CAPITULO 13


El carruaje se balanceaba sobre el camino de grava en un traqueteo incómodo en incesante. Amandine corrió la cortina para ver esas nubes grises que lentamente se apilaban en el cielo.

—Tal vez no debiéramos ir a Saint Denis.

—Tonterías Amandine, claro que debemos ir, es nuestra oportunidad. Y no fue sencillo con esas dos. Uff en ocasiones lamento haber traído tanta compañía.

La joven baronesa compadeció a Marie Claire, su tía Silvie la trataba como a una chiquilla y no la perdía de vista. Y se preguntaba por qué la habían acompañado.

Sus ojos se encontraron y fue como si la joven leyera sus pensamientos.

—Fue la tía quien insistió en venir, mi madre y ella son muy unidas. Como la ayudó a criarme y me salvó de unas fiebres… No os contaré la historia pues la he oído más de cien veces, solo os digo que de muy pequeña tuve fiebres y los doctores que me habían visto le dijeron a mis padres que no había esperanzas…Mi tía que me había cuidado de recién nacida casi tiene un ataque, se encerró en una Iglesia a rezar y dice que un ángel le habló le dijo que debía desabrigarme y tocar mi cabeza. Fue un milagro que debo a la virgen de Lourdes y a mi tía, pues algo hizo cuando me tocó pues luego mejoré, la fiebre cesó y aquí me tenéis, cuando todos pensaban que había muerto…

—¡Vaya historia, al final debisteis contarla!

Marie Claire sonrió tentada.—Sí, pero solo os conté una parte, es mucho más larga. Lo cierto es que mi madre le estará eternamente agradecida, y aunque en ocasiones riñen pues tía Silvie es muy severa y recalcitrante, no olvida que me salvó y bueno… Pero en ocasiones mi tía exagera. Pretendió convertirme en monja. OH, sí, primero me enviaron a un colegio que era un convento donde robé tantos dulces que casi me expulsaron. El disgusto de ella fue tan grande que dicen que en un día encaneció.

Amandine sonrió, la historia de la joven era tan real. Aunque ella se alegraba de no tener una tía Silvie pisándole los talones, habría de ser muy incómodo.

Llegaron al pueblo poco después, ella reconoció la hilera de casitas de piedra y adobe y pensó que en un lugar tan pintoresco no podía haber brujas como soñaba su nueva amiga. Quien en esos momentos miraba todo asombrada parloteando sin parar.

El carruaje se detuvo en la estación de correos donde compraron sellos, sobres y papel de cartas. Una Señora rolliza les trató con suma deferencia mientras preguntaba sobre Monsieur Latour y el Château Farnaise. Marie Claire parecía ansiosa por entablar conversación con la mujer pero Amandine le había advertido que fuera prudente. Pues ¿qué dirían en el pueblo de la baronesa y su parienta?

—Debemos ser discretas Marie Claire, no podemos interrogar a cualquiera sobre la bruja. Además si es realmente una bruja ha de ser temida y debe vivir escondida… – le advirtió cuando caminaban por una concurrida callejuela.

—¿Y a quién le preguntaremos? No podemos hablar con desconocidos.

— Tal vez no debemos buscar una bruja sino a una médium.

—O a una de esas adivinas que tiran las cartas.—Marie Claire quería emociones.— Ese será el señuelo. Volvamos a la oficina de correos. Esa dama parece estar al tanto de todo lo que ocurre aquí.

Amandine vacilaba pero finalmente accedió. Y poco después se encontraban frente a una casa de dos plantas con un precioso jardín.

—Os dije que daría resultado.

La puerta se abrió, una gran puerta con una mano de hierro de donde salió una anciana de rostro muy arrugado y vestido oscuro.

—Buenos días Señoras.— las saludó.

Marie Claire retrocedió asustada y fue Amandine quien debió hablar.

—Uds. buscan a Madame Chloé. Pasen por aquí por favor.

Ambas se miraron, Amandine avanzó primero y su acompañante esperó indecisa en el portal hasta que una mirada suya la hizo decidirse.

Un recinto con luz mortecina las aguardaba, muebles cubiertos con sábanas y un olor extraño las hizo pensar que entraban en la casa embrujada del pueblo. “OH, Marie Claire, espero que no deba lamentar haberos seguido.” Pensaba Amandine mientras que su parienta no hacía más que apretar su mano y mirar a todos lados como chiquilla asustada.

Madame Chloé era más joven que su sirvienta aunque su aspecto no era más agradable. Un rostro anguloso y unos ojos de águila que jamás parpadeaban y parecían atravesar paredes con su fuerza, Vestida con un vestido verde oscuro con puños y cuello de blanquísimo encaje, era delgada y elegante pero había algo desagradable en ese rostro con marcadas arrugas atravesando sus mejillas y en esos labios finos y reservados.

—Buenos días, dos encantadoras damas desean que les lea el porvenir. Aunque ambas son damas que han hecho buenos matrimonios, las suerte las acompaña, ¿qué pueden temer?

La criada se retiró silenciosa y ellas miraron vacilantes las sillas que les ofrecía la adivina, que más que adivina parecía una bruja. Oh, Amandine temía y detestaba a esas criaturas malvadas.

—Por favor tomad asiento. —insistió la mujer.

Amandine miró la mesa con un mantel bordado blanquísimo y un centro de mesa extraño. A su espalda había un gran ventanal y a un costado una biblioteca, sillones, mesitas, cojines, era una pequeña sala atestada como de villa parisina. Pero no había ni una cruz ni otro símbolo santo, así que si esa bruja las maldecía estaban perdidas. Mejor no disgustarla y sentarse. 

Lo más triste era que su amiga estaba más asustada que ella y se quedaba parada frente a la mesa incapaz de dar un paso.

—Siéntate, Marie Claire.— le dijo.

Madame Chloé sonrió y tomó las manos de Amandine primero mientras encendía la bujía de una lámpara de aceite sobre la mesita redonda.

—Sois muy afortunada Madame. De veras que los sois. — comenzó y Amandine se estremeció al ver las manos huesudas y nudosas, frías como el hielo, de la adivina.

—Tendréis muchos hijos, cuatro… Y viviréis muchos años. Sin embargo hay una sombra sobre vos.

—¿Una sombra?—repitió Amandine con un hilo de voz. 

—Oh, sí… Aquí veo una sombra de maldad que os acecha. Del pasado. Del pasado del Château Farnaise.

—No comprendo.— la joven baronesa comenzó a temblar.

—Debéis tener cuidado Madame, el peligro y la sombra. La sombra maligna está en el castillo.

—¿La dama que llora en el espejo?

Pero la dama no la escuchaba parecía mirar hacia lo lejos. Tuvo un instante de vacilación.

—No veo a ningún fantasma en el espejo Madame baronesa, ¿de quién habla usted?

—De Chloé, el fantasma de un ancestro Latour. Dice la leyenda que llora buscando a su amante.

—¿Chloé? No me refiero a ella, no sé quién es. Pero hay una fuerza maligna en Farnaise, en la torre.

¿Cómo lo supo? ¿Acaso en el pueblo se habrían enterado de la excursión a la torre con Clarise?

—Es la maldición de la dama de la torre, debe usted destruir ese lugar de inmediato. Destrúyalo Madame pues jamás será feliz si no se libra de ese fantasma.

Y luego se volvió a Marie Claire cuya mano había empezado a sudar mucho antes de que le tocara a ella.

—Madame, no debéis temer de mí, solo tengo el don de ver el futuro. No soy una bruja. 

Marie Claire tragó saliva y esperó el vaticinio estoica.

—Sufristeis de fiebres siendo muy pequeña y eso os trastornó… No es prudente que robéis dulces Madame pues en el futuro eso os traerá problemas. Cambiaréis los dulces por las joyas.

La joven enrojeció, la pequeña dama cleptómana quedó en evidencia y no pudo sostener la mirada de Amandine, ni siquiera la de la bruja…

Se levantó y casi corrió mientras le rogaba a la baronesa que se marcharan de ese horrible lugar.

Tomaron en el carruaje y tras comer unos pasteles Marie Claire recuperó su buen humor y comenzó a reír casi histéricamente ante la mirada asombrada de Amandine.

—¿Qué ocurre Marie?

—Nada… Esa bruja malnacida dijo que las fiebres habían afectado mi cabeza por eso nunca creceré y siempre seré una niña. —dijo cuando pudo parar de reír.—Tal vez tenga razón… La bruja realmente conoce su oficio. Aunque me dio mucho miedo.

—No parecía mala.

—Creo que es una mujer muy sabia… Como si leyera nuestros pensamientos. ¿Qué os dijo del fantasma?

—Algo muy extraño. Dijo que era una sombra y que representaba una amenaza para mí.

Marie Claire se puso muy seria. —Pues no comprendo cómo lo toleráis, vivir en un sitio embrujado… Supongo que es casi como una desavenencia conyugal.

Amandine guardó silencio, sí tal vez tuviera razón. Aunque las palabras de la adivina la intrigaban pues en ningún momento creyó que el fantasma fuera malvado sino que parecía desdichado, llamando a su amante como si pidiera ayuda. Ya era bastante triste

 

 

*                                                     *                                                      *

 

En la sala del Château Farnaise, Marie Claire cantaba parada frente al piano una de esas canciones pastoriles de su tierra natal, su madre tocaba el piano y el reducido auditorio la escuchaba admirando su voz dulce y cristalina. No era hermosa, jamás lo sería pero era cálida y graciosa, alegre al igual que su madre. Amandine se reía a carcajadas de sus chistes subidos de tono, y esa tarde se sentía alegre luego de recibir una reconfortante carta de Clarise, enviada personalmente por su cochero esa mañana. “Ten paciencia, conservad la calma, que ese fantasma maligno, ente o lo que sea no os haga perder la razón. Conseguiré un buen intermediario de espíritus y lo llevaré a Farnaise como sea, os lo prometo.

Oh, Amandine, resiste, sé fuerte, paciente, espera. Rezad como os aconsejó el padre André. Lamento que el pobre se haya asustado, comprended que es un hombre de edad avanzada y las emociones vividas debieron afectarle penosamente. De todas maneras el pobre anciano no pudo hacer nada. Nos enfrentamos a fuerzas desconocidas y misteriosas que deben ser combatidas con un espiritista. Dicen que son capaces de hablar con los muertos y espíritus del otro mundo. Algunos son unos charlatanes y embusteros, lo sé, pero en todo Paris ha de haber un verdadero médium, brujo o lo que sea que nos ayude a librarnos de tan detestable criatura. ¡OH, vaya qué he empezado a odiarla!”

La voz del primo de su esposo distrajo su atención.

—Admirable, querida. ¿No soy el hombre más afortunado de este mundo?—dijo haciéndole un guiño a su esposa.

Amandine miró a Marie Claire volviendo al presente, a esa sala donde una joven agradable cantaba y todo era casi normal, como una velada musical parisina. La tía de cara fruncida casi sonrió y la madre de Marie Claire asintió encantada. Todos formaban un cuadro tan feliz aunque sus sentimientos eran contradictorios, si los huéspedes se sentían muy a gusto olvidarían al fantasma y no se irían y ella deseaba que hicieran lo contrario.

Y como si algo o alguien leyera sus pensamientos las luces se apagaron y la joven de voz cantarina gritó con todas sus fuerzas antes de caer desmayada.

Su esposo no llegó a tiempo para evitar que cayera al piso y Latour dejó escapar una imprecación.

—Escuché una voz horrible susurrándome.— confesó momentos después Marie Claire mientras yacía tendida en el sillón más largo con brazos envuelta en una manta y cojines. Se veía pálida y sofocada, su esposo no dejaba de abanicarla y su madre parecía a punto de sufrir un ataque. La tía meneaba la cabeza totalmente desencajada, como si todos los tic la dominaran.

— ¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!— decía.

Amandine observaba la escena entre consternada y satisfecha. Así que Marie Claire había oído al fantasma. Era un buen principio aunque casi sentía pena por la joven, en realidad le agradaba. Pero había oído que se quedarían dos semanas más y para ella y sus pobres nervios era demasiado.

Latour parecía avergonzado y apenado de lo ocurrido. Miró a su esposa y luego al ama de llaves que parecía recriminarle en silencio su indiferencia.

El Doctor Laissons llegó poco después, silencioso y taciturno, con esa poblada barba castaña y la mirada aguda, observó al grupo y atendió a la joven postrada en el sillón principal. Luego de examinarla superficialmente le recomendó unas píldoras sedantes. Al parecer los miembros de su familia estaban condenados a atender a las damas de esa familia (y a sus huéspedes en ocasiones) de las impresiones causadas por los fantasmas que moraban en ese castillo. El no creía seriamente en la existencia de los espectros, pero como todos hablaban de ellos cualquier sonido inesperado y extraño despertaba la fantasía de las personas.

Cerró lentamente su maletín, recomendó reposo a la joven tan saludable como una manzana y se retiró mirando de soslayo a la joven baronesa. Parecía recuperada aunque levemente nerviosa. Era una pena que no hubieran seguido su consejo, ese lugar tenía algo macabro que afectaba el espíritu de sus moradores.” Pensó mientras abandonaba el salón con paso acompasado.

 

A la mañana siguiente mientras todos dormían (las damas siempre despertaban cerca de las diez y los hombres madrugaban para recorrer las tierras a caballo) la joven baronesa fue hacia las cocinas. ¡Qué poco había durado la paz! No hacía más que pensar en lo ocurrido anoche.

Un aroma a pan recién horneado le despertó el apetito, los hornos estaban encendidos y todo estaba en perfecto orden: los trastos colgados, y la vajilla guardada. Los sirvientes aún desayunaban y la visión de media docena de criados sentados en la larga mesa pareció congelarse como un cuadro, todos con las miradas fijas en ella. Madame Marchant la miró con expresión reservada. Su presencia en las cocinas no era habitual.

—Oh, Madame, me sorprende usted— Madame Marchant tenía una expresión alerta.

—Necesito hablarle, por favor.

El cuadro de estatuas se movió levemente.

—Pudo tocar la campanilla, Madame Latour.—era una feroz acusación.

Amandine detestaba las campanillas, nunca sabía cuál era la correcta, en ocasiones le pedía a su esposo o se las arreglaba sola. Tanta ceremonia la exasperaba. En esas cocinas inmensas siempre se sintió intimidada y tonta, como si no estuviera derecho a estar allí.

El ama de llaves abandonó su silla y se alejó. No podían hablar allí frente a los criados. Ambas se dirigieron a la sala de música.

La joven baronesa habló sin rodeos. —Madame Marchant, Ud. presenció lo que ocurrió ayer. ¿Por qué cree que el fantasma atormentaría a Marie Claire?

—Lo ignoro Madame. En ocasiones ha molestado a los huéspedes… En vida de la baronesa hubo un incidente, una joven casada con un pariente lejano de Latour vino aquí y huyó despavorida, presa de un ataque de nervios.

—¿De veras? ¿Y qué hizo la baronesa entonces? ¿Cómo vivió tanto tiempo con el fantasma?

El ama de llaves se esforzó en recordar. —Yo era una niña entonces y siempre se habló de que este lugar estaba encantado. Pero el fantasma nunca apareció como ahora, eso me sorprende. Yo nunca creí que existiera en realidad, ocurrían sí cosas extrañas pero en los edificios antiguos siempre hay ciertas historias… La baronesa se interesó mucho por el fantasma de esa dama e investigó, pero creo que nunca pudo saber cual ancestro Latour mantuvo encerrada a su querida en la torre. Temo que en tiempos remotos eso era una costumbre usual según he oído. 

—La dama del espejo no ha vuelto a aparecer, ahora se ha convertido en una criatura maligna que susurra… Lo peor es que Marie Claire no ha podido entender una palabra.

Madame Marchant guardó silencio, parecía vacilar.

—Baronesa, si el señor se entera de que usted ha venido a hacerme preguntas del fantasma y yo le he respondido lo que sé me despedirá. Y temo que no es mucho lo que pueda decirle. Busque en el Château, en la habitación dorada, en ella pasó los últimos años la difunta baronesa, tal vez encuentre algo. Pero temo que necesitará ayuda para alejar a ese fantasma. El padre André no pudo y tal vez.— no completó la frase.

—¿Se refiere a que debo buscar ayuda de un intermediario de espectros?

El ama de llaves asintió en silencio. –—Hay una mujer en el pueblo que tal vez pueda ser de ayuda, pero temo que el barón no querrá oír hablar de ella ni permitirá que venga al Château. Pero si Ud. la visita tal vez le diga algo importante sobre este lugar. Se llama Anne Laurent y vive en la casita que está cerca de la iglesia, si pregunta por ella le dirán.

Amandine memorizó el nombre y se dijo que iría sin demora. Pero había otro asunto que daba vueltas en su cabeza y necesitaba más respuestas.

—La primera vez que fuimos a la torre mi amiga se desmayó porque vio una sombra oscura, y antes de eso las dos vimos un retrato mural de una dama con un perrito. Era de los tiempos de los Luises y abajo, junto la firma del pintor decía condesa Chloé de Chatillon. El retrato no estaba la última vez que fuimos a la torre, había desaparecido.

El ama de llaves la miraba sin parpadear, frunció los labios como si no deseara decir otra palabra. Se hizo un silencio embarazoso.

—Ese cuadro era muy parecido a la dama que apareció en mi espejo sollozando, llamando a su Armand. Pero no está en la galería de ancestros Latour, aunque la buscamos infructuosamente luego del incidente. Recuerdo perfectamente el rostro, y su nombre. Era una dama morena, de grandes ojos esmeralda y el retrato debió ser pintado hace 200 años, quizás menos, el Château y el bosque estaban de fondo. ¿Sabe Ud. dónde está ese retrato?

—Lo ignoro, él prohibió hablar de la leyenda del fantasma. Tal vez lo guardó en una habitación.

—¿Y quién dejó ese retrato en la torre? ¿Por qué estaba allí y no en la galería?

—Bueno, algunos aristócratas retrataban a favoritas, pero ninguno tenía la osadía de incluir sus cuadros en la galería de ancestros. 

—Entonces mi marido ha de saber quién fue esa Chloé. Podría ser la esposa abandonada por su marido, engañada y resentida. Y como le temen, todas sus pertenencias fueron enviadas a la torre, lugar donde vivió. Y fue alejada de la galería de retratos.

    Madame Marchant permaneció pensativa.

—Monsieur Latour nunca se interesó en la leyenda y temo que no cree una palabra de ella. En cuanto a la dama del retrato, no sabría decirle si fue o no esposa de un ancestro del actual barón. Temo no poder ayudarla más Madame, busque en la habitación de la difunta baronesa, ella escribía todo en un diario aunque desconozco el destino del mismo.

Amandine siguió su consejo sin demora y sus pasos se dirigieron a la habitación de la difunta baronesa, aún disponía de un tiempo antes de que despertaran las visitas y preguntaran por ella.

La habitación estaba en el primer piso, casi al final del corredor, solitaria y apartada. Era extraño que la Señora del castillo viviera cerca de las habitaciones de los huéspedes. Miró a su alrededor como si temiera encontrar o ver al fantasma, pero todo estaba muy quieto y silencioso. Sin embargo rezó y tocó en su muñeca el pequeño rosario que llevaba a todos lados. Dios, lo mejor era abandonar ese lugar maldito y olvidarlo todo, fantasmas, maldiciones y voces susurrantes. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué insistía? Llegar a la verdad, descubrir el secreto, el misterio que mantenía cautivo al fantasma perverso, a la esposa engañada y abandonada le obsesionaba.

Entró en el cuarto y todo era oscuridad. Una oscuridad extrema.

—Madame, olvidé advertirle que debió UD traer una lámpara o linterna. No pensé que viniera enseguida. —la voz tranquilizadora del ama de llaves al principio le causó una gran conmoción, luego alivio. Si ella estaba allí todo sería más sencillo. Portaba una lámpara de aceite y con ella entró en la habitación; que olía a encierro y a humedad, hasta que pudieron abrir las ventanas y sus postigos. Entonces la luz descubrió cada rincón de la espléndida habitación donde predominaba el rosa pálido y el color crema. Una inmensa cama con dosel en el centro y sobre la cabecera un crucifijo con un ramito marchito de laurel bendecido durante el domingo de ramos.

—Era una dama muy devota.— comentó el ama de llaves y por doquier encontraron cuadros religiosos y crucifijos, demasiados, de todos los tamaños, no solamente en la pared sino en los muebles. Amandine pensó que su suegra no debía estar muy cuerda al morir y le preguntó a Madame Marchant quien asintió pensativa mientras abría un cofrecito guardado en la mesa de luz.

— Pasó sus últimos días aquí, encerrada, hablando del pasado. Nadie venía a verla, la Srta. Rosalie se había casado muy joven y no visitaba el Château a menudo, su marido y su hijo se pasaban en el campo o en Paris, siempre atareados con asuntos de hombres. Había una dama de compañía, una Srta. solterona de buena familia. El jardinero moría de amor por ella pero esta le ignoraba y le disgustaba mucho su insistencia. En fin, Mademoiselle Alice Ducret creo que se llamaba así, le hacía compañía y dormía en la pequeña habitación contigua a esta. Todos decían que se daba aires y su compañía no era beneficiosa para la señora. Sin embargo creo que la joven era la confidente de la difunta baronesa, y a ella debió hablarle del fantasma. La difunta dama estaba muy sola, sus parientes solo la visitaban en pascuas y navidad… — Madame Marchant recorría la habitación y tocaba algún objeto de vez en cuando de forma mecánica, su mente seguía en el pasado.

Amandine la escuchaba atenta mientras seguía buscando algo que fuera de su interés. 

— Aquí no hay nada. Ningún diario, hoja ni libro que hable del fantasma. —dijo al fin agotada de tanto buscar y revolver y se sentó en la gran cama para tomar aliento. Ese cuarto le resultó opresivo y triste como si pudiera ver a su difunta suegra con su aburrida dama de compañía leyéndole en voz alta la Biblia o alguno de esos tratados sobre la moral que ella jamás pudo leer. Solitaria y abandonada por sus familiares, ensimismada en sus fantasías, viendo cada tanto al fantasma. ¡Qué tristes y desesperantes debieron ser sus últimos años de vida!

El ama de llaves la ayudó a buscar pero finalmente se rindió.

—¡Qué raro, hubiera jurado que ella escribía un diario! Todas las damas tenían un diario, estaba de moda creo y ella escribía porque le gustaba, escribía cartas y esquelas, y también… Una vez la vi escribir en un libro grueso, solo podía tratarse de un diario. Pero lo tenía escondido.

— ¿Y si le escribe Ud. a su dama de compañía?— propuso Amandine.

—Bueno, en realidad ignoro su paradero aunque tal vez en el pueblo han de saber sus señas.

Abandonaron la habitación en silencio. Al final todo había sido en vano y no podía desprenderse de la sensación de estar husmeando como una intrusa. Temía ser descubierta, si su esposo se enteraba…

El ama de llaves regresó a las cocinas a ordenar el almuerzo y la cena para ese día y Amandine se reunió con sus huéspedes en el comedor. Ya oía sus voces y risas desde allí. Notarían su ausencia y la juzgarían descortés.