Nos aproximamos, eso es cierto. Qué difícil es caminar cuando hay que desenterrar los pies del lodo. Qué difícil, a veces, respirar, seguirlo haciendo. Inhalar. Exhalar. Las rodillas también son un martirio. La última pregunta se la habíamos dirigido a tres personas que avanzaban a través del bosque vistiendo unos overoles negros y máscaras de gas sobre los rostros. Fue el traductor quien se apresuró a alcanzarlos cuando los vimos desde lejos: tres figuras en el fin del mundo dentro de sus cabezas llenas de nubes. Tres sobrevivientes de una guerra todavía por venir. Cuando nos señalaron con sus largos bastones de metal la tienda de campaña, la que todavía no sabíamos que era la definitiva, avanzamos sin temor. Había una pequeña luz dentro: una vela tal vez o una lámpara de queroseno. O el calor de los cuerpos, su plática. Un ejército en marcha detrás de una banderilla blanca, eso éramos.
Es difícil describir lo que no se puede imaginar.
Su rostro, por ejemplo. El rostro de la mujer, tan nimio. El cabello que, organizado en un par de trenzas, colgaba detrás de sus orejas. Las pecas. La mirada, que no dejaba de preguntar. ¿Dónde habría conseguido los listones con los que amarraba, con cierto candor, las puntas de sus cabellos? Cuando ella se asomó a través el orificio que se había formado al bajar el cierre de la puerta de la tienda de campaña comprendimos, de inmediato, que nada debíamos preguntar. Que no haría falta.
Recuerdo el viento sobre todo, su paso. La manera en que le despeinaba los largos cabellos a una niña que ya no lo era. Su ulular. Su estar ululando. Recuerdo sobre todo cómo azotaba los ventanales de una casa que quedaba muy cerca del mar. El temor de ver todo partido en muchos pedazos. El temor de haber sido olvidada, sola, dentro de una habitación que estaba en un pedazo de tierra que se había convertido, gracias al viento vigoroso, en una isla a la deriva. Recuerdo cómo me temblaban las manos y cómo me cubrí el rostro con las mantas con tal de no ver eso. Con tal de no ver nada.
—Te buscaba —le dije, omitiendo el plural.
—Lo sé —dijo ella—. Por eso nos detuvimos —añadió, mirándolo a él y no a mí. Mirando lo que emergía.
De la tienda de campaña salió, entonces, el hombre en el que había pensado tan poco. Me había preguntado acerca de su semen, eso es cierto, y me había preguntado incluso sobre el contenido de su ácido ribonucleico y desoxirribonucleico, pero nunca había imaginado, por ejemplo, su cara. Las manos que ahora colocaba sobre la parte posterior de los hombros de la mujer. Las piernas, tan largas. Supuse que, como todos los leñadores, el hombre que había acompañado a la mujer que yo buscaba no tenía más remedio que dejarse crecer la barba que le cubría las mejillas y el mentón, el cuello. ¿Hace cuánto tiempo que no se miraban en un espejo?, me pregunté eso. Me lo pregunté mientras ella, sentada sobre una piedra, colocaba su mano, protectora, sobre el dorso de la mano que, de él, descansaba sobre la parte posterior de su hombro derecho. ¡Cuánto tiempo de bailar juntos!, exclamé para mis adentros.
—Tendrías que pensar en la posibilidad de regresar —lo dije bajando la vista, súbitamente avergonzada por las palabras que atinaba a pronunciar.
Ella, por toda respuesta, sonrió. Las pestañas impávidas. El viento.
Estaba frente a mí, en efecto, pero la veía como a través de un telescopio o a través de un microscopio. Lente sideral. Cosa que se inclina. ¿Así que había logrado crear el bosque y, dentro del bosque, las veredas del bosque sobre las que tanto se explayara en las páginas de su diario? No tenía cara de ser una mujer terca, pero era muy posible que lo fuera. No tenía la actitud envalentonada o socarrona de quien logra convertir sus deseos en realidad pero, si es cierto que los diarios están llenos de deseos, esta mujer que estaba sentada frente a mí, con la espalda apoyada contra los muslos del hombre con el que había huido después de haberse detenido en seco, sin saber en realidad qué hacer, en una pista de baile, los había convertido, sin duda, en realidad. Sus deseos. Estaba frente a alguien, y esto me lo dije a mí misma varias veces sólo para no olvidar lo que por obvio podía volverse transparente y, luego entonces, pasar desapercibido: que había logrado hacer del mundo, de su alrededor en todo caso, el mundo de su deseo. Imagen que tiembla. Cosa de fulgor. ¿Qué hay entre imaginar un bosque y vivir en un bosque? ¿Qué cosa une lo escrito acerca de un bosque con lo vivido dentro de un bosque? Lo recuerdo a la perfección: había cuatro personas frente a una tienda de campaña erguida apenas entre los árboles de un bosque sobre el que pronto caería una tormenta. Como a través de un telescopio o a través de un microscopio, sus cuerpos. Sus labios resecos. Su voz.
—Seguramente viste a los tres astronautas del fin del mundo —eso fue lo que dijo. Guardé silencio y repetí mentalmente lo que acababa de oír sólo para convencerme de que, en efecto, la mujer que buscaba había dicho eso. Tres astronautas. Fin del mundo. Con toda seguridad.
Le dije la verdad. Le dije que sí.
—Tienen una eternidad diciendo que todo esto se va acabar —hizo una pausa. Volvió a tocar el dorso de la mano masculina que descansaba sobre la parte posterior de su hombro. Volvió a elevar el rostro para mirarlo—. Y, sin embargo, avanzan.
Calló. Todos callamos. Salvo el viento, todos callamos.
—Pero ellos están claramente desquiciados —dije y me arrepentí de decirlo al mismo tiempo que lo decía. Tiempo real.
¿Así que ese es el fin del desamor?, me lo dije también, sabiendo que no lo preguntaba. Que no había nadie a quien pudiera preguntar.
El viento, su ulular. Esto.