12

—Tienes cinco minutos para bajar y decirle que no vas ir a cenar —me ordena en un susurro ronco e indomable con su voz derrochando masculinidad y sensualidad en cada letra.

Está de pie, a mi espalda, sin llegar a tocarme pero asegurándose de que todo mi cuerpo se hace plenamente consciente del suyo.

—¿Por qué? —prácticamente tartamudeo.

Necesito que lo reconozca.

—Hazlo.

Esa única palabra hace que me tiemblen las rodillas. ¿Y si estoy siendo una auténtica estúpida? ¿Y si le pierdo por empeñarme en que reconozca algo que quizá no sienta?

Donovan separa la mano de la madera y yo, con todo mi cuerpo convertido en gelatina, salgo despacio. Ahora mismo estoy hecha un completo lío. Mi cabeza, mi orgullo y esa parte de mí que siempre cree que los planes de Lola son buena idea, me dicen que no me achante, pero tengo demasiado miedo a perderlo.

Llego a la salida y mi mente está aún más enmarañada. Independientemente de Donovan, si ahora me marcho con Brodie, sólo le estaría utilizando y probablemente dándole esperanzas para algo que nunca va a suceder.

Saludo al guardia de seguridad de noche, cruzo la enorme puerta de cristal y me detengo a unos pasos. Creo que sólo con verme ya sabe que vengo a ponerle una excusa.

Observo cómo se marcha en el taxi y respiro hondo. Ya he hecho lo que tenía que hacer con Brodie y ahora tengo que hacer lo mismo con Donovan. No puedo volver ahí dentro y simplemente dejarme llevar, por muchas ganas que tenga. Le estaría dejando creer que puede salirse con la suya cómo y cuándo quiere y, aunque soy consciente de que la mayoría de las veces pasa exactamente eso, no puedo permitirlo ahora. La consecuencia sería otra chica de piernas infinitas y mechas californianas saliendo de su habitación. No creo que pudiese con eso.

¿En qué clase de lío me he metido? Y todo porque la loca de mi mejor amiga cerró la puerta de su apartamento con las llaves dentro.

Alzo la mano para parar un taxi. Le doy la dirección del ático y suspiro un par de veces antes de sacar el iPhone de mi bolso y llamarlo.

—¿Qué? —responde al segundo tono.

Hay algo más aparte de su habitual falta de amabilidad. Está furioso, frustrado, cansado.

—Sólo te llamaba para decirte que no me he ido con Brodie, pero tampoco voy a volver a la oficina contigo —suelto de un tirón—. Estoy en un taxi, regresando al ático.

Antes de que pueda decir algo que me haga cambiar de opinión y consiga hacerme regresar, decido colgar. No me he ido con Brodie. Yo ya he hecho mi parte.

Sin embargo, sigo nerviosa y sigo sintiéndome increíblemente mal. Ya no sólo por Brodie. Tengo un miedo irracional a perder a Donovan y es algo completamente estúpido. Hoy más que nunca ha dejado claro que no es nada mío. «Yo no estoy enamorado de ti, Pecosa, y no lo estoy porque no me interesa querer a nadie, y si alguna vez lo hiciese, no sería a una chica como tú». No sé qué espero que diga o haga que cambie eso.

Pago el taxi con un billete de veinte y me bajo algo alicaída. Estoy a punto de entrar en el edificio cuando unos inconfundibles tacones y un chistar aún más inconfundible suenan a mi espalda.

—¿Te puedes creer que no se creen que conozca el picadero de Donovan Brent? —comenta Lola indignadísima.

Al girarme, compruebo, aunque ya tenía una ligera sospecha, que esas que no se lo creen son Harper y Mackenzie.

—¿Es verdad que hay muescas en el cabecero de su cama? —pregunta Mackenzie interesadísima.

Lola se encoge de hombros con una sonrisa que deja que la curiosidad de Mackenzie vuele completamente libre.

—No tiene muescas en el cabecero de su cama —les aclaro luchando porque mis labios no se curven en una sonrisa.

—Tú eres una muesca —replica Harper—. Tu opinión no cuenta. No eres objetiva.

Las dos miran a Lola obviando por completo mis palabras y esperando las de la recién nombrada técnica especialista en picaderos por la revista Muy Interesante.

—No pude ver su cama —se lamenta.

Las tres asienten consternadas y yo me cruzo de brazos disimulando una vez más una sonrisa.

—He oído que, si la miras fijamente, su cama —especifica Harper—, entras en una especie de trance y sólo puedes pensar en bajarte las bragas.

—Eso debería confirmártelo la muesca —replica Lola en clara referencia a mí.

Y las tres se echan a reír a mi costa.

—Perras —me quejo divertida y, sin quererlo, yo también rompo a reír.

—Hablando de cosas más importantes —continúa Mackenzie cuando nuestras carcajadas se calman—. ¿Es cierto que Lola le dio una bofetada?

—Con esta delicada manita —se adelanta Lola a mi respuesta mostrando orgullosa su mano.

Asiento varias veces.

—Pues la próxima me la pido yo —sentencia Mackenzie sin asomo de duda—. Ayer me dijo y, cito textualmente, «por mucho que mires esos documentos, no va a aparecer una foto de ninguno de nosotros desnudo para alegrarte el día, así que suma, de prisa».

Sonrío. Desde luego la frase es muy de Donovan.

—¿Cenamos en el hotel Chantelle y unas copas en The Hustle? ¿Quizá un baile? —pregunta Lola moviendo las caderas y cambiando diametralmente de tema.

Yo tuerzo el gesto divertida. Me apetece muchísimo estar con estos tres elementos, pero no quiero salir.

—¿Y si subimos? —propongo señalando el edificio a mi espalda—. Podemos pedir comida china y bebernos el alcohol de Donovan.

—¿Glenlivet? —pregunta Mackenzie. Asiento—. Me apunto a eso.

Las chicas sonríen, incluso dan alguna palmadita.

—Me lo tomaré como un sí —comento socarrona.

Giro sobre mis pasos y empujo la enorme puerta de cristal. Saludo al portero con una sonrisa y bajo su atenta mirada caminamos hasta el ascensor.

—Nada de mirar la cama fijamente —nos recuerda Lola mientras esperamos a que las puertas se cierren—. No quiero líos.

Y otra vez las tres rompemos a reír.

Nos acomodamos en el sofá y, como propuse, pedimos comida china que no tarda más de diez minutos en llegar. Con la cena tomamos la primera ronda de cervezas y una hora después ya vamos por la tercera.

—La casa es una pasada —comenta Harper admirada, casi hundida en el comodísimo sofá y con los pies descalzos subidos a la mesita de centro—. Seguro que se tiró a su decoradora.

Lola asiente mirando la pared como si los estuviera viendo follar en este mismo instante.

—Seguro que hasta los carpinteros eran mujeres y se las tiró a todas —sentencia Mackenzie.

Lola vuelve a asentir convencidísima y apenas un segundo después todas lo hacemos. Juraría que acabamos de imaginarnos la misma escena llena de piernas, melenas rubias y cascos amarillos de obra.

—Eso es lo que pasa cuando formas parte de esa clase de hombres —comenta Lola perdiendo la vista en una panorámica del ático.

Mackenzie, Harper y yo nos miramos confusas entre nosotras y después de nuevo a ella.

—¿Qué clase? —pregunto divertida.

—De los que, antes de follarte, ponen cara de que saben que van a hacerte el favor de tu vida.

Las tres nos miramos boquiabiertas y a los pocos segundos todas nos echamos a reír.

En ese preciso instante las puertas del ascensor se abren y Donovan entra con paso decidido. Harper levanta los pies de la mesita en cuanto repara en su presencia y creo que Mackenzie incluso cuadra los hombros. Sólo Lola lo observa imperturbable, disfrutando del hecho de que ha entrado en su castillo por la puerta grande. Yo, por mi parte, trago saliva y aparto mi mirada de él. Parece enfadado y no le culpo, pero no podía regresar al archivo.

Donovan continúa observándome. Sus ojos son un reguero de emociones, pero es toda esa rabia contenida y toda esa arrogancia las que dominan su mirada. Ha sido así desde el día en que lo conocí. Me pregunto si en algún momento dudó de que fuera a obedecerle pidiéndole a Brodie que se marchase. Me pongo los ojos en blanco mentalmente. Seguro que no. Creo que tiene clarísimo lo que siento por él. Por eso era tan importante que no regresase al archivo. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que han pasado más de dos horas desde que me marché. Puede haber hecho muchas cosas en ese tiempo; por ejemplo, ir al club.

—No sabía que el aquelarre se reunía aquí esta noche —comenta arisco cruzando el salón en dirección a la cocina y cogiendo una cerveza del frigorífico.

No digo nada. Sigo dándole vueltas a la idea de que haya ido al club. Odio esa idea.

—Pecosa, señoritas, Eduardo —nos saluda antes de dejarse caer en el sillón junto al sofá.

Lola le hace un mohín que él finge no ver mientras le da un trago a su Budweiser.

—Katie, como te decía —comenta Lola impertinente—, creo que deberías aceptar la invitación a cenar de Brodie.

Frunzo el ceño. No entiendo nada. Sí, es cierto que les he comentado algún detalle sobre él, pero no ha sido mucho y desde luego no es de lo que estábamos hablando justo antes de que entrara Donovan. Pero entonces ella me abre exageradamente los ojos y en seguida comprendo que lo que quiere es fastidiarlo.

Le hago un mohín. No quiero hacer esto. Por hoy ya he tenido suficientes tiras y aflojas con Donovan Brent.

—Es guapo, simpático, gana una pasta y resulta más que obvio que está loco por ti. ¿Qué más quieres?

Está claro que mi queridísima amiga no va a rendirse.

—No lo sé —se apresura a responder Harper—, pero, si no se lo queda ella, me lo quedo yo.

Las cuatro nos echamos a reír por su efusividad y Donovan se levanta malhumorado. Lo seguimos con la mirada y puedo ver un brillo perverso y satisfecho en los ojos de Lola. Esto es lo que pasa cuando la llamas Eduardo.

—Pecosa —me llama desde la habitación.

—No vayas —me ordena Lola con la voz muy baja pero gesticulando como si fuera un drag queen recogiendo un Oscar para compensar.

—Lola —la reprendo.

—Katie —replica muy seria.

Yo resoplo y me levanto.

—No quiero hablar con él —me explico malhumorada precisamente por tener que explicarme—, pero tampoco tengo seis años. Me parece ridículo ignorarlo como si no estuviera aquí.

Lola pone los ojos en blanco mientras yo rodeo el sofá y avanzo hasta la habitación. Ella se gira y se arrodilla en el tresillo para volver a tenerme en su campo de visión.

—Ay, lo estás haciendo todo mal —replica de nuevo casi en un susurro pero seguro que gritándome mentalmente—. Pendeja.

Yo la asesino con la mirada. Nunca he sabido qué significa exactamente pendeja, pero, cada vez que me lo llama con un marcado acento mexicano, sé que se está metiendo conmigo.

Entro en la habitación con paso lento pero tratando de que sea lo más seguro posible. No pienso demostrarle que esto me afecta.

Donovan está apoyado, casi sentado, sobre la sofisticada cómoda. Le da un trago a su cerveza y me observa de arriba abajo mientras camino por la habitación. Su halo de atractivo resplandece con más fuerza que nunca y no tengo ni idea de cómo consigue que eso suceda cada vez que quiero esforzarme en odiarlo o, por lo menos, estar enfadada con él.

—¿Qué quieres? —pregunto deteniéndome en el centro de la estancia.

Mejor guardar una distancia de seguridad.

—Diles que se vayan. Tenemos que hablar.

Resoplo. Otra rabieta. Simplemente quiere el juguete con el que le han dicho que ahora no puede jugar.

—¿Hablar de qué?

—De algo que sólo nos incumbe a ti y a mí, Pecosa.

Con cada palabra se ha ido acercando un paso más a mí, asegurándose de que ese perfecto atractivo que desprende me vaya envolviendo.

Otra vez se queda muy cerca, demasiado cerca, pero no me toca. Creo que esa es su manera de castigarme, de hacer que toda mi atención se centre en él y absolutamente nada pueda distraerme.

—Creí que iba a volverme loco cuando pensé que te habías ido con ese gilipollas.

Alza su mano y despacio acaricia mi vestido a la altura de mi estómago. No puedo evitar suspirar, casi gemir, por el contacto. Donovan me atrae contra él y deja caer su frente sobre la mía.

—Katie —susurra y el hechizo se vuelve aún más fuerte.

Asiento y Donovan se separa de mí. Sacando fuerzas no sé exactamente de dónde, comienzo a caminar. Ahora tengo más claro que nunca que debería marcharme al rincón más alejado del país y esconderme hasta volverme inmune a Donovan Brent.

—Lo pensaré —musito justo antes de abrir la puerta y salir.

Lo último que veo son esos preciosos ojos observando cómo me alejo.

Vuelvo al salón y a mi sitio en el sofá. Las chicas me preguntan, pero finjo no oírlas y cambio de conversación. No quiero echarlas. No quiero hacerlo, son mis amigas y él sólo está jugando. Sólo quiere que se vayan porque está enfadado porque no regresé a la oficina.

Sin embargo, una parte de mí no para de repetirme que, quizá, quiere hablar de verdad, reconocer cómo se siente con Brodie y dejar que yo reconozca cómo me siento con las otras chicas; pero es la misma parte que está convencida de que Donovan y yo tenemos un futuro. Es la que se alimenta de novelas románticas y helado de chocolate y tiene un póster gigante de Jamie Dornan al que besa antes de irse a dormir. ¿Cómo de sensato es escucharla?

Suspiro mentalmente, un suspiro de pura extenuación.

—Katie Conrad, ¿qué te ha dicho ese cabronazo? —pregunta Lola sacándome de mi ensimismamiento.

Me conoce lo suficiente como para saber que sigo anclada en esa conversación y en esa habitación. Además, el hecho de que no haya dicho más de tres palabras seguidas es una pista bastante clara.

—Quiere que hablemos —me sincero.

—¿Y tú quieres que habléis?

Me humedezco el labio inferior y alzo la mirada para encontrarla con la de mi amiga. La genuina comprensión que encuentro en sus grandes ojos castaños me da el empuje necesario.

—Sí —respondo encogiéndome de hombros.

Lola sonríe llena de empatía.

—Chicas, vámonos a The Hustle. Si no empezamos ya con los cócteles, no vamos a conseguir una resaca decente para mañana.

Mackenzie se levanta de un salto y, divertida, tira de Harper para que haga lo mismo. Las cuatro caminamos despacio hasta el ascensor. Lola lo llama y las puertas se abren casi de inmediato.

—¿Estarás bien? —inquiere Harper.

Asiento.

—Mándalo al cuerno y vente con nosotras —me pide Mackenzie entre risas—. Te buscaremos a otro. No será tan guapo y probablemente no haya leyendas urbanas acerca de lo bien que folla y…

Mackenzie resopla pensativa. Acaba de darse cuenta de que es complicado encontrar una alternativa mejor o, por lo menos, con la que la diferencia no sea tan abismal.

—No lo intentes —le aconseja Lola—. Habrá mirado la cama fijamente.

Yo trato de disimular una sonrisa por su comentario, pero no soy capaz de hacerlo más de un par de segundos.

—No dejes que te convenza demasiado rápido —me pide Lola ya desde el ascensor—. Se merece sufrir un poco.

Y eso que ni siquiera sabe todo lo que ha pasado.

Asiento una vez más y las observo hasta que las puertas del elevador se cierran. Resoplo, creo que no había resoplado tanto en todos los días de mi vida, y giro sobre mis pasos. Me espera una conversación demasiado complicada.

Estoy sólo a un par de metros de la habitación cuando la puerta se abre sobresaltándome. Tengo que contener un suspiro al ver a Donovan. Se ha cambiado de ropa y ahora lleva un perfecto traje de corte italiano negro con la camisa también negra con los primeros botones desabrochados. Decir que está espectacular sería quedarse increíblemente corta, está más, mucho más de lo que una simple palabra pueda describir.

Sin ni siquiera mirarme, avanza hasta el ascensor colocándose bien los carísimos gemelos de platino en su aún más carísima camisa. Yo lo observo boquiabierta. En un principio por lo guapísimo que está, pero inmediatamente después porque va a marcharse. Reacciona, idiota.

—¿Adónde vas? —pregunto atónita.

—Al club —responde sin más—. Me has hecho esperar demasiado y he cambiado de opinión. Recuérdalo la próxima vez.

Quiere sonar indiferente, pero su cristalino enfado reluce con fuerza.

No me lo puedo creer. Sencillamente no me lo puedo creer. Es un bastardo miserable.

Camina hasta el ascensor, lo llama y, cuando las puertas se abren, entra en él destilando toda esa seguridad, dejándome claro a cada paso que ha dado que he sido una verdadera estúpida por pensar que de algún modo estaba dispuesto a que las cosas cambiaran entre nosotros.

Alza la cabeza y me mira frío, exigente, indomable, justo antes de que las puertas se cierren, Donovan Brent en estado puro. Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano porque nada de lo que siento ahora mismo salga a la luz, le mantengo la mirada. Estoy dolida, triste, furiosa, pero no pienso permitirme demostrarlo. No con él y no ahora.

No sé qué hacer. Se ha marchado y yo debería hacer lo mismo. Habrá más chicas. Eso a estas alturas está claro como también lo está que, si me quedo a verlo, acabará conmigo. Estoy demasiado colada por él. Pero entonces caigo en la cuenta de que la solución es mucho más sencilla. Convencida, salgo disparada. Cojo mi bolso, mi abrigo y llamo al ascensor al tiempo que saco mi móvil y abro el WhatsApp.

Quince minutos después estoy en la puerta del edificio de Lola, helándome de frío, esperando a que ella llegue.

—Harper y Mackenzie han ligado con unos brokers de bolsa y se han quedado en el pub —me informa a unos pasos.

Tuerzo el gesto. Me sentía más cómoda con tres cómplices.

—¿Vas a decirme de una vez adónde vamos? —inquiere al llegar hasta mí.

La observo a la vez que frunzo los labios sopesando opciones. Espero que no le parezca un plan absurdo y ridículo y se niegue a acompañarme.

—Vamos al Archetype —digo en un golpe de voz.

Lola conecta nuestras miradas tratando de leer en la mía.

—Donovan está allí, ¿verdad?

—Sí y, antes de que digas nada —me apresuro a interrumpirla—, no estoy buscando ir allí para montarle una escena de celos ni nada parecido. Tengo un plan, pero no quiero presentarme sola ni tampoco así —añado tirando de mi sencillo vestido.

Lola se queda pensativa y, tras lo que me parece una eternidad, al fin sonríe.

—Cara Delevingne —dice suspirando—, desfile de Sarah Burton para Alexander McQueen, semana de la moda de Nueva York 2012.

Sonrío sincera. Sé que siempre puedo contar con ella.

—Si quieres que te acompañe al Archetype, lo haré con mi mejor look, pero creo que es algo que sólo os incumbe a Donovan y a ti.

Asiento. Tiene razón. No voy a negar que preferiría que viniese para sentirme más respaldada, pero también entiendo que es algo que tengo que hacer yo sola.

Antes de ir a casa de Lola, pasamos por mi apartamento. Rebuscamos en mi armario hasta encontrar un vestido verde que ni siquiera recordaba que tenía y mis salones negros de plataforma. Según Lola, cualquier ayuda para ganar unos centímetros será bienvenida.

Me miro frente al espejo. El maquillaje es perfecto y el vestido, una pasada, ajustado con un elegante escote, corto pero no vulgar. Giro sobre mis tacones para verme por detrás. Sonrío y giro de nuevo. Me siento sexy y rockera. Justo lo que necesito. Giro una vez más. Todo da vueltas y estoy a punto de chocarme contra el espejo. Tengo que dejar de ser tan patosa urgentemente.

Cuando el taxi se detiene frente al Archetype, tengo un nuevo ataque de dudas. Creo que voy a alimentar un fuego que no tengo claro que vaya a ser capaz de controlar. Respiro hondo. Para bien o para mal, este plan me dará respuestas y eso es lo que necesito. Asiento infundiéndome valor. Puedo hacerlo.

El portero me abre la puerta y me saluda con un profesional «buenas noches» al que respondo con una sonrisa. Prefiero no hablar. Si no hablo, no hay posibilidades de tartamudear.

Antes de acceder a la sala principal, repaso el plan. Sólo tengo que fingir que tengo la suficiente seguridad en mí misma como para que llevar esta ropa y venir a este club sea algo completamente normal para mí. Si lo consigo, lo demás vendrá solo. Cree y creerán.

Me acerco a la barra y, mientras espero a que una de las camareras vestidas de pin-up me atienda, echo un vistazo a la sala. Donovan no está. Trago saliva. Un fogonazo en mi mente hace que inmediatamente piense que está en una de las habitaciones con una mujer. Tengo el impulso de marcharme antes de verlo aparecer seguido de una chica con pinta de haber pasado el mejor rato de su vida, pero me contengo. Llegados a este punto tengo que ser valiente.

—¿Qué desea tomar?

Lo pienso un instante.

—Glenlivet con hielo.

La camarera me mira sorprendida un segundo pero en seguida me sirve la copa. No la culpo. El personal de este local es siempre el mismo, supongo que para evitar indiscreciones, y ninguna de las camareras me ha visto nunca pedirme una copa para mí. Normalmente le robo algunos sorbos a Donovan. Lo hacemos como parte del juego y de esa intimidad tan dulce que siempre se crea entre nosotros cada vez que estamos aquí.

Apenas he dado el primer trago cuando me doy cuenta de que un grupo de mujeres a unos taburetes de mí me miran sin mucho disimulo. No sé por qué me observan, pero lo comprendo en seguida cuando su mirada se pierde en el fondo de la sala y el brillo de sus ojos cambia.

Donovan está aquí.

Durante un primer instante me niego a volverme. No quiero. Me da un miedo atroz encontrarlo con otra mujer. Pero en el siguiente segundo mi curiosidad y esa parte de mí que se quedaría mirándolo aunque estuviésemos en mitad de un huracán ganan la partida y, despacio, me giro.

Al verlo junto a Colin y otro hombre que no reconozco, suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración.

Por las expresiones de los tres, es obvio que están hablando de negocios.

Cuando me ve, toda su expresión cambia y por un momento no sé si está aliviado o enfadado de encontrarme aquí. Sus ojos me recorren con descaro sin dejar un centímetro de mi piel sin cubrir. Se humedece el labio inferior y sé que el vestido ha surtido el efecto deseado. Donovan cierra el puño con fuerza como si estuviera conteniendo todos sus instintos que le gritan que venga hacia mí, que me cargue sobre su hombro, que me folle hasta que no exista cielo ni infierno.

Nos miramos por una porción de tiempo indefinida, deseándonos. Exactamente como la primera noche que nos encontramos aquí, creando nuestra propia burbuja a pesar de los metros de distancia, de las mujeres que se lo comen con los ojos, de que ni siquiera podamos tocarnos.

Le pertenezco.

Donovan murmura algo a Colin y al otro hombre sin ni siquiera mirarlos y comienza a caminar hacia mí. Si quiero poner mi plan en marcha, tengo que reaccionar y tengo que hacerlo ya.

Tomo mi copa con dedos perezosos y echo a andar hacia la puerta que lleva al piso superior. Miro tímida por encima de mi hombro con lo que espero sea una dulce y sensual sonrisa en los labios y me aseguro de que me sigue.

Accedo a los serpenteantes pasillos, despacio esquivo a otras personas, otras puertas. Cada vez siento sus pasos más cerca, más acelerados. Su mano rodea mi muñeca con fuerza. Me obliga a girarme. Me lleva contra la pared.

—¿Qué haces aquí? —susurra con la voz rota de deseo abriéndose paso entre mis piernas, estrechándome entre la pared y su cuerpo.

—Enterrar el hacha de guerra.

Donovan me mira directamente a los ojos. Nuestras respiraciones aceleradas inundan todo el espacio entre los dos y su olor a suavizante caro y gel aún más caro se entremezcla con el de mi colonia de Dior.

Quiere besarme. Lo desea tanto como lo deseo yo. Pero puedo ver en su mirada cómo su sentido común y su autocontrol se alían perspicaces. Mackenzie tenía razón. Es muy inteligente y muy listo.

—Por favor —murmuro con esa dulzura y esa sumisión que reflejaban mi sonrisa, apelando a esa parte que sólo quiere que quiera complacerle.

Donovan no dice nada. Se abalanza sobre mí y me besa con fuerza, desmedido, desbocado, salvaje… haciendo que la idea que me ha traído hasta aquí sencillamente esté a punto de esfumarse.

—Quiero jugar —musito contra sus labios.

Donovan sonríe sexy y me muerde el labio inferior, fuerte, hasta hacerme gemir.

—¿Con quién? ¿Con Erika?

Niego con la cabeza y acepto entregada otro espectacular beso.

—Con un hombre —respondo en un golpe de voz.

Donovan se queda inmóvil. Su mirada se oscurece y el juego de luces del pasillo sensualmente iluminado hace que sus ojos cambien de verdes a azules.

—Tú dijiste que algún día lo probaríamos —musito pero consiguiendo que mi voz suene segura— y, después de todo lo que ha pasado hoy, has dejado claro que verme con otro hombre no es algo que te moleste.

Alza la mirada y la clava directamente en la mía. Sabe que acabo de ponerlo entre la espada en la pared.

Sin decir nada, se separa y me toma de la mano obligándome a caminar. Pasamos un número indefinido de puertas hasta que abre una. Las risas y los murmullos propios de una fiesta nos reciben.

La sala es sofisticada y elegante como todas en este club. Hay al menos diez hombres repartidos por ella. Charlan cómodamente en los sofás, se sirven unas copas o simplemente están de pie en el centro de la estancia. Hay tres chicas. Una de ellas, Erika. Suena una música suave y todos parecen estar pasando un rato de lo más agradable.

Donovan me suelta y se dirige hacia el pequeño bar. Se sirve una copa e inmediatamente se pasa las manos por el pelo. Es obvio que no quiere estar aquí. Siento una punzada de culpabilidad, pero la aparto rápidamente. Si quiere acabar con esto, sólo tiene que decirlo.

Erika me ve, sonríe y me hace un gesto con la mano para que me acerque. Yo me obligo a poner mi mejor sonrisa y caminar hasta ella. Me presenta a las otras dos chicas y comenzamos a charlar. Desde fuera no es más que una simple fiesta como todas en este club.

Discretamente miro a los hombres, algunos ya nos observaban a nosotras. Sólo espero que Donovan frene todo esto antes de que tenga que hacerlo yo. No quiero estar con ninguno de ellos, sólo con él, pero necesito que me entienda, que comprenda cómo me siento, y esta es la única manera en la que puede ponerse en mi piel.

Uno de los hombres se acerca a nosotras. Se coloca a la espalda de una de las chicas, no recuerdo cómo se llama, y le susurra algo al oído. Ella sonríe, gira sobre sus tacones de diseño y lo sigue encantada fuera de la habitación. Yo suspiro discretamente. No quiero que nadie, y en especial Donovan, se dé cuenta de lo nerviosa que estoy.

Se sienta en el sofá. Creo que va por la tercera copa desde que entramos aquí. Un par de hombres se acercan. Se presentan y comenzamos a charlar. Parecen simpáticos.

La música cambia. Suena Pyro, de los Kings of Leon.[4]

La otra chica, de la que tampoco recuerdo su nombre, nos sonríe a todos como despedida y camina hacia Donovan. Discretamente, o por lo menos eso espero, la sigo con la mirada. Aún les separan varios pasos cuando Donovan la mira frío e intimidante y, con un simple gesto de cabeza, le hace entender que no se acerque. Yo saco todo el aire de mis pulmones. De nuevo, sin darme cuenta, había contenido la respiración hasta saber cómo reaccionaría. Es la segunda vez que me pasa esta noche.

Nuestras miradas se encuentran. La culpabilidad vuelve, pero no puedo rendirme.

Uno de los hombres le dice a Erika algo al oído y ella sonríe y asiente con esa mezcla de timidez y picardía que siempre funciona. Me coge de la mano y, divertida, me señala al hombre. Involuntariamente miro a Donovan. Él también me mira a mí. Sé lo que tengo que hacer, pero en el fondo no quiero hacerlo. Este es el plan para bien y para mal y, si él no me para, al menos servirá para que pueda tener claro lo que realmente siente por mí.

Asiento despacio, llena de dudas, aunque no me permito mostrarlas. Erika y el hombre sonríen y comenzamos a caminar hacia la puerta. No sé cuántos pasos llego a dar. La canción sigue sonando y creo que lo hace con más fuerza. Donovan se levanta, cubre lleno de seguridad la distancia que lo separa de mí y, tomando mi cara entre sus manos, me besa con fuerza, con toda la rabia que lleva sintiendo desde que llegamos a esta habitación.

—Déjame llevarte a casa —me pide, me ordena, contra mis labios.

—¿Por qué? —musito llena de todo lo que me hace sentir.

Necesito una respuesta.

—Porque estoy muerto de celos, porque no quiero que ningún otro tío te toque, porque eres mía, Katie. Eres mía —dice haciendo hincapié en cada letra.

No es una declaración de amor. Ni siquiera han sido unas palabras fáciles para él, pero, precisamente por eso, por toda la rabia que hay en ellas, toda la frustración, todo el deseo contenido, por la batalla consigo mismo, no podrían ser más sinceras.

—¿No habrá más mujeres? —murmuro con la respiración entrecortada, disfrutando del calor de sus manos acunando mi cara, de su frente apoyada en la mía.

—Joder, no habrá nadie más —se apresura a replicar—, nunca.

Sonrío como una idiota y saboreo el suave sonido de su perfecta sonrisa cuando es él quien lo hace justo antes de besarme.

Prácticamente sin separarnos un solo centímetro, salimos de la habitación y del club. El jaguar nos espera en la puerta. Nos metemos en el coche e inmediatamente Donovan me acomoda a horcajadas sobre él. Nuestras bocas se encuentran al instante y nuestras manos vuelan descontroladas en busca del otro. Donovan entrelaza nuestros dedos con fuerza y lleva mis manos a mi espalda.

—No sé si voy a ser capaz de aguantar hasta que lleguemos a casa —murmura con una sexy sonrisa contra mis labios.

Libera una de sus manos y, acariciando mi pierna, la pierde bajo mi vestido. Sólo necesita acariciar una sola vez la tela húmeda de mis bragas para que los dos perdamos la poca cordura que nos queda. Me suelta las manos para darse toda la prisa del mundo. Libera su poderosa erección, saca un preservativo y, tras romper el envoltorio con los dientes, se lo coloca en décimas de segundos. Aparta la tela de mis bragas y, guiando su magnífica polla, entra en mí, calmándonos a los dos un mísero segundo e incendiando nuestros cuerpos como si lleváramos meses sin tocarnos.

—Si la miras una sola vez, te despido —le advierte al conductor.

¡El chófer! ¡Por Dios! Quiero protestar, bajarme de su regazo, pero Donovan empieza a moverse y todo lo demás deja de existir.

Ruedo por la inmensa cama. Aún no he abierto los ojos y ya tengo una gigantesca sonrisa en los labios. Sin embargo, no tarda mucho en apagarse y automáticamente frunzo el ceño. ¿Dónde está Donovan?

Me levanto despacio, me pongo su camisa y salgo al salón. El corazón se me encoge al volver a encontrarlo sentado en el suelo con una vaso de Glenlivet y hielo en la mano. Vuelve a hacer el mismo ritual. Se toca el costado derecho, el brazo izquierdo por dos sitios, el hombro y, por último, la cicatriz sobre la ceja. Con cada gesto, un susurro en alemán. Lo rodea una atmósfera tan triste que unas ganas casi asfixiantes por correr y consolarlo cierran mi estómago de golpe.

—Donovan —murmuro avanzando un paso hacia él.

Mi única palabra no lo sobresalta. Donovan se termina la copa de un trago y se levanta ágil.

—¿Estás bien? —pregunto.

Pero él no contesta. Camina decido hacia mí, me carga sobre su hombro y me lleva de vuelta al dormitorio.

Me despiertan los rayos de sol entrando por la ventana. Perezosa, me giro buscando la oscuridad y me acurruco junto al costado de Donovan. Él gruñe adormilado y se gira para que estemos frente a frente. Nuestras piernas se encuentran e instintivamente se enredan. Su olor me envuelve. Sonrío. Alza la mano y la pierde bajo la sábana buscando posesivo mi cadera. La suave tela se levanta a su paso e inconscientemente mi cuerpo sale a su encuentro. Aún adormilada, me acomodo en su pecho. Donovan agacha la cabeza y, despacio, explorando, busca la mía hasta que nuestros labios se quedan muy cerca.

No he abierto los ojos y sé que él tampoco lo ha hecho. Ni siquiera tengo claro si estamos despiertos del todo. Sólo nos estamos saboreando, disfrutando de que el otro esté ahí, en esta inmensa cama.

Mueve sus labios y nuestras bocas se encuentran. Nos fundimos en un beso largo, perezoso, somnoliento. Instintivamente los dos nos movemos a la vez y poco a poco mi cuerpo va quedando bajo el suyo. Sus caderas se pierden entre las mías y nuestras piernas vuelven a enredarse. Acaricio su abdomen y mis dedos se recrean en el músculo que nace en su cadera y se aventura hacia abajo. Donovan entrelaza su mano con una de las mías y las desliza por la cama hasta acomodarlas por encima de mi cabeza.

Seguimos besándonos. Sus labios saben tan bien.

Su otra mano sube despacio por mi costado, acariciándome con la punta de los dedos. Se pierde en mi pecho. Gimo. Sus besos se hacen más intensos. Me aferro a sus hombros.

Su mano aprieta con fuerza la mía.

Y entra en mí. Me deja sin respiración y me devuelve el preciado oxígeno con sus besos. Me embiste despacio, profundo, delicioso. Por primera vez no hay nada entre nosotros y todas las sensaciones se multiplican.

Los armónicos músculos de su espalda se tensan bajo mi mano. Nuestros cuerpos se bañan de un dulce sudor.

Todo es deliciosamente lento, cadencioso, indomable, como algo que se deshace despacio, a su propio ritmo. Dos cuerpos simplemente disfrutando del calor del otro.

Gimo más fuerte. Donovan gruñe. Me pierdo en su espalda, en sus besos. Se mueve más rápido. Nuestras respiraciones se entremezclan. Mis caderas salen a su encuentro. Nuestros dedos se entrelazan con más fuerza.

—Katie —susurra.

Su voz. Su voz es lo mejor de todo.

Gimo. Gruñe. Grito. Y me deshago en la perfecta manera en la que se mueve, en cómo su boca conquista la mía, en la suave sensación de estar mecida entre sus caderas mientras mi cuerpo se rinde al suyo y a todo el placer multiplicado por mil de cada beso, de cada caricia, de cada embestida en esta mañana perfecta en la que no hemos follado hasta caer rendidos, sino en la que, por primera vez, hemos hecho el amor.

Donovan sigue moviéndose intenso, ágil, perfecto. Sus besos se desatan. Rodeo sus caderas con mis piernas. Su cuerpo se tensa y se pierde en el mío con mi nombre en sus labios.

El sonido de nuestras respiraciones entremezcladas llena la habitación mientras seguimos con los ojos cerrados, disfrutando de esta sensación perfecta.

—Nunca había practicado sexo somnoliento.

Sus palabras me hacen abrir los ojos, los suyos ya me están esperando. La luz filtrada por las finas cortinas los hace parecer casi verdes.

—No ha estado mal —añade satisfecho.

—No ha estado mal —repito, y pretendo fingirme indiferente, pero no puedo disimularlo por mucho más tiempo y una sonrisa inmensa acaba dibujándose en mis labios.

El iPhone de Donovan comienza a sonar.

—Mientes muy mal, Pecosa —sentencia dedicándome una media sonrisa.

Me da un sonoro beso, se levanta de un salto y sale de la habitación en busca de su teléfono.

Tumbada todavía en la cama, soy incapaz de dejar de sonreír. Puede que haya sido una locura hacerlo sin condón, pero sé que Donovan jamás se ha acostado con ninguna mujer sin usarlo. Es demasiado obsesivo y controlador para correr el más mínimo riesgo. Recapacito un segundo sobre mis propias palabras y mi sonrisa se ensancha hasta límites insospechados. Acabo de compartir una primera vez con el dios del sexo. No es que esté montada en un unicornio, es que estoy haciendo piruetas sobre él mientras sobrevolamos un arco iris custodiado por osos amorosos.

—Pecosa —me baja Donovan de la nube entrando en la habitación—, tengo que marcharme ya a la oficina.

Asiento y me incorporo rápidamente.

—Estaré lista en seguida —digo caminando hasta mi maleta.

—No. Estaré todo el día reunido con Jackson y Colin. Sólo estorbarías.

Tan encantador como siempre. Le dedico mi peor mohín y él finge no verlo.

—Quédate aquí —añade— y, por ejemplo, guarda tu ropa de una maldita vez en el vestidor. Por si no te has dado cuenta, no vives en un campamento de refugiados.

Entra en el baño dejándome con la palabra en la boca. Yo me quedo con la mirada clavada en la puerta. Por mucho que quiera, hoy no soy capaz de enfadarme con él.

Le robo uno de sus calzoncillos suizos y me pongo una de sus camisetas. Podría coger uno de mis pijamas, pero prefiero incordiarlo un poco y usar su ropa.

Estoy preparando café cuando Donovan sale perfectamente vestido. Debería empezar a acostumbrarme a que sea tan injustamente atractivo.

Desayunamos en silencio. Él leyendo el Times y yo ojeando mi libro de macroeconomía. Mientras se pone el abrigo y se prepara para marcharse, yo llevo las tazas al fregadero.

—Me marcho —comenta con su habitual tono displicente—. No le abras la puerta a los desconocidos y haz algo productivo. No te pases toda la mañana oliendo mis camisas, aunque la tentación sea grande.

Yo le golpeo en el hombro a la vez que protesto.

—Eres un gilipollas.

Y soy plenamente consciente de lo estúpida que suena mi voz. En realidad, lo que quiero hacer es darle un beso, pero no sé cómo reaccionaría. Tengo clarísimo que puedo abalanzarme sobre él con la idea de echar un polvo siempre que quiera, pero no sé si le gustaría que lo besara. La idea es un poco rocambolesca, pero también la pura verdad.

—Diviértete en el cole —le digo impertinente haciendo uso de las palabras que él siempre me dedica a mí.

Donovan me observa al tiempo que frunce el ceño imperceptiblemente. No soy capaz de mantenerle la mirada y acabo apartándola. ¿Qué me pasa? ¿Vuelvo a tener quince años? Voy a abrir la boca dispuesta a decir cualquier estupidez que no me haga quedar como una tonta embelesada, pero Donovan me interrumpe cogiéndome de la muñeca y llevándome contra su cuerpo al tiempo que pone los ojos en blanco y sonríe displicente. Me besa con fuerza, intenso, delicioso. Cuando se separa, la mirada de tonta enamorada es imposible de disimular. Él sonríe arrogante y se inclina despacio sobre mí.

—Me resultas transparente, Pecosa.

Me da un beso más corto a modo de despedida y se marcha.

Está claro que no me equivoqué cuando dije que era capaz de leer en mí.

Me paso la mañana estudiando. La verdad es que consigo avanzar bastante. Mientras almuerzo, no paro de darle vueltas a la idea de deshacer por fin la maleta y colgar la ropa en las perchas. Después de todo lo que pasó ayer y, en cierta forma, tras lo que ha ocurrido esta mañana, creo que ha llegado el momento de confiar en lo que sea que haya entre Donovan y yo. Mi parte más romántica le da un apasionado beso en los labios al póster de Jamie Dornan mientras suena música de Cyndi Lauper. ¡Es una locura!

Dentro del inmenso vestidor, no puedo evitar fijarme en la ropa de Donovan. La eficiencia alemana marca de la casa también es patente aquí y todo está perfectamente ordenado. Sonrío, casi río, cuando veo la hilera de camisas blancas y, antes de que me dé cuenta, estoy sucumbiendo a la tentación y oliendo una.

Mi iPhone suena en ese preciso instante, sobresaltándome. Miro la pantalla. Es Donovan. Seguro que tiene cámaras instaladas por aquí para grabar sus encuentros sexuales y ahora va a estar riéndose de mí durante meses.

—¿Diga? —respondo temiéndome lo peor.

—¿Tienes un vestido bonito?

Su pregunta me pilla fuera de juego, pero, como no es una burla por lo de oler sus camisas, automáticamente me relajo.

—No —respondo impertinente—. Todos son horribles.

—Pues entonces ponte uno con el que pueda meterte mano. Tengo una cena con Jackson y Colin y seguro que me aburro muchísimo —continúa fingidamente displicente. Adora estar con esos dos.

—¿Me estás invitando? —pregunto con una estúpida sonrisa en la cara.

—Las coges al vuelo, Pecosa —se ríe de mí—. A las ocho en el Malavita. No llegues tarde.

Cuelga y mi estúpida sonrisa se ensancha hasta límites insospechados.

Estoy vaciando mi maleta cuando el teléfono fijo comienza a sonar. Resoplo y echo a andar en dirección al salón. Ni siquiera sé por qué me molesto en cogerlo. No van a responder.

—¿Diga? —Espero un par de segundos—. ¿Diga? —repito estirando las vocales.

Me encojo de hombros y me separo el teléfono de la oreja dispuesta a colgar.

—Me gustaría hablar con Donovan.

Abro los ojos como platos y por un momento me quedo paralizada. Es una voz de hombre. Eso rompe todas mis teorías sobre exnovias chifladas o acosadoras celosas.

—Le pregunto si es posible hablar con Donovan —repite.

¡Di algo, idiota!

—Sí… bueno, no —rectifico—. Ahora no está en casa —me explico—. ¿Quién le llama?

Sé que podría ser más educada, pero él tampoco se ha tomado muchas molestias para serlo llamando y colgando sin decir una palabra.

—¿Hola? —llamo su atención al ver que no responde.

Tras unos segundos me doy cuenta de que ha colgado. Me llevo el teléfono a los labios, pensativa. Miro el identificador de llamadas, pero aparece como número privado. Dejo el aparato en su soporte y vuelvo a la habitación aún dándole vueltas. Es un hombre. Desde luego eso no me lo esperaba.

A las seis ya me estoy duchando y decidiendo qué ponerme. Me empiezo a arreglar tan ridículamente pronto que a las siete ya estoy mano sobre mano haciendo tiempo. Cada vez que veo el teléfono, recuerdo la llamada. Estoy muy intrigada.

A las siete y media ya no aguanto más y, aunque sé que es algo temprano, me pongo el abrigo y salgo del ático.

Quince minutos después estoy en la puerta del Malavita, así que me queda otro cuarto de hora por esperar. Hace un frío que pela, pero me quedo fuera. No sé a nombre de quién está la reserva.

Sin embargo, a las ocho y diez sigo todavía en la puerta contra todo pronóstico. Los chicos son muy puntuales. Extrañada, llamo a Donovan, pero no me coge el teléfono. Lo intento con Colin y Jackson, pero tampoco obtengo respuesta. Frunzo el ceño. Es muy raro. ¿Habrán llegado antes que yo y, quizá, ya están dentro?

Entro en el restaurante, me acerco a la maître y la saludo con una sonrisa.

—Verá, he quedado para cenar y tal vez las personas a las que espero ya estén dentro.

Ella asiente.

—¿Tenían reserva? —me pregunta profesional.

—Sí, imagino que sí.

La mujer me mira como si me hubiese caído de lo alto de un guindo sólo por imaginar que alguien podría haber conseguido mesa aquí sin reserva, pero, entonces, ¿por qué pregunta?

—¿A nombre de quién?

Resoplo. Vayamos por riguroso orden de nombre de empresa.

—¿Colton?

La mujer asiente de nuevo y repasa la lista.

—No tenemos ninguna reserva con ese nombre.

—¿Podría probar con Fitzgerald?

Por lo menos sólo tengo tres posibilidades. La maître repasa la lista con su pluma dorada y alza la cabeza con gesto un tanto molesto.

—No tenemos ninguna reserva con ese nombre —repite.

—¿Brent? —replico nerviosa.

Ella resopla. Creo que, si tampoco está a nombre de Donovan, va a echarme del restaurante. Eso sí, muy amablemente.

—Brent, mesa para cuatro. Aún no han llegado. ¿Desea pasar y esperarlos? —inquiere dándome paso con la mano.

Niego con la cabeza.

—Se lo agradezco, pero esperaré fuera.

Qué extraño. Ya son casi y media. En la acera del restaurante, en plena 25 Oeste, vuelvo a llamarlos, pero ninguno de los tres coge el teléfono.

A las nueve estoy oficialmente preocupada. Más aún cuando llamo a las oficinas y el guardia de noche me informa cordialmente de que los tres salieron hace más de una hora. ¿Dónde están?

A las nueva y media me doy por vencida. Estoy helada. Paro el primer taxi que veo y regreso al ático. Sigo llamando, pero nada. Antes de subir le pregunto al portero si Donovan ha pasado por aquí, pero me dice que no lo ha visto, aunque también me comenta que su turno empezó hace poco más de una hora.

No soporto estar simplemente esperando. Estoy muy preocupada. Ha debido ocurrir algo. Estoy planteándome seriamente ir a la oficina a buscar algún teléfono donde poder localizar a Colin o a Jackson cuando oigo las puertas del ascensor abrirse. Miro el reloj. Son más de las diez.

Donovan entra con paso acelerado. Tiene la expresión endurecida. Está furioso, nervioso.

—Donovan —lo llamo caminando hacia él.

Al verme, se detiene y, aturdido, da un paso hacia atrás. Mi preocupación aumenta hasta límites insospechados.

—¿Qué ha pasado? —inquiero en un hilo de voz.

Donovan niega con la cabeza y no sé si lo hace a mi pregunta o a lo que quiera que haya sucedido. Está agotado y no me refiero a algo físico. Se pasa las manos por el pelo y, al hacerlo, me doy cuenta de que tiene los nudillos ensangrentados.

—Donovan, ¿qué ha pasado? —repito más nerviosa—. ¿Te has peleado con alguien?

Mis palabras parecen sacarlo de una especie de ensoñación. Doy un paso más y nuestras miradas al fin se encuentran. Lo que veo en sus ojos ahoga mi corazón y casi me deja sin aliento. Está destrozado.

Alzo la mano y le acaricio la mejilla. Sólo quiero consolarlo de algún modo. El contacto parece reconfortarlo; cierra los ojos y respira hondo, como si mi piel contra la suya fuese lo único que necesitara, pero apenas un segundo después se aparta brusco.

—Donovan —murmuro.

Por Dios, ¿qué le ha pasado?

Se queda de pie, frente a mí, pero no me mira.

—Donovan…

—Te he reservado una habitación en el Saint Regis —me interrumpe apartándose de mí y caminando hasta el centro del salón—. Márchate.

Al fin me mira y sus ojos están inundados del dolor y la rabia más cristalinos que he visto jamás.