CAPITULO 18
Días después un carruaje se detuvo frente al Château Farnaise, era oscuro y llevaba un estandarte con un grifo, el emblema de la familia Latour, que la dama portaba con orgullo.
Amandine fue a recibirla junto a su esposo, ansiosa y deseosa de agradar a su cuñada.
Había ido sola, pues su marido se encontraba de viaje, una doncella la seguía como su sombra, delgada y encorvada, con movimientos inseguros y mirada huidiza, le recordó a una corneja asustada revoloteando aquí y allá, ansiosa de volar pero deseosa de no llamar demasiado la atención. Su cuñada en cambio, tenía toda la estampa de una dama de alcurnia, alta y bien plantada, aunque seguía llevando vestidos pasados de moda en tonos apagados. No era bonita y tampoco se esmeraba para parecerlo.
—Oh, Rosalie, habéis tardado en llegar — reiteró su hermano besando su mano.
La recién llegada sonrió. Era morena y de grandes ojos cafés, pero allí terminaba la similitud, no se parecía en nada a su hermano, aunque era alta y delgada. Amandine pensó en una de esas fotografías de jóvenes que posan para mostrar un sombrero o un vestido lujoso de moda.
Su cuñada sonrió. Luego de besar fugazmente a su hermano le dirigió unas palabras corteses mientras la observaba con atención y la doncella se escabullía con parte del equipaje.
—Oh, este lugar ha cambiado mucho, habéis cambiado muebles y cortinas.— observó.— Se ve distinto.— insistió mientras miraba hacia las escaleras.
El ama de llaves saludó cordialmente a la recién llegada y luego le preguntó si ocuparía el mismo cuarto que de soltera y esta aseguró que sí sin darle demasiada importancia. Su mirada regresó a los anfitriones como si deseara saber si todo marchaba como debía en ese matrimonio y en ese Château. Había jurado jamás regresar luego de la muerte de su padre pero allí estaba de nuevo lo que probaba que ciertas promesas no podían cumplirse.
Durante el almuerzo conversaron los hermanos de viejos tiempos y Rosalie habló de su nuevo hogar, de su marido y Amandine se sintió ajena, apartada y levemente celosa por esta situación.
—Qué pena que se marchara el primo y su esposa, os sentiréis muy solos aquí.— comentó en una ocasión su cuñada mirándola con curiosidad. Había un brillo inusual en sus ojos, esos ojos almendrados color miel cubiertos de espesas pestañas que todo el tiempo iban y venían fingiendo indiferencia pero que estaban atentos a todo.
—Sí, el primo Lothaire tuvo que irse, en realidad solo se quedaría una semana.— se apuró a responderle su hermano.
“Mi esposo no desea que ella sepa lo que ocurrió aquí, ¿pero cómo le explicará la presencia del adivino? ¿Dirá que es un amigo suyo con la rara habilidad de comunicarse con los espíritus?” Pensó Amandine levemente inquieta.
—Buen, creo que iré a descansar.— anunció Rosalie bostezando y no volvieron a verla hasta la hora de la cena.
—No le digáis nada del fantasma, por favor. Temo que se asustará y nos dejará antes de lo previsto y tenemos un asunto que resolver.— le murmuró su marido.
—¿Un asunto? — repitió ella sin comprender.
—Sí, ella quiere unas tierras que lindan con las de su esposo. Tendré que dárselas, pero antes de eso creo que me debe una disculpa. Un viejo altercado.— explicó Latour con aire misterioso.