IV: Una promesa

Que hacía mucho no me encargaba de una investigación, eso no era mentira. Los fracasos pesan. Redactar informes de los tantos casos que no había logrado resolver, sin embargo, me había ayudado a contar historias o ponerlas, como se dice, por escrito. Acatarlas o domesticarlas, da lo mismo. No había vuelto a trabajar en ninguna corporación oficial pero sí había, en cambio, iniciado una discreta vida de autora de novelitas negras. Los fracasos a veces lo empujan a uno a abrir las puertas de una casa vieja y a despejar el polvo de los muebles sin usar y a abrir el compartimiento donde se guarda una vieja máquina de escribir. Los fracasos suelen obligar a la reflexión y la reflexión, cuando hay suerte, puede conducir a un poblado en la costa y a un montón de páginas en blanco. Los fracasos toman café en la mañana y observan con perspicacia la luz de la tarde y, cuando pueden, se acuestan temprano.

Mientras ponía en orden una pequeña casa que había cerrado tiempo atrás, pensando que jamás regresaría a ella, me dediqué a escribir los casos en que había participado, pero los escribía de otra manera. No era que resolviera en la imaginación lo que la realidad me había negado. No era que mi apesadumbrada figura se convirtiera, por obra y gracia de la ficción, en una heroína de opereta o una villana de poca monta. La otra manera consistía en contar una serie de eventos con rigor, sí, pero sin descartar el desvarío o la dubitación. La otra manera no consistía en contar las cosas como son o como pudieron ser o haber sido sino como tiemblan todavía, ahora mismo, en la imaginación.

Cuando terminé el primer manuscrito lo mandé a una editorial pequeña pero prestigiosa que contaba en su catálogo con algunas cuantas novelas de mi estilo. Añadí una escueta carta de presentación y, sin imaginar lo que pronto pasaría, coloqué el montón de hojas dentro de un sobre y lo envié por correo postal.