9
Despacio, nerviosa, tímida, me llevo las manos al bajo de mi jersey y lentamente me deshago de él sacándomelo por la cabeza. Donovan no dice nada, pero la manera en la que me mira me hace sentir increíblemente sexy. Es una mirada fría, incluso un poco dura, pero llena de una sensualidad sin precedentes, como si estuviese haciendo exactamente lo que quiere, como si otra vez le estuviese complaciendo sin ni siquiera saber que lo conseguiría.
Me descalzo, me desabrocho los vaqueros y con la misma lentitud me deshago de ellos. Llevo un sencillo conjunto de ropa interior azul, pero ahora mismo me siento como si fuese carísima lencería de La Perla.
Donovan me hace un leve gesto con la cabeza para que entre en la habitación. Comienzo a caminar. Uno de mis pies sigue al otro y, en realidad, los dos siguen su estela de increíble atractivo. Cuando sólo me quedan un par de metros, Donovan se separa apenas un paso de la puerta.
Todo es tan sensual.
Al pasar junto a él, tomándome por sorpresa, me coge de las caderas y me lleva contra la puerta. Me levanta a pulso sin ningún esfuerzo y yo reacciono inmediatamente entrelazando mis piernas alrededor de su cintura y mis brazos en su cuello. Me besa desbocado. Su cuerpo aprisionando el mío es lo único que necesito para dejarme llevar.
—Pecosa —me llama contra mis labios.
—Lo sé. Esto es sexo, nada más —respondo completamente entregada.
—No —replica a la vez que se separa lo suficiente para que sus ojos atrapen los míos, dejándome absolutamente claro con su mirada que no podría estar más equivocada—. Esto es follar, hasta caer rendidos, y no lo vamos a estropear con una estupidez como el amor.
Antes de que pueda responder o protestar, vuelve a conquistar mi boca absolutamente indomable y yo lo recibo encantada. Saca un condón del bolsillo, rasga el envoltorio con los dientes y, con la agilidad del que se ha visto en esta situación un millón de veces, se echa hacia atrás, libera su erección y se coloca el preservativo.
Donovan aparta la tela de mis bragas y de un solo movimiento entra en mí. Los dos gemimos al unísono. Su mano avanza por mi costado hasta perderse en mi pelo. Con la segunda embestida me obliga a alzar la cabeza y otra vez mi boca, y yo, somos suyas.
Meto las manos bajo la almohada y me acomodo de lado. Donovan está tumbado junto a mí, con la vista clavada en el techo y una de sus manos descansado en mi cadera, haciendo perezosos círculos con el pulgar. Nuestras respiraciones aún están suavemente aceleradas.
—Lola me dijo que eras alemán —comento con la voz tenue para no romper la atmósfera tranquila y relajante en la que estamos sumidos—, pero no tienes acento.
Quiero conocerlo un poco mejor.
—Nací en Múnich. Mis padres murieron cuando tenía quince años y vine aquí.
Sus palabras son frías, distantes. Me pregunto si es un mecanismo de defensa o simplemente es que, el hombre con menos empatía que he conocido, ni siquiera puede sentirla consigo mismo.
—Lo has simplificado bastante, ¿no?
—Eso pasó hace diecisiete años. No hay más que contar, ni más que preguntar —y tengo la sensación de que ha sido una advertencia.
Donovan se incorpora levemente y apaga la luz.
—Además —continúa—, será mejor que nos durmamos ya. Imagino que querrás estar descansada para tu examen ficticio de mañana.
Tuerzo el gesto en la oscuridad. ¡Mierda! ¡Me ha pillado!
Donovan sonríe, me coge de la cintura y me lleva una vez más contra su pecho. Mis labios se inundan de su sonrisa y me dejo envolver por sus brazos.
Espero de verdad tener claro lo que quiero.
Humm… necesito ir al baño. Cambio de postura y me acurruco, la solución universal para evitar levantarse de la cama, pero no funciona. Necesito ir al baño urgentemente. Abro los ojos malhumorada y me levanto de prisa. Al hacerlo, me doy cuenta de que Donovan no está a mi lado. Frunzo el ceño y corro al baño. Cuando vuelva, me ocuparé de eso.
Después de lavarme las manos, bebo un poco de agua directamente del grifo y regreso a la habitación. Vuelvo a mirar la cama. ¿Dónde estará?
De inmediato llevo mi vista hacia la puerta e, inconscientemente, se me encoge un poco el corazón.
Recojo su camisa del borde de la cama, me la pongo y me dirijo al salón con paso sigiloso. No necesito abrir la puerta del todo para ver a Donovan otra vez sentado en el suelo, otra vez con la espalda apoyada en el sofá, otra vez con un vaso de whisky y la mirada perdida en el inmenso ventanal.
Se toca los mismos sitios: el costado, el brazo, el hombro y la cicatriz sobre la ceja. Vuelve a pronunciar algo con cada movimiento, pero no logro entenderlo. Creo que está hablando en alemán.
Parece tan furioso, tan triste, tan solo.
Abro la puerta por completo y doy un paso hacia el salón. Probablemente me cueste una pelea y un «no te metas en mis asuntos, Pecosa», pero no puedo darme media vuelta sin más. Necesito saber que está bien.
Avanzo un segundo paso, pero el teléfono fijo comienza a sonar, sobresaltándome. Donovan se gira y yo cierro inmediatamente la puerta. Sin embargo, no lo coge. El teléfono sigue sonando. Con el ceño fruncido, rodeo el pomo despacio y aún más lentamente abro la puerta. Donovan está de pie junto al teléfono, observándolo sonar. ¿Por qué no responde?
Cuando el aparato calla, se acaba su whisky de un trago y deja el vaso sobre la mesita, todo sin levantar sus ojos del teléfono. Se pasa las dos manos por el pelo y las deja un segundo en su nuca, parece agotado.
Donovan resopla y se dirige a la habitación al tiempo que deja caer sus brazos junto a sus costados. Yo me aparto de la puerta y rápida vuelvo a la cama. Mierda, no me da tiempo a quitarme la camisa. Sus pasos se oyen muy cerca. ¡Me va a pillar! ¡Torpe, torpe, torpe!
Abre la puerta y no se me ocurre otra cosa que bostezar fingiéndome cansadísima.
—¿Qué haces despierta, Pecosa? —pregunta con el ceño fruncido y la voz endurecida.
Está claro que no le ha hecho la más mínima gracia.
—He oído el teléfono —me disculpo—. Iba a cogerlo pero ha parado y, entonces, me he dado cuenta de que no estabas.
Donovan, que ha escuchado atentamente mi explicación, asiente y da un paso hacia mí. No podría jurarlo, pero creo que durante un solo segundo sus ojos se han inundado de alivio, como si le preocupase que le hubiera visto sentado en el suelo.
—¿Quién era? —pregunto en un murmuro.
—Nada importante —responde arisco.
—¿Cómo lo sabes? —vuelvo a inquirir, esforzándome en hacerlo en el tono más amable posible para que no parezca un interrogatorio—. No lo has cogido. Nadie llama a las… —me giro para ver el reloj de su mesita. Son las cuatro de la madrugada. ¡Es tardísimo!—… cuatro de la mañana si no es importante. Quizá alguien esté en el hospital. ¿No te preocupa?
Resopla. Esta situación está empezando a cansarle.
—No es importante —repite clavando sus ojos en los míos.
Sólo hay un motivo por el que puede tenerlo tan claro. Sabe perfectamente quién ha llamado, aunque no lo haya cogido. Algo me dice que siempre es la misma persona la que llama y no responde. Y algo me dice también que él es plenamente consciente de ello.
—Sabes quién era, ¿verdad?
Donovan da un paso más hacia mí. Su mirada se endurece y al mismo tiempo se llena de arrogancia.
—No te confundas, Pecosa, yo no tengo que darte explicaciones.
Le mantengo la mirada, aunque la suya consigue intimidarme. Tiene razón y yo ya sabía que esta situación terminaría así.
Donovan frunce el ceño imperceptiblemente y su mirada cambia. No quiere seguir con esta conversación. Se acerca un paso más y con su descaro habitual me mira de arriba abajo.
—Quítate mi camisa —me ordena.
Sus ojos siguen sobre los míos, pero yo rompo el contacto de nuestras miradas y me centro en mis pies descalzos sobre el parqué. Creo que estoy enfadada, aunque soy plenamente consciente de que no tengo ningún derecho a estarlo.
Donovan se inclina ligeramente sobre mí.
—No voy a repetírtelo.
No es una orden. No me está diciendo que, si no lo hago, me cargará sobre su hombro y me llevará con él. Es una advertencia. Me está dejando claro que, si no me quito su camisa, me arrepentiré porque perderé una oportunidad de entrar en el paraíso del que sólo él tiene la llave.
Me humedezco el labio a la vez que alzo la cabeza y suspiro suavemente. Me llevo las manos a la camisa y, despacio, comienzo a desabrocharla. Con el primer botón que atraviesa el ojal, Donovan sonríe sexy y satisfecho. Da el último paso que nos separa, agarra la camisa y la abre de golpe, haciendo que los botones salgan disparados por toda la habitación mientras me besa con fuerza.
—Buena chica —susurra con la voz ronca contra mis labios a la vez que me levanta del suelo y de dos zancadas nos lleva hasta la cama.
Su cuerpo sobre el mío es mi recompensa por desinhibirme y obedecer, y pienso aprovecharla.
Me despierto y perezosa estiro los brazos a la vez que lanzo un gruñidito de puro placer. Esta cama es una pasada. Ruedo hasta levantarme por el otro lado y vuelvo a estirarme. Apenas he dormido, aunque la maratón de sexo ha merecido la pena. Lo de este hombre definitivamente es otro nivel. No es que yo tenga mucho con qué comparar, pero es como la primera vez que pruebas el chocolate belga con noventa y nueve por ciento de cacao. Sabes que no puede existir en el mundo nada mejor.
Frunzo los labios cuando caigo en la cuenta de que Donovan no está. Miro el reloj de su mesita. Sólo son las seis y media. Aún es temprano. Voy hasta la cómoda y le robo una camiseta. Ni siquiera pierdo tiempo en buscar mis bragas. Sólo saldré, me aseguraré de que no ha vuelto al suelo del salón y me meteré en el baño para darme una larga, larguísima ducha. Aunque sea sábado, me espera mucho trabajo en Colton, Fitzgerald y Brent.
Cruzo la puerta recogiéndome el pelo en una coleta. Automáticamente miro hacia el sofá y respiro aliviada cuando no lo veo sentado en el suelo.
—¿Donovan? —lo llamo.
—Buenos días, Pecosa —me saluda de lo más socarrón desde la terraza.
Con el ceño fruncido, me giro hacia él y creo que voy a tener un ataque de puro bochorno cuando veo a Jackson a su lado.
¡Ni siquiera llevo bragas!
¡Joder!
Echo a andar con el paso acelerado, casi corriendo, para ocultarme tras la barra de la cocina mientras noto cómo las mejillas, y creo que todas las partes de mi cuerpo, se están tiñendo de un rojo intenso. Trato de ir tan de prisa y que al mismo tiempo no se me vea el culo, que doy un traspié justo al alcanzar la isla y acabo cayéndome tras el mueble de elegante diseño italiano. ¡Joder, joder, joder! Me levanto casi de un salto y carraspeo intentando recuperar la dignidad perdida.
«Y eso que sólo son las ocho de la mañana».
—Buenos días —saludo muerta de la vergüenza.
—Así es ella —anuncia Donovan ceremonioso caminando hacia mí seguido de su amigo—, capaz de cualquier cosa para que empieces la mañana con una sonrisa.
Lo fulmino con la mirada. Es un gilipollas. Podría haberme avisado de que no estábamos solos.
—Buenos días, Katie —me saluda Jackson con una sonrisa, luchando por no reírse abiertamente.
Donovan se acomoda en uno de los taburetes con una impertinente sonrisa y yo vuelvo a asesinarlo con la mirada.
—Revisa esas inversiones y tomaremos una decisión con Colin sobre todo el asunto —le comenta a Donovan y él asiente—. Hasta después, Katie —se despide dirigiéndose al ascensor.
Mentalmente suspiro aliviada, aunque de paso se podría llevar a este gilipollas.
—Eres un capullo —me quejo en cuanto Jackson se marcha.
Cargo la cafetera y la enciendo.
—Y tú, muy divertida.
No puedes tirarle la cafetera a la cabeza. No puedes tirarle la cafetera a la cabeza.
—¿Ni siquiera te importa que me haya visto medio desnuda?
—¿Te gustaría que me hubiese puesto celoso? —pregunta con una media y presuntuosa sonrisa colgada del rostro.
Donovan se levanta, abre el frigorífico y saca una manzana.
—Claro que no —bufo indignada, aunque en realidad no estoy tan segura.
Me esfuerzo en ignorarlo, pero soy plenamente consciente de cuándo camina hasta mí, quedándose a mi espada, exactamente a un puñado de centímetros.
—Sólo hay dos motivos por los que un hombre se pone celoso, Pecosa —susurra con esa voz tan masculina—, y aquí no se cumple ninguno de los dos.
Sin más, se aleja y yo me quedo completamente inmóvil. Otra vez me ha robado la reacción. ¡Maldita sea!
—Mueve el culo —me advierte desde el pasillo—. Vestida o no, nos vamos en una hora.
Cierro malhumorada la cafetera y resoplo. Gilipollas, gilipollas, ¡gilipollas!
Me doy una ducha rápida y me pongo un bonito vestido rojo. No tiene nada de espectacular, pero me gusta cómo me sienta y, después del bochorno sufrido a primera hora de la mañana, necesito algo que me suba la autoestima.
Salgo al salón poniéndome mis tacones nude. Ha pasado poco más de media hora desde que Donovan se metió en su estudio, así que tengo un momento para tomarme otro café. Apenas he llegado a la cocina cuando él aparece desde el fondo del pasillo.
—Tarde —gruñe sin más pasando junto a mí camino del ascensor.
Pongo los ojos en blanco y, resignada, giro sobre mis bonitos zapatos. ¿Si lo asesinara se consideraría un crimen pasional? Si me toca una jueza que haya conocido a Donovan, seguro que me declara inocente y me da la llave de la ciudad.
El repiquetear de mis tacones suena contra el elegante parqué mientras me dirijo al ascensor. Eso parece llamar la atención de Donovan, que mantiene sujeta la puerta. Alza la mirada y con descaro me observa de arriba abajo, poco a poco, a la vez que una media sonrisa dura y sexy se va dibujando en sus perfectos labios.
Entro en el elevador con la autoestima por las nubes y las mariposas haciendo triples giros y tirabuzones en mi estómago.
Donovan pulsa el botón del vestíbulo y se deja caer contra la pared al tiempo que se cruza de brazos. Yo clavo mi vista al frente. El ascensor es demasiado pequeño y él, una vez más, parece un modelo de Esquire. No pienso mirarlo y un microsegundo después lo hago embobada.
Le noto sonreír, esa sonrisa diseñada para que todo el vocabulario de las mujeres se reduzca a las palabras «sí, señor», y alza la mano hasta que despacio acaricia el bajo de mi vestido.
—Donovan —protesto, pero no me muevo ni un ápice.
—Es culpa tuya, Pecosa. Me la has puesto dura —comenta divertido colocándose a mi espalda.
Sus manos se deslizan por mi cintura y, lleno de descaro, me hace comprobar cómo su miembro se ha despertado bajo sus pantalones a medida rozándolo con mi trasero.
—Donovan —me quejo entre risas de nuevo, tratando de zafarme de sus manos.
—Seremos muy rápidos.
—No voy a tener sexo contigo ahora —replico—. Tenemos que ir a la oficina.
Donovan me gira entre sus brazos.
—Soy uno de los jefes y llegar tarde por estar follando aparece en nuestros estatutos —me explica mientras sus manos vuelan bajo mi vestido.
—Qué previsores —apunto socarrona apartándoselas.
—Los que más —replica volviendo a colarlas.
—Donovan…
—También puedo meterte algo en la boca para que estés entretenida.
Lo miro con los ojos como platos, tratando de disimular que estoy a punto de echarme a reír, y lo empujo apartándolo de mí. Apenas lo muevo un centímetro. Él sonríe como sabe que tiene que hacerlo para que olvide hasta el año en el que vivo y, despacio, vuelve a inclinarse sobre mí.
—Eres un maldito descarado —me quejo divertida, manteniéndole la mirada.
Está peligrosamente cerca.
—Quiero llevarte al club.
Su voz es sencillamente increíble.
—¿Al Archetype? —murmuro.
—Sí.
Donovan mueve sus manos y acaricia el interior de mis muslos.
—Y quiero follarte con este vestido.
Yo ahogo una sonrisa nerviosa en un suspiro aún más nervioso.
—Me parece bien —musito tratando de sonar indiferente.
Obviamente no lo consigo, pero la otra opción hubiese sido darle un «sí» mientras movía la cabeza como los perritos de adorno de los coches.
Donovan sonríe.
—No te estaba pidiendo permiso —sentencia rebosando sensualidad en cada palabra.
—¿Te he dicho ya que eres un descarado? —replico al borde del tartamudeo, intentado demostrarle que también puedo jugar.
—Y yo ya te he advertido que la culpa es sólo tuya…
Nuestras respiraciones aceleradas lo inundan todo.
El ascensor pita, avisándonos de que las puertas van a abrirse.
—… Pecosa —sentencia separándose de mí con la sonrisa más impertinente del mundo.
Lo observo salir del ascensor como si nada hubiese pasado, mientras yo estoy al borde de estallar como si estuviese fabricada de fuegos artificiales.
—Muévete —me recuerda sin girarse—. Tenemos mucho trabajo.
Yo pongo los ojos en blanco a la vez que echo la cabeza hacia atrás, resoplo, sonrío y finalmente echo a andar. El cabronazo es imposible, pero también divertidísimo. No se puede negar la evidencia.
Al poner un pie en pleno Park Avenue, respiro hondo. Necesito un poco de aire fresco que no huela deliciosamente bien para dejar de imaginármelo desnudo.
—Hoy comeremos con Dillon Colby —comenta Donovan mientras el jaguar se sumerge de lleno en el caótico tráfico de la Séptima.
Yo me giro sorprendida hacia él.
—¿Significa que empezaré a trabajar en el edificio Pisano?
Me hace mucha ilusión.
—Sí —contesta displicente—, quiero recuperar la intimidad de mi despacho.
Le dedico mi peor mohín.
—Vas a echarme de menos —replico socarrona.
Donovan se inclina despacio sobre mí. Por un momento creo que va a besarme y todo mi cuerpo se enciende. El segundo asalto ha llegado demasiado pronto y no tengo fuerzas para hacerme la interesante. Mi libido está desatada desde el ascensor.
—Pecosa —me advierte en un susurro—, otra vez estás pensando que eres irresistible.
Se separa torturador y su delicioso olor a suavizante caro y gel aún más caro vuelve a sacudirme. Debería darle una bofetada por lo que ha dicho, pero, en lugar de eso, mi cuerpo se está deleitando con toda su proximidad. Siempre pensé que mi único problema era que es demasiado guapo, después se sumó que folla demasiado bien. Ahora me doy cuenta de que el mayor de todos mis problemas es ese halo de puro atractivo y sexo que lo envuelve y hace que me sea absolutamente imposible pensar en cualquier otra cosa.
Después de pasar la mañana en la oficina, a eso de la una, atravesamos la ciudad hasta el barrio de Chelsea. Vamos a comer en Malavita. Lo cierto es que ya tengo curiosidad por conocer ese sitio. Si se parece un poco a la comida que preparan, será espectacular.
Durante el trayecto, Donovan me da algunos detalles sobre Dillon Colby. Trabaja para ellos desde hace varios años, pero desde hace algunas semanas Donovan no está nada contento. Si todavía sigue en nómina, es por Jackson y Colin y, sobre todo, porque McCallister ha accedido a una segunda reunión y esos dos millones de dólares no están perdidos del todo.
El Malavita resulta ser aún mejor de lo que imaginaba. Es un local inmenso con las paredes pintadas de un impoluto blanco y toda la decoración, desde las lámparas hasta los pequeños y sofisticados centros de mesa, en tonos dorado envejecido y negro. La sala es completamente diáfana, de manera que desde cualquier punto del restaurante puede contemplarse la cocina, separada únicamente por una pared de cristal. El resultado final es sobrio, elegante y, sobre todo, exclusivo. Sólo se necesita echar un pequeño vistazo para darse cuenta de que, a pesar de su sencillez, el noventa por ciento de los neoyorquinos no puede permitirse venir a almorzar aquí.
La maître, con un entallado vestido tangerine, nos acompaña hasta nuestra mesa, prácticamente en el centro de la sala. Ya a unos pasos puedo ver a un hombre de unos cincuenta años perfectamente trajeado que me imagino será Dillon Colby. Junto a él hay otro de unos treinta, muy guapo y bastante nervioso. Debe de ser su asistente.
—Buenos tardes, señor Brent —lo saluda Dillon Colby al vernos llegar.
Inmediatamente se levanta y le tiende la mano.
—Buenos tardes —añade el otro chico también incorporándose.
Donovan se detiene junto a una de las sillas y alza la mirada lleno de arrogancia. Un simple gesto que ha resultado increíblemente intimidante. No ha necesitado más para demostrar quién manda aquí.
Aparta la silla y lentamente se gira para mirarme. Frunzo el ceño un segundo y tardo otro en comprender que me la está apartando a mí. No deja de sorprenderme que pueda ser una persona tan implacable y, al mismo tiempo, cuando quiere, tener unos modales perfectos. Es algo que sin duda alguna debe de haber interiorizado desde pequeño.
—Buenas tardes —saludo tomando asiento.
Los hombres, visiblemente intimidados por la actitud de Donovan, reparan en mí y agradecen con sendas sonrisas el salvavidas que acabo de lanzarles.
—Me llamo Connor —se presenta el joven tendiéndome la mano cuando se sienta a mi lado—. Connor Derby —me aclara cuando se la estrecho.
Donovan coge la carta y todos lo imitamos. El camarero se acerca y pide vino para los dos. Una botella con nombre francés. Me parece bien, aunque no se me pasa por alto el detalle de que ni siquiera me ha consultado.
—Tienes nombre de corredor de la NASCAR —le comento a Connor con una sonrisa que inmediatamente me devuelve.
—Nunca lo había pensado —se defiende—. ¿Y cuál es tu nombre? A lo mejor yo también tengo algo que decir sobre él.
Automáticamente recuerdo la primera vez que Donovan me llamó Pecosa.
—Me llamo Katie, Katie Conrad —respondo desafiándolo a que haga algún comentario.
Connor se devana los sesos casi un minuto y finalmente estalla en una sonrisa llena de dientes infinitamente blancos. Es muy bonita, pero no me dice nada. No es sexy, ni dura, ni impertinente. No tiene ese no sé qué.
—No, no tengo nada que decir —se sincera al fin.
—Entonces he ganado yo —replico divertida.
—Si no es mucho pedir, podemos empezar ya con esta estupidez de reunión. No quiero perder más el tiempo.
La voz de Donovan, mordaz y sin una pizca de amabilidad, me sobresalta. Cuadro los hombros y lo miro de reojo. No parece muy contento. Sabía que Dillon Colby no le caía demasiado bien, pero no imaginé que su animadversión fuera tan contundente.
—Por supuesto, señor Brent —responde Colby solicito—. Con respecto al asunto McCallister…
Donovan cierra la carta y la deja caer sobre la mesa sin levantar los ojos de Dillon Colby. Con ese simple gesto le está diciendo que tenga mucho cuidado con lo que piensa decir acerca de ese asunto. Si yo fuera Colby, tragaría saliva y fingiría locura transitoria.
—Lamento lo ocurrido —continúa, y juraría que ha estado a punto de tartamudear—. Sólo quiero que sepa que, en las nuevas negociaciones, no habrá margen de error.
—Por supuesto que no lo habrá —sentencia Donovan—. Voy a encargarme personalmente.
Colby abre los ojos como platos. Si tuviera un monóculo, se le habría caído en la copa de vino.
—Efectivamente —continúa Donovan mordaz—. Significa que se queda sin su comisión del dos y medio por ciento. Supongo que ahora sí que lamenta lo ocurrido —añade repitiendo con sorna las mismas palabras que Dillon Colby ha pronunciado hace sólo unos segundos.
Donovan toma su copa de vino y le da un trago aún con los ojos sobre su interlocutor. Ha sido una exhibición de poder y masculinidad en toda regla. Brillante, intimidante y también muy excitante. Yo me obligo a dejar de mirarlo embobada y centro mi vista en la carta. Es ridículo, pero todos los músculos de mi vientre se han tensado con cada palabra que ha pronunciado.
El camarero regresa para tomarnos nota, pero aún no sé qué pedir.
—Pide los ravioli de langosta con trufa blanca —me aconseja Connor—. Te encantarán.
Yo asiento y se lo agradezco con una sonrisa.
Mientras esperamos la comida, charlo discretamente con Connor. Como imaginé, trabaja como asistente de Colby. Es muy simpático y realmente amable. Donovan no me dirige la palabra ni una sola vez. Creo que sigue demasiado enfadado.
Cuando le doy el primer bocado a mis ravioli, no puedo evitar que un gruñidito se me escape. Están deliciosos.
—Te lo dije —comenta Connor satisfecho.
—Están muy buenos —le confirmo.
Él sonríe y se inclina con disimulo sobre mí.
—Me gusta tu vestido —dice en un murmuro.
Nota mental: este vestido es la caña.
Sonrío y, al alzar la mirada, me encuentro con la de Donovan. Él frunce el ceño imperceptiblemente y rompe nuestro contacto, pensativo.
—Señorita… —me llama Dillon Colby invitándome a decir mi nombre.
—Conrad, Katie Conrad.
Mi futuro jefe directo me sonríe amable.
—¿Cuándo se incorporará al edificio Pisano con nosotros?
Ahora la que sonríe soy yo. Me hace mucha ilusión empezar a trabajar en mi nuevo puesto, pero no sé cuándo decidirá Donovan que ya estoy lista.
—Lo cierto…
—Las señorita Conrad es nuestra nueva ejecutiva júnior —me interrumpe Donovan—. Se quedará con nosotros en las oficinas principales.
¡¿Qué?!
Miro a Donovan con los ojos como platos, como si ahora fuese yo quien se hubiese quedado sin su comisión del dos y medio por ciento. ¿Cómo se le ocurre contratarme como ejecutiva júnior? ¿Cómo se le ocurre siquiera insinuarlo? Es cierto que he aprendido mucho durante este tiempo trabajando con él y me estoy esforzando en la universidad, pero todavía no tengo la preparación ni la experiencia necesarias para un puesto así.
Sin embargo, Donovan ni siquiera se molesta en devolverme la mirada y sigue centrado en su plato de comida. ¿Por qué está haciendo esto?
Sonrío algo aturdida a las felicitaciones de Colby y Connor. Ahora mismo la mente me está funcionando a mil kilómetros por hora.
El almuerzo termina poco después. Sigo sin poder creer lo que ha dicho Donovan. No quiero parecer desagradecida, pero es una auténtica locura y una verdadera estupidez. Nada más pagar la cuenta, Donovan se levanta y, amable, aunque creo que en realidad lo hace para que no me quede charlando con Connor, me aparta suavemente la silla para que haga lo mismo.
—Ha sido un placer, señor Brent —se despide Dillon Colby. Donovan ni siquiera lo mira—. Señorita Conrad.
—Lo mismo digo —respondo con una sonrisa.
Donovan exhala brusco todo el aire de sus pulmones y coloca la palma de su mano al final de mi espalda, obligándome a empezar a caminar. Cuando nos hemos alejado unos pasos, me giro y saludo con un gesto de mano a Connor, que aún nos observaba. Por muy discreta que he intentado ser, Donovan parece darse cuenta porque su palma baja posesiva unos centímetros, lo suficiente para dejar de ser un gesto absolutamente inocente y convertirse en otra cosa.
Una idea de lo más absurda se pasea por mi mente, pero la descarto rápidamente.
El coche nos espera en la puerta del restaurante. Le sonrío al chófer, que mantiene la puerta abierta, y me acomodo en la parte de atrás.
—¿A qué ha venido eso? —le pregunto a Donovan en cuanto hace lo mismo.
—Pecosa, ¿a qué ha venido qué? —inquiere a su vez malhumorado.
Resoplo. ¿En serio tiene que preguntármelo?
—¿De verdad vas a contratarme como ejecutiva júnior? ¡Es una locura! —trato de hacerle entender.
—¿Sabes?, tu manera de dar las gracias me sigue resultado cuanto menos peculiar —se queja arisco.
¿Por qué demonios está tan enfadado?
—No puedes hacerlo. —Es ridículo. No soy la persona apropiada para el puesto. Quizá dentro de un tiempo—. No tengo la preparación ni la experiencia.
Ahora es Donovan el que resopla y, sin darme más explicaciones, se abalanza sobre mí y me besa con fuerza, salvaje.
—Quiero escuchar cómo te corres —susurra con su indomable voz.
Sus palabras hacen que todo me dé vueltas.
Tierra llamando a Katie. Tierra llamando a Katie. Sólo lo está haciendo para no seguir hablando y salirse con la suya.
—Donovan —murmuro contra sus perfectos labios—, para —añado haciendo un pobre intento por apartarlo de mí.
Pero él responde perdiendo su mano en mi cuello y apretándolo sólo un poco, lo justo para que todos mis circuitos mentales se fundan cuando me muerde el labio inferior.
Maldita sea, esto se le da demasiado bien.
—Donovan —lo llamo en un mar de gemidos.
Si claudico ahora, le dejaré creer que puede solucionar todos los problemas así.
—Donovan —mi voz ya está inundada de deseo—, por favor.
Sacando fuerzas no sé de dónde, lo empujo y, al fin, a regañadientes, se aparta.
—¿Qué? —pregunta aún más malhumorado.
—Donovan, no soy la persona apropiada para ese puesto. ¿Por qué no quieres entenderlo?
—No tengo nada que entender —sentencia intimidante—. Pago por tu formación y te estoy dando la experiencia. La decisión es mía.
Yo asiento un par de veces al tiempo que aparto la mirada de él. Definitivamente calladita estoy mucho más guapa.
Resoplo. No se trata de que no esté contenta, es que no creo estar a la altura. Hace menos de un mes estaba sirviendo cafés y ahora voy a ser ejecutivo júnior. ¡Es una pasada! Resoplo de nuevo.
—¿Lo has hecho porque nos estamos acostando?
Si dice que sí, se acabó. Vuelvo a la cafetería de cabeza. No pienso permitir que nadie, y mucho menos él, dé por hecho que utilizaría el sexo como moneda de cambio.
Donovan exhala brusco todo el aire de sus pulmones. Está claro que él ya había dado la conversación por terminada.
—No, no lo he hecho porque nos estamos acostando —responde displicente, sin ni siquiera mirarme.
Yo asiento muy seria mientras mentalmente doy un suspiro de alivio. A pesar de que me sigue pareciendo una locura, una sensación de orgullo febril y pura euforia van inundándome por dentro.
—¿Tendré despacho?
Donovan resopla.
—Sí, tendrás despacho.
Asiento de nuevo y me humedezco el labio inferior tratando de contener una sonrisa cada vez más indisimulable.
—Gracias —susurro con la vista al frente.
Noto cómo Donovan me observa, apenas un segundo, y vuelve su mirada a la ventanilla. Él también trata de disimularlo, pero de reojo puedo ver cómo sus labios se curvan hacia arriba en una incipiente sonrisa.
Llegamos a la oficina y volvemos al trabajo. No hay más comentarios ni insinuaciones sobre mi vestido y, aunque me moleste admitirlo, lo echo de menos. Donovan está más callado y arisco de lo habitual. Definitivamente Dillon Colby no es su persona favorita en el mundo.
A media tarde sigo dándole vueltas a lo mismo. Estoy contenta, pero no puedo evitar que una parte de mí siga llena de dudas. Con el fin de encontrar un nuevo punto de vista, me escapo a la oficina de enfrente y le cuento a Lola mi nueva situación laboral. Ella frunce los labios, calla durante todo un minuto y finalmente me dice que esta noche saldremos a cenar. La conozco lo suficiente como para saber que se avecina una teoría o un sermón sobre lo que está pasando en mi vida. No sé qué me da más miedo de las dos cosas.
Al regresar al despacho, me sorprendo al encontrar a Donovan apoyado, casi sentado, en su carísima mesa de diseño hablando con Colin.
—Hola —lo saludo con una sonrisa camino del sofá.
—No te me escapes, Katie —me advierte Colin con una sonrisa—. Tenemos que celebrar tu ascenso y que por primera vez esta empresa va a tener una ejecutiva júnior —añade socarrón mirando a Donovan.
Él frunce los labios arrogante a la vez que se cruza de brazos sin levantar la vista de su amigo.
—No hay nada que celebrar y mucho menos contigo —replica Donovan divertido.
Colin lanza un silbido fingiéndose herido por las palabras de su amigo.
—Eso ha dolido —añade con una sonrisa—. A la sala de conferencias. Jackson lleva el Glenlivet.
Colin gira sobre sus talones para marcharse, pero yo doy un paso al frente llamando su atención.
—Mejor no voy —le anuncio—. Celebradlo sin mí.
Quiero ir. Me muero de curiosidad por ver a estos tres comportarse en actitud extralaboral, pero no sé si a Donovan, después de tenerme en su casa y en su oficina, le hará mucha gracia que invada el tiempo con sus amigos. Al fin y al cabo ha sido idea de Colin, no de él.
—De eso nada —replica Colin—. Ya eres uno de los nuestros, Conrad, y eso incluye las copas después del trabajo o en el trabajo —añade con una sonrisa de lo más pícara y, sin esperar respuesta por mi parte, se marcha cerrando la puerta tras él.
—Puedo poner alguna excusa si no quieres que vaya —le digo a Donovan encogiéndome de hombros.
—Claro que no quiero que vayas, Pecosa —responde sin asomo de duda rodeando su escritorio y prestándole toda la atención a su ordenador—, pero ya has oído. Ahora eres uno de los nuestros —sentencia con una sonrisa.
Me gusta esa sonrisa, es bonita y sincera, y no puedo evitar imitarla.
Donovan me hace un gesto con la cabeza para que empiece a caminar y así lo hago. Apenas hemos cruzado el umbral de su despacho cuando siento la palma de su mano al final de mi espalda, guiándome hasta la sala de reuniones.
—Aquí está nuestra nueva ejecutiva júnior —comenta Jackson con una sonrisa al vernos entrar.
Yo se la devuelvo y me siento en la silla que Donovan me aparta amablemente.
Colin toma uno de los vasos con whisky y hielo y lo desliza por la carísima madera de la inmensa mesa hasta dejarlo frente a mí. Hace lo mismo con otro de ellos y se lo pasa a Donovan.
—Muchas gracias por todo, chicos —comento con una sonrisa enorme.
Estoy muy contenta. Me siento como si tuviéramos seis años y me hubiesen dejado subir a la casa del árbol con el cartel en la puerta de «chicas no».
—No hay de qué —replica Colin sin asomo de duda—. Te lo mereces. Aguantar a este gilipollas —continúa en clara referencia a Donovan— es una tarea para valientes. A Sandra le pagamos todos los años una semana en Cabo San Lucas para desestresarla.
Me humedezco el labio inferior luchado por disimular una sonrisa mientras Colin asiente reafirmándose en cada palabra.
Donovan le da un trago a su copa sin sentirse aludido.
—Creí que por eso te la estabas tirando —replica burlón—, para desestresarla.
—Yo no me tiro a tu secretaria. Soy un profesional, joder —se queja.
—Di más bien que no te la pone dura —especifica Jackson.
Colin suspira resignado.
—Creo que es de las que les va hacerlo con la luz apagada. No es de mi estilo.
No quiero reírme, no tiene gracia, pero el cabronazo lo dice tan desolado, como si realmente le apenase el problema que los separa, poniéndolos al nivel de Romeo y Julieta, que no puedo evitarlo y rompo a reír. Donovan y Jackson no tardan en acompañarme con sendas sonrisas. Colin Fitzgerald es un auténtico sinvergüenza.
—¿Cómo es posible que ninguna mujer haya incendiado ya tu despacho? —protesta Jackson pensativo recostándose sobre su asiento—. Eres un jodido irlandés con suerte —conviene sin encontrar otra solución.
Colin bufa indignado.
—Claro, porque vosotros sois dos angelitos, no te jode.
—Yo por lo menos soy discreto —replica Jackson.
—No me hagas reír —interviene Donovan.
—¿Tiene algo que decir miss me la tiré en un ascensor trasparente alemana?
—Tengo la doble nacionalidad —gruñe como respuesta.
—Y Colin nació en Portland, pero para mí siempre seréis dos pobres sin papeles. Os imagino tan adorables —explica Jackson perdiendo su mirada al frente para ganar en dramatismo—, viendo la estatua de la Libertad desde la cubierta de un barco asolado por el tifus… y se me parte el corazón.
Los dos lo fulminan con la mirada y todos nos echamos a reír.
Me gusta ser una más.
Cuando nuestras carcajadas se calman, Donovan ladea la cabeza y me mira de una manera increíblemente sexy. Yo suspiro con fuerza sin apartar mi mirada de la suya. A veces creo que sólo me mira así para ver si consigue que me desmaye sin llegar a tocarme.
Empuja su vaso despacio y lo deja junto a mi mano, que descansa sobre la mesa. Sonrío suavemente. No he tocado mi copa, pero beber de la de Donovan tiene un significado completamente diferente. Está lleno de sensualidad y también de complicidad.
Lo cojo insegura y, justo antes de levantarlo de la madera, Donovan alza sus dedos y acaricia furtivo los míos. Un gesto que apenas dura un segundo, pero que enciende todo mi cuerpo y me deja al borde del colapso.
Sin mostrar ninguna reacción, Donovan centra su atención en los chicos y lo que sea que están diciendo. ¡Maldito autocontrol! Resoplo hondo mentalmente y discreta externamente. Tranquilízate, Katie Conrad. No puedes desmayarte y despertar con un pijama de Hello Kitty y dos corazones gigantes por ojos. Tus otros dos jefes están a una exclusiva mesa de madera de secuoya californiana de distancia.
Reuniendo la poca compostura que me queda, le doy un sorbo a su copa y los observo por encima del cristal. Jackson me sonríe satisfecho un segundo y vuelve a la conversación. No sé si lo ha hecho por mi ascenso o por mi momento de complicidad con Donovan. La respuesta me da vértigo.
Después de un rato más de charla y muchos trapos sucios, decido que es hora de volver al trabajo. Los chicos me despiden divertidos con vítores y yo regreso al despacho con una sonrisa. Apenas llevo unos minutos allí cuando la puerta se abre de golpe. Donovan se abalanza sobre mí como el bello animal que es y me besa con fuerza. Yo gimo contra sus labios absolutamente encantada por su rudeza y toda su indomable sensualidad.
Me muerde el labio inferior y tira de él hasta que el placer se mezcla con el dolor y vuelve a hacerme gemir.
—Al club —ordena sensual—. Ahora.
Asiento nerviosa. Si ya tenía curiosidad por ir al club, ahora me muero de ganas.
Donovan se separa de mí liberándome de su hechizo. Soy consciente de que quiere que coja mi bolso y mi abrigo y nos marchemos ya, pero mis piernas se niegan a colaborar.
«Está así de bueno, Katie Conrad, y tú tienes toda esa suerte».
Camino del sofá en busca de mis cosas, puedo ver cómo una Katie imaginaria sale de mí y comienza a dar volteretas y triples mortales mientras corre como las protagonistas de esos dibujitos manga que siempre van descalzas por las montañas.
Nos acomodamos en la parte trasera del jaguar e inmediatamente nos incorporamos al tráfico. Miro a Donovan de reojo esperando a que salte sobre mí y continué besándome de esa manera tan increíble, pero no lo hace.
A la tercera vez que lo miro, se da por aludido y sonríe.
—¿Esperas algo, Pecosa?
Niego con la cabeza. Muerta antes que reconocerlo. Pecosa tiene dignidad.
Carraspeo un par de veces y miro por la ventanilla otras tantas.
—¿Por qué vas al Archetype?
Qué mejor momento para preguntar.
Donovan sonríe de nuevo con la vista al frente. Está claro que mi curiosidad le parece de lo más divertida.
—Quiero decir —trato de explicarme y dejar de parecerle una cría que nunca ha visto a un hombre desnudo—, sé por qué cualquier persona iría a cualquier club, pero ¿por qué a ese?
Donovan se mueve ágil en el asiento hasta que me tiene de frente. Estira su brazo a lo largo del respaldo y sus hábiles dedos se quedan muy cerca de mi hombro.
—Por las posibilidades —susurra enigmático—. El sexo es divertido y el sexo cumpliendo todas tus fantasías lo es aún más.
Abro la boca dispuesta a decir algo, pero acabo cerrándola. La abro y vuelvo a cerrarla una vez más. Esa frase me ha dejado sin palabras.
—¿Tú… tú has cumplido todas tus fantasías? —alcanzo al fin a preguntar.
Donovan sonríe de nuevo de esa manera tan dura y sexy. Es interesante saber que el centro mundial de las fantasías de cientos de mujeres, probablemente miles, tiene a su vez las suyas propias.
—Si quiero algo, lo tengo —sentencia con su voz más ronca y sensual—. No necesito fantasear con ello.
Uau.
Los músculos de mi vientre se tensan deliciosamente. Aprieto los muslos con suavidad, tratando de controlar toda la excitación que amenaza con desbordarme.
—¿Y qué hay de ti? —pregunta torturándome con cada letra—. ¿Cuáles son tus fantasías?
No se me escapa el hecho de que ha preguntado cuáles son mis fantasías y no si las he cumplido, dejando clarísimo que sabe que la respuesta a esa hipotética pregunta sería un no. Tiene razón, pero me molesta un poco que esté tan seguro de ello.
—No lo sé —murmuro nerviosa.
—Déjame ayudarte —dice reduciendo por completo la distancia entre ambos.
Alza su mano y la coloca sobre mi muslo, en el punto preciso donde termina mi vestido.
—Cuando te follo, sé exactamente lo que tengo que hacer para que te corras y es porque sé exactamente en lo que estás pensando —susurra con su cálido aliento bañando mi mejilla.
Trago saliva y mi respiración se acelera suavemente.
Sus dedos se mueven cálidos y seductores jugando con mi piel y mi vestido.
—Pecosa, sólo necesito mirarte para saber lo que te mueres de ganas de que te haga.
Su mano se desliza posesiva bajo la tela.
—Dónde quieres que te muerda, que te bese, que te toque…
Gimo tratando de contener el huracán que está arrasando mi cuerpo.
—Y ahora quiero saber cuánto tiempo tardarías en correrte si fuésemos dos los que nos encargáramos de hacer exactamente eso.