VI: Una cámara escondida

Que habían llegado juntos y en un estado deplorable, eso me habían dicho al inicio. Que resultaba obvio que habían caminado a través de la taiga, seguramente por días enteros, seguramente sin dirección alguna, hasta dar con el poblado por puro azar. Que eran un par de locos atacados por el mal. Dementes o demenciales, da lo mismo. En el informe que sin duda escribiría para el hombre que había tenido dos esposas, aseguraría que los habitantes de ese caserío que quedaba justo a la entrada del bosque, en los límites estrictos entre la taiga y la tundra, los habían aceptado por conmiseración.

Repetiría la palabra: «conmiseración».

Espectros más que fantasmas, así los habían descrito. Más esqueletos que cuerpos en sentido literal, eso repitieron una y otra vez. Habrían podido pensar que se trataba de criminales o de forajidos si su estado de salud hubiera sido distinto, sin duda. Pero, cuando los vieron llegar, de inmediato pensaron que no eran más que un par de niños extraviados. Los cabellos sucios. El gesto de estar buscando algo. Los pómulos huesudos y altos. Pensaron que algo o alguien se había comido las migajas que hubieran podido dejar tras de sí. Los grumos de su regreso.