XVIII: No me lo permitiría la oscuridad

Que hay cabelleras que bien podrían describirse como una flama, pero seguramente ya muchos otros habrían insistido al respecto. Que su mujer, su segunda esposa, tenía, en efecto, un cabello así: iluminado, fogonazo feroz, cosa que vuela. «Lo extraño no es que se hubiera ido», le diría, escribiéndolo con toda precisión, palabra por palabra. Cuña por cuña. Un cerillo encendido; su flama, que también quema. Lo extraño era que hubiera permanecido tanto tiempo cerca.

Muchos días más tarde, cuando nos encontráramos por fin frente a frente, auscultándonos el uno al otro sin ningún tipo de pudor o de lealtad, me preguntaría sin asomo alguno de retórica si el traductor habría tenido razón. ¿Así que las mujeres sólo piensan en sexo? Miraría al hombre de ese pueblo costero de arriba abajo de nueva cuenta. Repararía, como la primera vez, en la protuberancia que emergía justo en el centro del cuello masculino a la que tantos se han referido como la manzana de Adán. El asomo de la barba. El brillo de los dientes blanquísimos.

—Estoy muy cansada —le diría, diciéndole, como siempre, la verdad.

Y él insistiría, desde luego. Y agitaría, en lo alto, la libreta de tapas negras antes de arrojarla contra la ventana desde la cual nos observaba algo. El mundo. Un árbol.