5
Observo la habitación y de pronto cada objeto de la estancia encaja perfectamente. La cama, inmensa; los muebles, de diseño, y la decena de camisas que asoman del vestidor, blancas.
Me llevo las manos a los ojos y acabo pasándomelas por el pelo. Esto es una locura. Lo mejor será que me vista, le dé las gracias y salga pitando de aquí. Por inercia miro la ropa que llevo y «maldita sea», mascullo entre dientes. No es la mía. Llevo una camiseta y, gracias a Dios, mi ropa interior. Pataleo y grito bajito. Si ya me hubiera dado vergüenza salir con un pijama de franela abotonado hasta el cuello, así sólo quiero que la tierra me trague.
Suspiro con fuerza y me mentalizo. Tengo que salir y será mejor que lo haga yo, ahora, teniendo el control de la situación, marcando los tiempos. Echo el nórdico a un lado y pongo los pies en el suelo. Qué agradable. El parqué está caliente. Los multimillonarios sexis sí que saben vivir. Apuesto a que puso el suelo radial pensando en los polvos que echaría en él.
Miro a mi alrededor con la esperanza de que mi ropa aparezca en cualquier rincón, pero no tengo esa suerte. Podría buscar algún pantalón suyo. Camino sigilosa hasta la cómoda y abro el primer cajón. Es el de su ropa interior. Todo bóxers blancos de esa marca suiza tan ridículamente cara. Levanto uno de ellos tímidamente y miro debajo. No sé qué espero encontrar. Seguramente, si estuviera aquí, aprovecharía para reírse de mí. Levanto otro. Creo que me estoy demorando perversamente en este cajón.
—Pecosa —digo frunciendo la nariz e imitando su voz—, sé que te gusto, pero robarme los bóxers me parece excesivo.
Suelto una risilla malvada encantadísima con mi propia broma.
—Yo no lo habría expresado mejor.
La voz de Donovan me hace dar un respingo con el que probablemente enseño las bragas.
Está apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados, observándome. Su sonrisa es aún más impertinente que de costumbre. Está disfrutando con mi bochorno.
Intento cerrar el cajón de golpe y, por supuesto, no lo consigo. Algunas prendas me entorpecen y tengo que recolocarlas bien para poder cerrar.
—Trátalos con cariño. Las manos de muchas mujeres tienen que tocarlos todavía.
Yo lo fulmino con la mirada, cosa que él ignora por completo, y comienza a caminar alejándose de la habitación.
—Al salón —ordena.
Cuando ya se ha dado la vuelta, le dedico un mohín de lo más infantil y al fin cierro el cajón, brusca. Es una declaración de principios.
Salgo al salón y, en la nueva estancia, automáticamente vuelvo a sentirme incómoda con mi escueto vestuario.
—Podrías darme unos pantalones.
—¿Por qué? —responde divertido desde la cocina—. Así estás muy bien —añade insolente.
—Donovan —me quejo.
Es odioso.
—Siéntate —me ordena de nuevo señalando uno de los taburetes al otro lado de la inmensa isla de la cocina.
Resoplo pero no protesto más. ¿Para qué? No valdría de nada. A pesar de lo poco que lo conozco, tengo claro que es muy testarudo.
Camino despacio y, a regañadientes, tomo asiento. Él está echando el líquido de un pequeño termo en un cuenco. Creo que es sopa de pollo y huele de maravilla.
—¿Tú me quitaste la ropa? —pregunto en un susurro.
Me siento muy tímida, casi avergonzada, con esta pregunta.
—Sí —responde mirándome directamente y sonriendo otra vez.
Se lo está pasando de cine, el muy bastardo.
—Entonces, me has visto desnuda —musito y no es una pregunta, es más un lamento.
—Oh, sí.
Podría tener el detalle de dejar de sonreír.
Apoyo el codo en la isla, la frente en la mano, y la sacudo un par de veces. Maldita sea, esto es de lo más vergonzoso. Veo de reojo, ya que me niego en rotundo a mirarlo, cómo se inclina sobre el mármol hasta que su cara está peligrosamente cerca de la mía.
—Y me recreé.
¡¿Qué?!
—¿Cómo que te recreaste? —pregunto alarmada alzando la cabeza para mirarlo.
—Tienes cuatro lunares —contesta, y esa sonrisa tan odiosa, impertinente y sexi brilla más que nunca.
—¡Donovan!
—Pecosa, estaba aburrido —suelta a modo de desastrosa disculpa. Su voz sigue siendo de lo más impertinente y ¡continúa sonriendo!—. Nunca había sólo dormido con una chica.
—¿Hemos dormido juntos?
Esto es el colmo. Donovan Brent, de caballero andante, no tiene nada.
—¿No dormiste en el sofá? —pregunto casi atónita.
—Y me parece una costumbre deliciosa —añade ignorándome por completo— que hables en sueños. —¡¿Qué?!—. Fue muy útil.
No te ruborices. No te ruborices.
Cruzo los brazos sobre el reluciente mármol italiano y hundo la cabeza en ellos. Estoy viviendo la reina de las situaciones bochornosas.
—No te tortures, Pecosa —susurra aún más cerca—. Me gustó sólo dormir contigo.
Sus palabras me hacen levantar la cabeza otra vez y durante unos segundos simplemente saboreamos nuestras miradas entrelazadas. Él sigue teniendo el mismo brillo descarado y sin una pizca de vergüenza, y yo por algún motivo comienzo a relajarme y a dejarme envolver por él.
Termina de verter el líquido y empuja el tazón hasta colocarlo frente a mí.
—Sopa de pollo, comida de enfermo —me aclara.
Me tiende una cuchara y yo la agarro ávida. Tiene una pinta deliciosa y, después del efecto de las pastillas y de haber dormido no sé cuántas horas, estoy hambrienta.
Donovan me observa tomar las primeras cucharadas e incluso lanzar algún que otro «humm». La sopa bien lo vale. ¿De dónde la habrá sacado? Miro el pequeño termo y leo Malavita. Debe de ser el nombre de algún restaurante.
—Tienes muchas cosas que contarme —me dice tomándome por sorpresa.
Su tono de voz ha cambiado. Se ha endurecido. Quiere dejarme claro que ya no está jugando.
Yo trago la última cucharada de sopa y clavo mi vista en el cuenco a la vez que dejo la cuchara lentamente apoyada en el tazón. Se me acaba de cerrar el estómago de golpe.
Asiento despacio y más despacio alzo los ojos, mirándolo a través de mis pestañas. Donovan frunce el ceño imperceptiblemente sin levantar su mirada de la mía y toda la atmósfera da un giro de trescientos sesenta grados, como si hubiésemos pulsado un interruptor mágico que saturara de una sensual electricidad todo el espacio vacío entre los dos. Él aparta su vista, apenas un segundo, y, cuando la posa de nuevo en la mía, comprendo que su perfecto autocontrol vuelve a dominar la situación.
—¿Por qué continuaste trabajando en el restaurante?
—Porque necesito el dinero.
—¿Por qué? —vuelve a preguntar, y hay cierto toque de exigencia en su voz—. El sueldo que te pagamos es más que suficiente.
Suspiro. Llegados a este punto creo que lo mejor es soltarlo todo de un tirón.
—Tengo deudas, muchas, y de mucho dinero.
—¿De qué?
No hay la más mínima reacción en él.
—Mi abuelo tenía problemas de corazón. Necesitaba una operación, pero no tenía seguro, así que cogí el dinero de mi préstamo universitario y lo utilicé para pagar el hospital. Obviamente tuve que dejar de estudiar y ponerme a trabajar más horas para poder pagar las medicinas y todo lo demás. Al principio fue bien, pero un día empeoró. Me dijeron que necesitaba una nueva operación y tuve que pedir un crédito. Ni siquiera sé cómo me lo concedieron, pero el interés era altísimo. Mi abuelo no sobrevivió a la operación.
Donovan asiente.
—¿Cuánto dinero debes?
—Ciento veintiséis mil trescientos cuarenta y tres dólares con ochenta centavos.
Donovan vuelve a asentir. Su expresión es imperturbable. Ni siquiera podría decir qué está pensando ahora mismo.
—¿Algo de lo que pone en tu currículum es verdad?
—No —musito—. Pero yo no quise engañarte —me apresuro a aclarar—. Todo fue un malentendido. Aquella mañana estaba en la oficina para llevarle las llaves a Lola y tú pensaste que yo era una de las candidatas y ella creyó que era mi oportunidad para tener un trabajo mejor. Por favor, no la despidas.
Si Lola saliera perjudicada de todo esto por mi culpa, jamás me lo perdonaría.
—¿Y cómo has conseguido hacer el trabajo de toda la semana? —pregunta obviando mi súplica.
—Mackenzie y Lola me ayudaron el primer día. El segundo, tú, y cada noche, cuando llegaba a casa, leía libros, buscaba en Internet.
—¿Me estás diciendo que, después de levantarte Dios sabe cuándo para llegar antes que yo a la oficina, trabajar conmigo y trabajar en un restaurante, cuando llegabas a casa… estudiabas?
Trago saliva.
—Más o menos —me sincero.
Donovan se aleja de la cocina mientras cabecea. Camina hasta el sofá y recoge su abrigo.
—¿Vas a despedir a Lola? —pregunto bajándome del taburete. No me contesta—. No la despidas, por favor. Ella sólo quería ayudarme.
Donovan no contesta. Sube los dos escalones que separan el inmenso salón del vestíbulo y llama al ascensor. Las puertas se abren de inmediato y se marcha del apartamento sin mirar atrás.
No puede hacer que la despidan. Ella lo hizo por mí. Camino nerviosa por la casa. Necesito un plan. Lo primero es encontrar mi ropa o, al menos, unos pantalones que ponerme. Después hablaré con Lola y también con Jackson y Colin. Les explicaré todo y seguro que ellos harán entrar en razón a Donovan.
No encuentro mi ropa por ningún sitio. Tampoco ningún pantalón que pueda ponerme.
Estoy a punto de desesperarme cuando un teléfono comienza a sonar. No reconozco el timbre. Miro a mi alrededor tratando de seguir el sonido. Deambulo por el salón hasta que veo un teléfono fijo en una pequeña mesita junto al sofá.
—¿Diga? —respondo.
Inmediatamente cierro los ojos con fuerza, arrepentida. No sé si a Donovan le hará gracia que atienda el teléfono de su casa.
Sin embargo, al no obtener respuesta, abro los ojos y frunzo el ceño. ¿Por qué no contestan?
—¿Diga? —repito—. ¿Hola?
Nada. No responden. Imagino que será uno de sus ligues, que se ha echado atrás al oír una voz de mujer. Una sonrisa llena de malicia se me escapa, aunque de eso también me arrepiento rápidamente. No me interesa lo más mínimo la vida sentimental de Donovan.
«Ja».
Cuelgo y, cuando estoy a punto de dejar el teléfono en el soporte, tengo una idea. Marco el número de mi móvil por si estuviera aquí, pero no tengo esa suerte. Es lógico. Me sacó de casa para llevarme al hospital; coger mi teléfono era la última de sus preocupaciones.
Por lo menos está el fijo. Tengo que llamar a Lola. Hago memoria y consigo recordar su número. Dos tonos después, descuelga.
—Lola, soy Katie.
—Katie, menos mal —dice aliviada—. ¿Qué tal te encuentras? ¿Dónde estás? He estado llamando toda la mañana al imbécil de Donovan, pero no me ha cogido el teléfono.
—Estoy bien —contesto—. Me llevó al hospital y después me trajo a su casa.
—¿A su casa? —me interrumpe perspicaz.
Cierro los ojos y hago una mueca. No debí haberle contado eso.
—Sí, a su casa —continúo restándole importancia—. Sólo lo ha hecho por su comodidad. No querría tener que volver al Lower East Side tan tarde.
—Seguro —replica en un golpe de voz aún más perspicaz si cabe.
Me espera el tercer grado en cuanto nos veamos. Estoy segura.
—Lola, no te llamo por eso —reconduzco convenientemente la conversación—. He tenido que contarle toda la verdad.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunta alarmada.
—Porque el doctor me hizo un montón de preguntas y Donovan no es ningún estúpido.
—¿Y qué tal se lo ha tomado? ¿Va a despedirte?
—Creo que no.
Me siento fatal ahora mismo.
—¿Pero? —me apremia.
Me conoce demasiado bien.
—Puede que a ti sí —murmuro culpable.
Una carcajada llena de arrogancia y algo de malicia cruza la línea telefónica.
—¿Se puede ser más presuntuoso? —se queja—. Yo no trabajo para él.
—Pero conoce a tu jefe.
Ella calla un segundo.
—Es cierto que, cuando quiere, puede ser muy persuasivo, pero no te preocupes. El señor Seseña, mi jefe —me recuerda—, me adora.
—¿Seguro?
—Sin asomo de duda —responde precisamente así, sin asomo de duda.
Suspiro aliviada. Ya me siento mucho mejor.
—Me dejas más tranquila.
La noto sonreír al otro lado.
—Está todo bien —me confirma.
En ese momento oigo las puertas del ascensor abrirse.
—Lola, tengo que colgar.
Sin esperar su respuesta, lo hago. Dejo el teléfono en su sitio y corro a la habitación. Aún no he encontrado unos malditos pantalones.
—Pecosa, ven aquí —me ordena desde el salón.
No quiero tener que volver a salir sin pantalones.
—Pecosa —vuelve a reclamarme impaciente.
Salgo de la habitación malhumorada por seguir en ropa interior. Donovan, sentado en el sofá, pierde su vista en mis piernas sin ningún disimulo, pero en seguida vuelve a centrarlas en los documentos que tiene bajo la mano en la elegante mesa de centro.
—Ven aquí —me apremia exigente—. Tienes mucho que firmar.
Frunzo el ceño.
—¿Qué tengo que firmar? —pregunto confusa y, para qué negarlo, algo desconfiada.
No entiendo nada.
Donovan me observa impaciente, diciéndome con la mirada que deje de hacer preguntas estúpidas de una vez y me siente en el sofá.
Camino hasta él con cierta cautela, me siento y lo miro aún confusa. Él me indica con su mirada los papeles y, al posar mi atención en ellos, mi expresión cambia por completo cuando leo Universidad de Columbia en el membrete.
—Donovan, ¿qué es esto? —inquiero sin poder ocultar mi sorpresa.
—Esto es para que dejes de mentirme —responde sin ningún interés en sonar amable—. Vas a seguir trabajando para mí y vas a ir a la universidad.
¿Piensa pagarme la universidad? No puedo creerlo. No puedo creerlo y tampoco puedo aceptarlo.
—Te lo agradezco, muchísimo —le digo con la clara intención de que no haya dudas a ese respecto. Además, volver a la universidad sería maravilloso—, pero no puedo, Donovan. No puedo tener dos trabajos e ir a la universidad.
—¿He dicho yo dos trabajos? —pregunta impaciente y arisco.
—No.
—Vas a dejar el trabajo en el restaurante —me dice, casi me advierte—. No lo necesitas.
—Sí lo necesito. Ya te lo he explicado.
¿Es que este hombre no escucha?
—He cancelado todas tus deudas.
¡¿Qué?!
«¡¿Qué?!».
—¿Qué? —No me lo puedo creer—. No puedes hacer eso.
No puede entrar en mi vida como un ciclón y hacer ese tipo de cosas sin ni siquiera consultarme. No voy a permitirlo.
—Joder, Pecosa —se queja exasperado—. ¿Siempre pones las cosas tan complicadas?
—¿Pero qué tipo de persona crees que soy? —Ahora la que suena exasperada soy yo—. No voy a dejar que me pagues los créditos, la universidad y encima me des trabajo.
Y está conversación se ha terminado. No pienso cambiar de opinión. Con el propósito de dejarlo lo más claro posible, me levanto dispuesta a encontrar mi ropa de una maldita vez y marcharme, pero Donovan se levanta, me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.
—Sé perfectamente la clase de persona que eres. Así que no tienes que hacerte la ofendida.
Otra vez no hay la más mínima amabilidad en sus palabras.
—No me estoy haciendo la ofendida —me defiendo molesta.
¿Acaso cree que es una pose? Eso me enfada aún más.
—Tú no sabes nada de mí —añado.
—Sé que eres capaz de trabajar catorce horas diarias y estudiar contabilidad por las noches para no decepcionarme.
Dios, ¿cómo puede ser tan presuntuoso? Suspiro brusca. Lo peor es que, en el fondo, tiene algo de razón.
—No lo hice por ti. —No pienso reconocerlo jamás.
—Claro que no —replica arrogante y mirándome de esa manera que me dice que encima debería darle las gracias.
No aguanto más.
—Eres un imbécil engreído.
Quizá, si mi voz no hubiese sonado tan encandilada, presa del deseo que comienza a arremolinarse en mi vientre, mis palabras hubiesen tenido más valor; pero es que está demasiado cerca, es demasiado guapo y su mano aún sujeta mi muñeca.
—Puede que lo sea, pero en el fondo es lo que más te gusta de mí.
¡Qué imbécil! ¡Y cuánta razón tiene! ¿Por qué con él todo tiene que ser siempre tan frustrante?
—No pienso aceptar tu dinero —replico nerviosa.
—Me importa muy poco lo que pienses aceptar o no —susurra exigente, sin levantar esos espectaculares ojos de los míos.
Estoy furiosa y al mismo tiempo lo deseo como nunca he deseado nada en mi vida. Tengo ganas de darle una bofetada y también de desnudarlo.
Definitivamente esto no va a acabar bien para mí.
—Firma y no despediré a Lola.
¡Maldito bastardo!
—Lola no trabaja para ti —mascullo.
—Pero Michael Seseña me debe muchos favores.
¿Sería capaz? Me sonríe arrogante y esa es la mejor respuesta a mi silenciosa pregunta. Maldita sea, claro que sería capaz.
—Eso es juego sucio —protesto.
—Lo sé. —Y claramente no le importa lo más mínimo—. ¿Qué decides?
Aún más furiosa y dedicándole la peor de mis miradas, me arrodillo frente a la mesa de centro y firmo todos los formularios para entrar en Columbia.
Donovan se sienta en el sillón a mi lado. La tela de sus vaqueros roza mi brazo desnudo y todo mi cuerpo es consciente de ello. ¡Pero sigo furiosa, maldita sea!
«Recuérdatelo. Te vendrá bien cuando acabes en su cama».
—Y vas a vivir aquí —añade como si fuera un hecho sin ninguna importancia.
Ahogo una risa nerviosa en un breve suspiro a la vez que me giro para mirarlo.
—No, de eso nada —replico como si fuera obvio, porque es obvio.
—Claro que sí —se reafirma—. Pillaste una neumonía por culpa de las ventanas de tu apartamento.
—No voy a vivir aquí. Es una locura. Apenas nos conocemos.
Tiene que entenderlo. Es una pésima idea.
«Acabarías en su cama antes de que tu ropa estuviera en las perchas».
—Estuvimos a punto de acostarnos, Donovan.
—Eso no va a volver a pasar —replica muy seguro de sí mismo.
Por un momento no sé qué responder. Lo tiene muy claro. Se supone que yo también debería tenerlo. Es lo que quiero, ¿o no?
—Por supuesto que no va a volver a pasar.
Si él lo tiene claro, yo lo tengo más.
—Pues, entonces, ¿qué problema hay? —inquiere con esa estúpida, odiosa y sexy sonrisa que me hace perder el hilo.
—No puede ser —me reafirmo nerviosa.
—Vas a venirte a vivir aquí y se acabó la discusión —me ordena convertido en la sensualidad personificada—, porque cada vez que discutimos me entran ganas de echarte un polvo y eso ya no puede ser, ¿verdad?
Ahogo una boba y extasiada sonrisa en un nuevo suspiro.
¡Deja de sonreír!
—Verdad —musito y casi tartamudeo.
—Pues todo arreglado.
Donovan se levanta y comienza a caminar hacia su habitación.
¡No está nada arreglado! Ahora mismo sólo quiero gritar. ¡Es la persona más frustrante que he conocido en mi vida!
«Y tú».
Y yo.
A unos pasos de la puerta del dormitorio, se quita la camiseta y en mi cabeza la canción de los Rolling Stones, Sympathy for the devil,[2] comienza a sonar. ¿Por qué no se ha quitado la maldita camiseta en su habitación? Tiene un torso increíble, con cada músculo armónicamente cincelado y los vaqueros cayéndole tan sexy, haciendo que toda mi atención se centre en el perfecto músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus Levi’s.
Finalmente desaparece en el dormitorio y yo me dejo caer en el sofá. Ahora mismo la vida me parece de lo más injusta.
Me giro hacia la mesa y pierdo mi vista en los papeles. No puedo evitar sonreír. ¡Voy a volver a la universidad! La verdad es que estoy emocionada y aterrada al mismo tiempo, más emocionada que aterrada. ¡Va a ser genial!
Más o menos media hora después, Donovan sale de la habitación. Se ha duchado y lleva un traje de corte italiano negro que le sienta como un guante y una camisa también negra con los primeros botones desabrochados. Está espectacular.
Atraviesa el salón con paso decidido y yo no puedo evitar contemplarlo embobada mientras lo hace.
—Nos vemos, Pecosa —se despide sacándome de mi ensoñación.
—¿Adónde vas?
Inmediatamente me arrepiento de haberle preguntado. Puede ir adonde quiera y a mí no me interesa en absoluto.
«La palabra del día: autoengaño».
—Al Archetype —responde con una media sonrisa de lo más presuntuosa.
—Oye —lo llamo levantándome y caminando hacia él—. Podrías decirme dónde guardas los pantalones de pijama.
Necesito urgentemente dejar de ir en bragas por esta casa.
Lo piensa mientras se mete en el ascensor.
—No, creo que no —responde al fin al tiempo que se coloca bien los puños de la camisa que le sobresalen elegantemente de la chaqueta.
Las puertas se cierran y lo último que puedo ver es su arrogante sonrisa ensanchándose.
Como una tonta, me quedo con la vista clavada en el acero pensando en lo descarado, impertinente y engreído que es.
«Y en lo bien que le queda el traje».
Eso también, pero prefiero obviar esa clase de pensamientos, sobre todo si voy a vivir aquí.
Busco sin éxito unos pantalones de chándal o de pijama. ¿Dónde demonios los guarda? Me parece prudente empezar a marcar algunas fronteras, así que busco unas sábanas y una manta, le robo una almohada de su inmensa cama y me preparo la mía propia en el no menos inmenso sofá.
Me doy una ducha rápida y, como sigo sin encontrar mi ropa, me veo obligada a cogerle otra camiseta y unos bóxers.
«Al final has acabado robándole su ropa interior».
Me pongo los ojos en blanco a mí misma, pero no puedo evitar que se me escape una sonrisilla de lo más tonta.
Me tomo las pastillas que me recetó el doctor Newman. No tengo nada de hambre, así que opto por irme a dormir. Ya acostada, miro a mi alrededor admirada. El ático es increíble y las vistas lo son aún más. No sé exactamente en qué calle estamos, pero apostaría que es la parte alta de la ciudad.
He dejado las cortinas recogidas y me duermo, presa de los analgésicos, contemplando el Empire State erguirse entre los demás rascacielos. Me encanta ese edificio.
Ruedo por la cama. Adoro esta cama. Es tan cómoda. Humm, suspiro encantada. Es maravillosa.
Es maravillosa y ¡no es el sofá!
Abro los ojos de golpe. ¿Qué hago en la cama?
Sobresaltada, miro a mi alrededor y veo a Donovan con la espalda apoyada en el marco de la puerta, sólo con los pantalones de pijama, que debe esconder en un doble fondo tras una estantería, sin camiseta. Está saboreando una taza de café, lo que me da la ocasión de saborearlo a él.
Otra vez Sympathy for the devil,[3] de los Rolling, suena a todo volumen.
Donovan sonríe, es plenamente consciente de lo que provoca en mí, y se incorpora.
—A desayunar, Pecosa —me apremia desde el salón.
Doy el suspiro más largo de la historia y hundo la cabeza en la almohada. Maldita sea, si esto es lo que me espera cada mañana, va a ser una auténtica tortura vivir aquí.
Me levanto, me recojo el pelo y salgo al salón.
Donovan está en la cocina, rellenando su taza de café. Camino de prisa bajo su descarada mirada y me siento en uno de los taburetes al otro lado de la isla. La manera en la que me observa me hace sentir tímida y nerviosa. Además, seguir sin pantalones claramente no ayuda.
—Buenos días —susurro.
—Buenos días —responde mordiendo una manzana verde. Tiene una pinta deliciosa.
«¿Donovan o la manzana?».
—¿Puedo saber cómo acabe durmiendo otra vez en tu cama? —pregunto cogiendo yo también una manzana de un elegante frutero.
—Puedes —responde con esa media sonrisa tan sexy y presuntuosa.
Yo le observo ladeando la cabeza.
—Me gusta dormir contigo —me aclara sin darle ninguna importancia.
—¿Y esta noche también te has recreado?
—Pecosa —me llama inclinándose ligeramente hacia mí.
Su olor me envuelve. Maldita sea, huele tan bien que tengo la tentación de alzarme y aspirar directamente de su cuello.
—Deberías dejar de pensar que eres tan irresistible —sentencia—. No podrías estar más equivocada.
Le da un bocado a su manzana y comienza a caminar hacia la habitación.
—Y mueve el culo —me ordena desde allí—. Tienes muchas cosas que hacer hoy.
Le hago un mohín, aunque soy plenamente consciente de que no puede verme. El señor odioso ha vuelto.
Me bajo del taburete y voy hasta la habitación. Si quiere que mueva el culo, necesito mi ropa.
—Señor Brent —le llamo insolente entrando en el dormitorio antes de que se meta en el baño—, necesito mi ropa.
Donovan me mira de arriba abajo.
—Parece que ayer te las apañaste muy bien sola.
Involuntariamente yo también miro mi ropa, es decir, la suya.
—Donovan, necesito mi ropa —protesto casi al borde de la pataleta—. Es ridículo que no me la des. No puedo pasarme el día en ropa interior —sentencio.
Suena el timbre.
—¿Has terminado ya? —pregunta arisco, ignorándome por completo.
—¿Vas a darme mi ropa?
—Abre la puerta.
—No pienso hacerlo.
Uno: no llevo pantalones. Dos: no soy tu criada.
—Pecosa, abre la puerta.
—No voy a moverme de aquí.
Donovan me mira, se encoge de hombros y se mete en el baño cerrando la puerta tras de sí y obviando mi pobre existencia una vez más.
Vuelve a sonar el timbre.
—¡La puerta! —grita desde el interior.
Es odioso.
Resoplo y, farfullando a cada paso, voy hasta el ascensor. Sea quien sea ya ha marcado el código y está subiendo. Mientras espero, me estiro la camiseta todo lo que puedo, como si mágicamente fuese a llegarme hasta las rodillas. No hay nada que hacer. Vuelvo a resoplar y, a regañadientes, avanzo un par de pasos cuando las puertas comienzan a abrirse.
Sorprendida y algo confusa, observo cómo un repartidor chino me tiende un guardatrajes transparente con lo que parece mi ropa lavada y planchada, y otro más pequeño, también transparente, con mis botas de media caña.
—Su ropa —me anuncia pronunciando con dificultad la erre.
Yo sonrío a modo de gracias y él se marcha.
Observo los guardatrajes en mis manos un par de segundos y regreso a la habitación. ¿Por qué no podía decirme simplemente que había mandado mi ropa a la lavandería? Me siento en la cama y subo las piernas hasta cruzarlas delante de mí.
Poco después la puerta del baño se abre y Donovan sale con una toalla blanca a la cintura. Su cuerpo húmedo y su pelo mojado y desordenado me roban la atención un instante. Mick Jagger está bailando por el escenario mientras Keith Richards hace un solo de guitarra.
Sacudo la cabeza discretamente y me obligo a recuperar la compostura.
—¿Por qué no me has dicho que habías mandado mi ropa a la lavandería?
—¿Por qué? —pregunta presuntuoso—. ¿Acaso tenía que hacerlo?
—No, pero sería más fácil si fueras más… —tardo unos segundos en encontrar la palabra adecuada—… comunicativo.
—Las cosas también serían más fáciles si tú te limitaras a sonreír y a darme las gracias. En otras circunstancias te diría que me lo agradecieras en la cama, pero teniendo en cuenta que eso no puede ser, ¿qué tal una mamada?
¿Pero qué coño?
Abro los ojos como platos y su sonrisa se hace aún más impertinente. Totalmente escandalizada, resoplo, me levanto, cojo mi ropa y, dedicándole una mirada absolutamente atónita, cierro la puerta del baño de un portazo. Ni siquiera se merece una respuesta.
—No tienes por qué desnudarte si no quieres —le oigo decir al otro lado.
Esto es el colmo. Me apoyo en el mármol del lavabo y me miro en el espejo totalmente empañado. Aun así, puedo adivinar el reflejo de mi sonrisa. Sí, lo peor de todo es que, aunque me parezca un bastardo descarado, no puedo evitar encontrarlo atractivo y jodidamente divertido, al muy engreído.
Después de la ducha me envuelvo en una de las toallas de Donovan y me seco el pelo con otra. Este baño es enorme. Hay una ducha donde cabrían al menos cinco personas y una bañera donde entrarían otras tres. Todo de brillante mármol blanco y suelo perfectamente atemperado.
Me visto con mi ropa, ¡al fin! Delante del espejo, como siempre, me lamento por tener esta piel tan paliducha. Me paso los dedos índice y corazón sobre las pecas de mis pómulos junto a la nariz. Nunca les he dado la menor importancia, pero ahora…
Se oyen dos golpes fuertes contra la puerta.
—Pecosa, sal del maldito baño. Tenemos mucho trabajo.
Si voy a quedarme a vivir aquí, debería comprarme una pistola eléctrica de esas que inmovilizan, porque sé que es sólo cuestión de tiempo que acabe llegando a la violencia física con él.
En ese preciso momento una luz se enciende en el fondo de mi cerebro: voy a torturarlo un poco. No es que esté enfadada, pero tampoco puedo permitir que piense que puede decirme cosas como que le haga una mamada. Además, él me tortura a mí cada minuto de cada día desde que nos conocemos.
Voy hasta la puerta, pero, antes de abrir, recordando mis años de instituto, me subo la falda un poco remangando la cintura y me quito el pañuelo que llevaba al cuello.
Abro la puerta e, ignorándolo estoicamente, paso a su lado. Noto cómo me observa. Absolutamente a propósito, coloco una de las botas sobre la cama y me inclino para fingir ponérmela bien. La falda se sube ligeramente y la piel de mi muslo se descubre un poco más. No dice una palabra, ni siquiera se mueve un ápice, pero su pecho se hincha con fuerza bajo su elegante traje a medida. Cuando termino, sacudo la cama lenta, casi agónicamente, como si le estuviese pidiendo que se sentara frente a mí.
Camino hacia la puerta y, viendo que no me sigue, me giro y, fingiéndome casual, comienzo a trazar perezosos círculos con la punta del dedo corazón sobre la tela de mi falda. Automáticamente sus ojos se clavan en mi dedo y lo siguen ávidos.
—Creí que teníamos mucho trabajo —susurro intentando sonar dulce y complaciente.
Mi voz oscurece su mirada y sus ojos llenos de deseo se clavan en los míos. No era el plan, pero mi cuerpo se enciende. Mi respiración se acelera y un anhelo intenso y seductor se instala en el fondo de mi vientre. En menudo lío acabo de meterme yo solita.
Donovan suspira brusco y finalmente comienza a andar. A punto de ruborizarme, aparto mi mirada de la suya. Cuando pasa por mi lado para salir de la habitación, ya no se le ve en absoluto afectado. Su autocontrol es envidiable. Mientras yo, como siempre, necesito un segundo. Maldita sea, ahora mismo lo odio por ser capaz de mirarme así.
En el ascensor los dos nos mantenemos en el más estricto de los silencios.
El jaguar negro nos espera en la puerta del edificio. Las vistas desde el ático me hicieron comprender que estaba en la parte alta de Manhattan, pero nunca imaginé que estuviésemos en Park Avenue, en pleno Lenox Hill. ¡Es increíble!
—¿Cómo es que no vives en el 740? —le pregunto impertinente con el único objetivo de fastidiarlo.
El 740 de Park Avenue es el edificio donde viven los ricos más ricos del país. Jackie Onassis nació allí, John D. Rockefeller lo tuvo como residencia y Vera Wang o el dueño de los Jets todavía lo tienen.
—Me gusta ser el más rico de mi edificio y también el más gilipollas —responde presuntuoso claramente riéndose de mí mientras se queda de pie junto a la puerta para que suba primero.
Yo le hago un mohín y entro sin detenerme. Sería muy difícil que alguien le quitara la segunda distinción, independientemente de dónde viviese.
Nos acomodamos en la parte trasera del coche e inmediatamente pierdo mi vista en la ventanilla. Durante unos minutos atravesamos la ciudad en silencio, pero Donovan alza su mano y lentamente acaricia el bajo de mi falda, sin tocar mi piel pero demasiado cerca de ella. No es la primera vez que lo hace y acabo de darme cuenta de cuánto me gusta.
—Vamos, Pecosa —me susurra ladeando la cabeza—. ¿Piensas estar enfadada conmigo mucho tiempo?
Su mano se sumerge despacio bajo la tela e incendia mi piel.
—No lo sé —susurro con la respiración acelerada.
Comienza a hacer pequeños círculos con su pulgar sobre mi muslo, imitando los que yo misma hice en ese lugar unos minutos atrás, y todo mi cuerpo ya sólo es consciente de mi piel donde él la toca. Este no era el plan. El corazón me late de prisa. Suspiro con fuerza.
—Te perdono —digo en un golpe de voz a la vez que aparto su mano.
Donovan sonríe y pierde su vista en la ventanilla. Empiezo a pensar que es imposible jugar cuando uno de los jugadores tiene tan increíblemente claro lo buenas que son sus cartas.
Poco después, el vehículo se detiene frente al edificio de oficinas. Ambos nos bajamos y nos quedamos a unos pasos del jaguar.
—El coche te dejará en tu apartamento. Recoge lo que necesites, sólo lo imprescindible —me advierte—. Si veo cualquier cosa rosa chicle en mi salón, la quemo.
Le hago un mohín que él ignora.
—Después tienes que ir a la universidad. Pregunta por el rector de admisiones Henry Nolan y dile que vas de mi parte. Me debe un favor y va a encargarse de tu matrícula. No metas la pata.
—¿Algo más? —pregunto displicente.
Me ha organizado la mañana y ni siquiera se ha molestado en consultarme una sola cosa.
—Imagino que tendrás que comprarte bolígrafos, libretas, ceras de colores… —le dedico mi mejor sonrisa fingida y él me la devuelve—, pero después te vendrás aquí. Tienes mucho trabajo acumulado de estos días que has decidido pasearte en ropa interior por mi apartamento.
Tomo aire indignada dispuesta a echarle la bronca de su vida.
—Donovan, eres odioso —me interrumpe imitando mi voz—. Un engreído y un controlador. Si continúas así, voy a hacer algo terrible como no hablarte.
—No tiene gracia —protesto.
—En realidad, sí la tiene —comienza a caminar hacia la oficina— y, por el amor de Dios, no te quedes ahí parada deseándome en secreto y muévete. Tienes muchas cosas que hacer.
¡Dios, es un imbécil odioso!
Vuelvo a resoplar, lo que estoy segura de que le hace sonreír aunque no lo veo. Me meto en el coche pensando que su objetivo en la vida es fastidiarme. Definitivamente voy a tener que comprarme esa pistola eléctrica.
Ya en mi apartamento, ni siquiera sé por dónde empezar. Todo esto es una locura. Voy a mudarme a vivir con Donovan. Apenas lo conozco y ya me ha sacado de quicio como un millón de veces. Sé que es una estupidez que me recuerde esto una y otra vez, porque ya he aceptado, pero una parte de mí sigue con las zapatillas de deporte puestas dispuesta a salir corriendo.
Supongo que lo más sensato sería autoimponerme unas cuantas normas. Por ejemplo, primera: se acabó discutir con él. Eso sólo me lleva a que Donovan diga algo descarado y sexy. Además, nunca consigo salirme con la mía. Segunda: nada de contemplarlo, mirarlo embelesada u observarlo, mucho menos cuando esté sin camiseta. Y tercera y fundamental: nada de tener fantasías con él. Esta norma es estricta y cada vez que la infrinja tendré que salir a correr. Asiento para reafirmarme. Odio levantarme temprano y odio correr. No hay peor castigo.
Voy hasta mi habitación y comienzo a hacer una pequeña maleta. Un poco de todo pero no mucho de nada. No voy a pasarme allí mucho tiempo. En cuanto mi vida se normalice, arreglaré mi apartamento para que vuelva a ser habitable y me mudaré.
Estoy a punto de cerrar la maleta cuando caigo en la cuenta de que me olvidaba de algo importantísimo. Giro sobre mis talones y voy hasta la cómoda. Necesito un pijama. Abro el primer cajón. Camisetas de tirantes, pantalones cortos. Esto no me sirve. Abro el segundo cajón. La palabra clave es franela. El tercero, el cuarto. ¡Mierda! Yo no tengo pijamas de franela.
Resoplo y meto un par de los que uso normalmente. Al menos es mejor que pasearme con sus bóxers.
Recojo todas mis cosas de aseo, mi viejo portátil, el cargador del móvil y el propio teléfono. Está apagado. Debe de haberse quedado sin batería. Lo pondré a cargar cuando regrese al ático de Donovan.
El amable chófer sale rápido a mi encuentro y guarda mi pequeña maleta y mi mochila en el maletero del jaguar. La verdad es que podría acostumbrarme a esta vida. Son las treinta y seis horas más relajadas que he vivido en años.
En la universidad pregunto por el señor Nolan y todo resulta ser de lo más sencillo. Como el semestre ya está bastante avanzado, me aconseja que sólo me matricule en un par de asignaturas. Escojo Contabilidad 1 y Estudio de la economía occidental. Aún no sé si seguiré los estudios de biología que empecé o los números ganarán la partida. Tengo hasta el próximo semestre para decidirme.
Compro los libros y todo lo necesario en una librería cerca del campus y, aunque sé que tengo que volver a la oficina, decido pasarme antes por el restaurante para hablar con Sal. Ya tendría que haberlo hecho ayer.
—Hola —digo dejando que mi voz se entremezcle con el tintineo de la campanita de la puerta al abrirse.
—¡Katie! —grita Cleo saliendo de detrás de la barra con su monumental barriga—. ¿Estás bien?
—Estás enorme —comento sorprendida—. Este bebé está creciendo por momentos.
—¿Cómo estás? —replica llegando hasta mí—. ¿Por qué no has venido a trabajar en estos dos días? Sal está preocupado.
—¿Preocupado o enfadado? —pregunto mordiéndome el labio inferior.
Me temo lo peor.
—Más enfadado que preocupado, pero el porcentaje está igualado.
Ambas sonreímos.
En ese momento oigo a Sal farfullar en la cocina y el ruido de unas cacerolas cayendo al suelo. Sospecho que no es el momento más apropiado para hablar con él, pero Sal casi nunca está de buen humor, así que tampoco iba a notar mucho la diferencia.
Empujo la puerta de la cocina y preparo mi mejor sonrisa.
—Hola, Sal.
—Mira quién ha decidido pasarse por aquí —me saluda enfadado aunque también parece aliviado.
—Lo siento —me apresuro a continuar—, pero tengo una buena excusa. Estaba en el hospital.
—¿El hospital? —pregunta preocupado.
La expresión de su rostro ha cambiado en un solo segundo.
—Neumonía —respondo y en ese preciso instante decido callarme el hecho de que sólo fueran unas horas de hospital y unas veinticuatro en casa de mi guapísimo jefe.
—¿Estás bien?
—Sí, pero tenemos que hablar de algo, Sal.
Él deja el trapo que llevaba entre las manos sobre la mesa de trabajo, da unos pasos en mi dirección y cruza los brazos sobre su grueso torso.
—No voy a poder seguir trabajando aquí —digo en un golpe de voz—. Vuelvo a la universidad.
Sal me observa unos segundos y finalmente resopla.
—Me alegro por ti —masculla— y no es que piense que vaya a salirte mal —continua caminando hacia mí—, pero, si necesitas un trabajo, siempre puedes volver.
Sonrío y resoplo.
—Muchas gracias.
No puedo creerme que esté a punto de echarme a llorar.
—No se te ocurra derramar una sola lágrima en mi cocina —me amenaza.
—Viejo gruñón —protesto.
Y ambos sonreímos. Voy a echarlo de menos.
—¿Una última comida de empleado? —pregunta.
—¿Puedo elegir?
—Como voy a perderte de vista, supongo que hoy puedo hacer una excepción.
Mi sonrisa se ensancha y, sin dudarlo, lo sigo hacia los fogones.
A las tres estoy de regreso en la oficina. Saludo a Eve mientras me cuelgo la identificación del cuello y voy directa al despacho de Donovan. Imagino que me esperaba antes de comer, así que no quiero que salga y me encuentre hablando con Lola y Mackenzie antes de haberle visto a él. Todavía recuerdo lo que me dijo en el despacho de Jackson.
Frente a su puerta, me descubro retocándome el pelo y colocándome bien la falda. Pero ¿qué estoy haciendo? Me pongo a mí misma los ojos en blanco, exasperada. Es mi jefe, sólo eso.
Finalmente llamo y espero a que me dé paso.
—Hola —saludo cerrando la puerta tras de mí.
—Anda —comenta fingidamente sorprendido y lleno de ironía, recostándose sobre su sillón de socio ejecutivo y lanzando su estilográfica de quince mil dólares sobre los documentos que ojeaba—, si aún recuerdas el camino a la oficina.
Ahora sus ojos parecen estar hechos de un profundo verde.
—Sé que llego tarde —me disculpo.
—Y, exactamente, ¿a mí de qué me vale que lo sepas? —me interrumpe arisco.
—Tenía cosas que hacer.
Y también estaba de muy buen humor hasta que he puesto los pies en este despacho.
—Pues aquí también —dice señalando el sofá con la cabeza y volviendo a centrarse en los papeles sobre su mesa.
Yo decido dar la conversación por terminada. Una de las reglas es no discutir con él y pienso cumplirla.
Me siento en el tresillo, abro mi portátil y, mientras espero a que se encienda, ojeo las carpetas que ha dejado sobre mi mesa.
Donovan se levanta, se pone la chaqueta y echa un vistazo a su smartphone último modelo.
—Pecosa, el código del ascensor es veintiuno, setenta y dos, ciento tres —me dice guardándose su iPhone en el bolsillo de los pantalones.
—Dos, uno, siete, dos, uno, cero, tres —repito para memorizarlo.
—Por Dios —protesta exasperado frotándose los ojos con las palmas de las manos—, ¿siempre eres tan torpe?
Pero ¿qué demonios le pasa?
—¿Qué he hecho ahora? —me quejo.
—Código de tres huecos, código de tres números, no tienen por qué ser de una sola cifra —me explica como si yo fuera la persona más estúpida del mundo—. Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —repite—. ¿Necesitas que te haga un dibujo?
¡Al infierno las reglas!
Me levanto como un resorte.
—Donovan, vete a la mierda —mascullo enfadadísima—. Si tenía la más mínima duda de si irme o no a tu apartamento, gracias a ti, acabo de resolverla. —Cojo mi bolso y me lo cuelgo en bandolera—. Me marcho a casa, a mi casa.
Ante su atenta mirada, salgo de la oficina, me despido de Eve con un rápido «adiós» y voy hasta el ascensor. Afortunadamente está en planta y no tengo que esperarlo. Está vez se ha pasado, y mucho.
Las puertas de acero se están cerrando cuando él entra como un ciclón. Me mira furioso y de un sonoro golpe con el puño para el elevador. Estoy furiosa pero también intimidada, aunque me esfuerzo en que no se note.
Da un paso hacia mí e involuntariamente yo lo doy hacia atrás, haciendo que mi espalda choque contra la pared del ascensor. Donovan da uno más y me acorrala entre la pared y su cuerpo. Sin levantar sus ojos, ahora más azules que nunca, de los míos, clava sus manos en la pared a ambos lados de mi cara.
—No vuelvas a huir de mí —susurra exigente, salvaje y muy muy sensual.
—Pues deja de comportarte como un capullo conmigo —replico con la voz inundada de mi respiración acelerada.
—No me gusta que me desobedezcas.
No tengo la más remota idea de cómo lo ha hecho, pero ha conseguido que su voz suene aún más masculina.
—No lo he hecho a propósito —musito y el deseo es palpable en cada letra que pronuncio—. Tenía algo muy importante que hacer.
—Katie, vas a volverme loco.