XV: Lap dance

Que habría que hacer algo, algo distinto, eso le dije al traductor la tercera noche de nuestra estancia en la cabaña. Que quería irme ya. Que poco o nada me importaba la mujer, el hombre, lo que había pasado aquí. Repetí, con algo de burla, con más de frustración, esa palabra. Dije: «aquí». Que el informe, el cual seguía escribiendo poco a poco, en una clave que sólo yo entendería al final, no tenía mucho caso. Ninguno en realidad. Es sólo un esposo que da vueltas dentro de una habitación o dentro de una cabeza mientras el mundo continúa aquí, afuera. Es sólo un hombre que no entiende, insistí, como si eso lo explicara todo. El traductor, que me escuchaba con atención, sin mover un músculo de la cara, soltó una carcajada.

—¿Y qué pensabas? —dijo mientras esculcaba su mochila de explorador, apenas levantando los ojos—. ¿Que alguien vendría tan lejos para no irse de verdad?

Recuerdo el río, las aguas oscuras de un río en el cual me lavaba los pies. Recuerdo sus orillas tanto como el sonido del agua, el agua en su fluir. ¿Por qué se recuerdan cosas así? La extraña sensación de que algo, bajo el agua, bajo el fluir del agua, terminaría por morder o herir o rasgar. La muy incómoda sensación de los pies desnudos sobre tierras movedizas. Pero ¿era eso un río o el mar? El gris del cielo terminó colándose entre las aguas.