XIX: La crueldad nunca lo es

Que, tan pronto como los dos estuvieron fuera de la tienda de campaña, empezaron los ruidos de la tormenta, eso también se lo habría escrito en el informe. Nunca había oído el sonido de los truenos en un lugar tan lleno de árboles. El retumbar del cielo me estremeció. El batir de las alas de algunos pájaros que no tenían nombre, que no podían tener nombre. El entrechocar violento de las ramas. El corazón del bosque parecía latir, de súbito, a toda prisa. «Entrecortadamente» es un adverbio con ritmo. Todos volvimos la vista hacia el cielo y, todos, al unísono, la regresamos a las cosas de la tierra. Había un traductor, una detective, un par de fugitivos. Érase que se era. Nos vimos así, por mucho rato, inmóviles, temerosos. Como si el mundo estuviera bajo el impacto de un fuerte mareo y nosotros, temiendo que todo se viniera abajo, temiendo un gran vómito celestial, apenas nos percatáramos de tal hecho.

Recuerdo, aún ahora, el paso del lobo. Su merodear a nuestro lado. Recuerdo, sobre todo, que no podíamos verlo.

Sabían de nosotros, eso nos había quedado claro desde el inicio. No sabíamos con exactitud ni cuánto sabían ni qué sabían ni cómo habían logrado saberlo, pero a juzgar por la primera respuesta que me había dado la mujer, era obvio que estaban al tanto de nuestra persecución e, incluso, de nuestro objetivo. Los rumores avanzan con gran facilidad en los sitios pequeños, densamente poblados, de los mundos forestales. Aun así, era difícil comunicarle el fin último de nuestra misión una vez más: hallarla, platicar con ella, llevarla de regreso.

—Pudimos dar contigo —evité el plural de nueva cuenta— por todo esto —saqué algunos de los telegramas, algunas de las cartas que el hombre de la costa me había mostrado hacía ¿cuánto tiempo?

—Ah, eso —exclamó ella, como reconociendo con dificultad. Extendió el brazo derecho, tocó el material con una cierta delicadeza animal. Depositó los papeles sobre su regazo y, sin dejar de tocar la mano que todavía yacía sobre su hombro derecho, dijo:

—Qué bueno que el correo funciona todavía, ¿verdad?

El hombre estuvo de acuerdo con ella. Sonrió en todo caso.

—Querías que te encontráramos, ¿no es así? Querías que viniéramos por ti —dije, aunque en realidad preguntaba.

—Oh, no —contestó ella de inmediato, sonriendo justo como él—. No.

Su voz tan suave. La amplitud de su frente. Esa manera de menear con tanta dulzura la cabeza. Guardó silencio. Alzó la cara para ver, así, el rostro del hombre que, a su vez, bajó la vista, para encontrarla. La mano masculina sobre el borde inferior de la mandíbula. Ahí debía encontrase la glándula submaxilar, los ganglios submentonianos y submandibulares. Por ahí debían pasar la vena y la arteria faciales, y los músculos estilohioideo, digástrico y la porción más superior del esternocleidomastoideo. Por sobre todo eso, la mano del hombre. Por sobre todo eso que se estiraba en el cuello de la mujer. Su piel. Pura, gloriosa, anatomía.