IX: Afuera hay una noria

Que la misión, sencilla en apariencia desde su inicio, se complicaba ahora, eso le escribiría en el reporte al hombre que esperaba noticias del otro lado del océano. ¿Se olvidaba de cepillarse los dientes? ¿Se mordía las uñas de cuando en cuando? ¿Se ponía calcetines impares en los pies? Seguramente sí. Esperar es una tarea muy dura; una tarea ingrata. Nervioso. Cuando lo imaginaba, que no era seguido, lo imaginaba nervioso, dando vueltas en círculos dentro de su oficina o dentro de su recámara. El tipo de silencio que se hace de pláticas vanas. Que no podía llevar a la mujer de regreso porque la mujer se había marchado antes, tal vez mucho antes, de haber encontrado su casa en la orilla de la taiga, eso tendría que decirle de un momento a otro. Que todavía no tenía fecha de regreso. Que el regreso no existía.

Recuerdo la inmovilidad. Recuerdo haber pensado: «Pero si aquí nunca sale el sol». Y la frustración inicial, eso recuerdo. El respiro hondo que precisé para incorporarme del colchón nauseabundo sobre el que sólo había podido recostarme dentro de una bolsa de dormir. El tronar de las rodillas. El dolor de cuello. Y el olor, ese presentimiento.

El traductor abrió la puerta entonces.

—Afuera hay una noria —anunció. La noticia me sorprendió. Imaginé, de inmediato, un túnel vertical que, horadando la tierra terminaba convertido en puro hielo. Me quedé callada porque pensé que no lo había entendido bien. Guardé silencio porque esperaba que de un momento a otro se corrigiera a sí mismo. El viento helado pasó alrededor de su cabeza y de la mía. Luego, sin decir nada más, el traductor abrió un termo y, servida en la tapa del mismo, me ofreció agua caliente.

—¿Cómo le hiciste? —pregunté. Esa fue la primera vez que lo vi sonreír. Sin decir nada más, sacó una pequeña bolsita de té de un compartimiento de su mochila y la colocó dentro del líquido humeante. Cuando estiré la mano para tomar el recipiente noté que temblaba.

—No estás acostumbrada a este frío, ¿verdad? —murmuró—. Tampoco a la oscuridad de estos árboles —continuó sin esperar una respuesta.

Le dije la verdad. Le dije que no.

En los cuentos de hadas el lobo siempre es un lobo feroz. Astuto y ágil, el lobo siempre se las arregla para salirse con la suya. Aunque en las versiones benignas de la Caperucita Roja, el lobo es superado por un leñador e, incluso en otras versiones, por la sabiduría y la fuerza de la abuela misma, los cuentos originales utilizaban la figura del lobo para transmitir con todo rigor ciertas lecciones morales. El lobo, en otras palabras, siempre gana. En la cama de la abuela, cubierto con su ropa de dormir e incluso con su gorro, por ejemplo, el lobo espera a la niña para verla mejor, tocarla mejor, morderla mejor. Consumirla. Pero en las versiones más antiguas, antes de que la lección moral se volviera un imperativo en los cuentos infantiles, el lobo no sólo triunfa, sino que lo hace de la manera más atroz. En la cama de la abuela, tal vez sin ropa de dormir alguna, el lobo invita a la niña de la caperuza roja a comer la carne y a beber la sangre de la anciana. ¿Y quién puede resistirse, en un tiempo signado por la hambruna y la escasez, a un regalo así? Las niñas no deben ir al bosque y, si están en el bosque, las niñas no deben hablar con los extraños del bosque. No, no y no. Las niñas no.