XXI: El gran vidrio que hierve
No fue sino hasta más tarde, días después, cuando me di cuenta de que había recordado algo más. Era la imagen de sus alas, un son. La imagen de las alas de aquella mujer que se asoma a una ventana. «¿Y cómo verán los pájaros?», eso se había preguntado ella, y no yo, en alguna de las páginas de su diario.
Llegué de regreso a la costa una mañana de mucho sol. En lugar de hablar con el hombre que me había encargado el caso de la esposa que había huido hacia la taiga me entretuve revisando mi correspondencia, regando las plantas, sacando la comida podrida del refrigerador. Siempre es difícil creer lo que pasa en una casa abandonada. La acumulación de polvo y de sombras. La acumulación de mensajes en la contestadora del teléfono. La basura que sale de todos lados. ¿Había pasado, de verdad, tanto tiempo? Tenía miedo en realidad. No sabía cómo enfrentaría la mirada del hombre, su desconcierto tal vez, incluso, de estar ahí, su resignación. ¿De verdad esperaba que regresaría con ella de la mano? Supuse que él había sabido la respuesta desde el inicio. Y eso, suponer que él sabía o que había sabido, no hacía más que incrementar mis interrogantes sobre los orígenes de este caso.
¿A qué me mandaste en realidad hasta allá?, hice esa pregunta en silencio cuando se presentó sin avisar a la puerta de mi casa. Supuse que la desesperación había dirigido sus pasos hasta mí más bien al azar, aunque no era difícil imaginarse que hubiera obtenido información sobre mi viaje de regreso con la agencia que había tramitado todos mis boletos. Es difícil avanzar sin dejar huellas, o migajas, detrás. Lo invité a pasar porque no tenía alternativa pero mi deseo, mi verdadero deseo, era salir a caminar. Había un parque a sólo dos cuadras. Imaginé que ahí, cerca de los pinos y de los álamos, podría decirle. Bajo sus ramas. Tocaría la corteza de los troncos y le diría, como siempre, la verdad.
—¿Y bien? —dijo, pasando su dedo índice por sobre el lomo de algunos libros.
—Te lo advertí —contesté, dándole la espalda.
Se sentó sobre el sofá y abrió las rodillas.
—Todo mundo quiere un bosque alguna vez —murmuró para sí, viendo algo a través de la ventana—. Tienes buena luz aquí —dijo, cambiando de tema o regresando al tema.
Le dije todo sin dejarme interrumpir. De inicio a fin, ayudándome de las notas que había escrito en la pequeña libreta de las tapas negras. Mi reporte. El informe de los hechos. La voz, en calma. Las manos en un nudo hacia adentro. La taiga es, en efecto, un mal. Algunas personas huyen de lo mismo aun a sabiendas de que no podrán escapar. Algunas personas arrancan, suicidas, sin pensar en la velocidad, el fin, el más allá. Algunos bailan. Entre más hablaba más increíble me parecía. Más improbable. Más iracundo. Me arrebató la libreta y, mientras la hojeaba, empezó a gritar.
—El desamor se va también un buen día —¿le había dicho eso de verdad? La voz más baja. Placar a alguien es también un ejercicio espiritual. Mira esto: tus rodillas. Se usan para hincarse sobre la realidad. Se usan para gatear, despavorido. Se usan para sentarse en flor de loto y decirle adiós a la inmensidad.