CAPITULO 9

 

A la mañana siguiente, luego de un frugal desayuno fueron al pueblito de Saint Denis. Clarise escogió un vestido color crema de seda con cuello de encaje y un sombrero del mismo color y su amiga uno celeste de estrecho corsé y amplísima falda. La primera se veía animada, un paseo nunca debía despreciarse y la segunda no podía dejar de pensar en su esposo que se había marchado sin más explicaciones. ¿Y si no regresaba? ¿Si la dejaba sola en ese castillo embrujado? La posibilidad era aterradora. Era un hombre reservado, silencioso, y siempre parecía disgustado con ella. 

Madame Marchant quiso saber si regresarían a almorzar y como la baronesa no supo que responder su amiga lo hizo por ella.

—Regresaremos a media tarde, a tiempo para el té y los bollos.

El ama de llaves miró a ambas y asintió en silencio. Clarise la vio irse pensando que esa imponente mujer debía saber lo que estaba ocurriendo en ese castillo y sintió deseos de interrogarla.

Dejaron atrás el castillo con sus enigmas y se adentraron por el bosque rumbo al pueblo. El paisaje de las vides era agradable, tan distinto al gris edificio.

—¡Pero, qué traqueteo! Estos caminos son imposibles. Tal vez debimos tomar el tren. OH, mirad, allí están vuestros vecinos. ¡Qué simpáticos! Nos saludan desde sus caballos —Clarise se asomó a la ventanilla para echarles una mirada. Había dos caballeros de impecable traje de montar y una dama de cabello rojizo, los tres saludaron aún a la distancia y Clarise les respondió el saludo.

—Vuestro esposo debería invitarles un día — dijo.

Amandine les dirigió una mirada distraída. —Creo que están enemistados por unas tierras, aunque no lo recuerdo con exactitud.

Saint Denis era un pueblo pequeño, y pintoresco, precedido por la alcaldía en la plaza principal con sus callecitas estrechas, vestigios del Medioevo y una iglesia con torre ojival que era el centro de reunión de viajeros y lugareños.

Amandine pensó que allí encontraría a un sacerdote dispuesto a bendecir el Château y Clarise no hacía más que lamentarse del mal gusto de los sombreros de damas y señoritas que se paseaban muy orgullosas con sus vestidos pasados de moda y esos sombreros, ¿dónde los comprarían? Los caballeros tenían un aire provinciano de ingenuidad, sin la sofisticación de los parisinos.

El carruaje se detuvo en la tienda más importante donde compraron sellos, dulces, abanicos, papel de carta, cintas para el cabello, flores artificiales para vestidos y sombreros… Parecían dos chicuelas escogiendo dulces y juguetes.

La dueña del establecimiento, una dama rolliza y pelirroja con mirada de lince fue muy amable y curiosa, sabía quiénes eran exactamente apenas se apearon del carruaje donde se distinguía el emblema de la familia Latour y les trató con exagerada amabilidad.

—¿Cómo está Monsieur le barón?— quiso saber—Por favor, envíele mis saludos.

Clarise compró estampillas y aprovechando la locuacidad de la Señora le preguntó por el Château confesándole que los criados estaban asustados por la extraña presencia de un fantasma.

La expresión de estupor en la rechoncha dama no se hizo esperar, sus ojos de chismosa se abrieron desmesuradamente.

—Bueno, la dama que mencionáis es un huésped habitual del castillo desde hace muchos años y la historia que se cuenta sobre ella es algo confusa.— dijo al fin. La entrada de una amiga de la mujer puso fin a su cotilleo y Clarise contuvo una maldición. Por fortuna la visita tenía prisa y compró un trozo de tarta de melaza y se marchó.

—Decía yo… Ah, sí el fantasma. Esa criatura fue vista el día de la boda de la hermana del actual barón, Mademoiselle Rosalie. Dicen que su presencia trae desgracia y por cierto que la hermana del barón jamás regresó a Farnaise luego de la boda.—Hizo una pausa para tomar aire— Hay quien dice que el fantasma persigue a todas las baronesas Latour, muchas han abandonado ese Château aterrorizadas… Dicen que fue una dama que tuvo amores con un heredero Latour pero este era casado y finalmente la abandonó y ella se quitó la vida. Pero años después regresó para atormentar a las baronesas que en buena ley habían llegado al castillo como señoras y no como amantes. Aunque he oído otra versión sobre el espectro aunque no puedo recordar…

La dueña de la tienda parecía hacer un esfuerzo sobrehumano por recordar y Clarise rezaba para que lo hiciera mientras su amiga permanecía ajena a la conversación.

—Escuche Mademoiselle, no estoy segura pero creo que alguien dijo que la dama era la esposa de un Latour, que este la encerró por demente en la torre y luego la mató porque deseaba casarse con su querida. Por eso no descansa en paz y vaga por el castillo apareciendo en los espejos. Muchos criados enloquecieron de espanto cuando la vieron, ya sabéis como son los simples, juegan apuestas de la manera más necia y luego juegan con los espíritus y pagan caro su desenfado. – Los labios se torcieron en una mueca.— En un tiempo la familia Latour debió duplicar la paga de las mucamas y doncellas porque ninguna joven de aquí quería trabajar en el Château por las historias que se contaban. Y creo que ninguna doncella permanece mucho tiempo en su puesto a pesar de la paga, ni por la disciplina y rigor de Madame Marchant.

—¿Conoce usted a madame Marchant?

—¡Por supuesto! Su madre es prima segunda de mi tía, es una dama derecha como pocas, de voluntad férrea. Debió ser la hermana superiora de un convento.

Amandine rió por la ocurrencia y Clarise frunció el ceño.

—Sí, la pobre no tuvo mucha suerte, de jovencita hubo un hombre que se interesó en ella, un sobrino de Henri el herrero pero algo ocurrió.

La conversación se había ido por las ramas perdido todo interés para la pequeña detective Dubois, quien agradeció a la señora del correo y se marchó al llegar nuevas visitas a la tienda.

Se marcharon poco después con expresión desanimada.

—Bueno, no es gran cosa lo que hemos averiguado, es extraño que haya dos leyendas sobre la dama del espejo. Sí, hay quienes sostienen que fue la amante de un Latour y otros que fue su esposa.— Clarise se acomodó el sombrero frente a una brisa demasiado fuerte. —¡Nunca me acostumbraré a este clima impredecible! Ahora busquemos una iglesia, creí haber visto una importante en la Plaza principal.

Caminaron un buen trecho hasta llegar al corazón de la plaza, allí encontraron una construcción muy antigua de estilo gótico, con picos de agujas elevándose hacia el cielo implorantes y una estatua de la virgen y el niño en la puerta. Se miraron y Amandine retrocedió ante tanta magnificencia.

—No me atreveré, creerá que estoy loca si le digo que debo bendecir el castillo porque está habitado por fantasmas.

Clarise le dio un suave empujón. —No es necesario que digáis tanto, ¿sois católica no? Y estáis preocupada por la capilla derruida del Château, y de ciertos rumores de que en el castillo habita un espíritu maligno. 

Finalmente entraron, se hincaron y persignaron. Amandine contempló deslumbrada las estatuas de santos y ángeles, los frescos que lucían en el techo abovedado.

—¡Qué bello lugar!— susurró.

El recinto estaba lleno de gente y debieron esperar a que terminara la misa para acercarse al altar e interrogar al joven prelado.

Un sacerdote de edad avanzada, delgado y expresión paciente les recibió en su despacho. Avanzaron lentas e inseguras. “Dejad que yo hable” le había dicho Clarise, para Amandine era natural que ella presidiera los interrogatorios.

—Padre, necesitamos hacerle una petición muy especial. El castillo de mi amiga la baronesa Latour (Amandine asintió inclinando la cabeza pero sin decir palabra) se encuentra en un lamentable estado espiritual.

El sacerdote miró a ambas sin sorprenderse. Sus ojos cristalinos y el cabello blanco le daban un aspecto de santo o de mártir, a Clarise le recordó a una de esas estampas de padres santos que coleccionaba su tía Anette. Se sintió inmediatamente confiada y habló sin titubear:

—La capilla fue destruida y no ha sido reparada, y ha habido ciertos incidentes, tememos que sobrenaturales que nos han inquietado de sobremanera. Tal vez UD no crea en espectros pero hemos pensado que si el lugar es bendecido, eso sea algo muy bueno y el espectro, espíritu o lo que sea, se marche.

Clarise no habló del fantasma, pero el sacerdote se interesó de inmediato.

—¿Os referís a fantasmas? No se inquiete tanto, algunas veces me han consultado sobre esas criaturas. Los castillos y casas muy antiguas, parecen ser la morada predilecta de esos espectros. En una ocasión estuve en el castillo de Sir Clemens, un lord inglés a quien tenía especial estima y pude comprobar con mis ojos que en una de sus habitaciones había una presencia inquietante y malévola. Se trataba de una joven vestida de negro, los ojos eran dos cuencas blancas y permanecía inmóvil, suspendida en el aire… Aparecía una vez al año, siempre en otoño. Bendije cada rincón del castillo, y Sir Clemens colocó una imagen santa en cada habitación, construyó una capilla en sus jardines y el fantasma o que le fuera se marchó…

Amandine sonrió entusiasmada pero el padre meneó la cabeza muy serio—. Y luego regresó, un año después y la esposa de Sir Clemens padeció una fuerte impresión y enloqueció. Al final el joven lord abandonó ese lugar. 

—¡Qué terrible!—opinó Clarise.

—Si, fue muy triste. Bendeciré el Château, pero en ese lugar siempre han ocurrido cosas extrañas.

—¿Cosas extrañas?

El sacerdote miró a ambas vacilante. —Uds. no han de ser de este lugar me temo. Aquí todos conocen las leyendas que se cuentan del Château Farnaise. Conocí a los padres del actual barón y a este desde que era niño… Oficié bodas y bautismos y siempre experimenté algo extraño cada vez que iba al Château. No podría explicarlo con certeza. Pero una vez… El día de la boda de la hermana del actual barón, luego de oficiar la ceremonia, caminaba por los jardines conversando con un viejo amigo cuando de pronto me detuve pues sentí una mirada. Os parecerá extraño pero siempre he sido sensible a las miradas a menos que esté muy distraído, y me volví, miré hacia una de las torres del Château. Vi a una dama asomada a una de los ventanales observando todo con mirada maligna. ¿Quién sería? Pensé pues no podía imaginar que hubiera una dama encerrada en esa torre sin participar de la fiesta. Mi amigo me habló, me distraje de nuevo y al mirar hacia la torre la dama había desaparecido. El asunto me dejó intrigado y le pregunté al padre del actual barón, quise saber si alguien vivía en la torre y este sonrió diciendo: — Entonces ¿habéis visto a la dama de la torre?

—¿Cuál dama?—le pregunté.

—Me refiero… Creo que es un fantasma que solo aparece en muy raras ocasiones —respondió él sin darle demasiada importancia. Tal vez quienes viven en esos castillos se acostumbran a vivir entre fantasmas, pero a mí me inquietó de sobremanera.

“La dama de la torre, ¿acaso la misma que vimos en esa ocasión?” Pensó Clarise.

—Padre Antoine, ¿UD cree que ese espectro sea capaz de hacer daño a los vivos?

—No lo creo pero en ocasiones… Quizás no sean exactamente fantasmas, si se trata de enviados de la oscuridad entonces, tal vez sea algo más delicado.

—¿Enviados de la oscuridad?— Amandine empezaba a temblar.

—Madame Latour, en ocasiones ocurren cosas extrañas, pero el mal existe y es necesario que estemos preparados. Llevad siempre crucifijos y rezad cuando os sintáis en peligro. Lamento que los Latour no fueran hombres de fe, en vida de la baronesa todos asistían a misa los domingos pero después…

—¿Y qué supo usted del fantasma de la torre?

—Nada, solo que aparecía en raras ocasiones. ¿Acaso Uds. la han visto?

Ambas asintieron.

—¿Y el actual barón qué piensa de todo eso?

—El no cree… Pero yo he visto a un espectro reflejarse en el espejo.— Amandine no hizo caso al gesto de Clarise que le encomendaba silencio. Así que el padre escuchó la inquietante historia de una dama que lloraba frente a un espejo llamando a un tal “Armand”.

El padre las escuchó sumamente interesado, con expresión pensativa.

—No debisteis contarle todo, ahora quedará tan asustado que no vendrá al Château.— Al abandonar la pequeña sala contigua a la sacristía Clarise estaba furiosa con su amiga.

—Vendrá porque lo prometió.

—Pues temo que no lo hará, no le interesan los espectros, solo si son emisarios del diablo. Ya sabéis como se preocupan los católicos por el demonio.

—Tal vez el fantasma sea un demonio.

—No lo es. Los fantasmas son personas que murieron y no descansan en paz, los demonios son criaturas malignas del infierno, es como mezclar el agua y el aceite.— Clarise se sentía una experta en esos asuntos.

Se apearon al carruaje en silencio. Algunos curiosos las observaban a distancia.

—Bueno, espero que ese cura no le cuente a todos los lugareños que tenemos un fantasma recalcitrante en el Château. Y sobre todo, que vuestro esposo no se entere o se pondrá furioso.

Cuando atravesaron el bosque y llegaron al promontorio donde aguardaba el castillo ambas se estremecieron. “Aquí hay algo realmente maligno, lo siento en el aire. Dicen que donde ocurrió una tragedia esta perdura demasiado tiempo dejando una atmósfera extraña… Esa dama encerrada en la torre, que aparece en el espejo, si realmente es un fantasma…” Por primera vez Clarise consideró la posibilidad de que realmente se enfrentaran a un fenómeno sobrenatural. ¿Qué podían hacer ellas para deshacerse de un fantasma? Aquello no era una sesión espiritista de una velada donde nada serio ocurría. Lo que ocurría en Farnaise era real. 

      —OH, Amandine, ¿por qué no os casasteis con un rico comerciante de Paris? Habríais tenido una gran residencia en Saint Germain, o un pequeño palacio en la cité y no este castillo oscuro y malévolo.— se lamentó mientras se frotaba los brazos temblando.

—Clarise, sabéis por qué me casé con el barón.

—Sí, porque Monsieur François os repugnaba. Os entiendo, yo habría saltado al vacío antes de aceptar a ese hombre horrible como esposo. 

“Un casamiento extraño, un hogar extraño” meditó Amandine contemplando el edificio a la distancia pero sus pensamientos estaban junto a su esposo que se había marchado con suma prisa como si deseara evitarle. Dijo que haría un viaje breve pero no dijo a dónde, no le debía explicaciones. ¿Estaría enojado con ella?

El recinto las envolvió con su oscuridad. Clarise hubiera deseado regresar pronto a Paris y retomar su vida social pero sabía que no podría abandonar a su amiga con aquel misterio.

Volvieron a reunirse a la hora de la cena. El inmenso comedor era un recinto lleno de sombras, Amandine estaba intranquila y apenas probó bocado mientas que su amiga suspiraba por Lucien preguntándose si algún día volvería a verlo, si acaso él pensaría en ella.

“Qué tontería, debo sacármelo de la cabeza y no pensar tanto en él o terminaré enamorándome.” Pensaba Clarise meneando la cabeza mientras jugueteaba con el suculento plato de legumbres y carne estofada sin apetito.

Amandine observó que la gran mesa se veía vacía, inhóspita sin Philippe, como si faltara lo principal. ¿Y si acaso decidía no regresar? ¿Si consideraba que su matrimonio había sido un lamentable error y decidía deshacerlo?

De pronto un sonido las sobresaltó, parecía un gemido pero era algo diferente. Clarise miró hacia el gran ventanal como si allí estuviera el espectro que había emitido ese sonido. Amandine también había escuchado y una sensación opresiva y desagradable se apoderó de su ánimo. “Odio este lugar, detesto estar aquí… Quisiera marcharme.” Y por primera vez sintió algo maligno en el castillo flotando en el aire, expectante. Clarise parecía compadecerla y de pronto pensó: ¿qué será de mí cuando ella se marche? No podré retenerla mucho tiempo, extraña Paris y se ha ido su enamorado, entonces… Deberé enfrentar al Château con sus fantasmas y a mi esposo.

Un nuevo terror la invadió. Terror, incertidumbre, nada había sido lo que esperaba.

Amandine casi huyó seguida de Clarise, que tampoco sintió deseos de quedarse en esa sala. Dios, ¡qué frío hacía allí! Había notado ese frío helado que llegaba al caer la tarde y recorría los rincones, invencible a pesar de los leños crepitantes en todas las estufas disponibles. Y esa noche había sentido una presencia malévola, toda su piel se había erizado, hubiera jurado que allí había algo observándolas.