VIII: El lobo feroz

Que la primera a la que habíamos logrado hacer hablar era una mujer joven de cortos cabellos rubios no me pareció sorpresivo, anotaría en el reporte que eventualmente escribiría para el hombre de la ciudad costera. A menudo los mejores informantes son las mujeres y los niños. Los desempleados. Los distraídos. Los habitantes de la comarca habían decidido dejarnos descansar en la misma cabaña que, meses atrás, había ocupado la pareja que un buen día había salido de entre el bosque. Nunca supimos cómo tomaron esa decisión. No supimos si la resolución brotó de una reunión comunal organizada a toda prisa apenas si supieron de nuestra misión, o si la tomó algún líder en consulta únicamente con los representantes del poder. No teníamos idea de qué estaba hecho ese poder; en qué residía o en quiénes. Lo que nos resultó claro tanto al traductor como a mí fue que, al mantenernos en la cabaña que habían señalado con respeto o terror a nuestra llegada, nos reducían a la misma condición que la pareja que buscábamos. Exclusos. Resultaba evidente que éramos sus extraños. Otra pareja de bestias o de locos. Gente sin explicación. Cuando abrieron la puerta para que miráramos el interior y, luego, nos introdujéramos en la casa, parecía que les urgía algo. Cuando la cerraron a nuestras espaldas y se alejaron a toda prisa quedó muy claro que deseaban evitar todo contacto con cualquier cosa o persona que tuviera algo que ver con lo que ellos llamaban «el matrimonio de la taiga».