10

¡¿Qué?! Mi mente regresa de la neblina jadeante a tiempo de no desmayarme. Quiere que hagamos un trío. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¡¿Con quién?!

Respiro hondo. Ahora mismo todo me da vueltas. Su mano sube un poco y me acaricia por encima de las bragas. Un gemido se escapa de mis labios. Quiero pensar, pero sencillamente no puedo.

—El sexo es todo lo que tú quieres que sea.

Me seduce con su voz y sólo puedo dejarme llevar. Asiento tímida sin apartar mi mirada de la suya y, como recompensa, él me besa con fuerza una sola vez.

El jaguar se detiene, Donovan se baja y me espera paciente a que haga lo mismo. Yo cierro los ojos y respiro con fuerza antes de salir. Cuando al fin lo hago, él me toma de la mano y me guía hacia la entrada del club. No sé si es por Donovan, por el Archetype o por la burbujeante mezcla de ambos, pero estoy mucho más nerviosa de lo que imaginé que estaría. Si ya me resulta increíble que un hombre como Donovan quiera acostarse conmigo, el que sean dos es algo que se escapa completamente a mi control. No tengo experiencia. Ni siquiera sé si voy a saber hacerlo.

El portero nos abre la puerta en el preciso instante en el que ve a Donovan y nos saluda discreto y profesional.

Por dentro todo está exactamente igual que la última vez. Las camareras siguen vestidas de pin-up y todo está envuelto en ese halo de latente sensualidad y misterio. No es algo vulgar ni frívolo. Cada centímetro cuadrado de este sitio es elegante y sofisticado, el espejo perfecto de sus clientes y de la ciudad en la que domina la perversión y el pecado en compañía de una botella de Dom Pérignon Rose.

Donovan nos guía a través de una de las puertas de la sala principal y después por uno de los entramados de pasillos hasta acceder a una nueva estancia. Es más pequeña e íntima, pero traslada perfectamente el ambiente de la anterior.

Hay un precioso sofá gris oscuro y sobre él un inmenso ventanal. Las vistas son impresionantes. Primero el East River, sereno y tranquilo, después Roosevelt Island y, al fondo, los rascacielos de Hunters Point y Astoria. Doy un paso más hacia el centro de la habitación y en seguida dos cómodas vintage llaman mi atención. La madera ha sido tratada dando la impresión de que han sido pintadas en varias ocasiones de diferentes colores y con los años, poco a poco, unas pinturas han dejado entrever otras: blanco, gris y el morado final; todo bajo unos preciosos y labrados tiradores dorados. El mueble más bajo funciona como bar. Hay una cubitera con champagne enfriándose y una hilera de licores. En las botellas, el número más pequeño que leo es veinticinco años.

La iluminación es tenue como una canción de Sade. Todo diseñado para marcar un ritmo deliberadamente lento y sensual.

Donovan cierra la puerta y se apoya en ella llevándose las manos al final de la espalda. Su mirada está sumergida en un deseo sordo y hambriento, pero, sobre todo, en la arrogancia y la diversión de saborear la expectación que ha conseguido crear en mí con una sola habitación.

Me mira de arriba abajo con descaro y camina masculino hasta la cómoda más alta. Cuando la abre, contengo el aliento al ver todo tipo de juguetes de BDSM. Hay fustas, esposas, mordazas. Acabo de subir un escalón más de placer y acabo de instalarme en él cuando Donovan coge una de las fustas y juguetea con la punta entre sus dedos. Sin embargo, sin ser invitada, la Katie Conrad que ha visto demasiados programas de crímenes sin resolver en el Discovery Channel aparece pidiéndome a gritos que tome alguna medida de seguridad.

Nerviosa, saco mi móvil y, antes de pensarlo con claridad, le hago una foto a Donovan y se la envío en un mensaje a Lola con la dirección del club.

—¿Qué haces? —pregunta tratando de ocultar una incipiente sonrisa.

Afortunadamente se lo ha tomado con humor.

—Le he mandado un mensaje a Lola con tu foto y la dirección de este sitio —me sincero.

Donovan entiende al instante por qué lo he hecho y su sonrisa se ensancha al tiempo que se vuelve más maliciosa.

—Lola me conoce —comenta haciéndome caer en lo obvio—. Ya sabe el aspecto que tengo. Además —continúa acercándose a mí con paso lento y cadencioso y la fusta aún en la mano—, ¿no has pensado que, después de maniatarte y hacer contigo lo que quisiera entre estas cuatro paredes, podría hacer lo mismo con Lola?

Está demasiado cerca, es demasiado guapo, su voz es demasiado grave y huele demasiado bien. No tengo escapatoria. Tampoco la quiero.

—Lola no te abriría la puerta —murmuro al borde del tartamudeo.

Donovan enarca una ceja dándome a entender que, si quisiera, podría conseguir que Lola le hiciera la declaración de la renta con una mano y cupcakes con la otra a la vez que le hace una mamada.

En ese preciso instante suena mi móvil.

La foto me ha puesto cachonda.

Bufo indignada por la capacidad de calibrar el peligro de mi mejor amiga al tiempo que alzo la mirada.

—Supongo que sí te abriría la puerta —claudico.

Donovan se humedece el labio inferior contento por su victoria y da un paso más hacia mí. Me toma por la cadera y me atrae hacia él de un tirón, eliminando cualquier centímetro de aire entre nosotros.

—El día que decida usar esto contigo…

Alza la fusta y pasa la punta suave y lentamente por mi labio inferior. Sus ojos, más verdes que nunca, se posan en el movimiento y en mi boca entreabierta.

—… lo único que vas a hacer cuando termine…

Retira la fusta y se inclina un poco más sobre mí. Ya puedo sentir sus labios casi rozar los míos.

—… es suplicarme que vuelva a empezar.

Me azota con la fusta en el trasero. Doy un respingo y gimo por la sorpresa, pero también por cuánto me ha gustado. Katie está cruzando fronteras. Katie no quiere pensar.

Donovan sonríe, tira la pequeña fusta, toma mi cara entre sus manos y me lleva contra la pared al tiempo que me besa con fuerza.

—Voy a follarte como si estuviésemos solos en la faz de la tierra.

Sonrío contra sus labios encantada con semejante idea. Donovan me devuelve la sonrisa, se separa sólo un segundo y vuelve a besarme, torturándome una y otra vez, calmando con nuevos besos la ansiedad que él mismo crea cuando se aleja.

Me estrecha aún más contra su cuerpo y su miembro duro y fuerte choca contra mi sexo.

Estoy a punto de arder literalmente cuando oigo un pequeño ruido y después uno un poco mayor. Abro los ojos y, nerviosa, desuno nuestros labios y clavo mi mirada a un lado al ver que hay otra persona en la habitación.

Es una mujer. Cuando en el coche habló de una segunda persona, di por hecho que se refería a un hombre. Si antes estaba nerviosa, ahora creo que voy a sufrir un ataque de ansiedad en toda regla.

Donovan mira hacia atrás y sonríe. Acuna mi cara suavemente y me obliga a volverla para darme otro beso, igual de intenso, pero también muy dulce. Cuando nos separamos, busca inmediatamente mi mirada y, al atraparla, sonríe. Quiere infundirme toda la seguridad que sabe que ahora mismo no siento.

Me toma de la mano y entrelaza nuestros dedos, ese gesto siempre me reconforta, y nos mueve despacio hasta colocarse a mi espalda.

—Erika, ven aquí —le ordena.

La chica empieza a caminar sin dudarlo. Donovan ancla su mano libre en mi cadera y me estrecha contra su cuerpo. Mi respiración se acelera despacio hasta alcanzar ese estado caótico que parece que nunca he abandonado del todo desde que vi a Donovan por primera vez.

Erika tiene el pelo rubio, largo y ondulado, y unos grandes ojos azules. Es muy guapa y con un cuerpo perfecto. Automáticamente eso me pone aún más nerviosa. Su bata de satén morada deja intuir un conjunto de lencería negra rematado por unas sinuosas medias y unos tacones de aguja casi infinitos.

—Ella es Katie —me presenta.

Sus dedos aprietan mi mano. Una nueva inyección de seguridad.

—Hola, Katie —me saluda con la voz sugerente y dulce.

—Hola —murmuro.

Ahora mismo todo me da vueltas.

Donovan comienza a besarme el cuello. Pequeños besos húmedos e intensos que bajan hasta mi hombro y vuelven a subir para perderse en mi nuca. Suspiro suavemente y no puedo evitar ladear la cabeza para darle mejor acceso.

Noto cómo le hace un pequeño gesto a Erika. Ella se abre la seductora bata de seda y la deja caer al suelo, descubriendo el sofisticado conjunto de lencería que ya imaginé que tendría. Cierro los ojos y me muerdo el labio inferior tratando de hacer memoria y recordar el que llevo yo. Por Dios, creo que las bragas y el sujetador ni siquiera van a juego.

«Katie Conrad, no estás al nivel de estos juegos sexuales. Él es Christian Grey, ella Chloé Mills y tú eres la pobre ilusa que los ve desde el sofá con un cubo de helado de Ben & Jerry’s».

Donovan vuelve a apretar nuestros dedos entrelazados.

—No estáis compitiendo por mí —me susurra al oído acallando todos mis miedos de golpe. Yo suspiro hondo de nuevo—. Déjate guiar por tu curiosidad.

Alza nuestras manos entrelazadas y, sin dejar de besarme el cuello, sin dejar de agarrarme con fuerza la cadera, las guía hasta la mejilla de Erika. Ella gime encantada y alza la cabeza. No sé si como acto reflejo o porque mi mente sencillamente se está evaporando, también gimo.

Continúa bajando nuestras manos. Acariciamos fugaz su pecho por encima de la delicada tela de encaje. Ella vuelve a suspirar. Donovan ralentiza el paso al llegar a su estómago y lentamente se desliza hasta el inicio de sus bragas.

Respiro hondo. Toda la sensualidad de la situación me está superando. Donovan parece intuirlo. Me da un fuerte mordisco en el cuello. Gimo desbocada. E inmediatamente lame mi piel con veneración consiguiendo que todo el placer y el dolor se mezclen, dejándome al borde del colapso.

Su otra mano avanza desde mi cadera y pasa hábil al otro lado de mi vestido.

—Placer y curiosidad, Katie —murmura tentándome como si fuera la serpiente del paraíso.

Mueve nuestras manos despacio y, al no encontrar reticencia por mi parte, continúa bajando. Justo en el preciso instante en que se pierden en el interior de Erika, Donovan desliza sus dedos en el mío.

Las dos gemimos al unísono y puedo notar cómo la erección de Donovan se hace aún más dura contra mi trasero.

Sus dedos guían los míos a través del sexo de Erika igual que los suyos se mueven por el mío.

—Siente cómo su respiración se acelera —murmura—. ¿Ves todo el placer que le estás provocando?

Quiero contestar que sí, pero no soy capaz. Estoy hipnotizada por todo lo que está sucediendo a mi alrededor, conmigo; por la ronca y provocadora voz de Donovan, por la respiración de Erika, por la mía.

Acelera sus movimientos. Cada músculo de mi cuerpo se tensa, preparándose, expectante. No quiero dejar de mirar, pero mis ojos se cierran como si tuvieran voluntad propia a la vez que, llena de placer, dejo caer la cabeza sobre el hombro de Donovan.

Nuestros gemidos se solapan y la habitación se cubre de jadeos húmedos y calientes.

—Donovan —gimo.

Sus dedos entran y salen de mí. El placer, el deseo, lo nuevo, lo excitante, lo desconocido, Donovan… Y un espectacular orgasmo me sacude de pies a cabeza, consumiéndome lenta, deliciosamente, haciéndome sentir la sensualidad de los tres enredada con todo mi placer.

Donovan retira nuestras manos y lleva la mía hasta la boca de Erika. Con los ojos muy abiertos y la respiración aún entrecortada, observo sin perder detalle cómo ella asiente y comienza a chupar mis dedos con verdadera veneración. Donovan le acaricia el labio inferior como recompensa. Retira su mano de debajo de mi vestido y, despacio, se la lleva a sus propios labios. Ahora mismo es la sensualidad personificada.

Mi dicha postorgásmica se ha transformado en algo diferente y mi libido desbocada se sienta y observa lo que está por llegar.

Donovan aparta nuestras manos poco a poco y al fin la separa. La suya vuela hasta mi nuca y me obliga a echar la cabeza hacia atrás para que nuestras bocas se encuentren. El primer beso es intenso. El segundo, dulce.

—Erika, una copa.

Ella asiente y se encamina hacia la cómoda más pequeña. Donovan da un paso hacia atrás y baja la cremallera de mi vestido. Yo aprieto los ojos con fuerza cuando lo noto alcanzar el bajo de la prenda y sacármela por la cabeza. Se aparta apenas unos centímetros y, aunque yo no lo veo, sé que él me está observando de arriba abajo. Miro de reojo a Erika y vuelvo a mortificarme por mi vestuario pero, antes de que pueda decir nada, Donovan desanda los dos pasos que nos separan, me toma por la parte alta de los brazos y me lleva contra él.

—Estás preciosa, Pecosa —murmura en mi oído.

Sonrío nerviosa y otra vez las mariposas revolotean disparadas.

Erika regresa y le tiende a Donovan un vaso bajo con Glenlivet reserva y hielo.

Me sonríe, su sonrisa diseñada para fulminar lencería, se dirige hacia el sofá derrochando masculinidad y se sienta en él. Se humedece el labio inferior y mira a Erika. Ella asiente y de un paso se coloca a mi espalda. Involuntariamente todo mi cuerpo se tensa y vuelvo a sentirme demasiado nerviosa. Quiero girarme para ver qué hace, pero, cuando voy a hacerlo, la indomable mirada de Donovan atrapa la mía. Nuestro maestro de ceremonias del deseo y erotismo particular me sonríe de nuevo, más duro, y, sin ni siquiera tocarme, toma el control de mi cuerpo, calmándolo y excitándome aún más al mismo tiempo.

Erika alza las manos y con cuidado me desabrocha el sujetador.

—Tienes una piel preciosa —murmura rodeándome lentamente hasta que quedamos frente a frente.

Tiene una voz bonita y relajante.

—Es normal estar nerviosa —me asegura con una sonrisa.

Desliza suavemente los tirantes por mis hombros y deja que la prenda caiga al suelo.

Alza la mano de nuevo y me acaricia la mejilla. Muy despacio se acerca a mí y, dejándome claro lo que va a hacer, me da un suave beso en los labios. Yo me quedo muy quieta. No sé qué hacer, ni qué decir. No me ha molestado, pero tampoco sé cómo digerirlo. Nunca me había besado con una chica. Algo superada, bajo la cabeza y suspiro hondo. Erika vuelve a acariciarme la mejilla y, sin ni siquiera saber por qué, miro a Donovan. Está sentado, contemplándome, saboreando todo lo que estoy sintiendo. Placer y curiosidad. Placer y curiosidad. De pronto no puedo pensar en otra cosa.

Erika vuelve a besarme. Me acaricia los labios dulcemente con su legua. Es muy agradable. Alzo la cabeza y le doy más espacio para seguir haciéndolo. Repite su beso y suavemente me obliga a abrir la boca. Yo me dejo llevar, cierro los ojos y simplemente pienso en Donovan. No imaginando que es él quien me besa, sino disfrutando del placer que le estoy provocando, del mío propio y del deseo de los tres.

Cuando nos separamos, no puedo evitar sonreír tímida y apartar mi mirada algo ruborizada sin darme cuenta de que, al hacerlo, le estoy regalando esa visión precisamente a Donovan. Él sonríe y el deseo en su mirada se multiplica por mil.

Erika me toma de la mano y despacio caminamos hasta él. Donovan le devuelve el vaso y, tomándome por las caderas, brusco, me recoloca entre su piernas. Yo gimo encantada y él sonríe. Me da un beso en el estómago y desliza su boca encendiendo mi piel con su cálido aliento hasta llegar al centro de mi sexo. Vuelvo a gemir y Donovan vuelve a sonreír torturador.

Esconde sus dedos índice y corazón entre mi piel y la tela de mis bragas y despacio se deshace de ellas. Suspiro hondo tratando de controlar mi propia respiración, desbocada al sentirme desnuda por y para él. Donovan alza la mirada y sus ojos, ahora increíblemente azules, me dominan sin asomo de duda.

Se recuesta y, sin desatar nuestras miradas, se lleva una mano a los pantalones. Una sola pasada por encima de la tela a medida hace que mi vista vuele hacia ella como si estuviera atraída por una fuerza más potente que la gravedad. Donovan se desabrocha los pantalones y libera su perfecta y provocadora polla. Sonríe presuntuoso y sexy al ver cómo esa parte de su cuerpo me tiene absolutamente hechizada y se saca un preservativo del bolsillo. Rasga el envoltorio con los dientes y hábil y rápido envuelve su increíble erección con él.

Antes de que pueda decir nada, vuelve a cogerme por las caderas y me gira. Tira de mí hasta arrodillarme a horcajadas, de espaldas a él. Con una mano controla mi cadera y con la otra guía su miembro. Gimo al notarlo en la entrada de mi sexo. Donovan decide torturarme y durante un segundo se limita a jugar en mi entrada, acariciándome. No tiene piedad.

—Dono… —gimo—… ¡van!

Su nombre se transforma en un grito cuando me embiste con fuerza ensartándome por completo.

Se mueve duro, fuerte. Sus manos en mis caderas me guían, me hace bajar hasta abajo y volver a subir mientras él hace los movimientos inversos chocándonos una y otra vez llenos de un placer absolutamente enloquecedor.

—Joder, joder, joder —gimo.

Erika, hasta ahora simple espectadora, se arrodilla frente a nosotros. Donovan le acaricia la mejilla, pierde la mano en su pelo y la inclina hacia delante.

—¡Dios! —grito.

Su primer beso, justo en el centro de mi sexo, ha sido demencial. Trato de poner un poco de orden en mis ideas, entender lo que está pasando, pero no soy capaz. El placer es absoluto, indomable, espectacular. Bajo la mirada y estoy a punto de correrme sólo con toda la sensualidad que desprende la escena. Con una mano Donovan me controla a mí, mis subidas, mis bajadas, mis gemidos; con la otra, a Erika, con su pelo enredado alrededor de su mano, acercándola, alejándola de mí, ordenándole sin palabras cuándo puede parar y cuándo no. Todo sin dejar de embestirme.

Gimo. Grito. Jadeo.

Las piernas comienzan a fallarme. Mi cuerpo se tensa. Arde. Grito.

¡Me corro!

Mis gritos hacen que Donovan aumente su ritmo.

Cierro los ojos.

Placer. Placer. Placer. Sólo soy placer y un espectacular orgasmo despertando y domando cada terminación nerviosa de mi cuerpo.

Me dejo caer sobre Donovan y él responde girando mi inconexo cuerpo entre sus manos y besándome con fuerza. Siento el sofá ceder cuando Erika se arrodilla a nuestro lado. Quiero abrir los ojos, pero no soy capaz. Ella también me besa. Sólo somos bocas, lenguas y manos acariciándonos, alargando todo el placer y fomentando aún más el deseo.

Al fin consigo abrir los ojos y sonrío como una idiota. Donovan me besa una vez más y Erika, otra vez tras una mirada de este dios del sexo, se levanta y me toma de la mano.

Me sonríe traviesa justo antes de tirar suavemente de mi mano y arrodillarse en el suelo. Yo la imito y en ese preciso instante Donovan se levanta. Se quita el condón y, apenas en un par de segundos, se queda gloriosamente desnudo frente a nosotras.

Toma su dura polla y despacio sigue el contorno de mi boca con ella al tiempo que pierde su mano libre en mi pelo. Se separa apenas unos centímetros y yo, sin levantar mis ojos de él, me muerdo el labio inferior esperando a que me deje saborearla. Sonríe, un segundo, y me embiste con fuerza, reactivando todo mi placer. Brusco ladea mi cabeza y entra tal y como quiere. Hasta el final. Sin delicadeza. Y, casi sin darme cuenta, entiendo que está haciendo conmigo lo que quiere y, lejos de asustarme, como pensé que ocurriría, me provoca un placer casi infinito.

Donovan sale por completo dejándome que disfrute de su glande y se inclina sobre Erika. Ella me toma el relevo ante mi atenta y lujuriosa mirada. Donovan entra y sale de su boca, rápido, tosco y, cuando una lágrima cae por la mejilla de la chica y se pierde en una sonrisa extasiada, mi excitación sube un escalón más.

—Quiero las bocas de las dos —gruñe Donovan con la voz llena de deseo.

Me inclino hacia él y Erika se hace a un lado. Donovan se desliza entre las dos. Nuestras bocas lo acarician, lo acogen y también se encuentran en este baile de lenguas y piel rebosante de una excitación que casi raya en el pecado original.

Nos embiste con fuerza, se separa por completo y da un paso en mi dirección. Se desliza en mi boca, sólo en la mía, y yo lo recibo encantada.

Cuando su velocidad aumenta, atrevida, le enseño los dientes.

—Joder, Katie —gruñe.

Entra triunfal, acariciándome el velo del paladar, y con la segunda embestida larga y profunda sus piernas se tensan y se pierde en mi boca derramando su esencia salada y caliente. Trago instintivamente, esperando absolutamente entregada a que abra los ojos. Al hacerlo, me doy cuenta de que son más azules que nunca. Continúa entrando y saliendo de mí «despacio» y a nuestro alrededor se va creando una intimidad sexy pero también muy dulce. Algo que sólo nos ata y nos incumbe a nosotros dos. Nunca le había permitido a un chico hacer eso, pero soy plenamente consciente de que, de haberlo hecho, no me habría sentido así. Le despido con un húmedo beso en la punta y nuestras sonrisas se encuentran. No estábamos compitiendo por él, pero Donovan me ha elegido a mí.

Acuna mi cara entre sus manos y, a la vez que se inclina, me obliga a estirarme y en un fluido movimiento nuestras bocas se encuentran. De pronto una punzada de celos que nunca había sentido se despierta en mí.

Donovan me levanta del suelo y nos tumba en el sofá. Nuestros cuerpos se enredan por completo mientras me besa con fuerza.

—Largo —le dice a Erika sin ni siquiera mirarla y ella, sin decir una palabra, se marcha.

No sé cuánto tiempo pasamos simplemente así, besándonos, sintiendo el calor que emana del cuerpo del otro.

—¿Estás bien? —pregunta separándose lo justo para que nuestras miradas se encuentren.

Yo asiento con una sonrisa. Estoy volando montada encima de un unicornio mientras suena música de John Newman.

—Sí —le confirmo.

Los detalles prefiero guardármelos para mí.

—Perfecto —responde justo antes de darme un sonoro beso en los labios—. Ducha y cena, Pecosa.

Donovan se levanta enérgico, recupera su vaso de Glenlivet y le da un trago. Yo me incorporo con una sonrisa y, perezosa, me quedo sentada en el sofá.

—Acepto ducha, pero no cena.

Donovan frunce el ceño imperceptiblemente a modo de pregunta tras apurar su copa.

—He quedado con Lola —me explico.

—Pues tendrá que ser sólo ducha —comenta encogiéndose de hombros— o ducha y sexo o, mejor aún, ducha y sexo oral.

Yo pongo los ojos en blanco fingidamente exasperada mientras me levanto. Me está costando un mundo no echarme a reír.

Donovan vuelve a encogerse de hombros y camina decidido hasta una de las paredes junto al sofá. Hace presión con la palma de la mano en una parte determinada y una puerta se abre. Yo la observo sorprendida. No me había dado cuenta de que había una puerta, aunque, ahora que lo sé, es bastante fácil diferenciarla del resto de la pared.

Con paso curioso, parece la palabra de la noche, me dirijo hasta Donovan, que mantiene la puerta abierta. Atravieso el umbral y accedo a un elegante baño de diseño italiano y azulejos inmaculadamente blancos. Justo en el centro tiene una bañera redonda kilométrica, que imagino también será un jacuzzi, y de la que pende una inmensa ducha fija.

A un lado se levanta un serpenteante muro de casi dos metros de alto de pequeños azulejos en tonos grises y tras él se esconde la ducha.

El que diseñó este club debe de tener la palabra sofisticación escrita en su tarjeta de visita. Es impresionante.

Donovan cierra la puerta y camina hasta la ducha. Se detiene junto al muro y deliciosamente desnudo se vuelve para mirarme.

—¿Ducha y anal? —inquiere lleno de naturalidad, equiparando su pregunta al «¿quieres sirope con las tortitas?».

Yo entorno la mirada conteniendo la risa de nuevo.

—Eso sí que vas a tener que ganártelo, señor Brent —replico echando a andar, recordando su propia frase.

Donovan me dedica su media sonrisa sexy, muy sexy.

—Otra cosa que vas a acabar suplicándome —susurra con sus labios peligrosamente cerca de mi oreja cuando paso junto a él.

Sus palabras me dejan clavada en el suelo. Otra vez estoy absoluta y completamente excitada y sin posibilidad de reacción. Donovan, que sabe perfectamente en el estado en el que me ha dejado, comienza a andar arrogante.

—Ducha, Pecosa —repite.

¡Maldito cabronazo!

Respiro hondo. Tengo que reaccionar de una vez y, sobre todo, tengo que dejar de pensar lo bien que se le tiene que dar, porque, si no, voy a terminar suplicando antes de que acabe el día. Tuerzo el gesto. Tengo que aprender a tener la guardia siempre levantada con este hombre.

La ducha, que en teoría iba a ser algo rápido, acaba alargándose casi una hora. Donovan se empeña en enjabonarme y después en que yo lo enjabone a él. No sé cuántas veces le aparto las manos de un manotazo. Si hubiese dependido de él, la ducha habría durado por lo menos otra hora más.

Al salir, me da un poco de rabia no tener ropa limpia. No tengo más remedio que volver a ponerme la que llevaba. Afortunadamente, como en el hotel de lujo más exquisito de la ciudad, hay todos los completos de tocador imaginables, así que puedo secarme el pelo con el secador, recogérmelo en un gracioso moño de bailarina e incluso maquillarme un poco.

—Ya estoy lista —digo regresando a la habitación.

Donovan se ha servido otro Glenlivet. Está apoyado en una pequeña mesa con la mirada perdida en las preciosas vistas al East River.

Mis palabras le hacen girarse. Por Dios, está espectacular, con la camisa blanca, sin la chaqueta, y el pelo aún húmedo y desordenado echado hacia atrás con la mano.

—Te he pedido un taxi —comenta dejando el vaso sobre la mesa.

Asiento. No sé por qué de pronto me siento tan nerviosa.

Atravesamos la sala principal, mucho más ambientada que antes, hasta la puerta de entrada. Donovan me guía con su mano al final de mi espalda. Algunas mujeres se quedan mirándome pero, sobre todo, lo miran a él. No las culpo. Está increíble y ellas también lo están y toda esa inseguridad y la punzada de celos que sentí en la habitación se recrudecen.

Salimos a la calle. El taxi me espera a unos metros. Donovan se mete las manos en los bolsillos y a mi lado camina desenfadado. A cada paso que avanzamos me siento peor. No quiero que se quede aquí. Sé perfectamente lo que va a hacer si se queda aquí. Trato de apremiar a mi cerebro para que piense algo, lo que sea, que le obligue a venir conmigo. Puedo fingir que estoy enferma, pero es demasiado rastrero. Yo no soy así.

Abro la puerta del taxi, pero justo antes de subir me detengo.

—Sólo estaremos Lola y yo —le explico—. Si quieres, puedes venir.

Por favor, di que sí. Por favor, di que sí.

Donovan sonríe con cierta ternura. Se asoma por la ventanilla del copiloto y le da al conductor un billete de cincuenta.

—Donde la señorita diga.

El tipo coge el dinero y masculla un «sin problemas». Donovan vuelve a incorporarse y centra su mirada otra vez en mí.

—Mejor me quedo aquí.

Yo asiento obligándome a lucir la mejor de mis sonrisas y me meto en el taxi. Donovan me cierra la puerta con la mirada fija al frente y finalmente se inclina hasta encontrarla con la mía a través de la ventanilla abierta.

—Ten cuidado, Pecosa —me pide con su voz preciosa y ronca.

Asiento de nuevo. Sé que se refiere a esta noche, una advertencia de lo más común para una chica que se dispone a andar sola de noche por Nueva York, pero tengo la sensación de que ese «ten cuidado» también iba por nosotros, es una versión remasterizada del «esto sólo es sexo, no te enamores de mí».

Donovan golpea el techo del taxi y el conductor se incorpora al tráfico.

—Al 94 de la calle Orchard, en el Lower East Side —le digo al taxista cuando hemos avanzado un puñado de metros.

Suspiro con fuerza y sacudo la cabeza. Esto es una estupidez. No puedo colarme por Donovan Brent. Al pronunciar mentalmente su nombre, inconscientemente me vuelvo y lo observo aún de pie en mitad de la calle, viendo cómo el taxi y yo nos perdemos por la 50 Este. Él es como es, lo que he visto en ese club. Algo delicioso, eléctrico, pero algo de lo que está prohibido enamorarse. Tengo que tener está idea clarísima si quiero seguir con esto. Si bajo la guardia y me enamoro, no duraré con el corazón intacto ni cinco minutos.

Soy una funambulista y estoy caminando por el alambre sin red.

«Eres una idiota que se está colando por quien no debe».

Resoplo y dejo caer la cabeza contra el respaldo del taxi. Me pregunto qué se sentirá con una voz de la conciencia que no sea un verdadero asco.

Recojo a Lola en su apartamento y vamos a cenar al hotel Chantelle. Sólo está a una manzana. Es un sitio sencillo pero muy agradable. Además, a Lola le encanta decir que vamos a cenar a un hotel. Es su propia versión de las mujeres ricas de Manhattan yendo a tomar el almuerzo al Plaza.

Nos acomodamos en una de las mesas junto a la barra y pedimos dos copas de vino.

—Bueno —llama mi atención Lola reordenando el salero, el pimentero y el servilletero mientras muestra su sonrisa más impertinente—, cuéntame ya a qué venía esa foto de Donovan Brent con una fusta, porque casi caigo desmayada en mi salón.

No puedo evitar sonreír. Creo que yo habría reaccionado igual si me hubiese mandado una foto así.

—Fue una estupidez —me defiendo.

—¿Le va el sado? —pregunta increíblemente interesada, echándose hacia delante e ignorando por completo mis palabras.

—No. —Lo pienso un segundo—. No lo sé. —Lo pienso de nuevo—. No de la manera que tú crees —me apresuro a aclararle.

Lola frunce el ceño y vuelve a recostarse elegantemente sobre la silla.

—Es espectacular en la cama, ¿verdad? —comenta volviendo a lucir de nuevo esa sonrisilla—, y no se te ocurra decirme que no te has acostado con él —me amenaza apuntándome con el índice.

Yo me encojo de hombros tratando de ocultar una sonrisa de lo más boba.

—Sí, nos hemos acostado, pero no te mentí cuando te dije que ese no era el motivo por el que me había llevado a su casa. La primera vez fue hace tres días.

—Es decir —me corrige ceremoniosa—, tres días de sexo desenfrenado.

Ni que lo digas.

—¿Habéis decido qué tomaréis? —pregunta el camarero sacando su bloc de notas.

Voy a abrir la boca dispuesta a pedir una hamburguesa con queso, pero Lola me interrumpe:

—Danos cinco minutos —le pide con su mejor sonrisa—. Estamos hablando de algo importante.

Pongo los ojos en blanco. Tengo hambre.

—¿Y sois… —Lola agita la mano con mucha floritura buscando la palabra adecuada—… novios?

Desde luego, quien diga que no es una mujer no entiende una pizca de lo que significa la palabra femenina.

—No, no somos novios —respondo con ánimo de aclarar todas las dudas.

«Como si eso fuera tan fácil».

—¿Y qué sois?

Resoplo. No debería ser tan complicado contestar una pregunta de tres palabras, dos en realidad. ¿La ye cuenta?

—Amigos, supongo.

Lola frunce los labios y me reprende con la mirada. Está claro que esta situación comienza a no hacerle la más mínima gracia.

—Katie…

—Puede que no tenga claro lo que somos —la interrumpo—, pero sí sé lo que no somos. Entre nosotros sólo hay sexo. Nada más.

Ella no dice nada, pero su perspicaz mirada tampoco desaparece. Eso hace que automáticamente, y en contra de mi voluntad, yo también comience a reflexionar sobre toda esta situación.

—He estado a punto de fingir que estaba enferma para que no se quedara en el club —le confieso sintiéndome horriblemente mal. A la altura de la amiga de la mala de las telenovelas. Aún no estoy al nivel de la malvada principal.

Lola se echa hacia delante en un rápido movimiento.

—¿Qué decía siempre tu abuelo?

Resoplo. No quiero hablar de mi abuelo ahora.

—¿Qué decía siempre tu abuelo? —repite.

—Que en la vida hay que ser honesto, listo y leal con todos… —digo a regañadientes.

—Pero, sobre todo, con uno mismo —me interrumpe con ímpetu—. ¿Crees que lo estás cumpliendo?

No sé qué contestar a eso. Tampoco puedo negar la evidencia. Yo misma he pensado que me estoy metiendo en un lío tremendo.

—Últimamente pienso mucho en mi abuelo —me sincero con una sonrisa algo triste. Es la verdad. No lo digo con la intención de cambiar de tema—. Lo echo mucho de menos.

Lola también sonríe, pero a ella tampoco le llega a los ojos.

—Era un hombre increíble —sentencia.

Mi abuelo vivió en el Lower East Side desde que, siendo apenas un bebé, sus padres y él emigraron desde Irlanda. El barrio fue creciendo y cambiando, pero él nunca se marchó. Vivía en un apartamento a dos manzanas de su pequeño taller de coches en la calle Grand. La familia de Lola llegó desde México al barrio varios años antes de que ella naciera. Se instalaron allí y tampoco se mudaron nunca. Lola y yo nos conocemos desde que éramos unas niñas y, aunque ni mi abuelo ni sus padres están ya, estar en el barrio es como estar con ellos.

—Todavía recuerdo la primera vez que me dijo esa frase —comenta Lola con cierta nostalgia—. Tenía catorce años y me pilló besándome con Samantha Ariel sólo porque el imbécil de Andrew Lockwood me había dicho que no sería capaz de hacerlo. Cuando me quedé sola, tu abuelo, sin alzar la cabeza del coche que arreglaba, me soltó exactamente esas palabras.

Sonrío. Mi abuelo era así. No le gustaba mucho hablar y siempre estaba muy serio y concentrado en lo que tuviera entre manos. Sin embargo, era muy receptivo y con las palabras justas podía darte el mejor consejo que hubieras escuchado nunca.

—Al día siguiente —continúa—, Andrew Lockwood y yo nos peleamos porque me llamó maricón. Tu abuelo observó toda la escena. Estaba acostumbrado a pelearme y no necesitaba que me defendieran. Él me dio su pañuelo para que me limpiara la sangre y volvió a su taller repitiendo la misma frase. Un día después fui a verlo para decirle que le había contado a mi familia cómo me sentía y lo que era realmente. Él se incorporó del coche que estaba arreglando, me miró, se limpió las manos en un impoluto trapo blanco y me dijo «veo que por fin has captado el mensaje».

Me echo a reír y Lola me sigue inmediatamente. Mi abuelo era un hombre increíble.

Seguimos hablando, cenando y riéndonos. Mientras nos despedimos junto al taxi en mitad de la calle Orchard, Lola me hace prometer que no bajaré la guardia y me andaré con cuidado. Yo sonrío y me quejo de lo exagerada que es. Puede que tenga mis dudas, pero estoy bien. No soy tan estúpida de imaginarme un felices para siempre con Donovan.

Me bajo de mis tacones nude en el ascensor. Cuando las puertas se abren en el ático, resoplo con fuerza. Estoy sola. Donovan debe de estar aún en el Archetype. Resoplo de nuevo. No me interesa donde esté. Por mí puede quedarse a vivir allí. Resoplo una vez más. Ni siquiera yo me he creído eso.

Me dejo caer en el sofá y echo un vistazo a mi alrededor. Las chicas que lo miraban en el club eran tan guapas. Erika es tan guapa. Cabeceo y enciendo la tele dispuesta a distraerme. No me apetece enfrentarme cara a cara con todos mis complejos ahora mismo.

Sonrío encantada al descubrir en el canal clásico una reposición de El sueño eterno. Me encantan las películas de detectives en blanco y negro, sobre todo las de Bogart, y en especial esta. Es mi preferida.

Voy hasta el frigorífico, saco una botellita de agua y, para mi sorpresa, tras rebuscar un poco por la cocina, encuentro un paquete de palomitas para microondas. Pensaba que Donovan Brent sólo se alimentaba de sexo y manzanas y, para todo lo demás, llamaba al restaurante italiano más elitista de la ciudad.

Mientras espero a que se hagan las palomitas, el teléfono fijo comienza a sonar. Tuerzo el gesto y miro el aparato. Ni siquiera debería molestarme en cogerlo, no van a contestar, pero me conozco. Si no lo hago, la idea de que era algo importante me estará persiguiendo toda la noche.

—¿Diga? —contesto malhumorada. Como ya sospechaba, nadie responde—. ¿Diga? —repito.

No le dedico ni un tercer «diga». ¿Quién diablos será? Donovan lo sabe. Frunzo los labios. Donovan lo sabe, pero no quiere contármelo. Seguro que es una exnovia con problemas mentales. Sonrío con malicia. No se merece menos.

Estoy acurrucada en el sofá, con Lauren Bacall diciendo aquello de «no me gustan sus modales» a lo que Bogart responde «a mí tampoco me vuelven loco los suyos» cuando me parece oír un ruido. Silencio la televisión y alzo la cabeza justo a tiempo de ver cómo las puertas del ascensor se abren y Donovan aparece tras ellas. Tiene la mano apoyada en la pared y la cabeza baja, pero esa increíble mirada alzada. Mick Jagger está sentado a mi lado en el sofá y Keith Richards toca la guitarra subido a la mesita de centro.

—¿Aún despierta, Pecosa? —pregunta entrando en el salón.

—Sí —murmuro nerviosa—. Estaba viendo una peli —me obligo a añadir para demostrarme a mí misma que soy capaz de hacerlo sin tartamudear.

Le presta atención a la televisión y frunce el ceño mientras rodea el sofá.

—¿Estás viendo El sueño eterno? —pregunta sorprendido dejándose caer a mi lado.

—Es mi peli favorita —confieso con una sonrisa.

Donovan me devuelve el gesto y me roba el mando para volver a activar el volumen.

—Eres una caja de sorpresas, Pecosa.

Sonrío de nuevo.

—Me encantan las pelis de detectives de Bogart. Las veía con mi abuelo.

Donovan me mira durante un par de segundos y decidido vuelve a quitarle el sonido a la televisión.

—Quiero que me hables de tu familia.

Yo me encojo de hombros.

—No hay mucho que contar —respondo jugueteando con las palomitas.

—Aun así, quiero saberlo.

Otra vez no hay amabilidad en sus palabras. Me pregunto si conocerá el significado de la palabra empatía. A veces tengo clarísimo que no.

Resoplo y me preparo para hablar con la mirada fija en mis dedos. No es uno de mis temas de conversación favoritos.

—No conocí…

Ahora es Donovan el que resopla interrumpiéndome. Se inclina sobre mí, me quita el bol de las manos y lo deja sobre la mesita de centro.

—Me gustaría que habláramos como adultos —me reprende exigente.

¿Empatía? Dudo mucho que sepa ni siquiera cómo se escribe.

Alzo la cabeza dejándole claro la antipatía que me despierta en este momento. Donovan me mantiene la mirada con sus ojos, ahora caprichosamente verdes, llenos de una arrogancia sin edulcorar. Es odioso. Consigue que el orgullo me hierva como nunca antes me había pasado.

—No conocí a mi padre. Se largó antes de que yo naciera y nunca he sabido nada de él. Llevo su apellido porque mi madre tenía la estúpida idea de que un día volvería.

Mi enfado con Donovan ha conseguido que diga las palabras claras, sin miedo y sin sentirme violenta. Me pregunto si es eso lo que quería conseguir y automáticamente me relajo.

—¿Y tu madre? —inquiere.

—Murió cuando tenía cinco años y mi abuela poco después, así que tampoco me acuerdo mucho de ninguna de ellas —respondo encogiéndome de hombros de nuevo—. De la noche a la mañana nos quedamos mi abuelo y yo solos. Fue el mejor padre del mundo. —Sonrío al recordarlo—. Cuando se enteró de que había utilizado el préstamo universitario para pagar sus facturas del hospital, estuvo tres días sin hablarme. —Mi sonrisa se ensancha, pero también se vuelve más triste—. Con el segundo crédito, me echó dos días de casa.

De reojo veo cómo una serena y tenue sonrisa aparece en los labios de Donovan.

—Lo último que me dijo antes de entrar en quirófano fue: «tienes que aprender a elegir mejor tus batallas, Katie Conrad».

Ahogo un triste suspiro en una sonrisa mal fingida.

Donovan alza la mano y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Deja su mano en mi mejilla unos segundos de más, acariciándome suavemente con la punta de los dedos. Hoy ha sido un día increíblemente intenso y, haber recordado a mi abuelo primero con Lola y ahora con Donovan, lo ha hecho aún más. Me preocupa que mi amiga tenga razón y simplemente me esté autoengañando.

Como si pudiera leerme la mente, Donovan me coge por las caderas y me sienta a horcajadas sobre él. Ese mismo mechón rebelde vuelve a caerme por la mejilla. Donovan alza la mano una vez más y, con su preciosa mirada fija en el movimiento, vuelve a colocármelo tras la oreja.

—¿Qué pasa?

Resoplo. Nunca he sido una chica cobarde. Mi enorme bocaza no puede traicionarme ahora.

—No quiero que te corras en la boca de ninguna otra chica —suelto de un tirón.

Donovan frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar sus ojos de los míos. Está tratando de leer en mi mirada, en toda mi expresión, y por un momento puedo ver una pizca de ansiedad brotar en sus ojos tan azules como verdes.

—No te enamores de mí, Pecosa.

—No lo haré —me apresuro a sentenciar.

Donovan exhala brusco todo el aire de sus pulmones y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza. Nos tumba en el sofá sin permitir un sólo centímetro de aire entre nosotros.

—Prométemelo —le pido contra su labios.

Sé que es una estupidez, que no implica que no vaya a tener sexo con ellas, a estar con ellas, a enamorarse de ellas, pero necesito saber que toda la sensualidad que vivimos en ese momento, que esa pequeña burbujita de intimidad, va a seguir siendo suya y mía, y que nunca dejará que entre ninguna otra chica, que siempre me elegirá a mí.

—Te lo prometo —responde.

Y algo dentro de mí brilla con una fuerza desbocada.

No estoy siendo ni honesta, ni lista, ni leal conmigo misma.

Los días pasan sin darme cuenta y ya van más de dos semanas desde que me llevó al club. Me paso las mañanas entre la universidad y la oficina. Donovan puede ser odioso, pero estoy aprendiendo muchísimo con él. A regañadientes, ha aceptado que pase más tiempo con Colin y Jackson. Todas sus protestas, que les dedicó a ambos a voz en grito, eran básicamente que él era el más guapo e inteligente de los tres, así que no entendía qué iba a aprender con ellos.

Sin embargo, los dos insistieron, sospecho, y me divierte, que con el único objetivo de fastidiarlo. La versión oficial tiene algo que ver con que pueda tener nociones de todas las áreas en las que se desenvuelve la empresa, a pesar de que todavía no hayan querido explicarme exactamente a lo que se dedica. Según Donovan, dirigen inversiones, dan cobertura legal, solventan problemas fiscales o gestionan patrimonios. Resuelven la vida de sus clientes por una módica cantidad de dinero. Tuve que aguantarme la risa cuando oí la palabra módica. Las cifras que se manejan aquí son astronómicas.

Continúo sin despacho propio. Cada vez que le pregunto a Donovan sobre ese asunto, me ignora por completo o simplemente finge no recordar haberme prometido tal cosa.

El sexo sigue siendo una auténtica locura. Algo indomable y espectacular. Hemos vuelto al club y algunas veces hemos jugado con Erika u otras chicas. Donovan ha insinuado en varias ocasiones que también lo haremos con un chico, pero sólo se ha quedado en insinuaciones. Siempre que hemos estado en alguna fiesta donde hubiese otros hombres, Donovan me ha engatusado para tenerme en su regazo toda la noche, besándome y acariciándome, y yo he aceptado más que encantada.

Esta mañana, en cuanto Donovan se ha marchado a una reunión, Lola se ha presentado en la oficina más que indignada. Me reprocha que la esté abandonando por una vida de sexo desenfrenado y eso no piensa consentirlo. Le da igual que sea un jueves cualquiera, esta noche tengo que irme a cenar con ella y después a beber cócteles a su apartamento. No me da opción.

Cuando le digo a Donovan que esta noche no dormiré con él, no le da importancia, pero me explica que, a cambio, tendré que compensarlo por las expectativas creadas. Según él, lleva viéndome toda la mañana con ese vestidito y esperaba follarme dos veces antes de dejar que me lo quitara. Lo mando al cuerno y me río tomándomelo a broma. Sin embargo, a la hora del almuerzo estoy derritiéndome literalmente, agarrándome con fuerza al impoluto lavabo del aún más impoluto baño de su despacho, mientras me embiste con fuerza consiguiendo que cada vez que su pelvis choca contra mi trasero pierda un poco más la razón y todo el espacio se llene de placer.

Con Lola lo paso de cine. Cenamos, charlamos, nos reímos y, por supuesto, bebemos. No tengo ni idea de la hora que es cuando nos vamos a dormir. Ella insiste en que debería mandarle un mensaje a Donovan dándole las buenas noches y yo inmediatamente decido que es una buena idea. No quiero que se sienta solo.

Los rayos de sol atraviesan la ventana. Me molestan. Me molestan mucho. Me giro huyendo de la luz y todo parece girar conmigo trescientos sesenta grados. Joder, me duele muchísimo la cabeza. Algo empieza a sonar en la mesita. Abro un ojo haciendo un esfuerzo titánico y veo el despertador de I love New York de Lola pitando ruidoso y estridente junto a un margarita a medio terminar. Tengo una resaca horrible. En cuanto recupere fuerzas, pienso asesinar a Lola.

Veo la mano de mi amiga volar sobre mi cabeza y apagar el despertador de un golpe.

—Te odio —murmuro con la voz ronca por el exceso de alcohol y el sueño.

—Necesito un Bloody Mary hasta arriba de apio —responde girando en la cama hasta quedar bocarriba.

—Yo puedo darte una idea de dónde meterte el apio.

—Perra.

—Perra, tú —contraataco—. Son las siete de la mañana y creo que he estado borracha hasta hace más o menos diez minutos. Tengo que entrar a trabajar en una hora. ¿Te haces una idea de lo que va a ser aguantar a Donovan Brent con resaca?

Cuando me refiero a él en el sentido laboral, lo hago por su nombre completo. Da una idea más aproximada de lo ogro-odioso-insoportable que puede llegar a ser.

—Lo que tienes que hacer es, nada más entrar, ponerte de rodillas y hacerle una mamada.

Le doy una patada y ella se queja.

—¿Qué? —protesta indignada—. Así lo tendrás feliz todo el día y tú podrás dedicarte a descansar el dolor de cabeza.

No tengo más remedio que echarme a reír, pero con cada carcajada el dolor de cabeza se intensifica y, por algún motivo, eso hace que me ría más y, por tanto, me queje más, Lola se ría, se queje y ninguna de las dos pueda parar. Es un sinsentido.

Diez minutos después me arrastro hasta la ducha. Estoy lavándome el pelo cuando pequeños flashes de todo lo que hicimos ayer van desfilando por mi mente. Sonrío con todos ellos hasta que una idea de lo más absurda cruza mi cabeza. Inmediatamente la descarto por eso, por absurda, pero entonces un vago recuerdo hace acto de presencia y, antes de tener el mayor ataque de pánico de mi vida, cierro el grifo de un manotazo y, con la mitad del cuerpo aún lleno de espuma, me envuelvo en una toalla y regreso corriendo a la habitación.

—Por Dios, dime que ayer no le mandé un mensaje a Donovan —gimoteo.

Lola me mira como si le estuviera hablando en chino mandarín. Yo resoplo y salgo disparada hacia la mesita. Compruebo el móvil. No hay ningún mensaje. Respiro aliviada. Pero entonces caigo en otra posibilidad.

—¿Dónde está tu teléfono?

Lola lo piensa un segundo.

—En el salón, creo.

Corro hacia allí y estoy a punto de resbalarme una docena de veces antes de llegar. Miro a mi alrededor. ¿Dónde está el maldito móvil?

—¡El jenga patriótico de los penes! —grita desde la habitación.

Ahora creo que es ella la que está hablando en chino mandarín, pero por casualidad miro hacia la mesa y veo la torre del juego jenga en una partida a medias. La mitad de las fichas de madera están garabateadas o simplemente tienen borrones negros. Automáticamente recuerdo que anoche decidimos pintar una postura del Kamasutra en cada ficha, con la condición de que debían ser posturas que hubiésemos practicado con un estadounidense en la cama. Gracias a Donovan, que Lola aceptó por estar nacionalizado, tengo mucho repertorio. Si no, creo que no habría podido pintar más de tres piezas. Mi amiga no paraba de gritar que era una manera de animar a nuestras tropas, pero no entendí muy bien el significado. Lo curioso es que ayer las dos estábamos convencidas de que estábamos pintando auténticas obras de arte en cada ficha. No podríamos estar más equivocadas.

Junto a la torre está el iPhone de Lola. Al verlo, recuerdo por qué estaba tan alterada y la inquietud vuelve a ponerme los pelos de punta. Por favor, Dios, Karma, Universo, no me hagáis esto. Reviso los mensajes y suspiro aliviada cuando veo que no hay ninguno enviado a Donovan. Estoy a salvo.

Terminamos de arreglarnos y nos tomamos una taza tamaño extragrande de café. Lola me presta algo de ropa, pero me está enorme. Necesitaré pasarme por el ático. Además, tengo que recoger un par de libros si quiero ir a la universidad a media mañana. Uff… estudiar, no sé si voy a ser capaz con este dolor de cabeza. Necesito dos ibuprofenos o tres o una lobotomía.

Atravesamos la ciudad en la Vespa de Lola y llegamos a Park Avenue relativamente rápido.

—¿Subes? —le pregunto quitándome el casco con la virgen de Guadalupe.

—Por supuesto —responde sin asomo de duda bajándose de la moto y colgándose su caso del antebrazo—. No pienso desperdiciar la oportunidad de ver el picadero de Donovan Brent.

Ambas nos sonreímos traviesas, como si fuésemos dos niñas a punto de comer galletas sin permiso, y entramos en el edificio. Lola me mira burlona cuando saludo al portero y él me devuelve el gesto acompañado con un profesional «señorita Conrad».

—Te veo muy… —simula estar buscando la palabra adecuada—… ambientada.

Yo finjo no oírla y observo cómo las puertas del ascensor se cierran. Me quedan cuarenta y una plantas de burlas indiscriminadas.

Cuando las puertas del elevador vuelven a abrirse, Lola suspira admirada al comprobar el ático que se abre a nuestros pies. No la culpo. La casa, ya con el primer vistazo, resulta impresionante. La dejo recreándose en las vistas y camino hasta la barra de la cocina, donde dejé mi libro de economía ayer por la mañana. Por inercia, miro hacia la puerta del dormitorio. Me sorprende que esté cerrada. Donovan no suele dormir hasta tan tarde.

—Este sitio es increíble —comenta Lola distrayéndome—. Ese alemán malnacido tiene mucha clase.

Sonrío centrándome de nuevo en el libro. Creo que nunca les he oído dedicarse un apelativo amable.

Estoy revisando mi agenda para comprobar qué tengo que hacer hoy exactamente cuando oigo la puerta de la habitación abrirse. Lola y yo nos miramos instintivamente y a la vez dirigimos nuestra atención al dormitorio justo a tiempo de ver salir a la mujer con las piernas más largas del mundo. Nos sonríe a modo de saludo y, subida en unos tacones de infarto, se dirige hacia la cocina. Es guapísima, con la piel perfectamente bronceada y una larga y cuidada melena con mechas californianas.