CAPITULO 25
—Monsieur Latour, es necesario. Sí, temo que es muy necesario llegar a la habitación más alta.
El barón miró al adivino con expresión altiva y negligente. Empezaba a cansarse de ese sujeto y su modo de conducirse, extravagante y tan poco efectivo. Desde su llegada las apariciones no habían cesado ni un ápice sino que parecían multiplicarse. Siempre estaba hurgando aquí y allá y jamás le hablaba de sus descubrimientos.
Se movió incómodo en el sofá de la salita de música. Cuán arrepentido estaba por haberse dejado llevar por todo ese asunto. Ese hombre no era más que uno de los tantos charlatanes embusteros y tramposos…
—Sospecho que en ese lugar encontraremos un cuerpo al que debe dar cristiana sepultura.
Aquello sí que era inesperado, el barón se quedó mirando al italiano mudo de estupor. —Por favor le ruego que se explique Monsieur Venturini.
—Se cometió un asesinato en esa torre por eso fue cerrada tanto tiempo y allí es donde mora el fantasma más maligno y peligroso. Si logramos encontrar el cuerpo y sepultarlo entonces se marchará para siempre de este castillo.
Latour escuchó el resto de la historia perplejo, sorprendido. Sí, tenía sentido. Y la historia, de una forma insólita le parecía familiar como si ya la hubiera escuchado antes.
—Su antepasado era un hombre cruel.
—Lo era. Pero… Esa habitación corre peligro de derrumbe, nunca fue restaurado y toda la torre es peligrosa. Nunca pudieron llevarse a cabo las obras, hubo algunos accidentes. – el barón tosió incómodo mientras miraba hacia la ventana. Todo aquel asunto endiablado, endiablado sí. ¿Algún día terminaría?
—Es necesario Monsieur Latour, muy necesario.— el adivino se mostró firme.
—Bueno, entonces hablaré con Jean Pierre, el encargado de los establos, necesitará UD varios brazos y mi supervisión personal. Quizás operarios. No será sencillo lidiar con la torre sin ayuda experta… Deberé pedir obreros al pueblo.
—Debe hacerse, de inmediato. —Monsieur Venturini se mostró decidido, inflexible. Todo dependía de esa excursión, todo el enigma se resolvería, le había dado su palabra a la baronesa y eso la había calmado. Era necesario acabar con esa pesadilla.
Pero el barón dudaba. Insistía en que era peligrosa y dijo que esa habitación había permanecido demasiado tiempo cerrada. Que podía producirse un derrumbe.
Venturini carraspeó. Un antiguo caso vino a su mente. El del fantasma del templete. Todas las tardes brumosas de noviembre una dama se paseaba por el jardín y se detenía en el templete de la mansión campestre. Quienes allí estaban sonreían, le hablaban y la dama se quedaba mirándoles con sonrisa enigmática sin decir palabra. Luego desaparecía y todos quedaban estupefactos, aterrados. Cuando le fue confiado el caso por un amigo y colega, este le dio algunos consejos y finalmente tuvo que ir él mismo a la mansión campestre. El dueño, uno de esos nuevos ricos excéntricos no creía una palabra de la existencia del fantasma al comienzo, pero luego de varios incidentes desafortunados en que sus más distinguidos invitados huyeran espantados, decidió creer y contrató sus servicios. No fue sencillo librarse de esa dama y presintió que tampoco podía librarse de esta. Había ciertos detalles que le desconcertaban y no lograba comprender. Pero estaba seguro de que luego que abrieran ese cuarto tapiado muchos problemas se resolverían.
El barón se quedó mirándole partir pensando en la historia insólita de que en la habitación más alta de la torre había un cadáver largo tiempo oculto. ¿Cómo había llegado el italiano a tan descabellada conclusión? Bueno, en ese Château se cometieron algunos crímenes en el pasado pero en la torre, resultaba ciertamente extravagante.
* * *
Una mañana Amandine hizo un insólito descubrimiento. Había tenido un sueño extraño y pesado, y la dama del espejo estaba en él como ocurría a menudo. La veía recorrer el castillo, como si estuviera viva y detenerse en su habitación. Era de carne y hueso, como en el retrato y llevaba el perrito en brazos y sonreía, sonreía feliz por primera vez. Ella le vio entrar conteniendo un grito, aquello no era normal, esa dama había muerto hacía ya varios cientos de años. Y todavía vestía como en su época. La miró y supo que deseaba decirle algo. Pero no habló, permaneció inmóvil y de pronto señaló un cuadro de la virgen y el niño. Luego desapareció.
Amandine despertó sobresaltada y lo primero que hizo fue mirar el cuadro. Se acercó y buscó en el marco, en la tela, no sabía qué pero insistió… Era pesado pero se atrevió a moverlo de lugar. Entonces algo cayó al piso mientras una araña grande y peluda caía desesperada al vacío y ella ahogaba un grito de horror. Ya le decía su madre que las mucamas jamás limpiaban más de lo necesario. Esa araña no debió estar allí, maldición, odiaba a esos insectos, los odiaba y temía.
Luego de cerciorarse de que la criatura peluda y desagradable hubiera huido buscó aquello que se había desprendido del cuadro.
Era una carta, una carta con el sello Latour, pero escrita en el año 1678, por un tal Armand.
“Amada Chloé:
No os creo nada. Decís que me amáis, que darías vuestra vida por mí y sin embargo solo pensáis en abandonarme, en el dolor que le causaréis a vuestro esposo.
Tal vez sintáis algo en vuestro pecho, y os atreveréis a llamarle amor, pero carecéis de valentía para luchar por él y abandonar la fortaleza que os aprisiona. Vuestro esposo, vuestro deber, pero jamás vuestro amor.
Por eso os escapáis una vez más, os alejáis de mí y no deseáis verme. Tanto me amáis que sentís terror de perderlo todo. Inventáis fantasmas donde no hay. Ya os dije que mi esposa murió de parto el último invierno. Al fin soy un hombre libre y vos lo seréis también. Cuándo rete a duelo a Chatillon y os libere de la culpa y el deber que os ata a ese conde, ¡ninguna culpa os atormentará amada mía!
Mi amada Chloé, por favor, no temáis, sabéis cuanto os amo y cuánto os he esperado, más que a ninguna dama jamás, os lo aseguro. Aceptad lo inevitable, vuestra felicidad, la mía, el amor que nos une jamás morirá, jamás.
No luchéis porque mi corazón no resistirá más pruebas y temo que entonces perderé el juicio e iré a buscaros. Sí, lo haré y entonces que vuestro infinitamente mezquino, perverso y palurdo marido sepa a quien amáis, a quien corresponde vuestro corazón. Él lo sabrá, no escaparéis. Nunca.”
Armand Latour
Los sentimientos de ese Armand, eran vehementes y esa carta apasionada ocultaba una amenaza. El amante delataría a Chloé, mataría en duelo de pistolas a su “perverso y mezquino marido”. Amandine intentó imaginar qué ocurría con la amada, objeto de tan constante devoción. ¿Jugaba con él? ¿Le rechazaba entonces, o solo temía a su esposo? Buscó la carta que había encontrado Clarise y la leyó. Chloé parecía asustada, ansiosa de librarse de ese enamorado vehemente y perseguidor. Lo que provocó que este le escribiera la carta. La enrolló y pensó en mostrársela al adivino. ¿Encontraría otra? Buscó en los otros cuadros. No encontró más que arañas más pequeñas y se enfureció de pensar que todo ese tiempo había estado durmiendo en compañía de tan detestables criaturas.
Su doncella apareció entonces y recordó que no se había vestido ni aseado todavía.
Así que lo hizo con prisa y luego entró a las demás habitaciones para buscar tras los cuadros. Parecía el juego de la cacería del tesoro.
La siguiente carta estaba en el retrato de un paisaje campestre en la habitación dorada, llamada también encantada. La tomó y desenrolló con gran expectativa.
“Armand:
Os dicen le diable y es lo que sois, un diablo. Me habéis embrujado, me habéis seducido, embaucado y ahora también me habéis mentido. Vuestra esposa no murió sino que la habéis encerrado en un convento porque os molestaba.
¿Por qué me habéis engañado? ¡OH, cuánto lamento haberos mirado, cuánto poder maléfico de seducción y embrujo infernal hay en vuestros ojos ambarinos!
¿Cómo creeros Armand, cómo creer vuestras promesas si sois capaz de cualquier hazaña para tener lo que queréis?
No huiré con vos, no lo haré y de nada os valdrán vuestras amenazas. No me busquéis ni me hagáis más daño, Armand. Por favor. No viviré con vos en ese castillo, sois un embustero y todos dicen que vuestra esposa sufre una tara y que es malvada y demente. Y me pregunto si estará en el convento o la tendréis en el castillo, escondida en algún lugar.”
Chloé
De nuevo la esposa. Los amantes peleaban en sus cartas en tono airado, Chloé estaba furiosa y llamaba diablo a su enamorado y el nombre le iba al pelo. Se valía de cualquier artimaña para lograr sus fines. Y al final logró que ella abandonara a su esposo y viviera en el château, así lo atestiguaba el cuadro.
Guardó las cartas con cuidado y pensó en entregárselas a monsieur Venturini pero al no encontrarle en ningún lugar visible interrogó a madame Marchant.
Pero entonces un extraño sonido llamó su atención. Miró hacia el techo al tiempo que volvía a escuchar otro estruendo.
—¿Qué está ocurriendo?
—Están en la torre, junto al amigo italiano del barón— dijo Madame Marchant.
—En la torre. ¿Y qué hacen allí?
—Buscan un cuerpo.— las palabras del ama de llaves junto a los golpes se escucharon más tétricos que nunca.
—¿Un cuerpo?— su voz se quebró.
—Eso fue lo que dijo el barón a los mozos de establo.
Amandine recordó la sesión espiritista de Madame Laurent y pensó en el fantasma y sintió un escalofrío tan intenso que debió sostenerse de la pared más próxima para no caer.
Rosalie llegó en ese momento, al parecer recién se había levantado y estaba entre dormida y aturdida. —¿Qué es ese ruido horrible?— preguntó.
Madame Marchant se retiró con una reverencia y Amandine le dijo que estaban en la torre buscando el cuerpo del fantasma.
—¡OH, qué horror! ¿Pero cómo saben que está allí?
Amandine pensó que era tiempo de decirle la verdad a su cuñada. Y luego de acompañarla hasta el comedor para desayunar juntas le dijo que Monsieur Venturini era un espiritista parisino, que había llegado a Farnaise para expulsar al fantasma.
Rosalie bebió dos sorbos de té y suspiró.
—Contadme todo desde el principio. ¿Por qué no me dijisteis?
Rosalie no parecía tan disgustada sino resignada y hasta aliviada. Y mientras Amandine le contaba todo dijo: — Bueno, espero que ese caballero sepa lo que está haciendo y no resulte ser un farsante. Mon Dieu, ¡qué ruido!
En cuanto a la carta que habéis encontrado os diré que el nombre estampado en esta carta es Chatillon. La dama firma como Chloé de Chatillon.
Amandine miró hacia donde señalaba su cuñada y descubrió que en efecto a pesar de ser amantes clandestinos Chloé se había atrevido a firmar con su nombre completo.
—Los Chatillon son vecinos nuestros. Mi padre pretendió casarme con el actual conde en un momento, luego cambió de parecer lo que me alegró pues era el joven más aburrido e insípido que conocí en mi vida.— dijo y se quedó pensando.
—Es extraño. ¿Quién ocultaría las cartas en los cuadros? ¿Y por qué separadas? Hubiera sido más útil esconderlas todas juntas ¿no? Es como si esos amantes estuvieran aquí preocupándonos por sus andanzas del pasado. Y allá está mi hermano con su huésped en la torre… Espero que encuentren a la fantasma y qué esta deje de molestar. Ya me he acostumbrado a su llanto nocturno pero en ocasiones tengo pesadillas.
Amandine mordisqueó un bollo de crema y se preguntó si sería pertinente y necesario entregarle las cartas al adivino. Tal vez podía encontrar otras, además Monsieur Venturini debía estar muy atareado en la torre. Mejor no molestarle.
* * *
Horas después encontraron un cuerpo atrapado en una pared tapiada, cubierta de yeso. El vestido y las joyas no dejaron lugar a dudas, se trataba de Madeleine, esposa de Armand le diable y fantasma del Château Farnaise.
El cuerpo fue llevado con cuidado y colocado en una caja larga mientras el barón enviaba por el padre André al pueblo y los mozos contemplaban el hallazgo con creciente curiosidad y estupor.
—Bueno, espero que ahora nos deje en paz. Lo absurdo es… ¿Cómo enterraron el cuerpo de esta dama sin que nadie supiera? Dar cristiana sepultura en los tiempos de los Luises era tan importante como ahora.— comentó Philippe Latour azorado.
El adivino había permanecido silencioso. ¿“Madeleine, Chloé, Madeleine o Chloé?” Sus pensamientos eran un torbellino de confusión. En la torre había ocurrido una tragedia, lo sentía en el aire malsano y algo maligno había salido del lugar donde descubrieron el cuerpo: la habitación tapiada. ¿Pero a quién pertenecía el cuerpo y por qué la habían matado y enterrado en ese lugar? ¿Era la esposa repudiada de Latour que éste mató para poder desposar a su amante?
Junto al cuerpo había encontrado un libro de oraciones utilizado como diario. Pero muchas de las hojas estaban estropeadas, y le llevaría algún tiempo leer lo que había escrito la víctima.
El entierro atrajo a muchos curiosos. El padre André envió a un prelado en su lugar pues aún se encontraba convaleciente y el médico le había recomendado que no abandonara la sacristía.
Monsieur Venturini aún tenía en la mente el vestido de la joven dama, un vestido lleno de huesos y polvo, y las joyas que tenía en su cuello.
—¡Qué muerte tuvo la infeliz! Vaya asunto desagradable.— Latour parecía horrorizado y sorprendido por el macabro hallazgo y lo que le tenía aún más perplejo era el silencio del adivino, su renuencia a responderle cómo había sabido que allí yacía escondido un cuerpo y cómo supo exactamente el lugar. Este no hacía más que ir de aquí para allá con un desasosiego espantoso murmurando frases sin sentido.
—Es sencillo Philippe, debió adivinarlo, ¿no tiene poderes especiales vuestro amigo? — le dijo su hermana.
Ambos se miraron.
— Sí, Amandine me contó. Bueno, aunque terrible, ojalá ahora descanse la fantasma y deje de atormentar a los vivos con su horrible llanto.
Amandine estaba muy afectada y se retiró a su habitación.
Los funerales se llevaron a cabo al final de la tarde. Corría un viento huracanado y había nubes fucsias y plomizas en el cielo. Tal vez se avecinara una nueva tormenta.
—Es sumamente extraño. Hay una tumba con el nombre de Madeleine de Aleçons, ¿significa que está vacía? ¿Quién se atrevería a enterrar a la dama del castillo en la torre?— preguntó Latour al adivino. Este le miró con aire absorto, de pronto comprendió todo y se alejó, corrió hasta la torre portando velas y lámparas. Allí debía haber algo más.
Amandine rezó en su habitación y eso le dio un poco de paz y consuelo. Debía sentir alivio, la desdichada fantasma al fin sería sepultada y descansaría, todo había terminado. De ahora en más el castillo volvería a ser un lugar agradable donde recibir huéspedes y dar recepciones. ¿Por qué entonces estaba tan triste? Todo aquel asunto del cuerpo oculto en una pared le había provocado escalofríos y aún ahora se horrorizaba de la maldad que llevó al criminal a quitarle la vida a la dama fantasma y privarla además de cristiana sepultura. ¡Cuánto odio y maldad! ¿O debía decir locura y perversidad? ¿Algún día podría olvidar ese día y dar una fiesta en el castillo donde murió una joven de manera tan cruel? Madame Laurent no había estado errada, la torre era un lugar maligno. Y de buena gana habría ordenado destruirla pero su marido se opondría además la torre era uno de los pilares del castillo, sin ella el edificio podría derrumbarse. Entonces, lo mejor era marcharse de allí.
Monsieur Venturini avanzó con prisa hacia la torre, debía haber algo, alguna pista sobre lo ocurrido en ese lugar. Su mente se había ofuscado, algo oprimía su pecho y nublaba su mente, algo maligno muy poderoso. El barón se veía confiado, aliviado, pero no todo había terminado como esperaba. Encontrar el cuerpo solo había sido el principio.
La sombra oscura en la habitación cerrada le enfrentó por primera vez, era una mujer y había sido muy mala en vida, llena de emociones encontradas, intensas y malignas pero ahora era solo maldad y locura, venganza.
—¿Quién sois madame? Hablad ahora.—dijo sin retroceder.
—¿Cómo os atrevéis lacayo? A irrumpir en mis dominios, soy Madeleine de Aleçons, Señora y Ama de este castillo. — respondió una voz de ultratumba: grave y desagradable. Su piel se erizó, y debió concentrarse para no quedarse paralizado por el miedo.
—¿Por qué estáis aún aquí? ¿Qué habéis hecho? Habéis matado.
Una risa diabólica inundó el lugar y luego un grito de furia. Monsieur Venturini echó una maldición completa enojado con su propia torpeza. ¿Qué había hecho? Al descubrir el cuerpo y darle cristiana sepultura había liberado la maldad encerrada en esa habitación y ahora no sabía cómo enfrentarla. Y supo que esa sombra le había acechado desde que llegó al castillo y era el peligro latente oculto tanto tiempo en la torre.
Entonces tuvo una visión. Una de esas visiones extrañas, intensas. Llegaban de repente, eran imágenes de algo que había ocurrido o una premonición de algo que ocurriría. La imagen comenzó como una luz, y provenía del hueco de donde habían encontrado el cuerpo y toda la habitación se iluminó y todo cambió, cuadros, muebles rústicos. Una dama cantaba con voz cristalina y dulce, una de esas canciones antiguas. Cantaba muy alto mirando hacia la ventana mientras bordaba un tapiz con movimientos lentos y precisos. Estaba vestida de verde esmeralda, un traje de estrecho corsé, el cabello sujeto a ambos lados con cintas. La piel muy blanca y los grandes ojos cafés tenían un mirar sereno. Podía considerarla bella, la nariz, la boca y el mentón todo era agradable, armonioso. Pero algo en sus ojos llamó su atención, la mirada había cambiado. Algo la había perturbado y salió de la habitación con prisa. Venturini esperó. La visión cambió de escenario. Se encontraba en una habitación oscura, alguien sollozaba, gemía y clamaba por piedad, ayuda… Su corazón se estremeció. La dama no podía escucharle, yacía postrada, atada a un sillón, había sangre en su vestido y en su rostro hinchado de llorar mientras sus ojos enloquecidos buscaban algo, una esperanza efímera al abrirse la puerta donde se encontraba cautiva. “Armand” llamó, Armand y luego se oyó una risa maligna y burlona. La cautiva volvió a llorar, a llamar a Armand con todas sus fuerzas.
La dama del vestido esmeralda caminó por la habitación deleitándose en la contemplación del cuadro penoso que mostraba su más acérrima enemiga: Chloé, la amante de su marido, esa que pretendió arrebatárselo. Había algo insano en su mirada, y de pronto tuvo una ocurrencia, llevó un espejo veneciano de gran tamaño ayudada por sus criadas, que no se atrevían a mirar a la dama cautiva sin sentir pena y terror. Entonces el reflejo de la desdichada permaneció en el espejo para que esta pudiera ver su congoja y desesperación.
Hasta que murió. Y su dolor quedó impregnado en la habitación de la torre, en sus paredes, en los espejos del Château, y Madeleine, loca, infinitamente maligna fue atrapada en su terrible crimen, carcelera de la desdichada Chloé. La esposa y la amante de un hombre cruel y egoísta, que confinó a su esposa en la torre sin saber que esta mataría a la dueña de su corazón. Si es que ese hombre tenía uno…
Ahora lo veía con claridad. Había enterrado a Chloé, que murió en ese lugar mientras llamaba a su Armand, por eso su voz se oiría por la eternidad, su llamado en vano… El enigma había sido resuelto, pero no era el final, dar cristiana sepultura a Chloé solo había sido el principio.
Recorrió la habitación oscura y sombría, una emoción profunda lo embargaba como si sintiera en su piel el crimen que allí se había cometido. Sus ojos recorrieron cada rincón sin saber qué buscaba con exactitud, pero debía haber algo que le llevara a concluir definitivamente ese triste asunto. Entonces recordó el breviario que había encontrado.