13

Me humedezco el labio inferior tratando de contener mis lágrimas. No sé de qué me sorprendo. Se lo he visto hacer con varias chicas. Puede que yo me vaya con una reserva para una habitación en uno de los mejores hoteles de la ciudad y no mientras se toma un café recién levantado, pero el resultado es el mismo. Me está alejando de él.

Sin embargo, no puedo marcharme sin más. Es obvio que le ha pasado algo. Debo de ser la más estúpida entre las estúpidas, pero creo que me necesita.

—No voy a irme sin saber qué te ha pasado.

—Katie —me reprende.

—Tienes la mano ensangrentada. Es obvio que te has peleado con alguien.

—Katie —repite.

Está llegando al límite.

—¿Qué ha ocurrido?

—¡Basta ya! —Su voz está endurecida, demasiado intimidante, demasiado exigente.

Mis protestas se callan de golpe.

—Quiero que te vayas —sentencia—. Me comporto como un auténtico cabrón contigo y tú sigues ahí tan entregada y tan enamorada. Te traje aquí porque quería echarte un polvo, nada más, y eso se acabó.

Yo asiento y otra vez lucho por contener las lágrimas. Una parte de mí sencillamente se niega a creerlo. No después de todo lo que vivimos ayer y de la manera tan dulce en la que me hizo el amor esta mañana.

—¿Cómo puedes decir que sólo querías sexo después de lo que ha pasado esta mañana?

—Lo de esta mañana ha sido una estupidez. Yo no te quiero, Katie. Nunca voy a quererte.

No hay un solo atisbo de duda en su voz, únicamente rabia y dolor. Clavo mi mirada en el suelo y resoplo obligándome a no llorar, pero no puedo evitar que una primera lágrima caiga por mi mejilla.

Corro hasta la habitación, abro la maleta que hoy mismo guardé en el vestidor y, sin poder dejar de llorar, meto lo más de prisa que puedo toda mi ropa en ella.

Esto me pasa por confiar en quien no debo, por pensar que la vida es como una novela romántica, por no ser honesta, ni lista, ni leal conmigo misma. Ahora estoy enamorada de Donovan Brent y él acaba de echarme de su casa.

Me sorbo los mocos, cierro la maleta de golpe y salgo del vestidor. Veo uno de sus coches de colección, el Alfa Romeo Giulia Spider negro de 1963 y, antes de que la idea cristalice en mi mente, lo cojo con manos temblorosas y lo guardo en mi maleta.

Cuando salgo al salón, a pesar de que es lo último que quiero, me hago plenamente consciente de Donovan. Está nervioso, inquieto. Es obvio que le ha pasado algo, pero también está claro que no quiere contármelo, que ni siquiera me quiere cerca. Contengo un nuevo sollozo. Lo de no llorar delante de él sigue en pie.

Donovan ni siquiera me mira. Su vista está perdida en el inmenso ventanal.

El unicornio se ha desbocado, me ha tirado al suelo y se ha largado riéndose de mí.

—No voy a quedarme en el Saint Regis —digo dejando la identificación del trabajo y mi iPhone sobre la isla de la cocina—. No quiero nada de ti, Donovan.

Mis palabras le hacen volverse. Observa lo que he dejado sobre la barra, pero su gesto permanece imperturbable. ¿Ni siquiera le duele un poco?

Llamo al ascensor. Está en planta, así que las puertas se abren inmediatamente.

—Adiós —murmuro.

Pero él no contesta. Ni siquiera va a regalarme esa última palabra. Las puertas se cierran y, antes de que pueda controlarlo, rompo a llorar otra vez. No he querido hacerlo delante de él por un estúpido ataque de orgullo, pero ya no hay ningún hombre guapísimo de ojos aguamarina mirándome. Puedo dejar de fingir que soy fuerte y que estar alejándome de él no me está destrozando por dentro.

Cuando Lola abre la puerta y me encuentra al otro lado llorando como una Magdalena con la nariz y los ojos rojos y sosteniendo mi maleta, suspira y me abraza con fuerza.

—Te dije que no te enamoraras de él —me recuerda.

La combinación perfecta de palabras para que llore todavía más desconsoladamente. Me recuerdan que soy una idiota por no comprender que era obvio que las cosas terminarían así y una idiota todavía mayor por, aún comprendiéndolo, haberme colado de esta manera por él.

Esa noche duermo, más que mal, fatal. La paso entera llorando en el sofá de Lola. Me ha ofrecido su cama, pero yo he preferido la relativa intimidad del salón. Sin embargo, en mitad de la noche, en un ataque de perversa memoria, me he recordado a mí misma que estoy en un tresillo y durante un microsegundo suicida he pensado que Donovan vendría a buscarme. Ha sido en ese instante en el que no sigues dormido pero aún no te has despertado del todo y, cuando lo he hecho, me he querido morir. Donovan no está y no va a volver.

Me despierta la lluvia contra la ventana del salón. Ayer hacia sol y hoy parece que estamos a dos nubes del diluvio universal. Una buena metáfora de mi penosa vida. Resoplo a la vez que giro en el pequeño sofá. Era prácticamente imposible que esta historia terminara bien. Estamos en el mundo real, no en un cuento de hadas, aunque se estuviese pareciendo bastante. Sólo teníamos que cambiar el caballo blanco por un jaguar, el castillo por un ático en Park Avenue y al príncipe por un dios del sexo presuntuoso, engreído e incapaz de albergar ningún sentimiento. Sacudo la cabeza. Ni siquiera después de que me echara de su casa de esa manera puedo pensar que sea incapaz de sentir algo. Sé que todo lo que ocurrió con Brodie significó algo para él y, sobre todo, sé que aquella mañana de sexo somnoliento significó algo para él. Fue demasiado intenso, demasiado especial.

Vuelvo a girarme exasperada a la vez que clavo mi mirada en el techo. Acabo de llegar a dos conclusiones. La primera, Donovan es un bastardo con todas las letras. Una verdad simple y sencilla que tengo que asumir de una maldita vez. Soy rematadamente estúpida. No tengo ni un mínimo instinto de supervivencia sentimental. Si mi vida fuera una película, me enamoraría de Bogart en Casablanca, de Daniel Cleaver en Bridget Jones, del vampiro que aún no ha superado su sed de sangre humana en Crepúsculo. Así que la segunda conclusión es que, por mi bien, tengo que aprender a ser más lista y entender que lo que quiero no es siempre, o mejor dicho, casi nunca, lo que me conviene.

Lola se levanta poco después. Prepara un desayuno con el que podrían alimentarse cuatro estibadores de puerto y nos lo comemos viendo una reposición de la famosa telenovela «The Young and The Restless». Ella intenta hacerme hablar, pero no me apetece. Prefiero que nos concentremos en los problemas de las vidas ajenas, como en los de la protagonista del culebrón, Lauren Fenmore-Baldwin; sólo con esos apellidos ya suena a vida sentimental convulsa.

No deben de ser más de las diez cuando llaman a la puerta. Lola va a abrir. La oigo cuchichear en la entrada y a los pocos minutos regresa con expresión seria. Lo primero que pienso es que se trata de Donovan, pero automáticamente descarto la idea. Si se hubiese atrevido a venir, cosa poco probable, los gritos de Lola se hubiesen oído en todo el Lower East Side.

—Katie, Jackson Colton está aquí. Quiere hablar contigo. ¿Lo dejo pasar?

Miro a Lola y lo pienso un instante. Ya he tomado la decisión de dejar la empresa y él es uno de los mejores amigos de Donovan. No entiendo a qué ha venido. Sin embargo, no voy a negar que sigo preocupada por cómo regresó Donovan a su apartamento. Es obvio que se peleó con alguien. Resoplo. Maldita curiosidad y maldito sentimiento católico de culpa de familia irlandesa de clase media. ¡No os necesito!

—Dile que pase —murmuro levantándome con mi taza de café en la mano.

Jackson entra en el pequeño salón de Lola con paso lento pero muy seguro. Creo que nunca he visto a ninguno de los tres caminar con paso dubitativo. Me observa y me sonríe con ternura. Supongo que el viejo chándal de Lola que llevo, la camiseta enorme y la rebeca aún más grande, le han dado la pista definitiva de que, en efecto, estoy hecha polvo.

«Katie Conrad desfilando por el salón de su amiga transexual demostrando una vez más ante un hombre guapo y rico el chiste continuo que es su vida».

—¿Cómo estás? —me pregunta.

Sé que de verdad está interesado. No es una pregunta de puro trámite.

—Bien —respondo encogiéndome de hombros—. ¿Nos sentamos? —inquiero señalando la mesa.

Jackson asiente y despacio caminamos hasta la mesa cuadrada de madera. Es pequeña, pero tiene espacio para cuatro comensales. Me siento en una de las sillas, atrapando mi pierna bajo mi trasero. Jackson lo hace junto a mí. Lola entra en la cocina y sale unos segundos después con una taza de café para él, que se lo agradece educado justo antes de que mi amiga se marche de nuevo para dejarnos algo de intimidad.

Jackson debe de ser de una de esas familias de Glen Cove que siempre han sido ricas. Se le nota en esos modales tan educados intrínsecos en él y, sobre todo, en la manera en que está un escalón por encima de todo. Su arrogancia es aún más instintiva en él. Es su manera de ver el mundo.

—Me alegra que estés bien. —Otra vez sus perfectos modales.

—Me gusta estar aquí con Lola.

Él asiente y le da un sorbo a su café. Yo tengo la taza cogida, pero no bebo. Creo que sólo lo hago para tener algo caliente entre las manos. Estoy muy nerviosa y esa sensación me calma o, por lo menos, me calmaba.

—Katie, si he venido aquí es porque Donovan nos ha dicho que has renunciado al trabajo.

Asiento nerviosa.

—Es lo mejor —me reafirmo—. Además, ni siquiera estaba preparada para el puesto que Donovan me había dado. Es mejor dejar las cosas así —me parafraseo.

—Es cierto que probablemente no estás preparada para ser ejecutiva júnior —los dos sonreímos pero a ninguno nos llega a los ojos: es más que obvio—, pero los tres estamos muy contentos con el trabajo que has estado haciendo. Has aprendido rápido y mucho. Colin y yo —hace una pequeña pausa— y también Donovan —sentencia como si le pareciese una estupidez ocultarlo— queremos que te lo replantees.

Abro la boca dispuesta a decir de nuevo que no, pero Jackson alza suavemente la mano, interrumpiéndome.

—Puedes empezar como asistente de oficina. Nos ayudarás a los tres —hace un suave hincapié en el número. Una manera de decirme que no tendré que vérmelas a solas con Donovan—. Y seguirás aprendiendo. Además, podrás continuar estudiando.

—No voy a continuar estudiando —me sincero.

No puedo permitir que Donovan me siga pagando la universidad.

—La empresa se haría cargo de tus gastos universitarios —replica comprendiendo perfectamente cuáles son mis reticencias—. Sería un crédito. En tu nomina de cada semana te descontaríamos una pequeña cantidad.

Niego con la cabeza. No quiero sonar desagradecida, pero, al final, sería lo mismo que si Donovan continuara haciéndose cargo.

—No te lo tomes como caridad —añade Jackson y sé que ha usado esa palabra de una manera completamente deliberada. Es plenamente consciente de cómo me siento—. Entiéndelo como lo que es. Hemos encontrado una buena asistente que el día de mañana será un valioso activo para nuestra compañía y queremos asegurarnos de que llegue a ese punto lo más rápido posible y con la mejor formación.

Me humedezco el labio inferior y pierdo mi vista primero en un simple recorrido por el pequeño salón y después en la ventana. Tenía las ideas muy claras, pero está consiguiendo que dude.

—Katie —me llama devolviéndome al aquí y ahora—, Donovan te ha hecho daño y entiendo que no quieras volver a verlo, pero con todo esto el que más va a sufrir es él mismo, aunque sea tan jodidamente testarudo de no entenderlo.

Esa frase significa demasiadas cosas que ahora mismo no quiero pensar.

—¿Lo has visto? —pregunto en un hilo de voz.

—Sí.

De pronto la taza es sólo un trozo de cerámica. Sólo habría algo o, mejor dicho, alguien que conseguiría que dejara de estar así de nerviosa.

—¿Y cómo está?

—Mal —responde sin paños calientes.

Jackson Colton es sincero hasta las últimas consecuencias, para bien o para mal.

Me muerdo el labio inferior con fuerza, tratando de contener las lágrimas.

—Ayer…

—Lo que Donovan vivió ayer no debería vivirlo nadie —me interrumpe—, pero no me corresponde a mí contártelo.

Asiento. Sé que tiene razón.

—Puedes tomarte unos días de vacaciones. Sólo prométeme que te lo pensarás.

Respiro hondo. Sé por qué no quiero volver, pero no puedo obviar que es la mejor oportunidad laboral que tendré nunca y que desperdiciarla sería simplemente de idiotas.

Sólo tengo que mentalizarme y asimilar de una vez por todas lo que ya me he dicho sobre Donovan.

—Está bien. Volveré. Y no necesito un par de días, mañana estaré en la oficina.

Jackson sonríe y hay cierto alivio en su mirada.

—Has tomado la mejor decisión —sentencia a la vez que se levanta—. Gracias por el café, Lola.

Mi amiga se asoma desde la cocina y le dedica su mejor sonrisa. Yo también me levanto y acompaño a Jackson hasta la puerta.

—Gracias por venir —digo abriéndola.

Jackson se gira con la sonrisa aún en los labios.

—Katie, ya eres una de los nuestros, para lo bueno y para lo malo.

—¿Seremos Colton, Fitzgerald, Brent y Conrad? —bromeo.

—Un poco largo, ¿no crees? —replica contagiado de mi humor y los dos sonreímos. Esta vez de verdad—. Quería asegurarme de que estabas bien, pero, sobre todo, he venido hasta aquí por Donovan. Quiero a ese gilipollas como si fuera mi hermano y se está equivocando —calla un segundo— y sé que va a arrepentirse muchísimo.

Sin quererlo, mi expresión vuelve a cambiar, pero me esfuerzo en disimularlo.

—Nos vemos mañana, Katie —se despide.

Asiento una vez más saliendo de mi ensoñación.

—Hasta mañana.

Cierro la puerta y no puedo evitar quedarme pensando con la mirada perdida en la madera. Las palabras de Jackson sólo han servido para que, esa parte de mí empeñada en que no me rinda con Donovan porque me necesita, resurja con más fuerza. Cierro los ojos. Esa parte me da un miedo terrible.

Yo también quiero a ese gilipollas y no puedo evitar pensar que, sea lo que sea lo que ha pasado, lo que necesita es ayuda, no que me aleje de él. Resoplo y dejo caer mi frente sobre la madera. De todas las malas ideas que he tenido, y he tenido muchas, esta sin duda alguna se lleva la medalla de oro. Le quieres, ¿y ahora qué?

—Ahora estoy bien jodida —murmuro para mí sin moverme un ápice.

—¿Y después dicen que los transexuales somos dramáticos? —oigo a Lola a mi espalda—. Quien dijo eso no vio a una heterosexual recordando el polvo de su vida contra una puerta.

Y, aunque no quiero, sonrío.

—Córtame el pelo —digo enérgica, separándome de la madera y colocándome frente a ella.

Lola me mira con el ceño fruncido. Ha sido una de esas ideas que pasan fugaces por tu mente y las atrapas al vuelo.

—Etapa nueva, corte de pelo nuevo —explico—. Es de primer capítulo del libro de autoayuda.

No pienso quedarme llorando. No quiero hacerlo.

—Y nos compramos ropa —añade dando una palmada.

—Y una botella de preparado de margarita.

—De eso nada —me replica muy seria—. Compramos los ingredientes y lo hacemos aquí. Soy latina. En esta casa se cocina.

Las dos nos echamos a reír. No pienso discutirle eso.

Me paso la mano por el pelo y dejo que los mechones se cuelen entre mis dedos. La sensación es agradable, pero se acaba en seguida. Tengo el pelo muy corto. Apenas me llega al hombro. El suelo a mi alrededor está lleno de mechones castaños, casi rojizos.

—¿Te gusta? —pregunta Lola inquieta.

Vuelvo a mirarme. Me siento rara. Nunca he llevado el pelo tan corto pero… me gusta, me gusta mucho. Sólo tengo que acostumbrarme.

—Me encanta —digo al fin.

—¿Segura?

—Sí —sentencio con una sonrisa.

Es moderno y divertido. Soy Bonnie sosteniendo una ametralladora de disco, montada en uno de esos coches de principios del siglo XX con Clyde.

—Genial —replica Lola—. Recojamos todo esto y vayámonos de compras.

Nos pasamos el resto de la mañana de tiendas y almorzamos en NoLita para que Lola pueda ver a Nerón. No tengo mucho dinero, pero, dado que conservaré el trabajo, puedo permitirme un vestido muy bonito en TopShop.

En casa tomamos un número, que se pone un poco borroso después del tres, de margaritas y nos vamos a dormir. El alcohol, la tarde de compras y todo el cansancio acumulado hacen que en seguida los ojos comiencen a cerrárseme sistemáticamente, pero otra vez, en este instante en el que no sabes si estás despierto o dormido, vuelvo a pensar en Donovan y en el sexo somnoliento, el peor invento del mundo.

Lola tiene que acompañar a su jefe a una reunión en el Meatpacking District, así que tendré que pillar el bus para ir a la oficina.

Cuando llego a la parada, atrapo el último sitio y sonrío satisfecha a un skater que tenía las mismas intenciones que yo y ahora me mira malhumorado.

He sido más rápida que tú, chico del patinete.

No llevo ni dos segundos sentada cuando aparece un señor que ya debía de ser viejo cuando los autobuses fueron la revolución del transporte público. Hago el ademán de levantarme, pero él alza la mano diciéndome que no es necesario. Lo miro y sonrío. Es obvio que sí es necesario. Me levanto y le señalo el asiento para que pueda sentarse. Él me devuelve la sonrisa y me lo señala a mí. Y entre señalar y señalar, el skater se sienta y deja caer el patinete a sus pies.

—¿En serio? —pregunto levantándome el gorro de lana que llevo puesto para poder mirarlo sin asomo de duda a los ojos.

—En serio —sentencia sin ningún remordimiento—. Hay que ser más rápida, Pecosa.

¿Pecosa? ¿De verdad?

El chico se encoge de hombros y yo tengo ganas de subirme a lo alto del techo de la parada y gritar que estoy empezando a cansarme del absurdo chiste que tengo por vida. El universo tiene que pasárselo en grande a mi costa.

Le dedico la peor mirada que soy capaz de esgrimir, giro sobre mis pies y me adelanto unos pasos para esperar el autobús en el borde de la acera. Qué gilipollas.

Entro en el elegante edificio de oficinas suplicando que se haya marchado a una reunión de negocios a la otra punta del país o, mejor aún, haya decidido quedarse en su casa llorando y bebiendo. Esta última opción me proporciona un poco de placer, pero soy plenamente consciente de que es la menos probable. Posiblemente ayer se tomó un Glenlivet, se puso su mejor traje y se fue al Archetype y ahora mismo esté tomándose un café intentando recordar si se acostó con dos suecas y una finlandesa o bien con dos finlandesas y una sueca. Al final, reduciría el pensamiento a algo así como «todas de diseño escandinavo y todas me la chuparon». Sería un comentario muy de él.

Esa idea me enfada sobremanera y mi súplica en las sesenta plantas de ascensor cambia ligeramente. Espero que un incendio haya fulminado su apartamento de Park Avenue y se haya chamuscado el noventa por ciento del cuerpo, de manera que ahora sea una momia muy poco atractiva. Resoplo. No quiero que él ni su ático se quemen, sólo su dormitorio con todos sus malditos trajes, las servilletas con nombres de chicas con corazoncitos y sus coches de colección. Me alegro de haberme quedado con el Alfa Romeo, aunque aún no sé muy bien qué hacer con él.

Al atravesar la puerta, sigo suplicando bajito que por lo menos esté en una reunión y no lo vea en todo el día, pero, cuando alzo la cabeza, me doy cuenta de que no va a concederme una tregua ni siquiera hoy. Está hablando con Sandra. Le da unos papeles y, antes de marcharse de vuelta a su despacho, alza la mirada y me ve. Está aún más guapo y yo sólo quiero gritar y abofetearlo y besarlo… porque, a pesar de todo, le quiero y ninguna quema de coches de colección va a poder acabar con eso.

«Pero ayudaría».

Necesito un minuto, pero no me lo concedo. Tengo que acostumbrarme a que, a partir de ahora, las cosas serán así. Él, injustamente guapo, y yo, injustamente colada por él. Donovan me mira de arriba abajo con la expresión tensa, malhumorado, furioso, y durante un momento nos quedamos así el uno frente al otro, separados por un puñado de metros, hasta que él decide que los dos hemos tenido suficiente y entra en su despacho cerrando de un sonoro portazo.

Estoy completamente convencida de que me quedan muchos de esos por escuchar.

Miro a mi alrededor sin saber qué hacer. Normalmente trabajaría con Donovan en su oficina, pero obviamente eso no voy a hacerlo. Decido ir a hablar con Jackson para decirle que ya estoy aquí y que, si no le parece mal, me instalaré en la sala de juntas. Sin embargo, apenas he dado unos pasos en dirección a su despacho cuando Colin y él aparecen desde el pasillo.

—Hola, Katie —me saluda Colin con esa sonrisa destinada a eliminar la reticencia de cualquier chica. Seguro que tiene clarísimo lo que consigue con ella.

—Hola —añade Jackson también sonriendo.

Yo les devuelvo el gesto y levanto suavemente la mano.

—Llegas pronto —me riñe Colin— y eso significa que voy a ganarme una buena bronca.

Estira la mano para que pase delante y cogemos el pasillo que lleva al despacho de Jackson y al archivo. Es el opuesto a donde están la sala de juntas, el de Colin y el de Donovan.

—Aquí soy el único que trabajo —susurra divertido.

Yo vuelvo a sonreír y Jackson pone los ojos en blanco.

—Menos club y más dejarte los cuernos aquí —le reprende su socio.

—¿Menos club? Tendrás valor —protesta indignadísimo—. Cada vez que llego, tú ya estás allí y, cuando me marcho, tú sigues allí.

—Eso es porque, evidentemente —replica socarrón—, yo tengo mucho más que hacer allí que tú.

No puedo evitar echarme a reír y Colin resopla aún más indignado que antes.

—En fin —dice deteniéndose frente a una puerta—, fingiré que no te he oído por el bien de nuestra amistad, gilipollas.

Jackson lo mira tan amenazador como divertido desde su pedestal y se cruza de brazos junto a la puerta.

—¿Preparada? —me pregunta Colin.

Yo frunzo el ceño y miro hacia la puerta. Es de cristal, como la pared frontal y la que da al vestíbulo. No puede verse el interior porque ambas han sido cuidadosamente cubiertas por papel de embalar.

—Sí, supongo —respondo con una sonrisa curiosa.

Colin abre la puerta, enciende la luz y mi sonrisa se ensancha hasta límites insospechados con el primer paso que doy. La estancia es pequeña y los muebles, sencillos pero muy bonitos. Hay una mesa de madera clara justo en el centro con un iMac reluciente. A un lado hay una estantería con las dos primeras baldas llenas de libros y, junto a ella, una pequeña mesita y dos sillones de esqueleto de metal y mullidos cojines blancos a juego con los de la sala de espera. Es un despacho. ¡Mi despacho!

Sonrío de nuevo, pero toda mi expresión se llena del más genuino asombro cuando veo el enorme ventanal tras la mesa. ¿Cómo no he podido darme cuenta antes? ¡Es increíble! Doy un paso hacia él y sonrío como una idiota al ver el Rockefeller Center levantarse frente a mí; un poco más atrás, el edificio Chrysler, y, en la otra dirección, majestuoso y sereno, Central Park. Mi sonrisa se vuelve un poco más triste pero mucho más sincera al comprobar que tengo un pedacito de las vistas de Donovan en mi propio ventanal.

—Donovan, después de pasarse todo el día protestando —me explica Colin—, gruñó algo parecido a que te encantaban las vistas de Nueva York, así que nos dimos cuenta de que este era el despacho ideal para ti.

Sonrío de nuevo y sin quererlo recuerdo cómo se rio de mí porque me quedé admirada contemplando los rascacielos.

—Pero, como ves, aún faltan algunas cosas —me devuelve Jackson a la realidad—. No tienes ni un mísero lápiz.

Ahora es Colin el que pone los ojos en blanco.

—Ahora mismo mandaré a Claire con todo el material de oficina —refunfuña.

Yo asiento y sonrío. Estoy encantada. Los chicos me devuelven el gesto y se dirigen a la puerta.

—Tenemos una reunión en dos horas —me informa Jackson—. Repasa todas las cuentas del asunto Foster.

—Por supuesto —respondo eficiente, pero mi indisimulable sonrisa sigue ahí.

Los chicos se marchan; espero hasta que la puerta se cierra, para no caerme de la escala profesional, y comienzo a dar saltitos e incluso alguna palmadita. ¡Tengo un despacho!

Lo primero que hago es retirar todo el papel de embalar. Puedo ver el vestíbulo y la recepción desde aquí, incluso una esquinita del mostrador de Eve. También veo la puerta de Donovan, pero prefiero no pensar en eso.

Claire no tarda en llegar con una caja de cartón con todo lo necesario para llenar la bonita cajonera gris marengo junto a mi mesa. Poco después es Eve la que llama a mi puerta acompañada de uno de los chicos de mantenimiento del edificio para instalarme un teléfono y una ultramoderna impresora multifunción que, por el bien de todos, espero saber usar.

Voy a buscar a Lola para contarle las buenas noticias, pero Mackenzie me explica que aún no ha llegado. En principio decido esperar. Quiero ver la cara que pone cuando le cuente que ya tengo despacho, pero no soy capaz de aguantar ni tres minutos y acabo llamándola por teléfono.

Dejo de pasearme de un lado a otro y de quedarme admirada con las vistas y me pongo a trabajar. La reunión es en menos de una hora y necesito repasar todos los informes de Foster.

Camino del archivo tengo la tentación de pasar por el despacho de Donovan y ver cómo está, pero me contengo. No sería una buena idea.

Soy la primera en llegar a la sala de conferencias. Mientras espero a los chicos, me pongo más nerviosa a cada segundo que pasa. Estoy jugueteando inquieta con el lápiz contra los balances de la empresa del multimillonario Benjamin Foster cuando oigo pasos acercarse a la puerta y apenas unos segundos después los chicos entran. Primero Jackson, después Colin y, por último, Donovan. No suena Sympathy for the devil[5] porque Mick Jagger y Keith Richards están sentados a mi lado embobados como yo. ¿Cómo puede ser posible que esté aún más guapo que esta mañana? Creo que es otra de sus formas de torturarme. «Vamos a ver cuánto tarda Pecosa en perder las bragas». La respuesta escandalizaría al mismísimo Thomas Hardy.

Él me observa apenas un momento y toma asiento al otro lado de la mesa. Es algo que siempre me ha sorprendido de las reuniones en Colton, Fitzgerald y Brent. Nunca, ninguno de ellos se sienta en la cabecera, un recordatorio más de las bases de su relación de igual a igual absolutamente en todos los niveles. Es la amistad elevada a la enésima potencia.

—Bueno, todos tenemos cosas que hacer, así que vamos a intentar terminar lo antes posible —nos anuncia Colin—. Katie, las cuentas.

Asiento y comienzo a explicar lo que he preparado en mi despacho, ¡mi despacho!, justo antes de venir aquí.

Más o menos una hora después, la reunión ya casi ha acabado. Los chicos acuerdan una nueva tanda de inversiones y tanto Jackson como Colin me encargan revisiones de otros proyectos.

Donovan no me dirige la palabra ni una sola vez, pero, cada vez que posa sus ojos sobre mí, mi corazón se detiene un segundo y durante el siguiente late desbocado. Tengo la kamikaze sensación de que con su mirada trata de decirme todo lo que no se permite hacer con palabras. Inmediatamente tengo que recordarme que eso es una estupidez muy propia de las novelas románticas, que por otra parte creo seriamente que debería dejar de leer. Sin embargo, algo dentro de mí vuelve a gritarme que no me quede sólo con lo que él quiere que vea, que siga mi intuición.

—Antes de irnos, explícanos cómo va lo de Holland Avenue —me pide Jackson.

Hago memoria un segundo. No veo esos expedientes desde hace varios días, aunque no tardo en recordarlos.

—Van exactamente como…

Unos golpes en la puerta me distraen. Se abre despacio y Sandra entra con cara de susto.

—Señor Brent —lo llama nerviosa.

Automáticamente frunzo el ceño. Todos en esta habitación, su pobre secretaria incluida, sabemos que no se le puede interrumpir cuando está reunido.

Donovan, arisco y malhumorado, lleva su vista hacia ella y le hace un imperceptible gesto con la cabeza para que hable.

—Le esperan en su despacho.

Él enarca las cejas sardónico dedicándole un implícito «¿quién?» y recordándole de paso lo poco que le gusta que le den los mensajes a medias.

—Su novia —le aclara.