Epílogo
Murmura algo en sueños, se mueve y se acurruca de nuevo a mi lado. Donovan Brent, eres un gilipollas con suerte. Le aparto el pelo de la cara y ella vuelve a murmurar y frunce el ceño enfadada. Parece estar mandándome al diablo en sueños por no dejarla dormir. Sin embargo, no sabe que provoca el efecto contrario y, antes siquiera de que pueda pensarlo con claridad, me inclino y la beso. Lo hago despacio, tomándome mi tiempo. Baño sus labios con mi cálido aliento y paso la lengua por ellos. Al segundo beso, Katie, aún adormilada, alza la cabeza buscando mi boca. Sonrío y me coloco sobre ella dejando que el peso de mi cuerpo haga el resto. Follármela es lo mejor de todo el jodido universo.
Durante diecisiete años me he sentido como si no perteneciese al suelo que pisaba, como si estuviese perdido, sin hogar.
Un par de gotas de agua caen sobre la cafetera. Frunzo los labios y me echo el pelo húmedo hacia atrás con la mano. Lleno dos tazas y en ese segundo la tostadora me avisa con un molesto chirrido. Saco el pan, pero me quemo los dedos y lo dejo caer de nuevo en la tostadora. Por eso yo siempre desayuno putas manzanas.
Nunca he hecho esto, pero, cuando la he visto correrse hace menos de una hora entre la pared de azulejos de mi baño de diseño y mi cuerpo, he decidido mimarla un poco. Me está volviendo cada vez más loco. Ya hace una semana que nos reconciliamos y no consigo mantenerme alejado de ella. No puedo dejar de tocarla. No puedo pensar en otra jodida cosa.
Voy hasta la nevera y saco el zumo. Al cerrarla, me encuentro de cara con la foto que Katie y yo nos hicimos en el Top of the rock, el mirador del Rockefeller Center. Ella nunca había estado allí y adora tanto esta ciudad que sabía que le encantaría. La recompensa tampoco estuvo mal. Le pague cien pavos al guardia de seguridad y nos dejó quince minutos solos en el mirador. Lo suficiente para follármela contra el muro de ladrillo de estilo art déco.
Llaman al timbre y me sacan de mi ensoñación. ¿Quién coño es? Resoplo y, ajustándome la toalla blanca a la cintura, camino hasta el ascensor. Marco el código y un par de segundos después las puertas se abren. Una chica con uniforme de FedEx, gorra bastante estúpida incluida, aparece al otro lado centrada en la carpeta de plástico trasparente que tiene entre las manos.
—¿Señorita Conrad? —pregunta alzando la cabeza.
Los ojos se le abren como platos y durante una milésima de segundo me recorre de arriba abajo.
—¿Se… señorita Conrad? —repite.
—¿Tengo pinta de ser la señorita Conrad?
La chica niega con la cabeza y aparta la mirada algo avergonzada. Le quito la carpeta de entre las manos, firmo y me quedo con el sobre que hay en ella. Si espero a que lo haga por iniciativa propia, podría pasarme horas aquí.
Las puertas se cierran y regreso a la cocina ojeando el sobre. Sonrío de oreja a oreja. Es del comité de la beca McKinley Maguire.
—Pecosa —la llamo—. Pecosa, mueve el culo hasta aquí —la apremio impaciente.
Este puto sobre va a alegrarle aún más el día.
—¿Qué? —responde saliendo de la habitación concentrada en recogerse el pelo en una coleta—. Aún no he terminado —se queja.
Lleva esos vaqueros que le están tan ajustados y una camiseta con una ardilla o algún otro puto animalito del bosque estampado en ella. Ahora mismo la cargaría sobre mi hombro y la llevaría de vuelta a mi habitación.
La carta, capullo. Tengo que dejar de pensar con la polla cinco putos minutos.
—Ha llegado algo para ti —digo enseñándole el sobre.
Ella mira la carta y, cuando distingue el membrete, sonríe pletórica y camina decidida hasta mí. Va a quitarme el sobre, pero yo aparto la mano a tiempo.
—Resulta que yo he recibido a la mensajera —me explico ceremonioso.
Katie se cruza de brazos y frunce los labios divertida sin apartar sus ojos de los míos.
—He tenido que abrir la puerta, esperar, firmar —continúo como si cada cosa me hubiese supuesto un mundo— y la chica me ha quitado la toalla con los ojos. Me he sentido muy violento —me lamento.
Trata de disimular una sonrisa. Su mayor problema es que le resulto divertido. No lo puede evitar y yo lo uso como otra arma más para salirme siempre con la mía.
—¿Qué quieres? —pregunta fingidamente displicente.
—Que te desnudes —respondo sin asomo de duda y sé que mis ojos acaban de brillar con el deseo puro fabricado del fuego aún más puro que me recorre indomable por dentro.
—Llegaré tarde al trabajo.
—Me importa bastante poco.
Sabe que no necesita trabajar y puede concentrarse sólo en estudiar. Si, de todas formas, quiere seguir perdiendo el tiempo en esa cafetería por el salario mínimo, por mí, perfecto. Sólo hace que me sienta todavía más orgulloso de ella por querer ganar su propio dinero. Sin embargo, no voy a permitir que me estropee los planes. Quiero hacerla gritar mientras intenta mantenerse sujeta al cabecero de mi cama. Ahora mismo esa es mi puta meta en la vida.
Katie me mantiene la mirada y yo le dedico mi media sonrisa para demostrarle que voy absolutamente en serio. Si quiere la carta, y soy plenamente consciente de cuánto la quiere, va a tener que darme lo que quiero yo. Ventajas de quien recibe al mensajero.
Finalmente resopla y de un golpe se quita la camiseta.
—Eres un cabronazo —se queja.
—Probablemente.
Cuando la tengo desnuda por completo frente a mí, pierdo la poca cordura que me queda y hago exactamente lo que llevo queriendo hacer desde que la vi salir de la habitación. Camino decidido hasta ella, la cargo sobre mi hombro y la llevo de vuelta a la cama. Katie se queja y patalea entre risas.
La dejo caer sobre el colchón y de inmediato lo hago sobre ella. Sigue riendo. Es preciosa, joder. La chica más increíble que he conocido en toda mi maldita vida.
Alzo la mano y coloco la carta frente a ella. La mirada de Katie se ilumina. Lo duda un segundo y la coge. Rasga el sobre con dedos temblorosos y saca un papel cuidadosamente doblado.
Yo ya sé lo que pone. De no hacerlo, probablemente la habría abierto en cuanto se la quité de las manos a la mensajera. Le he ofrecido volver a Columbia unas cien veces, pero ella siempre repite que quiere hacerlo por sí misma. A principios de semana llamé a uno de los comisionados de la beca. Quería asegurarme de que Katie la recibía. Sin embargo, ni siquiera hizo falta. Sus inmejorables notas el único año de universidad que cursó y su espectacular trabajo de admisión le abrieron las puertas de la beca sin necesidad de ayuda. No hay nada que me guste más que verla feliz y me gusta, quiero, tener la culpa. No voy a negar que esa llamada me cabreó. Ahora me doy cuenta de que fui un capullo. Esa cara no tiene precio.
—¡Me la han dado! —grita entusiasmada—. Donovan, me la han dado.
—Estoy muy orgulloso de ti, Pecosa.
Sus enormes ojos verdes me miran felices y no necesito nada más para volver a perder el poco autocontrol que me quedaba.
El jaguar se detiene en mitad de la calle Grand y Katie sale disparada. Llega tarde y un brillo satisfecho en mi mirada me identifica como único culpable. Me bajo del coche y, tras un par de zancadas, la cojo de la muñeca y, sin ningún remordimiento, la llevo contra la pared y la beso con fuerza. Algunas personas nos miran, pero me importa bastante poco.
—Donovan —protesta, pero me devuelve cada beso.
—¿Qué? —respondo impasible.
Me las apaño para desabrocharle el abrigo sin separarme un centímetro de ella y mis manos vuelan hasta sus costados.
—Tengo que trabajar —se queja.
No me interesa.
—Donovan —trata de reprenderme, pero su voz se funde con un delicioso jadeo.
Joder.
La beso de nuevo más fuerte, más intenso. Joder, joder, joder. Tengo que controlarme. No me la puedo follar en mitad de la calle. Me separo a regañadientes. Katie, con los ojos aún cerrados, se queda esperando un beso que no llega. Maldita sea, es perfecta, exactamente lo que deseo, lo que me vuelve loco. Poco a poco, una sonrisa va inundando mis labios, pero consigo disimularla a tiempo cuando vuelve a abrir los ojos.
—A trabajar —susurro socarrón.
Cuando asimila mis palabras, frunce los labios enfadada y me aparta de un empujón.
—Encantada de divertirle, señor Brent —comenta malhumorada.
—Para eso estás, Pecosa.
Ella me asesina con la mirada y entra en el restaurante. Sonrío encantado. Torturarla es una delicia.
A pesar del ático, de la oficina, de todas las cosas que he conseguido, nunca he sentido que tuviese algo mínimamente parecido a un hogar.
No han pasado ni cinco putos segundos cuando otra vez no me puedo contener. La sigo hasta el interior del restaurante, la cojo de la muñeca y la estrecho contra mi cuerpo.
—Vámonos a casa —propongo.
—No puedo —murmura divertida zafándose de mis brazos.
—Sí, sí puedes —sentencio volviendo a atraparla.
Joder, claro que puede.
—No, no puedo —repite empujándome divertida.
Sonrío. No sé por qué me gusta tanto la mezcla de torturarla, hacerla rabiar y al mismo tiempo que me lo ponga un poco difícil.
—Tengo que trabajar —me advierte.
—Pues entonces tráeme el desayuno —respondo impertinente acercándome a una mesa—. Alguien me entretuvo esta mañana y ni siquiera pude tomarme un café.
Ella vuelve a fulminarme con la mirada y yo vuelvo a sonreír encantado.
—A veces no sé ni por qué te soporto —se queja fingiéndose malhumorada.
—Porque soy muy bueno en la cama.
Katie abre la boca escandalizada y yo me encojo de hombros.
—Descarado —me llama divertida antes de girar sobre sus Converse blancas y perderse en la cocina.
Cuando la pierdo de vista, recupero un poco la cordura. Le mando un correo a Jackson diciéndole que Colin y él me recojan de camino a la reunión que tenemos en TriBeCa. Su respuesta informándome de que ya están de camino no se hace esperar. De sus veinte palabras, repite unas cinco veces gilipollas y también hay un chiste sobre dos monos y un reloj de cuco. Es el chiste más malo que he odio en todos los días de mi vida.
Katie regresa con su mandil negro a la cintura y una taza de café.
—¿Qué quieres comer? —pregunta jugueteando con su bolígrafo sobre la libreta de comandas.
—¿Cómo que qué quiero comer? —pregunto socarrón—. ¿Dónde están el «hola, soy Katie y voy a ser su camarera esta mañana»?
Ella frunce los labios. Apuesto a que ahora mismo quiere clavarme ese bolígrafo en la garganta.
—Si no estás contento con el servicio, puedo mandarte a Sal —me reta dejando caer la libreta de comandas sobre la mesa.
—Sal me adora desde que lo ayude con unas inversiones. Así que no me provoques —la amenazo y saboreo cada letra—… porque, si quiero, convierto esto en un bar hawaiano y te obligo a bailar el hula antes de servir cada mesa.
Katie resopla y sus increíbles ojos azules se pierden en los míos. Sé que mis palabras le han afectado de la misma manera que me han afectado a mí. Sentir que tengo el control sobre ella me vuelve sencillamente loco.
—No sé quién lo iba a pasar peor de los dos viéndome trabajar en biquini con una de esas falditas hawaianas y flores por todos lados —replica.
Ha tratado de que sus palabras suenen llenas de seguridad a pesar de que su voz es practicamente un hilo inundado de deseo. Me la ha puesto todavía más dura.
Por un momento nos quedamos así, mirándonos, desafiándonos, deseándonos. Su respiración se acelera y soy plenamente consciente de que ahora mismo podría hacer con ella lo que quisiera. No soy gilipollas. El sentimiento es mutuo, pero ella no lo sabe y yo no lo confesaría ni en un millón de años.
Suena XO[10] de Beyoncé.
Se marcha con paso nervioso y yo la sigo con la mirada. Joder, creo que sencillamente me he vuelto adicto. Por Dios, soy el mayor imbécil sobre la faz de la tierra o simplemente soy feliz, yo qué sé.
Estaba perdido y ya no lo estoy. Joder, no lo estoy.
Una acuciante verdad serpentea por mi columna vertebral electrificándolo todo a su paso.
Katie ha luchado por mí y, sobre todo, ha conseguido que, por primera vez en treinta y dos años, yo quisiera luchar por alguien.
Observo su libreta de comandas y una media sonrisa se dibuja en mis labios.
Estaba solo y ya no lo estoy.
Escribo algo en la primera hoja libre y, sin dudarlo, me levanto. Katie está atendiendo a dos mujeres a unas mesas de distancia. Me acerco y, tomándola por la cadera, la obligo a girarse. La beso con fuerza y cada puto hueso y músculo de mi cuerpo se relame. Las dos mujeres sonríen encantadas por el espectáculo. Katie gime contra mis labios. Todas sus reticencias se esfuman y me responde a cada beso en mitad de la cafetería.
—Me vuelves loco, Pecosa.
Le doy un beso más corto al tiempo que dejo la libreta en el bolsillo de su mandil sin que se dé cuenta y me separo de ella.
Salgo del local sin mirar atrás. El aire frío me sacude de golpe y sonrío como un idiota. He hecho exactamente lo que quería hacer, lo que me moría de ganas de hacer. La miro a través del enorme ventanal. Katie suspira, sonríe nerviosa a las mujeres y asiente avergonzada los comentarios de una de ellas.
Es preciosa, joder. Nunca me cansaré de mirarla.
—¿Y, por que tú estés enamorado, yo tengo que pasarme todo el puto día cruzando medio Manhattan para venir aquí? —se queja Colin mirando a su alrededor—. Vas a conseguir que acabe tirándome a alguna del Lower East Side para estar entretenido y no son muy de mi estilo.
—Creía que, si tenían dos piernas, ya eran de tu estilo —replica Jackson.
Colin bufa indignado.
—También creías que no verías a Donovan Brent con novia, y míralo —dice extendiendo los brazos y señalándome—. El siguiente eres tú.
Jackson se echa a reír.
—Soy demasiado guapo para una sola chica —añade.
—Aquí el más guapo soy yo —replica Colin.
—Por favor, miss Alemania y tú no me llegáis ni a la suela de los zapatos.
—Tienes razón, es imposible ser igual de gilipollas que tú.
—Ni tampoco tan rico, que no se te olvide.
—Te pegaría una puta paliza.
Los oigo de fondo pero no me importa. Katie acaba de sacar la libreta. Pasa las páginas charlando animadamente con uno de los clientes y de pronto se queda inmóvil, con esos preciosos ojos posados en cada letra que he escrito.
—Gilipollas, ¿nos vamos o qué? —pregunta Colin.
—Cállate —replico—, acabo de pedirle que se case conmigo.
Colin y Jackson me miran atónitos y yo les dedico mi media sonrisa. Joder, voy a hacerlo. Voy a casarme con ella.
Katie atraviesa la cafetería corriendo, cruza la puerta haciendo sonar la destartalada campanita y se frena en seco al verme. Está nerviosa, acelerada, inquieta, feliz.
—¿En serio? —pregunta.
—No he hablado más en serio en toda mi vida.
Ella sonríe, una sonrisa inmensa llena de luz, y se tira a mis brazos. La beso con fuerza, disfrutando de la mejor sensación del mundo. Ella es mi hogar. Ella es todo lo que necesito para saber que estoy donde tengo que estar.
Me separo pero no tardo mucho en volver a besarla. Ella sonríe contra mis labios y yo comprendo que necesito ver la forma perfecta de ese simple gesto. Apoyo mi frente en la suya y la contemplo un instante.
No tengo anillo, pero rápidamente mi mente encuentra algo perfecto con qué sustituirlo. Saco su iPhone del bolsillo de su mandil ante su confusa mirada. Le quito la pegatina del unicornio y cojo su mano descubriendo hábil con el pulgar el interior de su muñeca.
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella niega con la cabeza; por un microsegundo creo que dejo de respirar, pero su impertinente sonrisa elimina cualquier rastro de preocupación.
—No me lo has pedido bien —me explica.
Sonrío. Sé a qué se refiere. Y tiene razón, faltaba un pequeño detalle.
—¿Quieres casarte conmigo, Pecosa?
Katie se muerde el labio inferior tratando de darle emoción, pero acaba estallando en una perfecta sonrisa.
—Sí, claro que sí.
Le coloco la pegatina en el interior de la muñeca y la aprieto suavemente con el índice de la otra mano. No puedo más y la beso. Nuestras manos se deslizan la una sobre la otra hasta entrelazarse.
La beso dejándome llevar por todo lo que me hace sentir, por todas las cosas que ha conseguido que me plantee, por haberme convencido de que podía ser feliz.
—Te quiero —murmura contra mis labios.
Nunca he tenido más claro cuál es mi lugar en el mundo.