, como el resto y aunque sus modales eran los correctos, parecía reservada.
—Le preguntaré, pero dudo que me diga algo, los criados y sirvientes son muy silenciosos y mi madre dice que no es correcto hablarles.
—Por favor Amandine, tu madre ya no cuenta, este es tu castillo y en él haréis lo que queráis, sois la baronesa de Latour aunque tengáis ideas extravagantes, todos os tienen por ama del castillo y lo sois a todos los efectos (Clarise bajó la voz para que nadie escuchara) y si deseáis interrogar a todo ese ejército de sirvientes lo haréis.
Amandine asintió, pero no esperaba que diera resultado. Temía además que la tomaran por loca o por tonta, nadie le hacía el menor caso, el ama de llaves con su imponente vestido gris hacía y deshacía a su antojo, la cocina y las habitaciones de servicios eran su pequeño reino, ella jamás intervenía ni nadie la consultaba sobre nada en particular.
—Debemos saber qué clase de leyendas cuentan los sirvientes sobre este lugar.— Clarise parecía muy empecinada en su labor de investigación, pero Amandine no se sentía tan optimista. Y en realidad Clarise pensaba que alguien estaba utilizando esas leyendas para asustar a su amiga, y lo hacía con singular maestría, hasta ella había creído que lo que había visto en el espejo de su habitación era un fantasma. Las ausencias del barón eran por otra parte misteriosa. Esa mañana se había marchado diciendo que iría al pueblo pero no le había avisado a su esposa como si el contratiempo que le obligó a salir fuera inesperado. ¿Qué clase de contratiempo? La mente de Clarise volaba y se perdía en suposiciones.
* * *
El interrogatorio a la doncella no dio resultado. Amandine siguió las instrucciones de su amiga esa misma tarde cuando la joven fue a ayudarla con su atuendo para la cena y esperó observando cuidadosamente su reacción. Rosie la miró sorprendida, perpleja y su mirada se tornó temerosa. —Lo ignoro Madame, llegué al Château hace muy poco tiempo y no he oído hablar de ninguna leyenda.—dijo al fin. Pero se veía inquieta, eso no dejó de notarlo.
Lo mismo ocurrió con la doncella de Clarise.
—Bueno, ninguno hablará me temo, aunque se conozcan la historia al dedillo.—Clarise se dio por vencida esa noche durante la cena. Pero de pronto su rostro se iluminó. — ¿Por qué no vamos al pueblo? Allí han de saber algo de lo que ocurre aquí ¿no creéis? Además daremos un paseo, compraremos sellos y colonias.
—Nunca he ido al pueblo pero imagino que será como cualquier otro.
—Sí, un cambio de escenario hará que ponga en orden mis ideas.
—Además —el rostro de Amandine se iluminó —Tal vez podría conseguir un sacerdote que bendiga este lugar, mi madre me lo sugirió en la carta y puede que no sea mala idea.
—¿Y creéis que convenceréis a un padre para que venga aquí a exorcizar al demonio que mora en la torre?—.Clarise meneó la cabeza nada convencida.
—Le pediré que bendiga el lugar, solo eso.
—¿Y creéis que si vive en el pueblo no estará muy al tanto de lo que ocurre aquí? Os aseguro que no vendrá.
— Bueno, debemos intentarlo —Amandine comenzó a tiritar y pensó que el invierno en Farnaise debía ser realmente cruel.