CAPITULO 14

 

Fue poco antes de la cena que Amandine reunió coraje e increpó a su marido cuando este abandonaba el salón de billar donde acababa de ganarle a su primo Lothaire. Estaba de buen humor y ella, ansiosa y confiada dijo que quería hablarle en privado.

Se sentaron en la biblioteca donde nadie podía escucharlos, allí frente a esos libros de lomo con letras doradas ella le habló del retrato y le rogó que lo dejara verle una vez más.

—¿Cuál retrato? —él fingió no entender una palabra.

    —El de la dama que estaba en la torre. Vos lo sacasteis de allí. Decía amada Chloé. ¿Quién fue esa Chloé?

“Oh, Dios, creí que se había olvidado de todo eso, así que ha vuelto a obsesionarse con el fantasma. Como mi madre que terminó medio loca encerrada en su habitación sin querer ver a nadie.” Pensó el barón mientras meneaba la cabeza.

El barón miró atento hacia el estante de los manuscritos del Medioevo, muchas de las historias que había en esos libros habrían asustado mucho a su esposa. Se tomó un tiempo para pensar en todo aquello, luego dijo:

—Querida, ignoro quién puso ese retrato allí pero lo guardé para que no os asustara. Si vos dijisteis que era el fantasma que visteis en un espejo lo mejor será que permanezca encerrado. Es lo más prudente.

—Necesito saber quién era la dama, si acaso fue la esposa de algún Latour. ¿Por qué está en el espejo? ¿Hasta cuándo os negaréis a ver lo que ocurre en vuestro castillo?

Latour no pudo enojarse, eran demasiadas coincidencias, la otra noche Marie Claire despertó gritando diciendo que había visto una mujer reflejada en su espejo, y que esta gemía y sollozaba. Su primo estaba preocupado, su esposa no era fantasiosa ni tenía parientes dementes. El fantasma existía y había vuelto a las andadas, que era enloquecer de miedo a los habitantes de ese Château.

—Querida, os ruego que tengáis paciencia, en cuanto se marchen nuestros huéspedes.— bajó la voz por si acaso alguien les oía.—Nos iremos de aquí.

      Amandine asintió, pero no se dio por vencida.— ¿Quién era la dama del retrato?— insistió.

—Realmente lo ignoro.— Sus ojos se clavaron en los de su esposa y esta esquivó la mirada tan intensa.

—Pero si alguien pintó su retrato debió ser parte de esta familia, una parienta o esposa de algún Latour.

—¡No fue esposa de ningún Latour! Eso os lo puedo asegurar. Debió ser la querida de algún ancestro, el retrato dice su nombre y nada más. De haber sido esposa de un Latour habría dicho… Además, es casi imposible saber lo que ocurrió con esa dama, ¿no lo creéis? Los nobles de entonces traían aquí a sus amantes como lo hacía el mismo rey, que tenía apartamentos especiales para sus favoritas en el mismo palacio. Tal vez esa dama vivió aquí un tiempo por eso fue retratada en nuestro bosque. Es lo que me dice el sentido común.

Los ojos de Amandine se encendieron de entusiasmo. —¿Entonces murió aquí junto a su amante?

—Querida, las amantes no eran sepultadas junto a las esposas legítimas, eran reglas que nadie se atrevía a desafiar. Si, se vivía de manera inmoral, todos los nobles tenían amantes por doquier, pero aún se conservaban las apariencias. No hay ninguna tumba de esa Chloé en este Château.

—¿Cómo estáis tan seguro de eso?

El barón se mordió el labio inferior y agitó la cabeza molesto. Y luego, como si las palabras le costaran un gran esfuerzo habló: —Porque mi madre buscó primero y se obsesionó por descubrir quién había sido ese fantasma en vida.—Suspiró disgustado. Aún le afectaba pensar en los últimos días de su madre, encerrada, escribiendo cosas extrañas, en compañía de esa señorita de mirada fría. ¿Cómo se llamaba? Lo había olvidado por completo.

—Mi madre quiso saber quien había sido ese fantasma en vida y su obsesión hizo que desvariara. Por eso no deseo que os afecte. Temo que debemos abandonar este lugar un tiempo, en cuanto se marchen las visitas.— nuevamente su mirada se tornó profunda y posesiva. Un mudo reproche había en ella y Amandine se incorporó rápidamente. Su matrimonio no era lo que debía ser y no podía hacer nada al respecto. ¿Pero acaso algo andaba a derechas en ese castillo embrujado?

Su esposo había querido decirle algo importante, la había mirado de forma especial. ¿Acaso él la amaba como aseguraba Clarise? La amaba en silencio y esperaba paciente un acercamiento. ¿Hasta cuándo podría esperar? El también sentía miedo, no por ese fantasma, Amandine temía que ese fantasma le importara un rábano, que su preocupación fuera ese matrimonio no consumado, esa esposa esquiva y gazmoña.

La joven baronesa abandonó la biblioteca con prisa y se dirigió al pequeño comedor donde aguardaban los huéspedes. Escuchó cómo se estremecían los ventanales provocando ese chirrido que a esa altura le era familiar y observó que pronto se desataría una tormenta. Las estufas ardían en el castillo por doquier pero todos tiritaban. Marie Claire ya no reía como antes, la sonrisa del rostro de su madre no era más que una vulgar máscara de maquillaje que escondía preocupación y temor, y el rostro fruncido de la tía Silvie tenía tal tirantez que parecía a punto de quebrarse por completo. Anoche Marie Claire había tenido una pesadilla, dijo haber visto una dama reflejándose en su espejo y nadie se atrevió a decirle que no había sido una pesadilla sino una visión real y aterradora. Pero se veía algo afectada aunque se animó cuando Amandine le recordó que debía intercambiar las postales que ambas coleccionaban.

—Este lugar está embrujado.— dijo tía Silvie en voz baja a su cuñada.

Esta la reprendió ferozmente.—Calla, asustaréis a las niñas.—dijo señalando a la joven baronesa y a su hija que intercambiaban postales navideñas repetidas como dos chicuelas.

—Ya no son niñas.—la corrigió la tía.

—Pues nada bueno será que creáis en esos cuentos de criados sobre fantasmas.

—¡Ah, entonces habéis escuchado los cuentos de fantasmas! —los ojos de la tía brillaron dando una chispa de vivacidad al rostro arrugado.

—Bah, esos Latour no hablan de otra cosa como si pudieran enorgullecerse de los fantasmas y de las hazañas de sus ancestros. Yo no vi nada ni oí nada, así que no creo nada.

—Pero vuestra hija si vio y escuchó.

La sonrisa fingida desapareció por completo, finalmente se dio por vencida. —Tal vez no debimos venir aquí, sí es un sitio lúgubre y solitario, esa torre me da escalofríos y Marie Claire está muy afectada. Es joven y sensible. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer sino tranquilizarla y decirle que debe conservar la calma? Su marido necesita aprender algo o caerá en manos de su hermano inescrupuloso y ella desea acompañarle. Así que por favor Silvie, os ruego que finjáis y no le digáis una palabra de esa leyenda a Marie Claire.

—Pero la joven baronesa está asustada, tal vez ella también ha visto algo.

—Eso no es de nuestra incumbencia.

—No. No lo es y sin embargo… —la cara fruncida se convirtió en un pergamino de miedo y de disgusto, disgusto por ese lugar tétrico perdido en medio de un bosque.

—Vivir aquí es como vivir en el Medioevo, por eso amo Paris, y regresaré allí cuanto antes.— concluyó la tía Silvie.

Un trueno pareció sacudir los cimientos del castillo. Todas parecían tensas y nerviosas, hasta que un gemido hizo chillar a la joven baronesa, Marie Claire señalaba el piano con el dedo índice tembloroso.

—Vi una sombra allí, luego desapareció. Oh, este lugar es horrible, lo detesto. ¿Cómo lo toleráis?— exclamó Marie Claire con las pupilas dilatadas mientras abandonaba el sillón presa de miedo y un profundo desasosiego. Su madre se acercó seguida por la tía.

Al llegar Lothaire seguido del barón Marie Claire corrió a sus brazos temblando, balbuceando que había visto una sombra cerca del piano, luego lloró.

No había transcurrido ni una semana de su llegada y los huéspedes deseaban marcharse. Sobre todo las damas. Pero Amandine no deseaba quedarse sola de nuevo, temía volverse loca si su esposo no cumplía su promesa de abandonar el Château.

Para colmo de males esa noche se desató una tormenta y los criados iban y venían nerviosos. Uno de ellos derramó vino en el mantel y luego las luces de las velas se apagaron y reinó el caos y la locura. Marie Claire gritaba y nadie podía calmarla y la más absoluta oscuridad se apoderó del comedor mientras los sirvientes corrían a buscar cerillas y más velas.

El barón estaba furioso.

— Esto es inaudito. ¿Dónde están las cerillas? Debían estar aquí. ¿Quién apagó las velas? Las lámparas de aceite no pueden apagarse como por encanto.

Pero de repente todo había sido oscuridad como si algo maligno quisiera aterrorizarles mientras afuera estallaban truenos y relámpagos.

Cuando los criados trajeron velones y lámparas el cuadro era penoso. Marie Claire lloraba, Latour blasfemaba y Amandine permanecía rígida en su asiento como si fuera incapaz de moverse. La tía amargada y su cuñada intentaban calmar a la joven y convencerla de que se acostara.

Finalmente aceptó escoltada de las dos mujeres que lanzaron miradas acusadoras al lugar y al mismo barón. Amandine las hubiera seguido contenta pero nadie la invitó a retirarse y estaba tensa, había escuchado esa voz ahogada en el viento o tal vez lo imaginó poco antes de que las luces se apagaran en un santiamén.

—Disculpen, mi esposa está asustada.—explicó Lothaire mientras buscaba la manera de calmarla.

—Por favor no es culpa vuestra. Solo que en este castillo hay demasiadas corrientes de aire, las luces se apagan… — Latour no sabía qué más inventar, su primo se veía deprimido y ninguno quiso probar el postre. La velada había sido perfectamente arruinada por esa maligna criatura de la oscuridad.