CAPITULO 16

 

A la mañana siguiente el barón escribió una carta a su hermana y luego se plantó frente al bosque y cabalgó como un endemoniado hasta que perdió el aliento. ¿Qué debía hacer? Conocía al dedillo la historia del fantasma y seguía creyendo que era absurda. Su madre le había hablado de sus descubrimientos, de sus sospechas, pero tenía gripe y fiebre y tal vez deliraba. No podía ser verdad todo aquello. Y tal vez si lo fuera.

¿Un espiritista, uno de esos sujetos que hacían conjuros y hablaban con los muertos?

“Ella no descansa, la pobrecilla no descansa, debéis hacer algo hijo mío, para que deje de atormentarnos, para que nos deje en paz. Debéis hacer algo. No descansa, no puede descansar en paz, no puede…”— Habían sido las palabras de su madre días antes de morir.

Y al morir su madre, su padre y él viajaron a Paris y luego al extranjero intentando olvidar, durante ese tiempo no hicieron más que hablar de ella y recordar, hundidos en una profunda melancolía. Ningún espíritu apareció durante los años siguientes, luego su padre murió de un ataque al corazón, la soledad y la melancolía volvió a inundar el Château. Él viajó al extranjero y regresó, y ningún espectro apareció hasta que llegó con su joven esposa, entonces todo volvió a empezar. Los llantos a media noche, la imagen en el espejo… Atormentando no solo la baronesa sino a sus huéspedes como antaño.

— Philippe. — la voz de su primo le despertó de sus pensamientos. Levantó la vista y le miró, se veía preocupado. ¿Habría dormido mal?

—Lo lamento pero no puedo quedarme en el castillo, mi esposa está muy alterada, sus nervios no resistirán otra noche con gemidos y llantos. Y aunque temo que fui necio e incrédulo juraría que anoche escuché a una mujer llorar y balbucear. Dudo que fuera vuestra esposa o la mía. Han ocurrido cosas muy extrañas, no son coincidencias y debo advertirte, vuestro castillo está encantado y debéis… Bueno, debéis espantar a esa cosa antes de que alguien se vuelva loco.

Esta vez el barón no tuvo fuerzas para encontrar una explicación sensata y razonable. Miró a su primo y articuló una disculpa.

—Me marcho hoy, sé que me espera un largo viaje pero bueno, agradezco vuestra ayuda he aprendido bastante sobre mis responsabilidades y tal vez os escriba cuando tenga nuevas dudas…

Lothaire se veía avergonzado, su chaqueta marrón se veía arrugada y la camisa… Tenía un aspecto descuidado, como quien despertó con prisa o sufría una preocupación profunda que le hacía olvidar su cuidado personal. El barón no tenía palabras para disculparse, todo ese asunto del fantasma le resultaba tan penoso como abrumador. Sentíase tonto, y furioso a la vez. Ese bendito espectro, mal nacido fantasma, molesto y recalcitrante… Si tan solo pudiera echarle el guante y darle su merecido.

—¿Qué haríais tú en mi lugar, qué haríais? —le preguntó entonces a su primo.

Este le miró con ojos cansados. —En realidad yo tampoco sabría cómo lidiar con un fantasma. Ni he escuchado que haya uno tan impertinente, tan insistente ¿verdad? Si no os conociera diría que hay alguien más intentando asustarnos. Pero bueno, si podéis libraros de la dama que llora a media noche haced todo lo que esté a vuestro alcance aunque os llamen loco.

—¿Sugerís que llame a esos adivinos, a los que hablan con los muertos?

Lothaire asintió con energía.

—Hacedlo primo, no tenéis alternativa. En verdad que no. Bueno, si lo hacéis con la debida discreción nadie se enterará. Tal vez en Paris encontréis a uno de esos personajes extravagantes que ven el porvenir y alejan espectros. O de lo contrario deberéis esperar a que el fantasma mismo decida marcharse. 

Philippe Latour meneó la cabeza, nada convencido. Miró el castillo con aire grave y circunspecto. Durante mucho tiempo el fantasma había vivido allí y nada malo había ocurrido. ¿Por qué ahora se había vuelto tan insistente y malévolo? Su esposa había asegurado haberle visto ciento de veces y él ya no podía convencerla de que había sido una pesadilla y la misma Marie Claire vio a una dama de mirada maligna en el comedor la otra noche.

Escribiría a un amigo suyo en Paris poniéndole al corriente de lo que estaba ocurriendo en su Château sin ocultarle detalles, rogándole discreción (aunque esto fuera innecesario pues su amigo Pierre era una tumba) y pidiéndole le enviara un adivino, o espiritista, lo que a su juicio fuera más necesario para librarse de esa “cosa intangible y molesta” que parecía empeñada en hacerles la vida imposible. “Seleccionad a uno bueno, con probadas referencias, el que juzguéis más competente”, insistía.

Se sentía un poco tonto escribiendo aquello, y lo confesaba. Luego se reprochaba en silencio “ el menos charlatán, ¿pero será efectivo? ¿Conseguirá alejar a ese espectro, demonio o lo que sea que mora en Farnaise?”

 

Amandine despidió a las visitas con hondo pesar. Marie Claire sin embargo aunque acongojada se veía feliz, feliz de poder abandonar ese castillo embrujado y siniestro. Sí, no había mejores palabras que esas.

—Oh, querida, espero que os marchéis pronto de aquí también.— le dijo a la baronesa.

Ella meneó la cabeza disgustada. No se irían tan pronto. —Os escribiré.— le prometió luego.

Tía Silvie y Thérèse apuraron el paso, la primera parecía echar maldiciones con el ceño fruncido mirando aquí y allá, la segunda parecía sencillamente aliviada de poner fin a esa visita.

A media tarde llovió torrencialmente. Se escuchó un lamento pero nadie le prestó atención. Ahora solo debían esperar y marcharse, o eso pensaba Amandine. Todo el castillo quedó sumido en las sombras de ese día gris y frío de mediados de otoño.

Latour no se alejó un momento de ella, se veía taciturno y sombrío. Sin los huéspedes todo sería mucho más difícil.

—Querida, he escrito a un amigo de Paris. Traeré un intermediario de espíritus.— le anunció durante la cena.

Ella sonrió ilusionada, súbitamente animada. Le parecía mentira que al fin su marido se decidiera a pedir ayuda. Ella había escrito una carta a Anne Ducret y esta no le había respondido, tampoco Clarise. Pero si su marido llevaba un adivino, tenía la esperanza… Quedarse en el Château ya no sería tan difícil.

“Debéis marcharos de inmediato, vuestra vida corre peligro, olvidad al fantasma marchaos de allí.” Le había dicho la adivina y ella se había estremecido. No se había atrevido a mencionarle la visita a Anne Ducret a su esposo, temía que se enfureciera, pero no podía evitar pensar en la seria advertencia. La vida de ambos estaba amenazada por ese espectro, por fuerzas malignas muy poderosas. Eso le había asegurado la vidente.

Bebió su oporto pensando que la ayudaría a descansar, ya no tomaba las píldoras del Doctor Laissons, había aprendido a detestarlas pues le provocaban una somnolencia matinal que embotaba sus sentidos casi hasta el mediodía. Miró hacia la mesa semivacía pensando cuándo tendrían nuevas visitas, echaba de menos a Marie Claire riendo y tocando el piano, a su amiga Clarise merodeando en el Château buscando pistas. Ahora solo quedaban ellos dos, como al principio. Su mirada se clavó en la suya y la joven se estremeció. Cuánta pasión encendida y encadenada había en esa mirada ambarina. Y esas palabras que no se atrevía a pronunciar. “No sois mi esposa, nunca lo habéis sido” parecía decirle, o eso creyó escuchar Amandine sintiéndose culpable de que aquello fuera tan cierto. 

 

A media noche un golpe en la puerta la sobresaltó, ¿acaso se había atrevido a ir a su habitación? Ella no abriría la puerta así se lo ordenara pero estaba temblando.

Abrió la puerta y encontró a su esposo quien con decisión entraba en su alcoba sin que pudiera impedírselo, cerrando con firmeza la puerta tras de sí.

—Bueno, es mi deber protegeros querida. En verdad que he sido un esposo descuidado y quiero enmendar mi falta. Si ese fantasma existe y ha estado molestando aquí, no es prudente que durmáis sola. —dijo él quitándose la chaqueta lentamente. Amandine observó cómo se desvestía conteniendo el aliento, y tras recuperarse de la sorpresa se alejó prudentemente mientras se sostenía de la cómoda para no desmayarse. Entonces, iba a ocurrir. Y no podía ser tan atolondrada como la noche de bodas o él huiría lastimado y desconcertado. Se le hizo un nudo en la garganta y simplemente se quedó inmóvil observando sus movimientos hasta que él se acercó y tomó su mano. La besó suavemente y luego besó sus labios y su cuello mientras temblaba de deseo.

Sus piernas se aflojaron. Iba a perder el sentido y haría nuevamente un mal papel… No, debía ser fuerte, era inevitable, quería ser una esposa de verdad no una joven gazmoña e ignorante.

Pero algo vio en sus ojos a pesar de la penumbra, algo que le detuvo y entonces se alejó disgustado.

—Bueno, ya es tarde y estoy muy cansado así que si no os molesta dormiré en el sillón y velaré tus sueños esposa mía.—dijo sin mirarla.

Ella derramó unas lágrimas de impotencia y tristeza y por primera vez sintió una presencia invisible separándoles. No, nunca había sido una esposa, no eran un matrimonio, solo habían cometido el error de casarse, los unía un documento. Y sin embargo había sentido que tenían afinidad, que podía llegar a quererle a pesar del miedo.

Creyó que no podría dormir pero finalmente lo hizo y tuvo sueños extraños. Alguien caminaba por un sendero desierto, llevando la soga de un caballo bayo que cada tanto relinchaba. Sus suaves pasos crujían sobre la hojarasca, pero ese alguien no tenía prisa.

El bosque se abrió a su paso y sintió esa brisa en su rostro. Era ella misma, Amandine, escapando del Château, porque su esposo iba a matarla si la descubría. Había cometido una grave falta y debía huir, reunirse con su amante en el bosque. De pronto  su caballo relinchó alarmado al ver una sombra. Sintió miedo, era noche cerrada y solo ese pequeño farol alumbraba el camino.

Él apareció entre la maleza, montado en un semental blanco se veía impresionante 

—Armand.— dijo ella pero no era su voz, “Armand” repitió la voz y sollozó. Era su amado, Armand, iban a reunirse al fin.

Amandine vio entonces que aquellas manos no eran suyas, ni el vestido, su cabello era oscuro, como el de la fantasma, estaba atrapada en ese cuerpo. Y aquel era Armand, pero su estampa estaba cubierta de oscuridad, no podía ver su rostro. Lanzó un grito de angustia y aún en sueños escuchaba el sollozo de esa dama llamando a su amante “Armand, Armand”…

—Amandine despertad, es un sueño, Amandine… —Philippe la sostenía entre sus brazos seriamente preocupado. Pensó en el extraño sueño, Armand era el amante y la fantasma caminaba huyendo de ese Château porque su esposo iba a matarla, sus pensamientos y temores habían estado unidos durante el sueño.

Ella quería decirle algo, tal vez advertirle, por eso se le aparecía en el espejo y en sueños.

—¿Qué soñabais?—preguntó él liberándola de sus brazos. Amandine le habló de su sueño y él la escuchó con expresión dúctil y pensativa.

Pero no tomó muy en serio el mensaje del más allá.

—Vos no sois Chloé, solo que os obsesiona el fantasma y no sabemos si ese fantasma pertenece a la dama en cuestión.— dijo él y la atrajo contra sí y ella se sintió plena y segura en sus brazos. ¿Qué importaban esos fantasmas desdichados? Debía quitárselos de la cabeza, y que otros resolvieran ese asunto engorroso como pudieran.

Esa mañana su esposo se alejó a las caballerizas, tenía puesto su traje de montar gris y negro y se veía muy elegante con sus botas de media caña. Estaba de un humor excelente había algo en su mirada, algo secreto y acariciador que ella nunca había visto y silbaba por lo bajo. —Iré a ver cómo están los caballos, tal vez debamos usarlos muy pronto. —dijo antes de alejarse.

Ella fue a dar una pequeña caminata por los jardines, hacía frío pero no importaba, necesitaba despejar su mente. Sin su esposo ese lugar era un verdadero mausoleo. Entonces pensó en Marie Claire, y en sus chaperonas, todas se habían ido muy asustadas del castillo y sin embargo, las extrañaba también. ¿Cuándo iría el adivino que había enviado buscar Latour? ¿Cuándo recibirían nuevas visitas? 

Contempló los pinos y abedules aún húmedos por la lluvia y el pasto mojando sus botines marrones. No podría alejarse demasiado. Solo un poco para que el día no se hiciera tan largo. Contempló el cielo: el sol intentaba salir de entre las nubes sin demasiada suerte, los nubarrones color plomizo iban acumulándose lo que presagiaba nuevamente mal tiempo.

Pero la fantasma entró en su mente momentos después cuando el viento comenzó a soplar con estrépito casi sin darse cuenta, como un ente maligno, ella estaba allí susurrándole palabras extrañas. Levantó la vista y vio que se había levantado una polvareda inesperada y los árboles se agitaban ferozmente. Otra tormenta se avecinaba, había llegado silenciosa e inesperada y ella pensó en su esposo que se encontraría demasiado lejos para regresar antes de que estallara la tormenta.

“Armand” dijo la voz, y ella la escuchó claramente, era un llamado desesperado, una súplica “ven por favor, aquí estoy Armand” agregó y ella sintió una inesperada angustia. Algo se sacudió en su interior como un volcán y no era el viento, algo que la dejó sin aliento y debió sostenerse del árbol más próximo para no caer. Era ella, la fantasma, que debió pasar a su lado como ráfaga furiosa y atravesó su alma dejándola sin aire. ¿Es que nunca la dejaría en paz? ¿Por qué la perseguía sin piedad?

Corrió hacia el Château. El cielo comenzó a tronar y a la distancia veía a los mozos correr de un lado a otro entrando caballos que relinchaban encabritados. De pronto tuvo la rara sensación de pertenecer a ese lugar y de que no querría marcharse jamás. Y entonces vio la imagen del jinete que era uno solo con su caballo, al principio creyó que era un desconocido, pero luego reconoció a su esposo, sus ojos tenían un brillo extraño al mirarla.

—Madame, entrad al Château, se avecina una tormenta. —dijo sombrío.

Ella obedeció pensando por qué su esposo tenía esos cambios de carácter, ora jovial, ora malhumorado.

El edificio se presentó sombrío, aunque estaba lleno de candelabros y lámparas, los criados parecían nerviosos, iban de un sitio a otro echando miradas a su alrededor vigilados por el lugarteniente del ejército: Madame Marchant el ama de llaves, que les observaba sin ocultar su disgusto apretando los labios como si deseara contener una sarta de imprecaciones; que todos se merecían por cierto.

Su esposo habló brevemente con el mayordomo y se alejó. Siempre se alejaba y ella hubiera querido retenerle y hablarle. ¿De qué? O tal vez solo abrazarle y besarle… Se sorprendió de sus extraños pensamientos, ¿acaso se estaba enamorando?

Suspiró cansada, el paseo y la tormenta la habían agotado, pero ¿se atrevería a regresar sola a su habitación?

Madame Marchant puso fin a su indecisión.

—Señora baronesa, hay correspondencia para Ud. —le dijo y algo en su mirada le provocó un temblor.

Tomó los sobres, eran cinco, con creciente excitación. No había nada mejor para vencer el desasosiego que leer cartas o escribirlas, nada más efectivo para el tedio y la indecisión. Se sentó en la salita contigua al comedor, lugar donde solían conversar con los invitados y jugar a las cartas o beber una copa de jerez. Dejó en la mesa una carta de su madre, la abriría luego, retuvo la de Clarise, colocó junto a la primera una de su hermana Sophie, y otras de remitente desconocido y sostuvo en alto la de la antigua dama de compañía de su suegra. Los dedos temblaban al tocar esa carta y el corazón le latía con violencia. La abrió con torpeza, debía leerla cuanto antes y saber lo que contenía, había llegado con rapidez lo que no era de extrañar pues la dama vivía en los confines del pueblo más próximo.

“Estimada Sra. Latour:

                Supe que el joven barón se había casado y les envío mis felicitaciones a ambos. Quise mucho a su madre, y a él por supuesto, que era un jovencito solitario y muy serio, pero atento y muy educado. La Sra. casi fue como una madre para mí, sin exagerar, desde el principio me acogió y se confió como sí fuera de la familia. Procuré retribuir sus atenciones y generosidad, pues le confieso que no es muy común que las damas aristócratas sean tan atentas y bondadosas con sus damas de compañía.

Ha pasado tanto tiempo y sin embargo lo recuerdo como si fuera ayer, el día que llegué al Château con tantas ilusiones. Acababa de enviudar y estaba casi sola en el mundo, no tenía parientes a quien recurrir, y conseguir una colocación aceptable lo era todo para mí para alejarme de tanto dolor.

Desde el principio simpaticé con la Sra. baronesa, era una dama tan agradable y afectuosa, tan alegre. Entonces sufría un fuerte resfriado y estaba en cama y yo debía hacerle tomar un tónico del Doctor Laisson y cerciorarme de que descansara porque había sufrido una recaída por organizar fiestas y veladas en el Château. Madame era muy sociable y detestaba verse recluida y enferma, pero lo soportaba todo con paciencia, esperando que los buenos tiempos regresaran.

Decía que era capaz de bailar toda la noche sin cansarse y me consta que era verdad pues tuve ocasión de asistir a una de sus fiestas luego de que se curó y lo vi con mis propios ojos.

Pero no crea Ud. que era una dama frívola, muy por el contrario era culta, instruida y abnegada, siempre preocupada por los demás. Hacía una importantísima labor de beneficencia por los huérfanos y desamparados no solo del condado sino de su propio Château. Y no lo hacía para figurar en las páginas de sociedad de los periódicos se lo aseguro, sino porque pensaba siempre en los demás. Donó muchas de sus joyas y vestidos… (La lista era larga y la joven la salteó impaciente).

… En cuanto a su pregunta sobre el diario de Madame, le diré que sí, ella llevaba un diario desde los tiempos en que era soltera, comenzó a escribirlo la noche de su baile blanco y luego de casada. Y lo tenía celosamente guardado. Escribía casi a diario varias páginas y lo hacía en privado. En una ocasión en que la vi escribir unas líneas se veía muy tensa, agitada, mi llegada casi la asustó. “OH, Mademoiselle Ducret, temí que fuera el fantasma” me dijo fingiendo una sorpresa pero se veía realmente preocupada.

Y lo guardó bajo el colchón, pero no estoy segura de que ese fuera el escondite definitivo. Tal vez lo guardaba en la cómoda Luis XV bajo llave, o en uno de sus cajones del toilette.

Ciertamente que estaba preocupada por el fantasma. Lo había visto algunas veces desde su llegada a Farnaise y solía hablarme al respecto.

Ella creía que era el alma de una esposa Latour que no descansaba en paz porque su marido la había abandonado. Y que el espectro estaba resentido y era maligno. Eso fue lo que me dijo en una ocasión en que le pregunté. Porque aunque confieso que no era de mi incumbencia comencé a sentir curiosidad, ella hablaba mucho del fantasma del espejo y no era una dama dada a la fantasía, eso puedo asegurárselo. 

Su marido la reprendía, se reía de ella.

—En verdad que os preocupáis por todos.— solía decirle. — Y por todo. ¿Qué podíais hacer por un fantasma querida? Nada, si el pobre no es más que es un espíritu.

Pero al final de sus días cuando debió permanecer en cama porque sufría de los pulmones, el fantasma le obsesionaba más que nunca. Aseguraba haberle visto en varias ocasiones.

Sinceramente no creo que existiera tal fantasma y a esa conclusión llegué tiempo después. Supongo que fue una leyenda que se mantuvo viva por la imaginación de ciertos criados. En ocasiones en los lugares muy antiguos se ven cosas, se escuchan ciertas voces pero tal vez fuera solo el viento.

Siempre escuchaba sus confesiones por gentileza y consideración, jamás la contradije ni le di mi parecer. Temí herirla, madame estaba muy sola. Después de tanto haberse preocupado por hacer el bien y ayudar, nadie iba a visitarla, ni sus parientas, ni sus amigas a quienes salvó de deudas, ni su marido que se dedicó a viajar por el extranjero. Y tal vez su cabeza fantaseaba, pero era una dama tan buena y generosa, Ud. la hubiera adorado sin dudas.

Pero no crea en esas leyendas Madame, jamás vi ningún fantasma y viví casi ocho años en el Château Farnaise.

Bueno, espero haberle sido de ayuda, tengo una deuda de gratitud con madame Latour y quiero que me escriba o venga a verme si lo desea o necesita.

Envíen mis saludos al barón y a su hermana, y a Madame Marchant, a quien también recuerdo con mucha estima.”

                Anne Ducret

 

La carta era positiva, práctica y decepcionante a la vez. Existía el diario de la baronesa y no el fantasma, el fantasma era una leyenda y nada más que eso. Solo porque ella jamás le había visto. Pero su difunta suegra sí y en su diario anotó todo. Debía encontrarlo.

Guardó con cuidado la carta, tal vez a su marido no le agradara enterarse de su contenido. Tomó la de su hermana Sophie, la del remitente desconocido (una dama que les invitaba a una recepción el próximo viernes) leyó ambas rápidamente. La de su hermana era una suma de relatos intrascendentes sobre sus amistades y parientes en Paris, bodas, bautismos y funerales. Y al final aparecía una carta de su madre en el mismo sobre. La joven contuvo el aliento imaginando el contenido. Lo leyó rápidamente y suspiró. No era más que una lista interminable de reproches y consejos sobre la capilla y el Château.

“Habéis tardado demasiado en responderme y vuestra carta es ambigua, y frívola. Yo no os crié así, ¿qué bicho os ha picado Amandine?”

Dejó la carta en un lugar escondido sin ningún deseo de responderle.

Luego tomó la de su amiga que era mucho más alegre y divertida.

“OH, Amandine soy tan feliz que casi temo que sea un sueño. En Paris he visto al conde Montfort, a Lucien…

(Seguía una larga lista sobre los encuentros, las miradas, las sonrisas secretas, los diálogos efímeros. Todo había sido cuidadosamente anotado por su amiga. Quien por casualidad se había encontrado con el amigo de su esposo en varias ocasiones, cada vez más a menudo. Amandine empezaba a temer el desenlace. Se casaría con Montfort y se olvidaría de ella por completo, de ella y su problema acuciante: el fantasma del Château Farnaise.

Sin embargo más adelante, Clarise le hablaba al respecto “OH, Amandine, no he dejado de temer ni de pensar en vos y ese fantasma maligno.

En las tertulias de Madame Rochelle había un hombre que habló de espectros y se atrevió a realizar una sesión espiritista. Muchos no creyeron y le llamaron ilusionista y circense, pero a mí me impresionó mucho. Estábamos todos sentados en una mesa circular con candelabros y las manos tomadas y Monsieur empezó a hablar con voz pausada. Llamó al espíritu de una dama fallecida recientemente. Marie Louise Armand, ¿la recordáis? Murió de pleuresía hace más de un mes, lo supe al regresar a Paris, fue un hecho terrible y desafortunado aunque la dama nunca tuvo mucha salud y siempre usaba esos escotes tan pronunciados con la tonta esperanza de encontrar un marido aunque temo que ningún hombre le prestaba atención con escote o sin él. En fin.

Os contaba, que en la tertulia de madame Rochelle estaba su hermana, y ella quería comunicarse para saber dónde había dejado un cofre repleto de llaves. ¡Vaya ocurrencia! Molestar a un muerto porque la señorita no encuentra las llaves de la casa. Pero Monsieur el adivino  accedió muy gentilmente y se comunicó con Mademoiselle Armand preguntándole por el cofre. Entonces se concentró, se quedó mirando fijamente el candelabro hasta que este comenzó a titilar… Todos estábamos muy tensos y expectantes. Pero no apareció ningún fantasma. Y sin embargo Monsieur (Dios no recuerdo su nombre, creo que era italiano) abrió los ojos y dijo: “Están en la despensa, bajo una repisa color caoba”.

Y en efecto la hermana de la difunta encontró la caja con llaves en el mencionado mueble días después.

Confieso que no creí demasiado en las aptitudes sobrenaturales del hombrecillo extranjero, muchos dijeron que todo había sido un truco. Pero Mademoiselle Armand dijo que ella era una dama respetable y era absolutamente incapaz de aliarse con un truhán para engañar al prójimo. Claro que luego de esa pequeña demostración el espiritista ha sido muy solicitado… He intentado hablar con él en privado pero me fue imposible. Así que tuve que fijar una cita, a la que iré con el conde Montfort (es tan amoroso que no le importa acompañarme a la casa de un adivino) el martes próximo. Luego os contaré lo que me diga. Tal vez ese hombre pueda ayudaros a distancia y os haga recomendaciones.”

La carta le daba esperanzas, la joven se moría por hablar con ese adivino y tal vez le dijera a su esposo…

No. Primero debía buscar el diario de la difunta baronesa. Loca de remate o no, ella pudo enterarse de hechos valiosos sobre la fantasma. Resultaría imposible desentrañar el misterio si nadie sabía algo más concreto, nombres, fechas…

Dirigió sus pasos al cuarto aislado y solitario. Sintió pena al recordar la carta de la dama de compañía, de saber que la difunta baronesa había terminado sus días sola después de haber sido tan generosa y bondadosa. Su madre habría llamado a eso “injusticia y crueldad,” y habría convertido la carta en un discurso moral ejemplarizante. Sus amigas habrían aplaudido sonrosadas revoloteando como palomas obesas a su alrededor, “bravo, bravo” Marie, habrían dicho y la oradora habría enrojecido de placer y vanidad.

El cuarto estaba abierto, lo que le sorprendió pues el ama de llaves solía cerrar todas habitaciones vacías con llave. Un descuido muy oportuno por cierto.

Miró hacia la izquierda y a la derecha como si temiera ver aparecer algo maligno, era un hábito para ella hacerlo. Vivir en un castillo encantado la afectaba, a veces se sentía como un ratón asustado corriendo de un sitio a otro, escapando de un mal acechante, intangible y en ocasiones imaginario.

“¡No existe tal fantasma!” Había sentenciado la dama de compañía, la respetable viuda, descreída, práctica y eficiente. ¿Eso significaba que la baronesa lo imaginaba todo porque estaba un poco loca o era simplemente fantasiosa? Ella había visto al fantasma demasiadas veces para poder dudar de su existencia. Pero esta solo perseguía a las esposas Latour, la dama de compañía no le interesaba. Y sin embargo Madame Marchant le había dicho que una criada vio algo en la torre y el padre André vio una imagen maligna asomada en una ventana de la torre…

Habían buscado infructuosamente sin encontrar nada de utilidad. Todo estaba en su sitio: vestidos, sombreros, zapatos… ¿Pero dónde estaban las cartas, las esquelas y tarjetas de saludo? Una dama de sociedad siempre escribía cartas y las recibía. Y estas debieron guardarse en una caja. ¿Dónde estaba esa caja?

Amandine se encontró revolviendo todo como un hurón desesperado, ansiosa por encontrar algo de utilidad. Estaba obsesionada con ese fantasma y no podía evitarlo. Debía descubrir algo. Algo que ayudara al adivino que contrataría su esposo… Revolvió el armario, movió vestidos, zapatos y sombreros inmensos, con los adornos más anticuados y ridículos que pudieran imaginarse. Pájaros, flores artificiales y hasta una ranita risueña muy simpática a punto de saltar al estanque que era el aro del sombrero… ¿Qué dama se atrevería a usar eso? ¿O habría sido comprado en el extranjero? En Paris nadie sería capaz de llevar una rana en su sombrero so pena de que todos se rieran de una.

Luego se sorprendió de encontrar un cofre. Lo vio casi por casualidad en el fondo de un cajón. Lo abrió sin dificultad y contuvo el aliento. Allí debían estar las cartas, o el diario de Madame Latour. Y sin embargo allí solo había broches de fantasía y un montón de chucherías, adornitos de mal gusto (como la ranita del sombrero) algunos rotos o remendados, libros de oraciones, devocionarios… Dejó el cofre desilusionada, tenía que encontrar ese diario.

Dirigió su mirada hacia la cómoda de caoba y herrajes dorados, y la abrió lentamente. Contenía ropa interior anticuada y pequeños cofres que ya había revisado en presencia del ama de llaves. Algunos libros viejos y fotografías marrones, retratos en miniatura como los que atesoraba su abuela. Se entretuvo contemplando las imágenes preguntándose si serían parientes de la baronesa difunta o de su marido, todos posaban muy serios para el retratista. Había una joven con un traje de novia con la mirada extraviada, ¿o sería el vestido de comunión? Parecía demasiado joven para ser una novia, solo tendría ocho o nueve años… La joven se sorprendió al enterarse que la niña de mirada extraviada era su suegra en su primera comunión. Al parecer la locura y los fantasmas habían asediado a la familia Latour desde siempre, aunque todavía no podía decir que la difunta dama tuviera una rareza. Luego se preguntó si acaso una dama no podía terminar demente de ser acosada por un fantasma.

Siguió buscando en la cómoda sin demasiada suerte, era increíble cuantas cosas inútiles había guardado la dama durante su vida. Coleccionaba botones, hilos de colores, retazos de tela, tarjetas de felicitaciones… ¿Pero dónde estaban sus cartas? Buscó con ansiedad un escondite dentro del mueble, alguien le había hablado de los escondrijos secretos de los arcones y estantes, utilizado por algunas damas. En presencia de Madame Marchant no se le había ocurrido buscar pero ahora empezaba a impacientarse. El diario, el bendito diario, su correspondencia más íntima… Alice Ducret no lo mencionaba pero todas las damas de alcurnia escribían un montón de cartas y las recibían. ¿Se habría atrevido Madame Latour a confiarle a una amiga íntima sus temores y sospechas sobre el fantasma?

Algo se movió mientras buscaba a tientas, parecía una carpeta de tapas gruesas o una caja chata. La sacó con dificultad pues estaba aprisionada entre dos cajones y temía romperla. Con mucha paciencia extrajo el paquete, una caja similar a las que se guardaban los chales o pañuelos de seda, la sostuvo con firmeza, y la colocó sobre la colcha de satén color oro. Su suegra debió sentir predilección por este color pues en toda su habitación había algo dorado. 

La caja chata y descolorida estaba atada con unas cintas de tela, firmemente atada además, y las cintas eran demasiado fuertes para sus manos. Casi lanzó una imprecación al no encontrar una tijera o cortaplumas en ese cuarto. Olvidó la caja un instante y fue hacia la cómoda, allí había un montón de cosas inútiles, algo debía servirle para cortar una desgraciada cinta… Mientras buscaba y revolvía desesperada oyó unos pasos y una voz. Alguien la llamaba. Y debía ser su esposo. Pero él no debía encontrarla en ese lugar, descubriría que había estado husmeando y se enfurecería.

Tomó la caja y la ocultó, contuvo el aliento para no hacer ruido. Los pasos siguieron hacia el piso de arriba.

Ella esperó y luego corrió a su habitación donde se encerró para que nadie la molestara mientras abría la bendita caja de pañuelos.

Allí encontró fácilmente un cortaplumas con mango de marfil que le había obsequiado su abuelo a su hermana mayor y esta lo desdeñó porque lo creyó un regalo inútil y además masculino, así que le dijo que podía disponer de él tranquilamente y allí estaba cumpliendo la más importante misión de su existencia: abrir la caja secreta de la baronesa.

Esta finalmente se abrió, e hinchada por su contenido se destartaló como si expirara, exánime. Allí había cartas y recortes de periódicos, toda la correspondencia anudada con lazos de seda color melocotón. Observó su descubrimiento y lanzó un gritito de placer, al fin encontraba algo que le podía ser de utilidad, aunque tardaría mucho en leer todas esas cartas, lo haría esa noche antes de dormir o la mañana siguiente. Tomó en cambio los recortes de los periódicos, algunos amarillentos. “Misterio en la villa de Provenza”, “Un fantasma osado”, “Una dama vestido de blanco asusta a los huéspedes de un Château de provincia”. Eran casos raros, fantasmas, apariciones, pero ninguno era de Farnaise. Tal vez la baronesa se había dedicado a investigar otros casos de fantasmas para poder entender lo que ocurría en su castillo. O quizás simplemente le interesaba el tema. De todas maneras a ella no le servían esos recortes.

Un golpe en la puerta puso fin a sus pesquisas. Era su marido, avisándole que estaba pronta la cena.

—¿Dónde estabais querida?—quiso saber mirándole con curiosidad.

—Leyendo la correspondencia.

—Por eso no me escuchasteis cuando os llamaba. 

Volvían a cenar solos. Su marido lucía un impecable traje gris oscuro, la camisa blanca, con una expresión escrutadora y sombría como si quisiera preguntarle algo y no se animara. Amandine se sintió incómoda y apenas probó los alimentos, que por otra parte no eran de su agrado: esa carne casi cruda adobada, esas papas desabridas, ni siquiera el postre fue mejor, un hojaldre de manzanas y crema que se deshacía penosamente. La cocinera debió estar distraída ese día y el ama de llaves olvidó supervisar la cena, un descuido extraño en ella.

Si el barón estaba disgustado por esa cena no dijo nada aunque lo vio muy serio. Hablaron trivialidades, Amandine mencionó las cartas, pues él siempre estaba ansioso por conocer su contenido.

—Os escribió vuestra madre. ¿ Tal vez desee hacernos una visita?

Ciertamente que su madre no había tenido una idea tan inquietante, solo insinuaba que ella debía ir a Paris.

—¿Y no deseáis ir a Paris? ¿No extrañáis Paris?

La pregunta le sorprendió, en verdad que había extrañado muy poco Paris a pesar de vivir en un castillo… encantado.

Latour continuó su monólogo: —En realidad pronto terminará la temporada de fiestas y bailes, y en un par de semanas nadie saldrá más que a hacer una breve visita de cortesía.

Sus ojos chispeaban mientras bebía vino, nunca lo hacía en exceso pero ella temía que se embriagara como aquella vez y entrara en su dormitorio.

Un extraño ruido llamó su atención haciendo que olvidara sus temores. Aguzó el oído, el barón no parecía percatarse o tal vez fingiera no oír, pero al final él también dirigió su mirada hacia el ventanal con expresión de disgusto.

— No es nada, solo otra tormenta querida.— dijo entonces.

Luego las velas comenzaron a pestañear y un frío helado les hizo tiritar y Amandine escuchó una voz ahogada susurrar “Armand, Armand”…

El barón se incorporó molesto. – ¡Esto es el colmo, ni siquiera podemos cenar en paz! ¡Marchaos de aquí, criatura maldita, marcharos enseguida!

Y en respuesta una copa de vino se desparramó sobre la mesa dejando una mancha oscura similar a la sangre, mojó gran parte del mantel y terminó hecha trizas en el piso. Amandine se quedó inmóvil contemplando ese horror, “sangre” pensó y luego huyó del comedor, no soportaba más esa situación.

—Espera querida, no os vayáis todavía.— él la retuvo cuando subía las escaleras. Tal vez no deseaba quedarse solo en ese comedor. Y como si no soportara que ella notara su debilidad agregó:

—Necesito deciros algo importante, en la salita.

Allí dirigieron sus pasos mientras los criados retiraban los platillos y limpiaban el desastre provocado por el espíritu que empezaba a mostrar una audacia y un desenfreno desconocido hasta el momento.

La pequeña sala donde solían beber oporto y coñac con los invitados se veía silenciosa y solitaria.

Latour se apuró a servir dos grandes copas de coñac, y aunque hubiera deseado beberse las dos copas él solo, entregó una a su esposa y vació la suya sin demora.      

No lejos de allí ardía un hogar y frente a él decidieron sentarse. La joven baronesa se veía pálida mientras su marido le daba la inesperada noticia.

—Amandine, tendremos visitas la semana entrante. Un intermediario de espíritus y espero que no sea un farsante… Y además, también vendrá mi hermana.— Hizo una pausa y como si cambiara de idea agregó: —Solo se quedará unos días.

—¿De veras? Bueno, me alegra —admitió la joven intentando recordar a su cuñada a quien había visto por única vez el día de su casamiento. No se parecía a su hermano, la recordaba delgada y con expresión inquisitiva, llevaba un vestido sencillo y pasado de moda mirando todo cuanto le rodeaba con curiosidad y cierto desdén. 

—Se trata de un hombre acostumbrado a lidiar con espectros, y me lo ha recomendado un amigo mío, solo espero que no sea uno de esos charlatanes, temo que no tendré paciencia y no dudaré en echarlo de aquí si descubro que no tiene tales poderes. — dijo incómodo.

Pero su esposa sonrió esperanzada. Al fin su marido se decidía a actuar y había cumplido su promesa de llevar a un médium. Solo que quizás lo que este descubriera no fuera de su total agrado.

Pero Latour no solo estaba incómodo por la inminente llegada de un adivino sino porque la visita de este coincidía con la de su hermana y sin perder tiempo advirtió a su esposa:

—No le digáis ni una palabra a mi hermana del espectro ni del adivino.

Amandine aún pensaba en la carta que había recibido esa mañana de su hermana y aunque era inevitable su visita, temía las consecuencias. La presencia del adivino iba a incomodarle y lo sabía, no creería una palabra de sus trucos de ilusionista y al final terminaría expulsándole por farsante. Suspiró cansado. La otra posibilidad era que sí fuera un hombre eficaz y lograra espantar al fantasma de Farnaise, si ese caballero lograba eso, OH le recompensaría con generosidad.