Recuerdo la pista de baile. Recuerdo, sobre todo, la columna vertebral de todos los árboles, oscilando apenas. El ulular. Recuerdo el hilillo rojo que se extendía de entre los labios, los míos, hasta la nieve y, de ahí, hasta una de las tres esquinas del cielo. Recuerdo las nubes, tan grises. ¿Hay, de verdad, un animal salvaje a punto de saltar? Las criaturas más frágiles. Recuerdo el vidrio de la ventana, partido en tantos pedazos. El pómulo. La frente. Recuerdo mi boca, sin dientes.

Cuando ella se preguntaba qué verían los pájaros a través de nuestras ventanas, querría haberle dicho esto:

«Al igual que los gatos, de cualquier color, su visión del espacio es mucho más elástica y no tan pendiente de la gravedad como la de los humanos. Es lógico, podría pensarse que también el tiempo viene de otra manera para ellos, y que ese gran vidrio que nos separa hierve con preguntas de las que ignoramos sus respuestas e implicaciones. Y a quienes las hacen.»