CAPITULO 10
Amandine, siguiendo el consejo de Clarise interrogó al ama de llaves al día siguiente, luego del desayuno.
— ¿Fantasmas en el Château? Mon Dieu, ¿quién le ha contado ese disparate mi Señora baronesa?
Parecía realmente sorprendida, anonadada como si nunca hubiera escuchado hablar siquiera de que existieran tales criaturas.
Era una dama rolliza y alta lo que hacía más impresionante su estampa, el cabello blanco sujeto en un moño y guardado celosamente en una cofia blanquísima como su uniforme. Los ojos celestes eran duros, inflexibles pero Amandine recordó las palabras de Clarise “recuerda, tú eres la Sra. del castillo, la baronesa, no os dejéis intimidar”. Pero quien era difícil de intimidar era el ama de llaves, que con su aire de eficiencia rechazó de plano cualquier historia de fantasmas. No había más que preguntar ni decir, ningún sirviente le sería de ayuda.
Clarise meneó la cabeza cansada, ¿cómo iban a avanzar en su investigación si no encontraban nuevas pistas que les ayudara a resolver el misterio? No era nada sencillo vivir en un castillo encantado, lo ocurrido superaba cualquier historia de fantasía, aquello era real. Algo o alguien perturbaba su tranquilidad. No podía descartar completamente que su anfitrión tuviera una esposa o querida encerrada en algún lugar del Château.
Decidió aventurarse nuevamente por el edificio aprovechando la ausencia del barón y recorrer las habitaciones vacías, con la esperanza de encontrar algún indicio no sabía de qué. No le diría a Amandine porque su humor era taciturno y la estorbaría.
En esta ocasión decidió investigar en el tercer piso. Sus pasos casi no se oían hasta que llegó a un piso de madera, entonces retumbaron en el silencio. La habitación era roja y dorada, con escudos, cortinados de terciopelo carmesí, una cama antiquísima de roble, cuadrada y alta, y un espejo de cuerpo entero. Siempre había un espejo en cada habitación, algo que facilitaba la aparición fantasmagórica de la dama. Aunque tal vez fuera común, a los miembros de la familia Latour debieron gustarles coleccionar espejos o eran vanidosos por excelencia (¿y en realidad cómo podría arreglárselas una dama sin uno de ellos?). Este era oval con un marco dorado exquisitamente tallado formando guirnaldas de flores. Clarise se acercó para observarlo mejor. Rosas, y ángeles regordetes soplando de su trompetín. Ángeles, espejos, fantasmas… Debía conservar la calma aunque no podía lograrlo, cada vez que veía un espejo no podía evitar estremecerse.
Así que se alejó lentamente y buscó en los rincones de los muebles antiguos algún indicio de que alguien había estado allí recientemente oculto, o tal vez alguna señal de que una dama rondaba el castillo. A pesar de todo lo ocurrido seguía desconfiando de lo sobrenatural.
Y entonces algo cayó al piso como por encanto. Parecía una vara pero no estaba segura. Se acercó y tomó el objeto, un pequeño pergamino atado con una cinta vieja y descolorida y lo abrió conteniendo la respiración.
Su corazón palpitó con violencia mientras leía el mensaje escrito a pluma. “Armand, no puedo volver a veros, tengo tanto miedo que en ocasiones siento que voy a enloquecer. No puedo, perdonadme. Debéis olvidarme, os lo pido. Olvidadme y por favor no me odiéis. Ya no puedo veros. Perdonadme.” Chloé.
Un mensaje de Chloé a su enamorado, una amenaza de abandono. La dama debía ser casada. Armand Latour, o acaso era Chloé Latour y ese Armand… No, no habían encontrado a ninguna Chloé en la galería de ancestros, pero sí había Armand en abundancia. Era exasperante.
Estudió el papel con detenimiento, era muy antiguo y había un sello desdibujado de cera, el mismo que debió sellar la carta y luego esta fue anudada con una cinta de seda.
¿Alguien habría colocado aquello para que creyeran esa historia? ¿Por qué no podía desprenderse de la sensación de que había algo más detrás de aquello? Su amiga estaba aterrada, ella misma tenía miedo. Allí había un fantasma, y sin embargo… Si alguien, si un ser de carne y hueso estaba tras todo aquello era mucho más terrible.
Revisó otras habitaciones pero al final se dio por vencida. La idea de la esposa loca y encerrada, o de la pariente demente volvió a perder fuerza. Tomó el papel atado y volvió a leerlo. Un estremecimiento recorrió su espina dorsal al pensar que tal vez fue la fantasma quien en vida escribió esa carta secreta a su amante.
Una semana después regresó el barón, alegre y entusiasta parecía otra persona. Saludó a las damas cortésmente y observó a su esposa con cierta preocupación. Quiso saber si había tenido más pesadillas con el fantasma. Ella le mintió para dejarle tranquilo. Su regreso la animó, la llenó de alivio, había temido que la abandonara o que volviera y le hablara de una separación. Pero nada de eso ocurrió.
“Debo hablarle, en privado, sin que Amandine se entere. Antes de que el fantasma vuelva a aparecer”. Clarise se movió inquieta en su silla durante el almuerzo. Aquello había empezado a obsesionarle. Y se prometió que no regresaría a Paris sin antes resolver ese enigma.
A media tarde recibieron una visita muy especial.
—Monsieur Latour, el padre André ha venido.—el tono del ama de llaves era afectado y parecía levemente incómoda.
El barón enarcó una ceja sin ocultar su sorpresa. Sí, apreciaba al padre André pero no era una visita frecuente en el castillo, a menos que fuera a hacerle un pedido de caridad o pretendiera involucrarle en alguna kermés.
—Por favor que pase y nos acompañe con un té.
Amandine miró a Clarise y esta procuró sonreír como si nada pasara aunque se preguntó por qué el padre no había antes mientras duró la ausencia del barón. Ahora este sospecharía y haría preguntas y sabría que ellas le habían hecho una visita y hablado del fantasma.
El padre André entró en la sala y saludó y conversó con total naturalidad. Claro que necesitaba de un donativo, no dejó de hablar de la próxima kermés y reunión de beneficencia de la Sra. Marie Villeneuve.
—Es extraordinario todo lo que ha hecho esa dama desde su llegada a Saint Denis.
El barón asintió con aire aburrido. Apreciaba al padre André pero detestaba la religión que el buen hombre representaba así que desde que heredó la baronía decidió no invitarle pues temía que insistiera en que reconstruyera la capilla (como pretendió en vida de su madre) y diera asilo a uno de esos curas jóvenes y le nombrara capellán. Y el joven prelado terminara inmiscuyéndose en sus asuntos, obligándole a asistir a misa regularmente como durante el Medioevo.
Desechó esos pensamientos con un ademán de impaciencia y concentró su atención en el anciano sacerdote. Le recordaba muy bien, había sido amigo de su padre y oficiado bodas y bautismos, y asistido en los momentos más tristes de la familia Latour. Tal vez fuera cruel haberle apartado solo porque… Él era ateo, vivía como ermitaño y siendo amante de la ciencia y la historia había empezado a odiar especialmente a los católicos.
Pero el padre André era casi de la familia y había sido confesor de su madre, y muy pronto se encontraron charlando de los viejos tiempos, de cuando Philippe era niño, de amigos y parientes que se habían marchado de Armañac o de este mundo.
El ambiente se tornó cordial y el barón invitó al padre André a regresar el sábado próximo.
Mientras el anciano de oscura sotana se alejaba con pasos lentos y silenciosos del Château se preguntó si acaso sería cierta la historia del fantasma que aparecía en el espejo que le contara la joven baronesa. No parecía una dama dada a la fantasía, tampoco su amiga Mademoiselle Dubois pero… el mismo vio a la dama en la habitación de la torre y había sentido un frío intenso. Pero ese día, antes de reunirse con el barón y con la complicidad de Marchant había tenido un momento para esparcir agua bendita en las habitaciones encantadas y ningún demonio o criatura infernal había salido de la oscuridad del recinto para enfrentarle ni para huir chillando penosamente. Claro que debía regresar y bendecir el resto del lugar pero mientras tanto ambas debían rezar y pedir protección al Altísimo.
Se apeó con dificultad al carruaje y dirigió una última mirada a Farnaise pensando en la extraña confesión de la difunta baronesa cuando recibía la extremaunción. La dama le había hablado de un fantasma que habitaba la torre pero él no podía hablar al respecto.
Pronto Farnaise, enigmático y solitario, rodeado de bosques desapareció de su vista y de sus pensamientos.