Lo que veía frente a mí, lo que estaba junto a mí, casi al alcance de la mano, justo en el centro de un semicírculo hecho de gente y de curiosidad y de espanto, sólo podría verse en realidad a través de esa ventana. Un rectángulo es a veces una figura sagrada. Meses después, ya en la gran urbe, el niño salvaje miraría a través de ella con nostalgia. Y lo haría una y otra vez. Y luego, una más, eso. Ver. Imaginar que podía volver. El niño salvaje de los bosques boreales, el que jalaba la cadena que ataba su tobillo izquierdo a un poste de madera, nos veía, sin duda, a través de esa ventana también. ¿Y qué veía en realidad? ¿O cómo? El rectángulo suele ser una forma sagrada. Se calmó cuando tuvo que aceptar que no podía contra la cadena. Recostó la espalda contra el poste y nos observó. Lo hizo por largo rato. Agotado. Lo hizo primero con cautela y, más tarde, a medida que acompasaba su respiración, con total descaro. La mirada frontal. La compasión tan oscura como abierta.

Recuerdo los ojos del pájaro. Recuerdo, sobre todo, la pregunta acerca de su capacidad para ver a través de las ventanas domésticas que la mujer escribiera tantas veces en su diario. Recuerdo la letra pequeñísima en que, hoja tras hoja, quedaba asentada esta interrogante. Cómo la luz en esos ojos. De qué forma la velocidad.

No se trataba de un niño en el sentido estricto del término, sino de un muchacho. Tenía el pelo largo y un vello negro, rizado, le cubría los antebrazos, las piernas, el pecho, la espalda, el sexo. La boca ancha. Las manos asombrosamente delicadas. Pronto, una mujer le colocó una cobija sobre los hombros. Pronto, alguien le acercó un cuenco con agua caliente. Pronto las voces: ¿Cuántas veces más? ¿Hasta cuando terminaría por irse de verdad? Resultaba claro que esto había pasado antes: atraparlo, obligarlo a quedarse, dejarlo ir. Eso dijeron los leñadores y eso dijeron también los habitantes del lugar. Era el mismo. Los brazos largos. Sus protuberantes costillas. Vete de aquí ya.

Que vivía en el bosque, pero no muy adentro, eso escribiría en mi informe para el hombre de una ciudad que cada vez me costaba más trabajo imaginar. Que merodeaba en realidad. Que el muchacho feral de la taiga se dejaba atrapar con cierta regularidad, sobre todo hacia finales del otoño e inicios del invierno, cuando la temperatura empezaba a bajar drásticamente, o cuando estaba enfermo, o cuando alguna torcedura dificultaba su remontar de árboles, su trasiego por las ramas más altas. Que, en esos casos, le permitían pernoctar sobre algún montón de pieles en ciertos cobertizos; que le dejaban, incluso, un par de papas cocidas, algunos huesos no muy limpios, en los lugares a los que estaban al tanto que acudiría. Eventualmente. Pero que luego, temiéndole de cualquier manera, conservando una distancia que no deseaban zanjar, incapaces de mantener cualquier tipo de vigilancia sobre él, el adolescente desaparecía de nueva cuenta. Se iba, sí. Se iban sus rasguños, su pelo enredado, su incapacidad de hablar. Partía sin que nadie lo notara. Que lo que había pasado meses atrás, sin embargo, era inusual.

Sin preguntar nada en realidad pero poniendo atención a las voces de la muchedumbre que se había reunido a su alrededor, el traductor pudo colegir que el adolescente de los bosques boreales se había comportado más o menos como el lobezno a la entrada de la cabaña de la pareja de la taiga. No que lo hubieran podido ver. Eso no. Pero en esos días y en esos meses, mientras el hombre y la mujer estuvieron ahí adentro, haciendo ruidos extraños y emitiendo gruñidos que cada vez más semejaban a los de ciertos animales no domesticados, habían notado los pequeños hurtos de alimento y el movimiento peculiar en las ramas de los árboles cercanos. Algo que pasa veloz. Algo que espía desde no muy lejos. Era difícil saber qué buscaba o qué quería, o de qué amenaza querría guardarlos o protegerlos.

Un lobo feroz; un muchacho feral. Pensé en la pareja que formaban esos dos alrededor de una cabaña.

Lo vi, como los demás, entre los demás, por un rato tan largo. Lo vi a un lado del niño que espiaba por una rendija y junto a la mujer de los cortos cabellos rubios y muy de cerca de la otra de ojos rasgados que nos había regalado pan. No tenía idea de quiénes eran los otros. Pero me animaba la curiosidad, en efecto, y también el morbo. ¿Quién puede resistirse a observar el cuerpo original, el cuerpo sin contexto social? Y, conforme pasaban los minutos, me animaba también, sin duda, la incomprensión. Nunca podría entender algo así, me lo dije varias veces. Me lo dije de esa exacta manera: «Nunca podría entender algo así». Pero no podía dejar de verlo, fascinada o, aún más, hechizada o perdida, por su magra figura, por su cansancio. ¿Me vio entonces, por azar, sin siquiera dirigir intencionalmente la mirada sino, más bien, tropezando, con torpeza, con la mía? Algo así, en efecto. Una flecha en el hombro izquierdo, insertada. Un agujero. Y se produjo, justo en ese momento, la ventana. Y la ventana produjo el espectador. Y, juntos los tres elementos, hicieron realidad el romance. La pasión. Alguien añoraba una forma de libertad que era en realidad un abismo. Alguien sostenía las manos sobre el vidrio, inmóviles. Y quería salir y no podía salir y miraba.