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No tengo la más remota idea de qué hacer o decir. Sus ojos me han hipnotizado. Me hacen imposible reaccionar en cualquier sentido. Él vuelve a sonreír; sabe exactamente lo que ha hecho, y una luz se enciende en el fondo de mi cerebro: Reacciona, sal de aquí. Te estás comportando exactamente como la niña tonta que él ha dado por sentado que eres.

Trago saliva, apoyo los papeles en la mesa y los firmo apresurada.

—Mi jornada laboral ha terminado, señor Brent. —O al menos eso creo; si no, acabo de subir un peldaño más en mi escala particular del ridículo—. Nos vemos mañana.

Me separo de él y todo mi cuerpo protesta. Es la situación más frustrante con la que me he encontrado nunca.

Farfullando, regreso al sofá, recupero mi bolso y voy hasta la puerta.

—Hasta mañana, Pecosa.

Se despide sin ni siquiera mirarme, pero con ese tono tan presuntuoso. ¡Idiota!

—Hasta mañana, señor Brent.

Cierro con un comedido portazo y cruzo la oficina como una exhalación. ¡Ah! ¡Me pone de los nervios!

«Y más cosas».

Llego a casa con el tiempo justo para cambiarme de ropa. Mi turno en el restaurante empieza en menos de diez minutos. Afortunadamente, Sal siempre ha sido bastante comprensivo con mi falta de puntualidad.

Cuando suena el despertador, tengo ganas de tirarme por un precipicio sólo por los días que estaría de descanso obligado en un hospital. Apenas he dormido y todo el estrés del día de ayer la ha tomado con cada hueso y músculo de mi cuerpo.

Por si fuera poco, la madera de las ventanas de mi apartamento se hinchó a principios de otoño y desde entonces no encajan bien. Hace un frío que pela y hoy me he levantado con ese mismo frío metido en el cuerpo.

Me doy la ducha más larga del mundo y delante del armario pienso en qué ponerme. Al final opto por uno de mis vestidos. Soy plenamente consciente de que no cumple con lo que una oficinista se pondría, pero tengo veinticuatro años, en mi armario no hay esa clase de ropa. Es un vestido o unos vaqueros.

En la parada del autobús queda un asiento libre y lo atrapo sin dudar. Estoy demasiado cansada para esperar de pie. Sin embargo, antes de poder saborear mi recién adquirida comodidad, una mujer empujando un carrito de bebé se acerca a la parada. A su lado corretea un niño pequeño jugando con un avión de plástico. El crío parece tener toda la energía que le han robado a ella. La miro y suspiro a la vez que me levanto farfullando mentalmente. La última vez que esta mujer durmió debió de ser en la inauguración de las olimpiadas de Pekín.

Llego a la oficina puntual como un reloj. No quiero darle motivos al señor Brent para que pueda volver a quejarse.

No he avanzado un metro más allá del mostrador de Eve cuando oigo pasos a mi espada.

—Pecosa, llegas tarde.

¿Qué?

—Siento contradecirle, señor Brent, pero son las ocho en punto.

—Si yo ya estoy aquí, significa que tú llegas tarde.

Le pongo los ojos en blanco consciente de que no puede verme y lo sigo hasta su despacho.

—Hoy la cosa va así.

—Espere un segundo —lo interrumpo.

Él me mira confuso; supongo que no está acostumbrado a que le hagan esperar muy a menudo, pero esta vez no quiero olvidar ni una sola coma. Meto las manos en mi bandolera y saco una pequeña libreta y un bolígrafo.

—Qué mona —comenta sardónico—, pero ¿no le faltan unas pegatinas de estrellas, unicornios o algo parecido?

Es demasiado temprano para soportar al señor odioso, así que, sin pensármelo dos veces, y probablemente debería haberlo hecho, le dedico un mohín de lo más infantil. Él me mira increíblemente sorprendido y finalmente sonríe, casi ríe, sincero.

—Pero ¿qué demonios? —masculla divertido.

—Lo que se merecía —sentencio interrumpiéndolo—. ¿Podemos seguir? —pregunto displicente pero con un trasfondo también divertido.

—Esto es increíble —farfulla cabeceando—. Tenemos tres reuniones. Estarás en las tres. La primera no es hasta última hora de la mañana, así que tienes tiempo de sobra para preparar las previsiones de inversión de Butller y Summers. Nada que no reporte beneficios del catorce por ciento o más.

Asiento concentrada.

—Ah —continúa—, archiva toda la documentación de esta semana. Odio ver tanto papeleo por aquí —dice señalando vagamente su mesa—. Y prepara todo el material audiovisual para la reunión: gráficos, estadísticas. Sandra te dará las tarjetas de memoria.

¿Algo más? Y todo para antes de la una. Mi yo profesional acaba de desmayarse.

El señor Brent se sienta a su mesa y yo hago lo mismo en el sofá. Ni siquiera tengo un maldito escritorio, pero sí trabajo como para llenarlo.

Cojo la tablet, la desbloqueo y pienso una solución. Hay que ser prácticos. Lo primero sería saber qué es y cómo se hace una previsión de inversión. Busco en Google; eso es, Google es como la enciclopedia británica y el empollón de la clase, todo en uno. Hago clic en el primer resultado y no es nada halagüeño. Demasiados números, entradas de Excel y, ¡por Dios!, hay hasta fórmulas matemáticas. No voy a ser capaz. Estoy muerta de sueño y cada vez más convencida de que debería dejar este trabajo. Tengo que hablar con Lola.

—Voy a pedirle las tarjetas de memoria a Sandra —comento levantándome.

—No tienes que anunciarme adónde vas. Hazlo y punto —replica sin mirarme.

Vuelvo a ponerle los ojos en blanco. En realidad me gustaría llamarlo gilipollas. Nunca había entendido a la gente que incendia el despacho de su jefe el día que deja el trabajo hasta que he conocido al señor Brent.

Mientras avanzo por el pasillo, me doy cuenta de que no puedo seguir así. Tengo veinticuatro años. Soy una mujer adulta y puedo hacer cualquier trabajo. Si cada vez que se pone un poco complicado voy a ir a esconderme a la oficina de enfrente, lo mejor será que lo deje ya, y eso no pienso hacerlo. No renunciaré. No voy a darle el gusto de ver cómo me rindo al imbécil del señor Brent.

Doy media vuelta y regreso a la mesa de Sandra con mi mejor sonrisa. Todo va a salir bien.

—Sandra, el señor Brent me ha dicho que tenías unas tarjetas de memoria para mí.

Asiente mientras le da un sorbo a su café de Starbucks y abre uno de los cajones de su escritorio. Me entrega tres tarjetas de memoria en sus respectivos estuches.

—Aquí está todo, ¿verdad? Los gráficos, las estadísticas…

—No —me interrumpe con ternura—, esas tarjetas están vacías. Tú debes guardar la información.

Sonrío nerviosa. No voy a venirme abajo por esto. He dicho que no iba a rendirme y lo mantengo. Cojo las tarjetas y me encamino al despacho.

Al entrar, me sorprende ver un MacBook Pro Air último modelo sobre la mesita. Está reluciente, como si acabaran de sacarlo de la caja.

—¿Qué es eso? —pregunto perpleja.

—Un ordenador, Pecosa. Soy consciente de que es alta tecnología para alguien que se sorprendió viendo un rascacielos, pero sé que al final serás capaz.

Vale, se lo he puesto en bandeja, pero, aun así, ahora mismo se lo tiraría a la cara.

Suspiro hondo para recuperar la calma y me siento en el sofá. Lentamente voy sacando el trabajo adelante. Como no tengo ni idea de hacer previsiones y no voy a conseguirlo por mucho que mire fijamente la hoja de cálculo en la pantalla del ordenador, repaso otras viejas de los mismos clientes e intento modificarlas.

En la parte álgida de mi concentración, el señor Brent suspira y no puedo evitar alzar la mirada. Aunque no conseguiría que se lo dijese ni por un millón de dólares, es el hombre más guapo que he visto en toda mi vida. No sólo son sus ojos, también sus sensuales labios y su pelo castaño perfectamente peinado y atusado con la mano. Todo, cicatriz incluida, le hacen terriblemente atractivo.

Sacudo la cabeza y vuelvo a centrarme en el ordenador. No puedo perder el tiempo y mucho menos quedarme embobada con él.

Miro el reloj. ¡Mierda! Ya han pasado casi dos horas y todavía lo tengo casi todo por hacer. Será mejor que me vaya a la sala de conferencias. Allí no me distraeré, llamaré a Lola para unas consultas técnicas y podré ordenar las carpetas e ir a guardarlas mientras las tarjetas de memoria se graban. En teoría, un gran plan.

Me levanto como un resorte y me acerco a su mesa para recoger las carpetas. Empiezo con las que están prudentemente alejadas de él, pero, dada su nula colaboración, llega un momento en que me veo obliga a rodear la mesa y colocarme a su lado para continuar apilando los dosieres. Con cuidado, me inclino para coger la última.

—Veo que has decidido volver a ignorar lo que te dije sobre la ropa de trabajo.

Usa un tono a caballo entre la pura sensualidad y una exigente distancia. Un tono que domina a la perfección y con el que parece querer demostrar la facilidad con la que puede hacer que una chica haga todo lo que él desee.

Me mira de arriba abajo lleno de descaro, igual que cuando nos conocimos, y, como en aquel instante, en vez de resultarme violento o incómodo, me parece atractivo. Más aún que la primera vez. ¿Pero qué me pasa?

Donovan se recuesta sobre su elegante sillón de ejecutivo, alza la mano y acaricia el bajo de mi vestido con los dedos. No llega a tocar mi piel y por un momento me siento decepcionada, como si todo mi cuerpo hubiese estado deseándolo en secreto.

—Creo que podría acostumbrarme a estos vestiditos.

No aparta sus penetrantes ojos, ahora casi azules, de mí. Mi respiración se acelera y el corazón me late con fuerza en el pecho. Ni siquiera entiendo por qué me siento así.

En ese momento la puerta del despacho de abre. Automáticamente el señor Brent rompe el contacto entre nuestras miradas y presta toda su atención a quien sea que esté entrando.

—Tío, no sabes la mañana que llevo hoy.

El chico entra con paso decidido y se deja caer en la silla al otro lado del escritorio. Donovan toma la carpeta que yo pretendía alcanzar y, sin ni siquiera mirarme, me la tiende. La cojo y suspiro discretamente intentando recuperarme mientras me alejo de él. Necesito distanciarme de él.

—¿Dónde están mis modales? —dice el recién llegado reparando en mí a la vez que se levanta—. Soy Colin Fitzgerald —se presenta tendiéndome la mano.

Otro de los socios. Debe de tener más o menos la misma edad que el señor Brent. Alto, guapo y con unos preciosos ojos azules.

—Soy Katie Conrad.

—Sí, algo ha dicho Donovan de que estabas por aquí, aunque no ha dado los detalles suficientes —me replica dedicándome una sonrisa de lo más pícara.

Está claro que no le han dicho que no a muchas cosas con esa sonrisa, sobre todo mujeres.

—Así que… Katie —añade sin dejar de sonreír.

El señor Brent frunce el ceño imperceptiblemente, apenas un segundo, y se recuesta en su sillón con una expresión diferente, perspicaz, y, sobre todo, sin levantar la vista de su amigo. Parecen estar teniendo una conversación telepática.

—Será el nuevo enlace con Colby —comenta el señor Brent—. La estoy preparando.

Al igual que con su expresión, no podría decir el qué, algo ha sonado diferente.

—Espero que aprendas mucho —comenta Colin Fitzgerald divertido centrando de nuevo su atención en mí.

Me devuelve la sonrisa y yo aprovecho la oportunidad para salir del despacho. Si no fuera imposible, diría que el atractivo sin fin señor Brent estaba marcando su territorio. Supongo que le viene bien tener una asistente extra y no quiere que otro se la quite. Me pongo los ojos en blanco cayendo en el mote que involuntariamente acabo de ponerle. ¡Prohibido pensar en lo guapísimo que es, aunque sea de manera inconsciente!

Afortunadamente para mí, la sala de reuniones está vacía. Nunca había estado aquí. Me sorprende lo grande que es. Como en cada estancia, la pared frontal es un enorme ventanal del suelo al techo con unas increíbles vistas de Manhattan. Tiene una inmensa mesa en el centro con espacio para al menos veinte ejecutivos. Todo es de una preciosa madera brillante, suave acero y cristal, por lo que esa sensación de estar en el lugar de negocios más elegante del mundo se mantiene paso a paso.

Suspiro hondo e intento concentrarme. Alejo cualquier pensamiento mínimamente relacionado con Donovan y con la manera en la que sus dedos han tocado mi vestido y dejo el portátil, la tablet y mi bolso sobre la mesa.

Abro Skype en el ordenador y llamo a Lola.

—Hola, cariño, ¿qué puedo hacer por ti?

—Qué educada —bromeo.

—La que más. Soy una señorita, maldita sea.

Ambas sonreímos.

—Necesito ayuda.

—No te preocupes, pásate por aquí. Tengo un par de horas libres.

—No, no quiero que me hagas el trabajo, quiero que me enseñes a hacerlo.

—Vaya —pronuncia perspicaz—, así que nos hemos pasado al rollo «no le des un pez, enséñale a pescar».

Yo vuelvo a sonreír.

—Más o menos. Si voy a quedarme con este trabajo, no puedo esperar a que tú lo hagas por mí. Eso no tiene ningún sentido.

Ella asiente dándome la razón.

—¿Y qué es lo que tienes que hacer? —pregunta.

—Previsiones de ventas.

—Eso es fácil.

Gracias a Dios, un golpe de suerte que celebro con el suspiro de alivio más largo del mundo.

—Hay un programa —me explica—, el Atticus, que tiene unas plantillas. Tú sólo tienes que meter los datos y él solito se encarga de calcular las cifras.

—Suena bien.

—¿Algo más?

—Gráficos y estadísticas —digo con voz de pena como si ella fuera la que inventa esa clase de programas e intentara convencerla para que creara uno para mí.

—Por suerte para ti, mismo programa, diferente plantilla.

—Gracias, gracias, gracias —respondo pletórica.

Definitivamente ha sido un golpe de suerte en toda regla.

—Cuelgo —me anuncia—, viene el señor Seseña.

La comunicación se corta y con una sonrisa radiante en los labios cierro Skype y abro el programa que va a salvarme la vida.

Una hora más tarde tengo toda la documentación lista. Me siento increíblemente orgullosa de mí misma y creo que me he ganado un descanso. Voy a las máquinas expendedoras del fondo de la planta y regreso con una lata de Coca-Cola light y las energías renovadas. Hoy va a ser un buen día.

Mientras se graban las tarjetas de memoria, comienzo a ordenar las carpetas. Tengo que echarles un vistazo una por una para saber cómo archivarlas. Voy abriéndolas y haciendo diferentes montones. Si la información no fuera tan densa o por lo menos estuviera más familiarizada con ella, iría más rápido, pero, con mis conocimientos actuales, prácticamente debo ir papel por papel y ya llevo al menos diez montones porque, como todo me suena a chino mandarín, no sé hasta qué punto qué carpeta podría ir con qué otra.

Sin previo aviso, el portátil hace un sonido de lo más raro, de los que automáticamente hacen que se te suba el corazón a la garganta. Corro hasta él y miro la pantalla.

—No. No puede ser. ¡No puede ser!

La pantalla está completamente en negro con un mensaje de error en lenguaje binario justo en el centro. Eso no puede ser bueno. Tiro las carpetas que aún tengo en la mano sobre la mesa, pero deciden complicarme más el día y caen al suelo, abriéndose y desperdigándose por todo el parqué. ¿Qué más me puede pasar? Me agacho para recogerlas. Se han mezclado todos los papeles, lo que significa que no sólo tendré que ojear los documentos, tendré que leerlos para saber cuál va en cada carpeta. Genial, genial, genial.

Al levantarme, me golpeo la cabeza con la mesa. Uf, qué daño. Me llevo la mano donde me he dado el topetazo y entonces oigo un característico sonido que justo en ese preciso instante me da auténtico pavor. Alzo la cabeza y veo la lata de Coca-Cola light, esa que tan merecida me creía tener, tumbada y el refrescante líquido empapando por completo mi móvil.

«Eso por preguntarte qué más podía pasar».

Me quedo sentada en el suelo, rodeada de carpetas y papeles y viendo cómo mi smartphone se da un baño de burbujas. Me niego a levantarme.

En ese momento en el que estoy apreciando en todo su esplendor el chiste que es mi vida, la puerta se abre. Desde mi posición no veo quién es. Sólo oigo pasos acercarse. Unos segundos después observo al señor Brent rodear la mesa y detenerse frente a mí.

—¿Qué haces ahí, Pecosa? —pregunta como si la situación fuese de lo más común.

—He tenido un pequeño problema con el portátil.

Asiente y desde su posición mira el ordenador y de paso todos los dosieres esparcidos por la mesa y el suelo.

—¿Y todas esas carpetas?

—No me dio tiempo a archivarlas y estaba intentando organizarlas aquí cuando tuve el pequeño problema.

Vuelve a asentir.

—¿Eso que hay sobre tu móvil es Coca-Cola?

Light —respondo en un golpe de voz.

—Una mala mañana, entonces.

Sonríe y me tiende la mano. Yo le devuelvo la sonrisa y la acepto. Por primera vez en tres días no me parece el hombre más odioso del universo.

—Bueno, lo primero es deshacernos de este móvil —comenta cogiendo mi viejo Sony Xperia y tirándolo a la basura.

Yo lo miro con los ojos como platos. Tenía esperanzas de resucitarlo de alguna manera.

—Era mi móvil —me quejo.

—Oh, perdona, ¿querías despedirte? —pregunta irónico y odioso.

Suspiro con fuerza. El capullo presuntuoso ha vuelto. Él me ignora por completo y se centra en el ordenador. Comienza a teclear algo y el mensaje binario cambia a uno con el mismo aspecto horrible pero por lo menos en lenguaje legible.

—Encárgate de las carpetas, ya que parece que lo tienes todo tan bien… —hace una pequeña pausa fingiendo que busca la palabra adecuada—… organizado.

Sigue sonando de lo más sardónico. Queda claro que está riéndose de mí.

—Me alegra divertirle, señor Brent. —Y yo también sueno irónica.

—Para eso estás, Pecosa —responde sin asomo de duda.

Lo miro escandalizada y con los labios fruncidos, conteniéndome por no cerrar el ordenador de golpe y estampárselo en la cara. Él me dedica una sonrisa fugaz, insolente y que parece decir «sé que soy odioso, pero soy tan guapo que me lo puedo permitir», y todo mi cuerpo suspira como un idiota. ¡No me puedo creer que encima tenga razón!

Malhumorada, cojo las carpetas y me las llevo al archivo. Allí termino de ordenar las dos que cayeron al suelo y las guardo todas.

De vuelta en la sala de conferencias, descubro que el señor Brent ya ha resucitado el ordenador y se están grabando las tarjetas de memoria.

Voy al baño a humedecer unos clínex para limpiar el estropicio del refresco y, cuando regreso, el portátil está cerrado y las tarjetas de memoria están perfectamente ordenadas sobre él. El señor Brent está de pie, hablando por teléfono, con la mirada perdida en el gran ventanal. Es tan guapo que por un momento olvido lo odioso que también es.

—No, creo que tendremos que empezar desde el principio… Está claro que no es la solución que pensamos que sería.

Al reparar en mí, me mira durante unos segundos antes de volver sus ojos al skyline de Manhattan.

—Después seguimos hablando… Sí, claro. Adiós.

El señor Brent se gira, se cruza de brazos y se apoya en el ventanal. Posa su mirada de nuevo en mí y por algún motivo comienzo a sentirme tímida y muy muy nerviosa. Es lo último que quiero, pero empiezo a sospechar que es por algo más que lo laboral.

—¿Cómo conseguiste hacer todo el trabajo ayer? —pregunta con la voz tranquila pero algo dura.

Está claro que Mackenzie tenía razón. Es muy listo. Además, algo en su mirada me dice que no debería mentirle.

—Lola y Mackenzie me ayudaron —confieso.

Tengo que aprovechar la oportunidad para contarle toda la verdad y acabar con esto antes de que la mentira sea todavía más insostenible.

Él asiente, se incorpora con un movimiento fluido y coge las tarjetas de memoria. Soy consciente de que tengo que seguir hablando, explicarle que no quise mentirle, que todo fue un malentendido, pero las palabras se niegan a abandonar mi garganta.

—Tienes el resto del día libre.

—¿Por qué? —pregunto confusa y algo inquieta—. Creía que quería que estuviera con usted en esas reuniones.

—Cambio de planes —responde lacónico y, sin más, sale de la sala.

Me siento increíblemente mal y, aunque no lo reconocería ni en un millón de años, gran parte es por el hecho de que creo haberle decepcionado. Es ridículo, ni siquiera me cae bien.

Me marcho de la oficina con una sensación de lo más extraña. Los últimos años de mi vida las cosas no han sido del todo fáciles para mí, pero nunca me he rendido y ahora parezco haberlo hecho incluso antes de empezar. Por Dios, un MacBook y una Coca-Cola light han podido conmigo.

Cruzo el pasillo enmoquetado y entro en las oficinas del señor Seseña.

—Lola, ¿nos vamos a comer? —pregunto no muy animada—. Tengo el resto del día libre y no entro en el restaurante hasta las seis.

—¿Y eso? —inquiere extrañada—. Pensé que tenías que asistir a unas reuniones.

—El señor Brent ha cambiado de opinión.

Lola hace una mueca y mira de reojo a Mackenzie. Sí, yo también sé que no da buena espina.

—Pues ¿sabes qué? —comenta levantándose de un salto dispuesta a animarme—. Que si el ogro te da el resto del día libre, habrá que aprovecharlo. Nos vamos de compras —sentencia.

Su efusividad me hace sonreír, pero no me llega a los ojos.

—No tengo un centavo —comento recalcando lo obvio.

—¿Y qué? Vamos a estrenar mi nueva tarjeta de crédito, en la que pone «Señorita Lola Cruz». Eduardo Cruz ya no existe ni para los bancos —continúa pletórica.

Vuelvo a sonreír y esta vez es de verdad. Me alegro muchísimo por ella. Lleva mucho tiempo esperándolo y se lo merece.

En el restaurante, el turno acontece sin mayor problema hasta que, por estar distraída pensando en cosas en las que no debería pensar, como el señor Donovan Brent, me hago un corte en el costado con la puerta de la cámara frigorífica. Cleo me lo cura. Tanto Sal como ella misma insisten en que vaya al hospital por si necesito puntos, pero no es demasiado grande ni tampoco muy profundo, así que decido que no es para tanto y continúo trabajando.

Durante los descansos, me leo un manual básico de contabilidad aún más básica que compré en una librería en la 57. No es gran cosa, pero por lo menos me da una idea de las premisas más elementales. Convenzo a Sal para que me explique el programa de contabilidad que él usa en el local y, cuando regreso a casa, ya en la cama y con los ojos cerrándoseme sistemáticamente por el sueño, busco en Google algo más de información.

Me duermo repitiéndome el plan que he perfilado a lo largo del día. No voy a rendirme con esto. Puedo con el trabajo. Sólo tengo que concentrarme y dejar de lamentarme por lo que no sé hacer. Aprendo rápido. Lola lo dijo y es verdad, aunque lleve dos días olvidándolo.

Le demostraré al señor Brent de lo que soy capaz.

El despertador suena a las seis en punto. Estoy increíblemente cansada. Es cierto que apenas he dormido y llevo unos días de locos, pero este cansancio es aún peor, más incluso que cuando trabajé con gripe hace un par de semanas. Además, vuelvo a estar muerta de frío. Es urgente que encuentre la manera de arreglar las malditas ventanas.

Después de dos ibuprofenos y una ducha con el agua casi hirviendo, me pongo el vestido nuevo que Lola me regaló ayer, azul oscuro, ajustado y sin mangas, y me subo a mis peep toes negros. Delante del espejo, me seco el pelo cantando a pleno pulmón los grandes éxitos de Sia, imaginando que estoy en un videoclip y el secador es uno de esos ventiladores que les ponen a las grandes estrellas. Cuando termino, tengo la cabeza como el león de la Metro. Me pregunto si esto también le pasará a Beyoncé después de grabar un vídeo.

Soy la primera en llegar a la oficina y no podría estar más orgullosa. Voy al despacho del señor Brent y me pongo en marcha. Archivo las carpetas de todo lo que estuvo viendo en las reuniones de ayer, preparo toda la documentación que necesitará para las de hoy y, gracias al pequeño truco que me enseñó Mackenzie y al programa que me recomendó Lola, averiguo todo lo que el señor Brent piensa pedirme que haga hoy y adelanto más de la mitad.

Poco antes de las ocho oigo ajetreo en la entrada y, apenas un minuto después, la puerta de la oficina se abre. Cuadro los hombros y espero con una sonrisa de lo más insolente en los labios.

Cuando el señor Brent alza la mirada, inmediatamente la baja recorriendo mi vestido nuevo. Sin embargo, no es su mirada presuntuosa y arisca de otras veces. Ahora parece sorprendido y sus ojos tan azules como verdes se oscurecen.

—Buenos días, señor Brent —susurro.

Todo mi plan de mostrarme impertinente se evapora por la manera en la que me mira. Vuelvo a sentirme nerviosa, con la respiración acelerada y el corazón latiéndome de prisa.

Él no me responde. Me sigue contemplando en la distancia y yo siento un deseo sordo y líquido naciendo en el fondo de mi vientre e inundándolo todo.

Carraspea y en un solo segundo recupera el control de la situación. Aparta su mirada de mí y se dirige con paso firme hacia la mesa. Ni siquiera entiendo cómo o por qué, pero en ese preciso instante me siento desamparada.

—Hoy tenemos un día complicado. Necesito las estadísticas de negocio de la financiera de Dean Clifford.

—Hecho —respondo de un golpe y no puedo evitar que el orgullo regrese a mi voz.

El señor Brent me mira sorprendido.

—También he elaborado las previsiones de ventas de Foster para la reunión de hoy y he investigado un poco sobre la constructora finesa que ha pujado para hacerse cargo de la obra del gaseoducto. Como se reúne con Dan Oliver, pensé que querría poder darle una respuesta si sacaba el tema.

—Muy bien —murmura.

Está atónito. Genial.

—No se preocupe —continúo—. Tengo en cuenta que querrá que revise todo lo que acordó ayer en las reuniones. Ah, y he archivado las carpetas que dejó sobre la mesa. Sé que odia ver esto lleno de papeles —añado señalando vagamente la mesa, imitando el gesto que él hizo ayer—. Voy a buscarle un café.

Sonrío cuando cierro la puerta tras de mí. Lo he dejado sin palabras. Ni un comentario irónico, ni un «Pecosa».

Sí, señor. Este asalto lo he ganado yo y sienta de maravilla.

En la sala de descanso me paro a charlar con Eve, quien me explica cómo le gusta el café al señor Brent, y, tras unos minutos, regreso al despacho.

—¿Cuándo empezaré a trabajar para Dillon Colby? —pregunto dejando el café frente a él.

—Cuando yo lo considere oportuno —responde sin ni siquiera mirarme—. Que por fin hayas terminado tu trabajo a tiempo y sin ayuda y te hayas vestido adecuadamente no significa que ya lo sepas todo, ¿queda claro?

Suspiro con la ira emanando de cada poro de mi piel.

—Clarísimo, pero que sea mi jefe no significa que pueda disponer de mí a su antojo.

Él sonríe. Otra vez esa sonrisa tan insolente y sexy. Estoy empezando a pensar que hacerme rabiar es su deporte favorito.

Vuelvo a suspirar bruscamente mientras camino hacia el sofá, gesto que él ignora por completo a la vez que le da un sorbo a su taza de café.

—Y la próxima vez que te ofrezcas a traerme café —su tono de voz tan insolente me hace detenerme en seco. Creo que esta mañana canté victoria demasiado rápido—, asegúrate de que sea bebible —me tiende la taza, yo me giro resoplando y la recojo. Alza los ojos y al fin nuestras miradas se encuentran: la mía, llena de ira; la suya, absolutamente impertinente—, Pecosa.

¡Ah! ¡Es odioso!

Salgo del despacho echa una furia y regreso con un café nuevo y aún más enfadada. Lo dejo brusca sobre su mesa de diseño exclusivo y malhumorada me dirijo al sofá. Él lo sopla y le da un sorbo.

—Humm… —lo saborea como si fuera el mejor café del mundo—… lleno de odio, deseo reprimido y orgullo malentendido. Me encanta que las mujeres me preparen café por la mañana.

Pero ¿qué coño? Me quedo mirándolo boquiabierta. No puedo creer que haya dicho eso. Él finge no verme y continúa trabajando.

Más o menos una hora después, se levanta y se ajusta las mangas de su camisa blanca, que le sobresalen elegantemente de su espectacular traje de corte italiano gris marengo. No puedo evitar fijarme en los preciosos gemelos que lleva. Son discretos y muy muy elegantes. Maldita sea, sigo enfadada con él, no puedo quedarme mirándolo embobada, pero es que, cuando hace ese tipo de cosas, parece un modelo salido de un anuncio de colonia cara y, la verdad, no es nada justo.

—Pecosa, levántate. Nos vamos a una reunión.

Lo miro confusa. No me había dicho que tuviera que acompañarlo a ninguna reunión.

—Muévete —me apremia saliendo del despacho.

Yo le pongo los ojos en blanco consciente de que no puede verme, me levanto y lo sigo. Sandra, su secretaria, al verlo también lo hace.

—Sandra, cambia mi reunión de mañana a las dos y arregla todo el papeleo de Brentwood —gruñe.

La secretaria asiente y continúa caminando a su lado a toda prisa.

—¿A qué estás esperando? —pregunta mirándola—. ¿A que te llegue una inspiración?

Ella vuelve a asentir y se marcha. El señor Brent repara entonces en mí. Suspira brusco, se frena de golpe y me quita el iPad de las manos.

—¡Sandra! —brama.

La secretaria regresa y el señor Brent le entrega la tablet.

—Los iPad se quedan en la oficina, siempre —me avisa, y su tono es incluso algo amenazador.

Asiento. Él gira sobre sus pasos de nuevo y con largas zancadas se encamina al ascensor. Yo le sigo prácticamente corriendo para poder mantener su ritmo.

Parece que es capaz de controlar hasta el edificio, porque, en cuanto pulsa el botón del elevador, las puertas se abren como si ya lo estuviese esperando.

Se apoya en la pared del fondo del ascensor y se cruza de brazos. Yo me quedo de pie en el centro, con la vista fija en la puerta. No sé por qué estar en un espacio reducido a solas con él me pone tan nerviosa. Noto cómo me observa. Mi corazón comienza a latir ridículamente de prisa. Esto es una estupidez. Donovan Brent no me gusta. Odio a Donovan Brent.

No lo veo, pero sé que está sonriendo. Esa sonrisa sexy y dura diseñada para fulminar lencería. Continúa observándome y yo cada vez me siento más ansiosa. ¿Nunca vamos a llegar a la planta baja?

Acelerando mi respiración, el señor Brent camina hasta colocarse a mi espalda y lentamente se inclina hasta que sus labios casi rozan el lóbulo de mi oreja.

—Parece que sí puedo disponer de ti a mi antojo —susurra con una voz grave e increíblemente sensual.

Suspiro escandalizada y me giro. Mi mirada automáticamente se encuentra con la suya. Y es el peor error que podía cometer. Él sonríe de nuevo y se queda ahí, cerca, muy cerca de mí. Yo quiero reaccionar de algún modo, pero no puedo. Estoy hechizada. Su olor me envuelve y esos ojos, que otra vez soy incapaz de decir si son azules o verdes, me atrapan por completo.

El ascensor emite ese inconfundible sonido, anunciándonos que hemos llegado a la planta baja. Las puertas se abren. El señor Brent se incorpora y, sin más, sale. Sin embargo, yo me quedo inmóvil unos segundos. ¿A qué juega? Y lo más importante, molesto y urgente: ¿por qué no soy capaz de reaccionar y, por ejemplo, darle la bofetada que se merece? ¡Qué frustrante!

Un elegante jaguar negro nos espera junto a la acera. El chófer nos abre la puerta y nos acomodamos en la parte trasera.

La primera cita es el Upper West Side y a partir de ahí el día es una auténtica locura. Vamos de reunión en reunión, incluso la comida es una.

Cuando nos montamos en el coche tras la última, me sorprende ver una bolsa de la Apple Store en el asiento. Miro al señor Brent confusa y él me devuelve una sonrisa arisca y fugaz.

—Ábrela, Pecosa. Tú puedes.

Vuelve a sonar odioso, pero simplemente lo ignoro. Cojo la bolsa de papel y sonrío, casi río, nerviosa al ver un iPhone 6. ¡Es increíble! ¡Acaba de regalarme un móvil! ¡Un último modelo! Tiene la carcasa de atrás rosa chicle y, no sé por qué, ese simple detalle me hace sonreír de nuevo.

—No lo tenían con pegatinas de estrellas y unicornios. Espero que no te importe.

Divertida, le hago un mohín y él sonríe otra vez; breve, pero es una sonrisa sincera.

Sin embargo una lucecita se enciende en el fondo de mi cerebro. No puedo aceptarlo. Él es mi jefe y ese es sólo uno de los motivos. El resto de ellos prefiero no planteármelos.

Haciendo un increíble esfuerzo, vuelvo a meter el teléfono en su estuche y el estuche en la bolsa.

—No puedo aceptarlo —digo dejando la bolsa de nuevo sobre el asiento vacío entre los dos.

—¿Por qué? —pregunta displicente.

—Porque eres mi jefe y no se aceptan este tipo de regalos de un jefe. Eso no es profesional.

Me preparo mentalmente para dar un elaborado discurso. He visto muchas películas de sobremesa sobre oficinas.

—Es un móvil de empresa —me interrumpe con cierto tono de exigencia, como si le cansara tener que dar este tipo de explicaciones.

Ahora mismo sólo quiero que la tierra me trague. Tengo la boca más grande del mundo.

El chófer arranca y nos incorporamos a Lexigton Avenue. Ya son más de las seis y afortunadamente el tráfico ha mejorado bastante desde esta mañana.

El señor Brent no ha vuelto a decir una palabra y yo me sigo sintiendo la persona más estúpida del universo. Sin embargo, caigo en un pequeño detalle. Es rosa chicle. Los móviles de empresa no son rosa chicle.

—Es rosa —comento escuetamente.

Él suspira exasperado y echa la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el respaldo del sillón.

—Es una carcasa, Pecosa.

De pronto parece enfadado. No le está haciendo ninguna gracia todas las vueltas que le estoy dando. Quizá debería aceptarlo y ya está.

—Si es de empresa, obviamente no es mío. Es sólo un préstamo —sentencio.

—Como quieras —responde malhumorado perdiendo su vista en la ventanilla—. Además, necesitas tener un móvil, porque, si no, cómo voy a encontrarte un domingo por la mañana cuando, por ejemplo, tengas que recoger mi ropa del tinte.

Vuelve a observarme, me sonríe impertinente y yo le dedico la peor de mis miradas. Antes muerta que recogerle la ropa de la tintorería. Bajo su atenta mirada, pierdo la mía en mi ventanilla y, a pesar de todo, sonrío disimuladamente. ¡Tengo móvil nuevo!

Cuando regresamos a la oficina, estoy totalmente agotada, más cansada de lo habitual incluso. Quiero irme a casa, pero, gracias al odioso de mi jefe, que no ha vuelto a dirigirme la palabra, el único día que no tengo que ir a trabajar al restaurante lo voy a pasar prácticamente hasta la noche en la oficina.

El señor Brent se marcha a hablar con Jackson Colton, el socio que aún no conozco, y me deja sola en el despacho. No me lo pienso dos veces. Me quito los zapatos y me siento en el suelo apoyándome en el sofá. Estoy muy muy cansada. Sólo quiero meterme en la cama y dormir dos días seguidos. Cojo mi móvil nuevo y sonrío otra vez. Me encanta. También saco mi chocolatina de emergencia del bolso.

El señor Brent regresa antes de lo que esperaba, pero no me levanto. Sé que me tiene aún aquí sólo para torturarme y lo peor es que el bastardo disfruta sabiendo que lo sé.

Lo miro mal, pero parece darle igual; incluso tengo la sensación de que le hace gracia. Es un gilipollas presuntuoso.

Con una sonrisa de lo más insolente, pero para mi desgracia de lo más sexy, se detiene junto a mí, se acuclilla y me roba la chocolatina. Sin apartar sus ojos de los míos, se la come de un bocado, consiguiendo que toda mi atención se centre en su boca perfecta.

—No deberías comer chocolatinas o esas piernas flacuchas pronto dejaran de estarlo —me dice sin que esa impertinente sonrisa lo abandone.

Oh, venga ya. Esto es el colmo.

Todo el enfado de esta mañana vuelve a mí como un verdadero ciclón y me levanto de golpe.

—¿Sabe? Es usted un imbécil. —Mi cariñoso calificativo le hace sonreír y eso me enfada aún más—. Aún no me ha llamado por mi nombre ni una sola vez y encima ahora me dice esto. Pues, para su información, a lo mejor el que debería preocuparse de no comer chocolatinas es usted, porque no es tan guapo ni tan irresistible.

Vale, he mentido, pero se merece cada palabra que le he dicho. ¿Cómo se ha atrevido a hablarme así? Es sencillamente increíble.

Enfadada como lo he estado pocas veces en mi vida, giro sobre mis talones y me dirijo hacia la puerta, pero en un rápido movimiento el señor Brent me coge de la muñeca y me gira hasta que mi espalda se apoya contra la pared. Atraviesa la ínfima distancia que nos separa con un solo paso mientras sus increíbles ojos aguamarina atrapan sin remedio los míos y clava sus brazos a ambos lado de mi cabeza.

Lo único que se oye en toda la habitación son nuestras respiraciones aceleradas.

—Me encanta esa naricita —susurra indomable y sensual—. Me gusta cómo la arrugas cuando te enfadas conmigo. —Sonríe endiabladamente sexy y sus ojos me dominan por completo. Tengo la sensación de que no podría escapar de ellos de ninguna manera—. Y tus labios me vuelven loco.

¡Dios, está tan cerca!

Mis ojos bailan de los suyos a su boca. Él se inclina un poco más. Noto su cálido aliento entremezclándose con el mío. Suspiro, casi gimo.

—Lástima que no te parezca guapo ni irresistible —sentencia.

Y, sin más, se separa de mí y camina hacia la puerta.

¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¿Qué acaba de pasar aquí?

«Que tienes la boca muy grande, Katie Conrad».

Un suspiro decepcionado se escapa de mis labios y provoca una nueva sonrisa presuntuosa y sexy en los suyos.

—Hasta mañana, Pecosa —se despide insolente ya en la puerta—. Que duermas bien —concluye cerrándola tras de sí.

Yo grito frustrada y pataleo. Es el hombre más insufrible y odioso, el capullo más gilipollas y presuntuoso que he conocido en toda mi vida.

«Y hace un escaso minuto te morías por que te besara».

Me pongo los ojos en blanco exasperada. Voz de mi conciencia, te odio.

Después de cenar, me meto en la cama. En mi viejo portátil reviso otros programas de contabilidad y leo más de una docena de artículos especializados que explican a grandes rasgos cómo funciona la bolsa. Siempre he pensado que los números no eran lo mío. Me parecían aburridos, pero ahora, cuanto más investigo y descubro, más me gustan. Creo que, al final, hasta podría resultarme un trabajo divertido si no fuera por mi jefe. Uf, mi jefe. Me dejo caer sobre la almohada y suspiro exasperada. Es mi jefe, no es una buena idea en ningún sentido. Da igual lo increíblemente guapo y atractivo que sea, lo bien que huela o cómo mi cuerpo se encienda cuando está cerca. Vuelvo a suspirar y me llevo la almohada a la cara. Es una idea terrible, Katie Conrad, así que deja de pensarlo. Sin embargo, a pesar de tenerlo cristalinamente claro, no puedo evitar dormirme pensando en las ganas que tenía de que me besara.

El despertador suena y lo apago de un manotazo. Estoy tan cansada que cada músculo que muevo para darme la vuelta en la cama me supone un mundo. Finalmente me levanto, no me queda otra, y me arrastro hasta la cocina para tomarme un par de ibuprofenos.

Vuelvo a llegar a la oficina la primera. Preparo café y me sirvo uno para entrar en calor, la ducha hoy no ha surtido su efecto habitual, y voy al despacho del señor Brent. Mientras atravieso la oficina desierta, echo un orgulloso vistazo a mi vestido. No podría parecerse menos al de una ejecutiva agresiva. Es una declaración de principios. Me niego en rotundo a complacer al señor Brent en ningún sentido. Es el enemigo. Además, sólo me compré un vestido. Hasta que mi situación económica mejore, sólo podré ser profesional con respecto al vestuario una vez a la semana.

Preparo todo el material para las reuniones de hoy, archivo el de ayer y adelanto casi todo el trabajo que el señor Brent tiene asignado para mí.

Aprovechando que estoy sola en la oficina, me siento en el sillón de mi odioso jefe, me pongo los cascos y busco algo de música en mi nuevo iPhone mientras reviso el dosier sobre inversiones en el Este de Europa.

Dejo caer la cabeza sobre el cómodo cuero y recojo mis piernas hasta sentarme sobre ellas. Vuelvo a sentirme muy cansada, así que subo el volumen de la música. No puedo permitirme quedarme dormida.

Sin saber por qué, alzo la mirada y doy un respingo al ver al señor Brent apoyado en la puerta cerrada, con las manos metidas en los bolsillos, observándome, tremendamente sexy. Lleva un espectacular traje de corte italiano negro y una inmaculada camisa blanca con los primeros botones desabrochados.

Soy consciente de que debería levantarme, decir algo, pero la manera en la que me mira me hace imposible moverme. No dice nada y mi respiración se acelera sin remedio a cada paso que se acerca a mí. Sin liberar mi mirada, se acuclilla frente a mí. El corazón me late tan de prisa que temo que en cualquier momento vaya a ser capaz de oírlo.

La atmósfera se vuelve eléctrica y nos envuelve despacio.

Con suavidad, relía sus largos dedos en el cable blanco de los cascos y tira ligeramente de él hasta que caen en mi regazo.