III: Ir por nada

Recuerdo lo que quise decirle desde esa primera vez en aquel café lleno de gente hasta cuyas ventanas llegaba la sal del mar, esa sustancia pegajosa e ineludible que, una vez sobre la piel o sobre la lengua, nos recuerda lo que somos. O cómo. En lugar de tomar el dinero de su mano y de asentir con la cabeza, recuerdo que quería decirle que, al final, siempre se devela que nadie sabe a ciencia cierta por qué se va.

Pero tomé el dinero y tomé el portafolio lleno de documentos y dije que sí. Me haría cargo del caso de los locos de la taiga. Resolvería su acertijo. Le diría, a final de cuentas, muchos días después, con el cabello ya muy crecido, que nadie sabe nunca por qué. Que el desamor aparece igual que el amor, un buen día. Pero creo que tomé el dinero y el portafolio lleno de documentos y dije que sí porque quería regresar a decirle que, igual, que justo como el amor, el desamor un buen día se va. También.

Uno va por nada si va tan lejos, eso decía alguien en alguna canción muy vieja. Recuerdo que recordé o habría recordado.