6
Su boca está peligrosamente cerca de la mía. Su mirada brilla indomable y me hipnotiza una vez más.
—Me has llamado Katie —murmuro con una sonrisa nerviosa en los labios.
—Lo sé. —Él también sonríe—. Ni siquiera entiendo por qué, pero algo dentro de mí sólo quiere que quieras complacerme.
Mi sonrisa se ensancha. El corazón me late de prisa y un anhelo hecho de pura electricidad me recorre entera. Suspiro con fuerza. Quiero que me bese, aunque sea la idea más temeraria y kamikaze que he tenido en todos los días de mi vida.
—Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —susurra y, ¡por el amor de Dios!, ha sonado increíblemente sensual—. Prométeme que irás al ático.
—Te lo prometo.
Respondo sin ni siquiera pensar, pero lo cierto es que ahora mismo no quiero ir a ningún otro lugar.
Donovan cierra los ojos y, cuando vuelve a abrirlos, su determinación ha regresado y sé que no me besará. Se separa suavemente y desbloquea el ascensor. Las puertas se abren al instante.
—Tienes trabajo que hacer —me recuerda y, en realidad, es más bien una suave orden.
Yo asiento y, rezando para que las piernas me respondan, salgo del ascensor. Me doy cuenta de que, sin quererlo, me he encontrado demasiadas veces en situaciones de este tipo desde que lo conocí. Situaciones en las que queda claro cuánto le deseo.
A solas en el despacho, respiro hondo. Ha sido uno de los momentos más intensos de toda mi vida.
A las seis, minuto arriba, minuto abajo, salgo de la oficina. He ido a buscar varias veces a Lola, pero Mackenzie me ha dicho que hoy tenía reuniones con el señor Seseña por toda la ciudad y me sería difícil localizarla.
Voy hasta el ático en metro. En la puerta tengo un último ataque de dudas. Si subo, ya no habrá vuelta atrás. Me estaré mudando con Donovan, el hombre que esta tarde ha conseguido que me enfadase como nunca y, casi al mismo tiempo, lo desease como no había deseado a nadie en toda mi vida. Mi sentido común me dice que es una auténtica locura, pero una parte de mí, esa que brilla con fuerza cada vez que él está cerca, me pide, casi me suplica, que entre.
Resoplo y, antes de que la decisión se cristalice en mi mente, estoy empujando la enorme puerta de cristal del número 778 de Park Avenue.
—Buenas noches —me saluda el portero amablemente.
—Buenas noches.
Me sonríe pero no aparta su profesional mirada de mí. Supongo que quiere saber adónde voy. No es el mismo que me vio salir con Donovan esta mañana.
—Voy al ático del señor Brent —le aclaro.
—¿Es usted la señorita Conrad?
Frunzo el ceño.
—Sí —respondo confusa.
—Han dejado esto para usted.
El portero rodea el mostrador y sale a mi encuentro con la maleta y la mochila que le dejé al chófer. Había olvidado que las traería hasta aquí.
—Muchas gracias.
Hago el ademán de cogerlas, pero él insiste en llevarlas hasta el ascensor.
—Gracias —repito esperando a que salga del elevador para entrar yo.
—El señor Brent me pidió que le recordara «tres huecos, tres números».
Sonrío y asiento.
Donovan Brent, eres un capullo. Aunque, mal que me pese, mi indisimulable sonrisa sigue ahí.
Marco los números en un pequeño panel digital y las puertas se cierran automáticamente. Cuando se abren, estoy en el vestíbulo del ático.
En el apartamento no hay rastro de Donovan, pero todo parece más limpio y ordenado. Supongo que tiene servicio y viene por las mañanas.
Llevo mi maleta y mi mochila a la habitación, pero no las deshago. Soy plenamente consciente de que es una estupidez, ya estoy viviendo aquí, pero prefiero darme un poco más de tiempo antes de instalarme con todas las letras.
Aún estoy acomodando mi maleta en un rincón del inmenso dormitorio para que moleste lo menos posible cuando llaman por teléfono. Es el fijo. Corro hasta el salón y descuelgo.
—¿Diga?
Automáticamente me pongo los ojos en blanco. Otra vez he descolgado sin preguntarle a Donovan si quiere que lo haga o prefiere que deje saltar el contestador.
—¿Diga? —repito—. ¿Hola? —Espero unos segundos—. ¿Hola?
Supongo que se habrán equivocado o quizá sea un ligue de Donovan que ahora mismo está llorando subida a sus altísimos tacones de marca pensando que él está casado. Sin darme cuenta vuelvo a sonreír, pero en cuanto comprendo que lo estoy haciendo paro de golpe. Tengo que dejar de alegrarme con estas cosas.
Regreso a la habitación, me pongo uno de mis pijamas, pantalón corto y camiseta, nada de franela para mi desgracia, y monto de nuevo mi cama en el sofá esperando pasar la noche en ella. Antes de acostarme me tomo las pastillas y gracias a ellas y a lo cansada que estoy, apenas aguanto despierta unos minutos. Otra vez me duermo contemplando las vistas. Son espectaculares.
Noto unos brazos alzarme del sofá. Adormilada, hundo la cabeza en su cuello. Huele maravillosamente bien, como siempre, sólo que ahora ese olor a suavizante caro y gel aún más caro se ha mezclado con otro suave y dulzón, a whisky creo, y la combinación lo hace todavía más irresistible. Más aún cuando me trae recuerdos de nuestra noche en el club.
Donovan me deja con cuidado sobre la cama y me cubre con el nórdico. Involuntariamente lanzo un suspiro al sentirme entre tantas almohadas en esta cama tan cómoda. Lo noto sonreír y tras unos segundos alejarse de la cama.
Disimuladamente abro los ojos. Contemplo cómo se quita el reloj y lo deja sobre la cómoda. De los bolsillos del pantalón se saca la cartera, el dinero y lo que parece una servilleta, y del interior de la chaqueta, el móvil.
Se desviste e inconscientemente mi mirada se agudiza. Es terriblemente atractivo. Alto y delgado, exactamente el cuerpo de uno de esos dioses griegos esculpidos en mármol. Se pone el pantalón del pijama y con el movimiento los músculos de su espalda se tensan y armonizan. Una visión abrumadora.
Rápidamente cierro los ojos al verle girarse y pocos segundos después noto el peso de su cuerpo en la cama. Fingiéndome dormida, tengo que esforzarme en no suspirar o sonreír cuando rodea mi cintura con sus brazos y estrecha mi espalda contra su pecho. Me acomoda contra él y sus labios rozan mi pelo. Ahora mismo el corazón me late tan de prisa que por un momento temo que él vaya a notarlo.
Me duermo pensando en lo bien que me siento y en cuánto me asusta eso.
Humm. Adoro esta cama. Me giro e inconscientemente busco a Donovan, pero no está. Suspiro. Creo que adorar esta cama me traerá problemas.
Abro los ojos despacio y frunzo el ceño casi al momento al comprobar que todavía es de noche. Me incorporo adormilada y doy un interminable bostezo. No sé la hora exacta, pero la noche está aún completamente cerrada.
Me bajo de la cama y, al poner los pies en el parqué, encantadísima, suspiro otra vez. Adorar este suelo a veinticinco perfectos grados creo que también me traerá problemas.
Me dirijo a la puerta del salón y, nada más abrirla, Donovan roba toda mi atención. Está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. Juega con un vaso, con lo que imagino que es whisky y hielo, entre las manos. Le da un largo trago y pierde la mirada en el inmenso ventanal.
No sé por qué, pero no parece el Donovan Brent de siempre.
Alza la mano y despacio se la lleva al costado a la vez que pronuncia algo, un susurro que no logro entender. Después se toca el brazo izquierdo en dos sitios, el hombro derecho y la cicatriz sobre la ceja. No es algo arbitrario. Sabe perfectamente dónde está dirigiendo sus dedos. Todos sus movimientos son muy lentos, incluso muy tristes. Con cada uno, vuelve a pronunciar algo que no puedo entender. El dolor se hace más patente en cada susurro, pero al mismo tiempo se llena de rabia y, sobre todo, de una cristalina soledad. Le da un nuevo trago a su whisky y simplemente se queda ahí sentado.
Quiero acercarme, comprobar si está bien o simplemente hacerle compañía, pero lo cierto es que no sé cómo reaccionaría. ¿Qué le habrá ocurrido? Cuando salió de la oficina, no parecía estar preocupado por nada.
Durante un par de minutos sigo debatiéndome sobre si acercarme o no. Finalmente niego con la cabeza y giro sigilosa sobre mis talones. No quiero que piense que, porque esté aquí, ha perdido por completo la intimidad de su casa, incluyendo la de su salón a las tantas de la madrugada.
Además, Donovan Brent no necesita a nadie.
Me duermo sin que haya regresado a la cama.
Me despierto de nuevo sola en la inmensa cama. Ya es de día. Ruedo por el colchón hasta hundir mi cabeza en la almohada y bostezo. Humm… es la almohada de Donovan y huele exactamente como Donovan. Soy patética, pero no me importa.
En mitad de mi éxtasis olfativo, pienso en él y en lo que vi de madrugada en el salón. Quizá debería preguntarle con naturalidad. Tal vez le venga bien hablar de ello. Puede que Donovan Brent sí necesite a alguien.
—Pecosa, qué tierno —comenta socarrón y odioso desde la puerta—. De todas las estupideces que te he visto hacer, que huelas mi almohada me parece la más adorable.
Automáticamente levanto la cabeza y me bajo de la cama de un salto. Lo fulmino con la mirada y él sonríe encantadísimo con la situación. El cabronazo no podía estar más guapo con ese traje azul oscuro y la camisa blanca. Mick Jagger iba empezar a cantar, pero mi mirada le ha frenado en seco.
Me meto en el baño y cierro de un portazo. Quizá Donovan Brent sea gilipollas, y soy plenamente consciente de que puedo ahorrarme el «quizá».
Me doy una ducha rápida y me pongo mis vaqueros favoritos. Están algo viejos, pero me encanta cómo me quedan. Una parte de mí me odia por no haber elegido cualquiera de los vestidos que he traído, pero, después de cómo me sentí durmiendo ayer con él, los vestidos se quedan bajo llave hasta nueva orden.
Mientras me peino, me pregunto si habrá algún tipo de maquillaje para tapar las pecas, pero tras un microsegundo tuerzo el gesto.
—Qué estupidez —me riño en voz alta frente al espejo.
Mis pecas no van a moverse de ahí.
—Buenos días —lo saludo caminando hasta la isla de la cocina.
Trato de no mirarlo demasiado. Estoy enfadada y no pienso darme la oportunidad de recrearme con lo bien que le queda la ropa o ese pelo a lo actor de Hollywood.
—Buenos días —responde dándole un trago a su taza de café—. Vaqueros, interesante —afirma socarrón.
—Soy una chica con recursos —me defiendo.
Y, sin quererlo, en mi voz ya no hay rastro alguno de mal humor. No puedo evitar que en el fondo ese bastardo me parezca divertido.
—¿Sabes? Esa es una de las pocas cosas que siempre he tenido claro de ti, Pecosa.
Sonríe y yo también lo hago.
—Hoy tendré que pasar la mañana en la universidad —le anuncio.
—Muy bien, diviértete y haz muchos amiguitos.
Le hago un mohín que provoca que su sonrisa se ensanche mientras se dirige a su estudio al fondo del pasillo. Verle alejarse me da la oportunidad de contemplar una vez más su manera de andar tan masculina. Suspiro discreta a la vez que mi sonrisa también se ensancha. Al margen de todo, es una visión muy agradable por las mañanas.
Los profesores de cada asignatura me hacen un enorme favor, supongo que obligados por el rector Nolan, y me reciben a primera hora. Me explican el programa y la mejor bibliografía para ponerme al día. Así que me paso el resto de la mañana en la biblioteca de la universidad, rodeada de libros y aprendiendo conceptos como gestión macroeconómica del flujo de inversiones. Exactamente tan divertido como suena.
Mi iPhone vibra sobre la mesa de madera. Miro la pantalla. Es un WhatsApp de Lola.
¿Comemos juntas?
Sonrío. Me apetece muchísimo.
Claro. Estoy en la universidad. ¿Puedes recogerme?
Mi sonrisa se ensancha porque sé que la respuesta de mi amiga no va a tardar en llegar. Mi móvil suena.
¡¿En la universidad?!
Me doy suaves golpecitos con mi teléfono en la barbilla mientras me debato sobre si hacerle un resumen o dejarla con la intriga.
Recógeme en media hora y te cuento.
Guardo mis cosas en el bolso y salgo de la biblioteca. Con lo cotilla que es mi queridísima amiga, seguro que ahora debe de estar desafiando el despiadado tráfico de Manhattan con su Vespa PX clásica azul eléctrico.
Estoy sentada en los escalones del edificio principal cuando veo llegar a Lola. Ha tenido que batir algún tipo de récord.
—Hola —la saludo acercándome a ella.
—Cuéntame ahora mismo qué estás haciendo aquí —me dice quitándose las gafas de sol y tendiéndome un casco con la virgen de Guadalupe pintada en la parte trasera.
—Mejor mientras comemos —respondo poniéndomelo— y hasta invito yo.
Me monto en la Vespa ante la sorprendida mirada de Lola. Ella farfulla un «no me lo puedo creer» y finalmente arranca, incorporándose inmediatamente al tráfico.
Vamos a un pequeño restaurante en NoLita llamado Sabor. Solemos ir mucho. La comida es estupenda. Además, Lola está enamoradísima de Nerón, el camarero.
—Bueno, ¿vas a contarme de una vez cómo es eso de que has vuelto a la universidad? —Hace una pequeña pausa mientras coloca su casco de lunares rojos en la silla de al lado—. Mejor primero cuéntame qué tal en casa de Donovan.
Siempre hemos sido chicas muy ordenadas y con los cotilleos no íbamos a ser menos.
—La verdad es que aún sigo allí —comento restándole importancia.
—¿Qué? —Alza la voz y la mayoría de los clientes del local reparan en nosotras—. ¿Estáis liados? —pregunta en el mismo tono de voz, ignorando por completo la atención que ahora recibimos.
—No, claro que no —me defiendo.
Me callo el hecho de que me lo haya imaginado alguna que otra vez.
—¿Entonces? —inquiere más relajada.
Buena pregunta. Lo cierto es que ni siquiera yo tengo claro del todo cómo he acabado viviendo allí.
—Donovan me llevó a su apartamento al salir del hospital porque pensó que el mío no era adecuado. Ya sabes, las ventanas que no casan, la caldera estropeándose cada dos por tres…
Lola asiente. Ella misma me ha dicho en infinidad de ocasiones que debo buscarme un sitio mejor.
—Y, como ya te conté, tuve que confesarle que tenía otro trabajo y lo de mis deudas.
—No son tuyas —replica enfadadísima—. Lo hiciste por tu abuelo, no por irte de vacaciones de primavera a los Cabos.
Nunca ha llevado bien este tema. Según ella, deberíamos haber atracado el banco, no pedir un préstamo.
—El caso es que se marchó del apartamento cuando se lo expliqué y, al regresar, traía los papeles para Columbia y había pagado mis créditos.
Las últimas frases prácticamente las susurro. No sé cómo le sentará a Lola, más aun sabiendo que Donovan no es precisamente santo de su devoción.
—Creo que no lo he entendido —comenta fingidamente confusa—. Donovan, Donovan Brent, el tío más odioso de todo Manhattan, se ha hecho cargo de tus deudas y va a pagarte la universidad, además de llevarte a vivir con él a su ático de Park Avenue.
—Sí —contesto en un golpe de voz.
—¿Y no os habéis acostado?
—No
—¿Ni siquiera una mamada?
—Lola, por Dios.
Tengo que fruncirle los labios porque estoy peligrosamente cerca de sonreír recordando la última vez que escuché esa palabra.
—A mí puedes contármelo.
—Lola, no me he acostado con él.
Ella me mira intentando comprender cómo es posible que el Donovan que ella conoce haya sido capaz de hacer algo así. Ni siquiera la llegada de Nerón, que normalmente provocaría un inmediato aleteo de pestañas por su parte, la saca de su ensimismamiento.
Pedimos dos ensaladas y dos sodas con limón y el camarero se retira.
—Pues no lo entiendo —dice al fin.
—La verdad es que te mentiría si te dijera que yo lo entiendo del todo —le confieso jugando nerviosa con el servilletero—, pero es una gran oportunidad y la mayor parte del tiempo Donovan no es tan odioso.
—Katie, por Dios, no te enamores de él —me avisa alarmada.
—No voy a enamorarme de él. Ni siquiera me gusta.
Admito que no sueno muy convencida.
—Sí, ya —me contesta mi amiga perspicaz—. Creo que ese barco zarpó hace mucho. Pero te entiendo. Yo misma tendría una noche loca de sexo pervertido con él o quizá dos —añade muy sería, lo que me hace sonreír—. Está como un tren y tiene pinta de ser un auténtico dios en la cama, pero Donovan es para eso, no es para plantearse nada serio con él, ¿entendido?
Asiento. No tengo nada que añadir. Tiene toda la razón.
Nerón nos trae nuestra comanda y, tras nuestros «gracias», se retira. Sorprendentemente, Lola sigue sin hacerle el más mínimo caso.
—Oye, ¿te has dado cuenta de que ese era Nerón? —pregunto.
—Sí, pero, chica, me tienes conmocionada —responde compungida— y por tu culpa ahora no paro de imaginarme a Donovan Brent desnudo.
Su comentario me toma por sorpresa y ambas estallamos en risas.
—¿De verdad que no te has acostado con él? —vuelve a inquirir cuando nuestras carcajadas se calman.
—De verdad —contesto exasperada.
Terminamos de comer y vamos a la oficina. Donovan se ha marchado a una reunión, pero me ha dejado una lista casi interminable de trabajo. Afortunadamente le estoy cogiendo el ritmo a esta oficina y con la ayuda de Jackson consigo terminarlo a tiempo.
Aún en el ascensor, oigo sonar el teléfono fijo del ático. En cuanto las puertas se abren, salgo disparada hacia la pequeña mesita junto al sofá.
—¿Diga? —contesto jadeante por la carrera—. ¿Diga? —repito con voz cansada.
Comienza a ser un fastidio que nunca respondan. Repito un último «¿diga?» y finalmente cuelgo el teléfono encogiéndome de hombros. Imagino que ya se cansarán de llamar.
Miro a mi alrededor y no voy a negar que me siento un poco decepcionada al comprobar que no hay nadie. Donovan estará aún en la reunión o de juerga. De todas formas, y recordando mi conversación con Lola, creo que esto es lo mejor que podría pasarme. Si Donovan estuviese aquí cada noche, si fuésemos y volviésemos juntos del trabajo y cenáramos también juntos, se parecería demasiado a vivir en pareja y hasta yo sé que esa es la peor idea del mundo.
Me hago algo rápido de cenar, me pongo el pijama y me tomo las pastillas. Preparo mi cama en el sofá y me acuesto. A oscuras, con el precioso salón sólo iluminado por las luces de la ciudad, mirando el Empire State romper el cielo de Manhattan, no puedo dejar de pensar en que espero que me lleve de nuevo a su cama.
Sacudo la cabeza y cierro los ojos obligándome a dormir. Últimamente sólo tengo malas ideas.
Los rayos de luz atraviesan el ventanal. Me molestan. Quiero seguir durmiendo. Me giro pero me topo con la espalda del sofá. Suspiro. Protesto. No estoy en la cama más cómoda del mundo. Me obligo a abrir los ojos y miro a mi alrededor desorientada. Estoy en el sofá.
Me destapo y me levanto. Vuelvo a mirar a mi alrededor. Quizá no ha venido a dormir. La puerta de su dormitorio está cerrada. Sí ha venido. Adormilada y muy despacio, comienzo a caminar hacia la isla de la cocina. Supongo que se habrá cansado de sólo dormir conmigo. Es lógico. No podía pretender que me llevara en brazos cada noche y me tumbara junto a él.
«Sí, pretendías exactamente eso».
Me pongo los ojos en blanco a mí misma absolutamente exasperada y comienzo a preparar café. Este día va a ser un asco, lo presiento.
La puerta de la habitación se abre lentamente y, antes de que pueda entender con claridad qué está pasando, una chica de piernas kilométricas sale del dormitorio de Donovan.