16

Gimo contra sus labios y estoy a punto de dejarme llevar y devolverle el beso, pero en el último microsegundo oigo todas las alarmas de mi cuerpo y lo empujo para apartarlo.

—¿Qué haces? —le pregunto furiosa cuando, a regañadientes, se separa de mí.

Él no contesta. Sus ojos siguen llenos de rabia e incluso de una pizca de frustración, pero con toda esa arrogancia y esa exigencia brillando con fuerza en ellos. Soy suya y ha querido demostrárselo al mundo en general y a Brodie en particular. Es un gilipollas.

Jackson y Colin lo miran sorprendidos y furiosos y yo, sencillamente, ya no quiero estar aquí.

—Lo siento —murmuro.

Mi disculpa era sobre todo para Brodie. Ahora mismo ni siquiera soy capaz de mirarlo a la cara.

Giro sobre mis pies y salgo disparada hacia las escaleras de emergencia. No quiero tener que esperar el ascensor donde ellos puedan seguir viéndome.

Apenas he bajado un par de plantas cuando oigo la puerta abrirse brusca y unos pasos acelerados cada vez más cerca. Sé que es Donovan.

Me planteo acelerar el paso y bajar las ochenta y cuatro plantas que me quedan corriendo, pero acabaría rodando por ellas dentro de tres tramos aproximadamente y, al final, tendría que enfrentarme a Donovan igualmente. Mejor me cruzo de brazos y lo hago mentalizándome de que la violencia no conduce a nada.

Sin embargo, cuando lo oigo detenerse a unos metros de mí, no puedo más.

—¿Qué coño pasa contigo, Donovan? —pregunto furiosa.

—¿En serio me lo preguntas? —inquiere a su vez tan enfadado como yo—. No pienso dejar que ese gilipollas crea que tiene algo que hacer contigo.

Yo suspiro absolutamente exasperada a la vez que me llevo las manos a las caderas.

—Eso no es asunto tuyo —siseo.

—Claro que es asunto mío, joder —sentencia—. No va a tocarte un solo dedo.

Su voz amenazadoramente suave logra intimidarme, pero no pienso demostrarlo. No tiene ningún derecho a estar enfadado y mucho menos a hacer lo que ha hecho. ¡Estoy tan cabreada!

—¿Qué quieres de mí, Donovan? Hablo en serio. Dímelo, porque ya no entiendo nada. ¡Tienes novia!

—¡Lo sé!

Su grito nos silencia a los dos. Está lleno de demasiada rabia.

—Bebe vodka. Sólo los gilipollas beben vodka, joder.

Sus palabras me dejan fuera de juego. ¿Qué demonios le importa lo que beba Brodie?

—¿Qué es lo que quieres? —replico exasperada.

—Quiero que dejes de comportarte como una niña malcriada que por la mañana me suplica que esté con ella y por la noche aparece de la mano del primer gilipollas que se lo propone.

Ni siquiera lo pienso. La furia y la indignación me sacuden y le doy una bofetada.

Nuestras respiraciones aceleradas son lo único que se oye en todas las escaleras.

Donovan se lleva la mano a la mejilla mientras gira la cabeza lentamente. Sus ojos inescrutables atrapan por completo los míos, pero no me importa. En ellos sólo va a encontrar rabia y decepción.

—Te odio, Donovan —digo con una convicción demasiado triste en cada palabra—. No quiero volver a verte nunca.

Sin esperar respuesta por su parte, me pierdo escaleras abajo. Él no me sigue. Mejor así. A pesar de todo el enfado que siento, voy a romper a llorar en cualquier momento. Otra vez no he querido hacerlo delante de él por un ataque de orgullo que llega demasiado tarde. Esta vez he tenido suficiente. No es como antes. Esa vocecita que me decía que me necesita, que está perdido, sigue ahí, sólo que mi sentido común vestido de Clint Eastwood en Gran Torino la ha encañonado. Ya no puedo conformarme sólo con lo que creo que siente. Maldita sea, yo le quiero y me merezco que también me quieran, y que lo reconozcan, y que me hagan el amor, y que me dejen ser feliz, sin condiciones, sin un «no te enamores» y «si te enamoras, no lo digas» y «si lo dices, olvídalo todo, yo también lo haré».

Voy tratando de abrir las puertas de las diferentes plantas para entrar en un baño y lavarme la cara. Si sigo así, no quiero saber el aspecto que tendré cuando llegue al vestíbulo después de ochenta y cuatro pisos llorando. No hay mascara de pestañas que resista eso por muy waterproof que sea.

Estoy a punto de desistir cuando en la planta setenta y seis la puerta se abre. Un rápido vistazo me hace comprender que me encuentro en unas oficinas, un bufete de abogados o algo por el estilo. Intento buscar alguna señal que indique los lavabos, pero nada. Me meto en la primera puerta que consigo abrir. Es un lujoso despacho. Con un poco de suerte, tendrá aseo privado. Respiro hondo al divisarlo sólo a unos metros de mí.

Me mojo las manos y me las llevo a la cara. El agua está helada, pero inexplicablemente sienta bien. Con el segundo chapuzón, me quito casi todo el maquillaje. La bendita máscara de pestañas sigue resistiendo. Me miro al espejo. Parezco un panda tratando de dejar el Prozac.

Me estoy mojando las manos por tercera vez cuando oigo pasos en el pasillo. Cierro el grifo de golpe, apago la luz y entorno la puerta con cuidado. Ni siquiera sé dónde estoy, y mucho menos creo que pueda estar.

Las voces y los pasos se oyen más próximos. Cierro los ojos con fuerza y le pido al universo que pasen de largo, pero, como siempre, no sólo me ignora, sino que hace justo lo opuesto y reparte palomitas a todo el que quiera sentarse y mirar.

La luz del despacho se enciende y dos pares de pies entran.

—¿Qué coño haces, tío? —Reconozco esa voz al instante. Es Jackson.

Sorprendida, me acerco a la puerta y agudizo el oído todo lo posible. Sea quien sea con el que habla, no contesta.

—¿Por qué la tratas así? —continúa exasperado—. Dime que la quieres y que, que te estés comportando como el mayor cabrón del mundo con ella, tiene algún sentido… porque, si no, te juro que yo mismo me encargaré de que no vuelvas a verla, Donovan.

Me quedo boquiabierta. ¡Son Jackson y Donovan!

—¿Crees que yo quiero que todo esto sea así? —replica Donovan alzando la voz—. ¿Piensas que me gusta verla sufrir? ¡Me estoy muriendo, joder!

Sus palabras son tan sinceras que me desarman. Me siento increíblemente mal por haberle dicho que lo odiaba, pero es que a veces no me deja otra opción.

—¿Qué crees que pasará si admites lo que realmente sientes por Katie? ¿Que no saldrá bien? ¿Que se esfumará?

Abro un poco más la puerta, apenas un par de centímetros. Donovan se pasa las manos por el pelo y su actitud parece casi desesperada, como si estuviera muerto de miedo.

—Donovan, ¿tan jodido estás?

—No te haces una idea.

Son las cinco palabras más rebosantes de dolor que he escuchado en toda mi vida. Me muerdo el labio con fuerza para no romper a llorar. Es el hombre al que quiero y está roto por dentro.

Jackson también se da cuenta. Guarda silencio y simplemente observa a su amigo.

—Yo sólo quiero…

La voz de Donovan se evapora y no termina la frase. Ha vuelto a ponerse la coraza. Resopla brusco y vuelve a pasarse las manos por el pelo.

—Jackson, no necesito esto —masculla.

—¿Y qué necesitas?

Donovan cabecea un instante.

—A ella.

Ya no aguanto más. Mi devastado corazón se ha roto en pedazos aún más pequeños, pero sencillamente ha vuelto a llenarse de esperanza con esas dos palabras. Me necesita y yo a él. Me da igual lo que haya pasado, todo lo que nos hayamos dicho.

Empujo la puerta suavemente. Tal y como pasó cuando le escuché hablar con los chicos en el despacho, Donovan es el primero en verme aparecer. Su expresión se llena de sorpresa, pero casi al mismo tiempo de ese desconcierto de saber que tienes exactamente lo que quieres y ser plenamente consciente de que, a pesar de todo, no puedes tenerlo.

Nos miramos a los ojos sin saber qué otra cosa hacer. Yo sólo quiero correr a abrazarlo y creo que eso es exactamente lo que él quiere que haga.

—Os dejaré solos —murmura Jackson dirigiéndose hacia la puerta.

Ninguno de los dos lo mira, pero los dos somos perfectamente conscientes de cuándo nos hemos quedado solos. Donovan cubre la distancia que nos separa con paso lento. Alza la mano y acaricia mi mejilla. El calor de sus dedos en mi piel me llena por dentro y, sin quererlo, dejo escapar un suspiro. Donovan sonríe tenue, fugaz, triste, y deja caer su frente sobre la mía al tiempo que me estrecha contra su cuerpo.

—Vámonos a casa —susurra.

Asiento suavemente. Donovan me toma de la mano y nuestros dedos automáticamente se entrelazan. Salimos del edificio en el más absoluto silencio y lo mismo ocurre durante el camino a su apartamento. Tengo la sensación de que hemos firmado una delicada tregua y ninguno de los dos quiere hacer o decir nada para no estropearla.

Las puertas se abren y, como tantas veces, el precioso ático de Park Avenue se abre a mis pies. Es la primera vez que estoy aquí desde que Donovan me dijo que me había reservado una habitación en el Saint Regis.

Tira suavemente de mi mano y salimos del ascensor. El corazón me late de prisa y creo que no he vuelto a respirar pausadamente desde que lo vi junto a la barra en el Empire State.

Atravesamos el salón y entramos en la habitación. Todas las sensaciones se multiplican. Estoy delante de los veinte metros cuadrados donde he sido más feliz en toda mi vida. Sin desentrelazar nuestras manos, Donovan se coloca frente a mí. Alza la que le queda libre y me mete un mechón de pelo tras la oreja. Sus preciosos ojos siguen el suave movimiento y siento que, sin ni siquiera mirarme, me han hipnotizado. Ahora son azules y lo son aún más cuando, por fin, se posan en los míos.

Donovan exhala todo el aire de sus pulmones y se sienta en el borde de la cama; antes de que pueda hacer o decir nada, tira de mí y me sienta en su regazo. Con un fluido movimiento, nos tumba de lado sobre el colchón, frente a frente, y me acomoda para que mis piernas rodeen su cintura. Yo suspiro hondo al sentirme exactamente donde quiero estar y como quiero estar. No tengo claro hasta qué punto esto es una buena idea, y tampoco quiero pensarlo, así que simplemente me quedo muy quieta, saboreando el momento.

—Katie —me llama con su grave voz—, estás sufriendo por mi culpa.

Pretende que suene como una pregunta, pero la culpabilidad le gana la partida y acaba afirmándolo.

Yo niego con la cabeza suavemente.

—No —pronuncio tratando de imprimir toda la seguridad del mundo en esa pequeña palabra.

Donovan alza la mano una vez más y me acaricia suavemente la mejilla con el reverso de los dedos.

—Sé cuándo mientes, Pecosa —replica, pero, por primera vez desde que nos conocimos, tengo claro que no lo hace para reírse de mí.

Respiro hondo. Supongo que es hora de sincerarse.

—Me duele que estés con esa chica. Te oí decir tantas veces que tú no querías tener novia, que no te interesaba enamorarte…

Donovan se inclina sobre mí y me da un intenso beso. Mi cuerpo reacciona inmediatamente al contacto y suspiro dejándome llevar por completo. Su caricia me calma y, aunque sé que no es bueno para mí, también calma todos y cada uno de mis miedos.

—No estoy enamorado de ella —susurra contra mis labios—. Jamás podría estarlo.

Me besa de nuevo y yo vuelvo a recibirlo absolutamente encantada.

Nos pasamos el resto de la noche besándonos, acariciándonos o simplemente asegurándonos de que el otro está ahí. También sé que eso no es bueno para mí. No hemos aclarado nada. No sé si estoy en otro callejón sin salida, pero levantarme y marcharme ahora mismo ni siquiera es una opción para mí.

Me duermo sintiendo su mano acariciar suavemente mi cadera.

Ha empezado a llover. Cuando abro los ojos, el ruido de las miles de gotas de lluvia golpeando el inmenso ventanal del dormitorio de Donovan roba por completo mi atención. La noche es aún cerrada. Me giro buscándolo, pero no está.

Me levanto despacio, algo adormilada, y camino descalza por el parqué. No recuerdo haberme quitado los zapatos. Salgo al salón y el corazón me da un vuelco cuando veo una vez más a Donovan sentado en el suelo. Todo es igual que las veces anteriores. Tiene la espalda apoyada en el sofá, la mirada perdida en el skyline de Nueva York y una copa de Glenlivet con hielo en la mano. Sin embargo, el dolor, la tristeza, la rabia, todo parece haberse multiplicado por mil.

Despacio, camino hasta él. Debe de haberme oído, porque no se sobresalta cuando me detengo a su lado. Durante lo que me parece una eternidad, se queda en silencio con la mirada perdida en el mismo lugar. No sé qué debo hacer, así que decido hacer lo que quiero hacer y, tomándole por sorpresa, me siento a horcajadas sobre su regazo. El tul de mi vestido nos cubre a los dos.

Donovan observa todo el movimiento y, cuando ya estamos acoplados, me mira directamente a los ojos. Lo que veo en ellos me destroza un poco más, porque todo lo que había imaginado, todo ese dolor, esa rabia, están ahí, pero, sobre todo, hay un profundo y cristalino miedo.

—Donovan —susurro. Sólo quiero consolarlo.

Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero la intercepta y la baja hasta colocarla de nuevo en mi regazo. El dolor se recrudece en su mirada. Automáticamente recuerdo las palabras de Jackson.

—¿Qué fue lo que pasó? —pregunto en un murmuro.

—Nada —responde lacónico.

Me está mintiendo. Todas esas emociones siguen ahí.

—Donovan… —le suplico.

—No me pasó nada —me interrumpe.

No voy a rendirme. Lo observo tratando de descifrar su expresión y entonces me fijo en la pequeña cicatriz que tiene en la ceja derecha. Recuerdo que no me dejó tocarla aquella mañana. De pronto las piezas parecen comenzar a encajar.

Donovan va a llevarse el vaso de whisky a los labios, pero ahora soy yo quien intercepta su mano.

—¿Tus padres murieron en un accidente? —murmuro—. ¿La cicatriz es de ese accidente? ¿Tú ibas con ellos?

Su mandíbula se tensa imperceptiblemente y algo, más profundo que la rabia o el dolor, cambia en su mirada.

—Mi padre está vivo —contesta en un golpe de voz.

Frunzo el ceño confusa.

—Creí que tus padres habían muerto.

—Para mí lo estaba —responde sin compasión.

Y de pronto lo entiendo todo. Suspiro nerviosa y contengo un sollozo.

—¿Tu padre te hizo eso?

Nunca he querido tanto como ahora estar equivocada.

Donovan se mantiene en silencio una vez más lleno de dolor.

—Mi padre me destrozó la vida.

Se lleva la copa a los labios y le da un largo trago. Esta vez no le detengo.

—Empezó a pegarme cuando tenía cinco años, por lo menos esa es la primera vez que recuerdo, y no paró nunca.

Trago saliva. No quiero llorar.

—¿Y tu madre? —murmuro.

—Cuando me pegaba a mí, ya había conseguido dejarla inconsciente a golpes… hasta que un día la mató.

Su voz suena llena de un dolor tan profundo que traspasa mi piel y agujerea mi corazón. No es sólo un mal recuerdo, está herido, y cada palabra, cada recuerdo, sólo le trae rabia y una constante tristeza.

—Donovan —susurro.

—El día que cumplí quince años, me largué de allí. Mi madre había dejado un fideicomiso a mi nombre y esa era la edad legal en la que podía disponer de él. Esa noche me dio una paliza —recuerda con su mirada llena de rabia—. Yo la aguanté. Sabía que iba a ser la última. Esperé a que se durmiera y me fui. En el control de seguridad del aeropuerto estuvieron a punto de no dejarme pasar porque, al cachearme, caí de rodillas por el dolor. El hijo de puta me había fisurado dos costillas como recuerdo.

Me llevo la mano a la boca y ahogo un sollozo contra la palma.

—Todas las noches, lo último que veo antes de dormirme es su cara. Durante años me he recordado los peores golpes para no flaquear. Las costillas, el brazo izquierdo roto por dos sitios, el hombro derecho dislocado, la cicatriz. —Le da un trago a su copa hasta apurarla del todo—. Tenía cinco años —sus ojos se llenan de las lágrimas que su masculinidad no le permite llorar—. Se bebió una botella de vodka y yo estaba allí, mirándolo, muerto de miedo. No entiendo por qué no me escondía. Nunca me escondía —recuerda en un golpe de voz.

Yo sí entiendo por qué nunca se escondía. Aunque sólo tuviera seis años, estoy completamente convencida de que ya tenía el carácter repleto de fuerza que tiene ahora.

—Me golpeó y acabó rompiéndome la botella en la cabeza. Esa noche mató a mi madre.

Todas las piezas de un puzle demasiado triste comienzan a encajar. Lo que dijo sobre que Brodie bebiera vodka, que no me dejara hacerle más preguntas sobre su familia… pero, sobre todo, encajan todas las veces que le he visto sentado en este mismo lugar. Llevándose la mano a esos mismos sitios.

Resoplo obligándome a dejar de sollozar y, muy despacio, dejándole claro lo que voy a hacer, me inclino sobre su costado derecho. Donovan me observa y todo su cuerpo se tensa. Cuando mis labios rozan su piel, exhala todo el aire de sus pulmones brusco, entrecortado. Sólo quiero calmarlo, borrar todos sus recuerdos tristes, que estos golpes dejen de doler. Me incorporo igual de despacio y tomo con cuidado su brazo izquierdo y lo beso dos veces. Él sigue mirándome, sigue asustado, tenso, triste, dolido, lleno de rabia, pero, lentamente, un poco de calor va mezclándose con todo eso.

Muy despacio vuelvo a inclinarme y le beso el hombro derecho. ¿Cómo pudo hacerle eso a un niño? ¿A su hijo? Me imagino a un crío tan guapo como es ahora con la mirada llena de rabia sin ni siquiera entender por qué su padre le hace algo así. Le acuno suavemente la cara y deslizo mis manos hasta perderlas en su pelo. Le doy un beso en su cicatriz. Él vuelve a resoplar brusco y una lágrima cae por mi mejilla. Sólo quiero que olvide todo ese dolor.

Donovan alza las manos y rodea mi cintura con fuerza, estrechándome contra su cuerpo. Sólo quiero hacerle feliz.

Alza la cabeza y busca mis labios. Nos besamos desesperados. Ha sufrido demasiado. Las lágrimas siguen cayendo, pero no me importa, tampoco creo que pudiese pararlas si quisiese.

Donovan toma mi cara entre sus manos. Me besa aún con más fuerza, con más pasión, como si por primera vez estuviera dispuesto a entregármelo todo.

—Katie —susurra separándose de mí y apoyando su frente en la mía.

Nuestras respiraciones se aceleran. Los dos aún tenemos los ojos cerrados.

—Tienes que aprender a elegir mejor tus batallas.

De pronto siento que han tirado de la alfombra bajo mis pies. Abro los ojos e inmediatamente busco los suyos. ¿Por qué ha dicho eso? Justo esa frase, justo esas palabras. Hay demasiado dolor entre los dos.

Donovan nos levanta ágil y se separa de mí caminando hasta la isla de la cocina. Yo me quedo inmóvil, observándolo.

—Donovan, podemos arreglarlo, podemos estar bien.

—Ya te lo dije una vez: yo no tengo arreglo —replica sin ni siquiera mirarme.

Doy unos pasos hacia él. No pienso dejar que se rinda.

—Lo que te pasó fue horrible pero…

—Katie, para —me interrumpe de espadas a mí.

Por su voz, su expresión, sé que está llegando al límite, pero necesito que entienda que las cosas pueden ser diferentes.

—¿Por qué haces esto? Tenemos solución…

—¡No, no la tenemos! —replica furioso a la vez que se gira y camina hacia mí—. No la tenemos. Yo no la tengo.

Otra vez todo ese dolor, toda esa rabia. Me seco las lágrimas con el reverso de la mano y le mantengo la mirada.

—Un día, al salir de la oficina, íbamos a ir a cenar —recuerda como si, que me viese involucrada, aún sin saberlo, fuese lo que más le enfureciese de todo—, y lo vi. Hacía diecisiete años que no lo veía y allí estaba, en la acera de enfrente de mi maldito trabajo.

Frunzo el ceño. Recuerdo aquel día. Me mandó a casa sin darme explicaciones. Fue la primera vez que creí ver miedo en sus ojos.

—Intenté olvidarlo. No pensar, pero me estaba comiendo por dentro. La noche que te pedí que te marcharas había vuelto a verlo y… ¿sabes lo que hice? —me pregunta y juraría que en este instante se odia a sí mismo—. Lo seguí, lo empujé a un callejón oscuro y le di una paliza. —Está destrozado, herido de más maneras de las que siquiera ninguno de los dos puede imaginar—. Ni siquiera lo pensé. De pronto volvía a ser un crío de cinco años con la mirada triste que echaba demasiado de menos a su madre y no lo pensé. Dijo mi nombre, Katie, me reconoció y yo seguí pegándole. No tengo sentimientos. No puedo tenerlos. Tú misma lo dijiste.

Lloro en silencio sin desunir nuestras miradas. Quiero decirle que fui una idiota, que claro que tiene sentimientos, que ninguna persona que no los tuviera sentiría todo el dolor que él siente.

—Antes… hablaste en sueños —me explica con una cristalina tristeza empañando cada palabra—. Me pediste que te hiciera feliz.

—Donovan —murmuro.

—¿Y si no lo consigo? —replica desoyendo mi suplica—. ¿Y si soy el mismo monstruo que mi padre?

—Tú no eres así —logro decir entre lágrimas.

Necesito que lo entienda.

—Le pegué, sangraba y yo continué pegándole, Katie. Tengo tanta rabia dentro…

—Y tanto amor —sentencio acercándome a él.

Alzo la mano para acariciarle la mejilla, pero Donovan detiene mi muñeca.

—Si fueras el mismo monstruo que él, no te sentirías así —trato de hacerle comprender.

—Tú no me conoces —sentencia.

Suena cansado del mundo. Lleva luchando toda su vida. Primero, con sus recuerdos, y ahora, con la idea de que pueda ser igual que lo que más odia. No sabe cuánto se equivoca. Él no es así. Nunca será así.

Una idea cruza mi mente como un ciclón y, aunque al principio me niego a creerlo, no tarda en inundarlo todo.

—¿Creías que saldría huyendo cuando me contaras lo que habías hecho?

Donovan aparta la mirada incómodo un segundo y, cuando nuestros ojos vuelven a encontrarse, todas esas emociones siguen en ellos, pero ahora están bañadas de la arrogancia que siempre le domina.

—Es lo que tendrías que hacer —concluye.

—Donovan, yo te quiero, ¿no lo entiendes?

—Y tú no entiendes que yo no quiero que tú me quieras.

Nos miramos a los ojos por un momento, pero esta vez soy yo la que rompe el contacto mientras asiento suavemente. Yo también estoy cansada de chocar siempre con la misma pared. Ha sufrido lo indecible, pero yo no lo he juzgado, sólo quiero ayudarlo, estar con él, y está claro que Donovan nunca va a permitirlo. Cuando vuelva a subir su coraza, no querrá a nadie dentro de ella.

—No me conoces, no dejas que yo te conozca y está claro que no confías en mí. Si hicieras cualquiera de esas tres cosas, te habrías dado cuenta de que yo jamás habría salido huyendo de ti. —Mi voz vuelve a sonar llena de lágrimas, pero no son de tristeza, sino de rabia—. Esto se ha acabado, porque me he cansado de luchar por ti, Donovan.

Él me mantiene la mirada. Su expresión ha cambiado por completo y otro tipo de dolor se ha instalado en ella. Voy hasta la isla de la cocina y recojo mi abrigo, mi bolso y mis zapatos. Los dejó aquí y no en la habitación porque ya sabía que no me permitiría quedarme o, quizá, pensó que saldría huyendo sin mirar atrás. Cualquiera de las ideas me entristece demasiado.

Donovan continúa mirándome, pero también sigue en silencio. Camino hasta el ascensor, pulso el botón de llamada y las puertas se abren inmediatamente. Dudo si montarme y por un momento simplemente me quedo de pie, frente al pequeño cubículo perfectamente iluminado. No va a decir nada y yo tengo que dejar de pensar que va a hacer alguna estupidez romántica como correr tras de mí, porque es obvio que eso no va a suceder.

Donovan Brent se ha acabado y esta vez es para siempre.

En cuanto las puertas se cierran, mis ojos se llenan de lágrimas. No llores. No te hundas por alguien que tenía en la mano ser feliz y no ha querido serlo. Cabeceo. La misma parte que me gritaba que me necesitaba ahora no para de suplicarme que me estoy equivocando, que lo ha pasado demasiado mal, que vuelva al ático y le convenza de la vida que podríamos tener… pero, por mucho que yo lo desee, no sólo depende de mí y él nunca va a permitirnos ser felices. Quizá yo no sea la chica adecuada para él, la que le haga dar el salto completamente a ciegas. Que yo lo quiera no significa que él me quiera a mí, que lo hagamos de la misma forma o que simplemente estemos dispuestos a luchar.

Me sorbo los mocos y resoplo con fuerza para contener el llanto. Nunca había querido así a nadie y, si eso no es suficiente para ser feliz, ¿qué me queda?, ¿qué tengo que esperar? Ahora mismo odio todas esas novelas románticas en las que el amor vence siempre. El amor es un asco. El amor te rompe por dentro.

Resoplo de nuevo. Tengo que parar. Si me hundo ahora, no me recuperaré.

Pido un taxi y doy la dirección de casa de Lola. En el camino, tomo varias decisiones y esta vez no voy a dar marcha atrás con respecto a ninguna de ellas. Dejaré el trabajo. No puedo permitirme ver a Donovan y todo lo que ha pasado desde que regresé es la mejor prueba de ello. Mañana por la mañana iré a ver a Sal e intentaré recuperar mi antiguo empleo. También usaré el poco dinero que me queda para arreglar las ventanas de mi apartamento y me mudaré. Me gusta vivir con Lola, pero necesito volver a mi casa para asimilar que no es algo temporal hasta que las cosas con Donovan se arreglen, porque ya no tienen arreglo. Quiero seguir estudiando, pero no voy a hacerlo con el dinero de Colton, Fitzgerald y Brent. Buscaré una beca y trataré de volver a Columbia o la Universidad de Nueva York el semestre que viene. La última decisión es, quizá, la más importante, pero necesito una semana para poder llevarla a cabo. Sé que me va traer problemas y discusiones, pero no me importa. Tengo que hacerlo por mí.

Entro en el apartamento con los zapatos en la mano. Me quito el abrigo y lo dejo con cuidado con el sofá. Miro por la ventana. Ya casi ha amanecido. Resoplo y otra vez tengo que aguantarme las lágrimas. Ya lo echo de menos. Lo echo muchísimo de menos. Una lágrima cae por mi mejilla.

—¿Estás bien? —pregunta Lola adormilada saliendo de la habitación.

Niego con la cabeza. Si hablo, romperé a llorar.

—¿Donovan? —pregunta llena de empatía y muchísima dulzura.

Me encojo de hombros.

—Ya da igual, porque se ha acabado y esta vez es de verdad —murmuro con la voz llena del llanto que no me permito llorar—. Le quiero con todo mi corazón, pero él no está dispuesto a permitirlo.

Lola tuerce el gesto mirándome con ternura. Sospecho que no necesitaba escucharme decir que quiero a Donovan. Ella lo ha tenido claro incluso antes que yo.

Se acerca a mí y me coge de la mano.

—No te abrazo porque las dos vamos a acabar llorando y no es lo que necesitas. Ahora mismo te hacen falta unas tortitas con sirope de arce y una charla de chicas con la mujer más sabia sobre la faz de la tierra.

—¿Harper está aquí? —pregunto socarrona.

Reír mejor que llorar.

—Eso ha dolido, pero no te lo voy a tener en cuenta.

Ambas sonreímos y yo respiro hondo de nuevo.

—Lola… —Quiero decirle que no sé qué haría sin ella, pero las palabras se niegan a colaborar.

—Vamos —me pide tirando de mi mano con una sonrisa.

Algo me dice que eso también lo sabe.

Después de las tortitas y la charla, me pongo el pijama y, a pesar de que ya es oficialmente de día, me meto en la cama. Acurrucada bajo el nórdico, agarro con fuerza la almohada. No sé por qué, pienso en las palabras de Donovan justo antes de cerrar los ojos: «lo último que veo antes de dormirme es la cara de mi padre». Lo último que veo yo son sus increíbles ojos.

Me despierta el estridente sonido de mi iPhone un par de horas después. Me duele la cabeza. Adormilada, miro la pantalla y todo mi cuerpo se tensa cuando veo el nombre de Donovan iluminarse en ella. ¿Qué quiere? Sostengo el móvil con fuerza. ¿Por qué me está llamando? Todo quedó claro en el ático. La llamada se corta y yo suelto una bocanada de aire. Sin darme cuenta había contenido la respiración.

Las dudas y la curiosidad comienzan a ganar terreno, así que, antes de hacer una tontería, le quito el sonido al smartphone y lo pongo bocabajo sobre la mesita, pero entonces veo la pequeña pegatina del unicornio. Me gustaría tanto que las cosas fueran diferentes, pero sencillamente no lo son.

Lo intento, pero después de la llamada no consigo volver a dormirme. No quiero seguir dándole vueltas a lo mismo, así que me levanto, me ducho y comienzo a poner en práctica alguna de las decisiones que tome en el taxi.

Me siento en el borde de la cama y, tras pensar con mucho cuidado lo que quiero decir, escribo mi carta de dimisión y se la mando por correo electrónico a Jackson desde el iPhone que me dio Donovan. Podría habérsela enviado a él directamente, pero reducir el contacto al mínimo posible me parece lo mejor para conseguir pasar página. Al final del mensaje le pido que entienda que es una decisión irrevocable y que absolutamente nada me hará volver.

Respiro hondo y, antes de que me arrepienta de lo que he hecho o de lo que estoy a punto de hacer, llamo a Brodie. Descuelga al segundo tono.

—Hola —le saludo tratando de sonar lo más conciliadora posible.

—Hola.

A pesar de todo lo que ocurrió ayer, sigue siendo todo amabilidad. Es un tipo genial y se merece encontrar a una chica maravillosa.

—Brodie —respiro hondo otra vez. Es más difícil de lo que creía—, te debo una disculpa por lo que pasó ayer.

—No me debes nada —se apresura a interrumpirme.

—Sí, te la debo. Las cosas se complicaron y lo siento, pero quiero que sepas que no fue algo planeado.

—Katie…

—Simplemente ocurrió —me apresuro a interrumpirlo.

—Katie… —repite.

—Ni siquiera sabía que Donovan estaría allí.

—Katie —me llama alzando la voz entre risas para hacerse escuchar.

Me muerdo el labio inferior sintiéndome algo ridícula y guardo silencio.

—Está todo bien —me aclara sin asomo de duda—. Tú y yo sólo somos amigos. No voy a negar que me molestó lo que hizo Brent, pero no es culpa tuya y, aunque lo que estoy a punto de decir juegue en mi contra, tampoco es culpa de él. Está loco por ti. Si yo estuviese en su posición, también haría una cantidad absurda de estupideces.

Asiento aún en silencio.

—Gracias, Brodie.

No sé muy bien cómo asimilar esas palabras, así que prefiero ignorarlas.

«Eso es taaaaan maduro».

—Supongo que, si te pido una cita, me dirás que no, ¿verdad?

Vuelvo a callar por un segundo y Brodie lo entiende como la negativa que es.

—No te preocupes, lo entiendo.

—Brodie, eres un tío increíble. Encontrarás a una chica que te haga feliz.

—Y espero que me lo ponga más fácil que tú —añade socarrón.

—Ey —me quejo, pero sin darme cuenta sonrío. Brodie siempre consigue sacarme una sonrisa—. Será una chica maravillosa.

—Y guapísima.

—Y estará forrada —sumo con una sonrisa.

—Y hará todo lo que quiera en la cama.

—Más te vale que tú hagas todo lo que quiera ella.

Los dos nos echamos a reír.

—Cuídate, encanto —se despide cuando nuestras carcajadas se calman.

—Lo mismo digo.

Cuelgo y, de nuevo antes de arrepentirme, apago el teléfono.

A seguir poniendo en práctica decisiones.

Dejo el iPhone en la mesita del salón y le pido a Lola que se lo devuelva a Jackson mañana en la oficina. Ella frunce los labios y me dice que soy tonta y que debería quedarme con el teléfono en concepto de compensación por daños morales, que si no recuerdo grandes películas de los ochenta sobre mujeres ejecutivas como Armas de mujer o Acoso. Cuando trato de explicarle que en Acoso la mala es ella y que, además, es de los noventa, Lola me hace un mohín de lo más decadente y me responde escuetamente que Michael Douglas llevaba una década pidiéndolo a gritos.

Cojo las llaves del pequeño mueble de la entrada tratando de disimular una sonrisa y me marcho.

Después de tres manzanas a pie, llego al restaurante de Sal. Resoplo con fuerza para llenarme de valor mientras contemplo mis Converse blancas sobre la acera mojada. Es extraño. Tengo el estómago encogido y el corazón me late como si hubiese acabado de correr la media maratón. No puedo pensar con claridad. Tengo la horrible sensación de que estoy renunciando a una parte de mí, de que, sin él, ya no estoy completa. Cabeceo y resoplo de nuevo. No quiero pensarlo. No puedo permitirme pensarlo.

Echo a andar y empujo la puerta del restaurante haciendo sonar la campanilla. Miro hacia la barra y sonrío al ver a Cleo. Está enorme. Antes de que pueda dar el siguiente paso y saludar, Sal empuja la puerta batiente de la cocina, pala de madera en mano. Abre la boca dispuesto a decir algo, pero entonces repara en mi presencia. Su expresión cambia por completo. Sal conocía a mi abuelo y me conoce a mí. Quiero mantenerle la mirada, pero no soy capaz. Me siento tan avergonzada. Me he comportado como una niña jugando a creer que podría tener un futuro con Donovan sólo porque en los libros y en las películas estas historias siempre salen bien. El príncipe valiente con pelazo y la chica que vive en una cabañita del bosque. ¡Soy tan idiota!

—Ponte el mandil —me dice señalando vagamente el sitio donde los guardamos bajo la barra—. El turno ya ha empezado.

Alzo la cabeza.

—Gracias —murmuro tratando de que mi voz no se quiebre.

Sal no dice nada y regresa a la cocina. Yo abro ligeramente los labios tratando de contener de nuevo las lágrimas mientras finjo una sonrisa de vuelta a la que Cleo me dedica acercándose a mí. La chica ha vuelto al bosque.

Los ocho días siguientes se parecen mucho los unos a los otros. Trabajo en el restaurante de Sal doblando turno siempre que puedo y me paso las noches con Lola. Cuando le dije que pensaba mudarme de vuelta a mi apartamento, no le hizo mucha gracia, pero entendió mis motivos.

Siguiendo con la idea que tuve en el taxi sobre asegurarme un futuro por mí misma, he presentado mi solicitud para la beca McKinley Maguire para estudiar Económicas en la Universidad de Nueva York.

Donovan no ha vuelto a llamarme. No sé nada de él. Me repito constantemente que eso es lo que quiero y es mi respuesta estándar cuando Lola quiere contarme algo de la oficina. Sin embargo, en cuanto bajo la guardia, los recuerdos me sacuden cogiéndome por sorpresa. Lo echo de menos y no es una sensación que esté mitigando. Cada vez se está haciendo más y más fuerte. No me permito llorar. Lola no para de reñirme diciéndome que eso sólo va a conseguir que de repente un día rompa a llorar en mitad de la cafetería o en la parada del autobús. No estaría tan mal. Quizá así consiga de una vez por todas que me cedan el asiento.

El viernes por la noche, al terminar el turno, Sal nos da la paga de la semana. Me guardo el sobre en el bolso y, después de despedirme de Cleo y de él, salgo del restaurante. Está lloviendo a mares, pero antes de irme a casa tengo algo que hacer.

Espero el autobús en la parada de Grand con Essex. Estoy nerviosa, pero sé que hacer esto es lo mejor. Alzo la mirada y suspiro al darme cuenta de que estoy frente al viejo taller de mi abuelo. Ahora es una lavandería. La noche es cerrada y sigue lloviendo. Creo que a mi abuelo le hubiese gustado Donovan. Probablemente lo habría mirado un segundo y después habría vuelto a meter la cabeza bajo el capó de algún coche, pero estoy segura de que, de reojo, habría visto algún detalle, como la manera en la que Donovan me cogía la mano entrelazando sus dedos con los míos y apretando con fuerza, haciéndome sentir tan segura, y habría entendido cuánto le quería. Echo de menos su mano contra la mía. Echo de menos a Donovan. Echo de menos cómo me hacía sentir. Echo de menos a mi abuelo. Ojalá los dos hubiésemos podido tener vidas más fáciles. Quizá, si yo hubiese sido una chica normal, una de aquellas rubias que esperaba la entrevista de trabajo, y él un chico normal, con una infancia corriente, ahora seríamos felices. Resoplo y cabeceo. Todo ocurre por algo, Katie Conrad. Cierro el puño con fuerza mientras trato de frenar el aluvión de lágrimas. Algún día dejaré de echarlo de menos. Nadie echa de menos eternamente a otra persona… espero.

Me monto en el 14A y observo Manhattan por la ventanilla. Adoro esta ciudad. Dejo atrás el Lower East Side, el East Village y, tras un trasbordo, Gramercy Park, el lujoso Chelsea y, por último, Midtown hasta que me bajo en la 56.

A cada barrio que he ido atravesando, me he sentido más y más nerviosa, pero extrañamente también más segura. Entro en el edificio y saludo al guardia de seguridad que, por suerte, aún se acuerda de mí.

—Quería dejar algo para el señor Donovan Brent, de Colton, Fitzgerald y Brent.

El guardia asiente y me tiende sobre el mostrador una carpeta de plástico con un formulario sujeto con una pinza. Lo firmo rápidamente y saco el sobre con mi sueldo de la semana. Las propinas no han estado mal y todavía conservo algo del dinero que los chicos me pagaron por trabajar con ellos tres semanas. Escribo «A la atención de Donovan Brent» y lo entrego.

—El señor Brent ha salido a una reunión, pero volverá en seguida —me informa—. Puede esperarlo si quiere.

Niego con la cabeza. No quiero verlo. Bueno, sí quiero, pero sé que no debo.

—Muchas gracias, pero tengo que marcharme —me excuso.

Giro sobre mis pasos y salgo del edificio. Llueve tanto o más que antes, pero sigue sin importarme. Espero de nuevo en la parada y regreso al apartamento. Nunca me gustó que Donovan pagara mis deudas, pero ahora menos que nunca. Le devolveré el dinero, aunque tenga que doblar turno todos los días.

Llego al apartamento antes de lo que esperaba. Aún con la puerta abierta, me quito las Converse y los calcetines empapados y los dejo en el recibidor.

—¡Hola! —grito al aire cerrando la puerta—. ¡Lola!

—¡En la cocina! —responde—. Estoy preparando chili. Receta de mi abuela.

Me quito el abrigo, lo cuelgo del perchero y me sacudo el pelo con los dedos. Estoy empapada. Apenas he dado un par de pasos hacia el salón cuando llaman al timbre. Giro sobre mis pies descalzos y desando el camino en dirección a la puerta. Otra vez sólo he dado dos pasos cuando llaman al timbre de nuevo e inmediatamente golpean la puerta con la mano. Frunzo el ceño. Abro la boca dispuesta a preguntar quién es, pero no tengo oportunidad.

—Katie, abre la maldita puerta —me ordena Donovan al otro lado.

No necesito verlo para saber que está furioso. Su voz exigente y dura es una prueba inequívoca de ello.

—Sé que estás ahí. Abre o te juro por Dios que tiro la puerta abajo.

Todo mi cuerpo se tensa y al mismo tiempo se enciende. El frío se me ha quitado de golpe. No quiero verlo. ¿Qué hace aquí?

—Donovan, márchate.

—De eso nada —masculla.

—¡No quiero verte! —grito tratando de no mostrar un resquicio de duda.

—Me importa bastante poco lo que quieras —me interrumpe—. ¿Cómo has podido pensar que aceptaría tu dinero?

Resoplo. Sabía que no me lo pondría fácil, pero nunca imaginé que se presentaría aquí. Tengo mis motivos y él tiene que entenderlos o, al menos, respetarlos.

—¿Y por qué a mí tiene que importarme lo que quieras tú? Pagaste mis deudas sin consultármelo y yo no quería que lo hicieras, así que ahora pienso devolvértelo.

—Katie —me reprende.

El hecho de que haya una puerta de madera entre los dos me da el suficiente valor como para mantenerme en mis trece a pensar de que su voz en esa única palabra consigue intimidarme.

—Tienes que entenderlo, Donovan.

—¿Y qué tal si tú empiezas a dejar de ser tan infantil y tan digna y haces números por una jodida vez? Trabajas en una cafetería por el puto salario mínimo y pretendes devolverme más de cien mil dólares. ¿Alguna vez piensas las putas cosas antes de hacerlas?

No lo soporto. ¿Por qué tiene que ser tan increíblemente arrogante?

—Antes se los pagaba al banco —respondo con esa dignidad de la que se queja hecha bandera.

—Y casi te mueres de una neumonía porque ni siquiera tenías dinero para pagar un médico. ¡Abre la maldita puerta!

Resoplo. Puede que tenga razón, pero no me importa. No voy a ceder. No quiero deberle nada.

—Ese es mi problema, Donovan —replico ignorando su orden—, no el tuyo.

—Tú eres mi problema.

No sé si lo está diciendo como algo malo o como algo increíblemente romántico. En cualquier caso, no puedo dejar que me ablande.

—No, dejé de ser tu problema cuando me echaste de tu apartamento, cuando empezaste a salir con otra chica, cuando, después de todo, me dijiste que no querías que yo te quisiese.

Él no dice nada y yo acabo de ser consciente de toda la rabia y la tristeza con la que he pronunciado cada palabra.

—Yo quiero que me quieras —pronuncia después de lo que me parece una eternidad con la voz de nuevo llena de ese cristalino dolor—. Katie, es lo único que quiero en esta vida, pero no podemos estar juntos, ¿no lo entiendes? Durante diecisiete años he odiado a mi padre por arrebatarme a mi madre, por obligarme a estar solo, y era una sensación con la que me había acostumbrado a vivir, pero de pronto llegas tú y me vuelves completamente loco siendo exactamente como eres y empiezo a plantearme tantas cosas, a casi ser feliz… pero la vida no es como en los libros y hay cosas que te persiguen siempre.

No sigue y mi corazón se detiene por la simple posibilidad de que se haya marchado.

—Te echo de menos —continúa sereno, triste pero al mismo tiempo con la cálida sensación de que lo que tuvimos fue real y nos marcó para siempre a los dos—. Echo de menos dormir contigo. Echo de menos llegar a casa, al despacho, y encontrarte, verte revolotear a mi alrededor. Echo de menos lo bien que me sentía cuando estabas cerca. Mi padre me quitó la posibilidad de estar contigo y eso me ha dolido más que cualquier golpe, Pecosa.

Me muerdo el labio inferior con fuerza a la vez que clavo mi mirada en mis pies descalzos. Le quiero. Le quiero más que a nada.

—He sigo un gilipollas. Tienes razón, no te conozco y tampoco dejé que tú me conocieras a mí. Pensaba que eso complicaría las cosas, las haría más íntimas, y ahora ya es demasiado tarde. —Otra vez calla un segundo—. Ábreme, por favor, Pecosa.

Respiro hondo tratando de contener las lágrimas, pero es inútil.

—No puedo.

No puedo enfrentarme a él. Dejar que me bese, volver al paraíso que sus manos construyen para mí y después decirle adiós, porque sé que habría un adiós. Donovan no cree merecerse una relación.

—No voy a aceptar tu dinero. No puedo y tampoco quiero hacerlo. —Cabeceo. Ahora mismo es lo que menos me importa—. Y ella no es mi novia. Sólo lo fingí porque sabía que te enfadarías y así te olvidarías antes de mí. Después resultó que eso era lo último que quería. Ahí tienes los dos motivos para que un hombre esté celoso: estar completamente loco por una chica y comportarse como un auténtico idiota.

Ambos sonreímos tristes y fugaces.

—Ni siquiera la he dejado dormir en mi cama una sola vez. Tampoco la he llevado al ático o al club. No he querido estar con ella en ninguno de los sitios que estuve contigo. Pensé que querrías saberlo.

Respiro hondo de nuevo y me llevo los dedos a los dientes con la mirada clavada en la puerta. Ahora odio que esté entre nosotros. Odio todas las cosas que hay entre nosotros.

—Adiós, Katie.

Oigo un leve golpe, como si acariciara la puerta por última vez, y después sus pasos alejándose por el rellano. En ese mismo momento mi corazón cae destrozado y sollozo con fuerza. Creí que podía mantener las lágrimas y los sentimientos a raya. Ahora me doy cuenta de lo estúpida que fui. Le quiero y tengo cristalinamente claro que nunca va a dejar de doler.

—Creo que te estás equivocando.

La voz de Lola a mi espalda no me sorprende. Aún estoy repasando mentalmente una y otra vez cada palabra que ha dicho Donovan.

Me giro sin mirarla y comienzo a andar hacia la habitación. Ella no sabe todo lo que ha pasado. No sabe cómo me siento. No puedo volver a su lado para ver cómo él lucha contra todo lo que siento por él y lo que él siente por mí. No me recuperaría.

—Katie, escúchame —me llama saliendo tras de mí.

Pero no lo hago.

—Katie —vuelve a llamarme.

Finjo no oírla. No quiero hablar. Sólo quiero meterme en la cama y esperar a que sea mañana y, con un poco de suerte, haya habido un terremoto, se me haya caído una librería encima y haya perdido la memoria.

—¡Katie! —repite—. ¡Pecosa!

Esa última palabra me frena en seco. Me vuelvo y la miro confusa. ¿Qué pretende?

—¿Te das cuenta? —me pregunta con una sonrisa en los labios ante la evidencia—. No podemos elegir de quién nos enamoramos y tampoco podemos dejar de estarlo sólo porque creamos que es lo mejor.

—Él no me quiere —trato de hacerle comprender entre lágrimas.

—Por Dios, Katie, él está loco por ti, pero, cuando nunca te han querido, es muy complicado saber cómo hacerlo.

Lola se marcha dejándome con sus palabras revoloteando en mi cabeza. No sé qué hacer. No sé qué decir. No sé qué pensar. Y, la verdad, estoy completa y absolutamente muerta de miedo.

Entro en la habitación y, sin importarme que aún esté empapada, me tumbo en la cama y me acurruco con los brazos metidos bajo la almohada. No puedo dejar de pensar en las palabras de Lola. En la vida de Donovan sólo están Jackson y Colin. Se quieren como hermanos y cuidan los unos de los otros, pero los conoció con dieciocho años. Su madre murió cuando tenía sólo seis. Eso son doce años completamente solo y asustado. Donovan dijo que ni siquiera se escondía de su padre. Seguramente era por su carácter, pero, sobre todo, porque ¿dónde habría ido? ¿Dónde se habría sentido seguro? Sin quererlo, comienzo a llorar de nuevo. ¿Cómo te recuperas de tener seis años y no sentirte seguro? Sollozo con fuerza. Lola tenía razón. Una vez que he empezado, ya es imposible parar, pero no estoy llorando por mí, estoy llorando por él.

No pego ojo en toda la noche. Cuando el sueño me vence, ya está amaneciendo.

—¡Arriba, Katie! —grita Lola entrando en la habitación y corriendo las cortinas sin ninguna piedad.

Yo protesto y me giro acurrucándome en el lado contrario. Estoy muy cansada y me duele la cabeza. No me apetece levantarme temprano mi día libre, aunque, técnicamente, ni siquiera sé qué hora es.

Lola no se da por vencida. Le oigo rodear la cama subida a un par de sus elegantes tacones y se arrodilla frente a mí.

—Katie, arriba —repite—. Ya son casi las doce.

Finjo no oírla, pero mentalmente me apunto el detalle de que por lo menos ha tenido la amabilidad de dejarme dormir toda la mañana.

—No pienso consentir que te quedes llorando, autocompadeciéndote y quejándote del chiste continuo que es tu vida ni un segundo más.

—Ey —me quejo abriendo los ojos de mala gana—, la única que puede llamar a mi vida chiste continuo soy yo.

Sonríe satisfecha. Ha conseguido que abra los ojos. El cómo, es un pequeño detalle sin importancia.

—Necesitaba que abrieras los ojos y el motivo no podría ser mejor. Bogart en el parque —sentencia con una sonrisa de oreja a oreja mostrándome dos entradas—. Hoy ponen El halcón Maltés y después El sueño eterno. Si no recuerdo mal, es tu película preferida —comenta fingidamente pensativa, como si no lo tuviera clarísimo. Debo haberla obligado a verla unas cien veces—. Arriba —me apremia una vez más—. Una ducha y nos vamos. Comeremos donde Nerón, un poco de tiendas y después al parque. Harper nos esperará allí.

No tengo ganas de salir, pero me obligo a poner mi mejor sonrisa. Las cosas, quizá, no están siendo tan fáciles como esperaba, pero seguro que mejorarán y Humphrey Bogart, Central Park y mis dos mejores amigas es una buena manera de empezar.

Me pongo mis vaqueros favoritos, una bonita camiseta y otro par de Converse. Las de ayer aún están empapadas.

Después de comer en NoLita y ver hasta la última tienda del SoHo, vamos en metro al parque. Por fortuna ya no llueve e inexplicablemente ha hecho un sol de lo más agradable. Si es que nadie puede resistirse a las pelis de detectives en blanco y negro.

Harper nos espera en la parte Este del parque con una manta de pícnic y una cesta de mimbre que, como nos informa en cuanto estamos lo suficientemente cerca, está llena de chocolate y margaritas.

Hay muchísima gente. Va a ser genial. Caminamos entre los cientos de neoyorquinos que se dirigen a la inmensa explanada junto al lago y colocamos nuestra mantita sobre el césped. Ya está anocheciendo cuando los créditos de El halcón maltés aparecen en la enorme pantalla y todo el mundo perezosamente va guardando silencio. Las chicas y yo nos acomodamos en la mantita y entre risas y comentarios disfrutamos de la peli. Me estoy distrayendo y lo agradezco.

Tras un breve descanso, empieza la segunda película. Sonrío como una enana y me dispongo a disfrutarla, olvidándome de todo, cuando el ruido de un petardo me sobresalta. Me arrodillo mirando en todas las direcciones, como todos los que me rodean, pero ni siquiera tengo tiempo de otear todo el parque. El morro de un espectacular dragón chino asoma desde detrás de la pantalla.

Sonrío sorprendida y aplaudo por inercia cuando todos empiezan a hacerlo. El dragón se mueve ágil acompañado de al menos diez acróbatas que dan volteretas, hacen malabares y lanzan petardos que, tras explotar, dejan una estela de colores brillantes.

—¿Sabíais algo de esto? —pregunto sorprendida a las chicas.

Las dos niegan con la cabeza y me dedican un lacónico no. Estoy maravillada con el espectáculo que se pasea por el césped entre las mantitas, cuando un número indeterminado de hombres y mujeres vestidos con preciosos trajes tradicionales chinos aparecen no sé muy bien de dónde repartiendo galletitas de la fortuna entre todos los asistentes. La gente los recibe encantada.

Me hace ilusión coger una, pero, cuando voy a levantarme en busca de uno de los camareros, el dragón llega hasta nuestra mantita y gentil se inclina frente a nosotras para que lo acariciemos. Lo hacemos muertas de risa y lo despedimos cuando, rápido, se marcha tras la enorme pantalla seguido de los malabaristas.

Miro a mi alrededor en busca de los camareros, pero parece que ya se han marchado. Me he quedado sin galletita.

—Ha sido genial —comento encantada—, pero no entiendo por qué.

—Estarán celebrando el año nuevo chino —comenta Harper.

—El año nuevo chino es en febrero —protesta Lola.

—Pues entonces será una de esas campañas de «viaje a China, somos lo más».

Las tres sonreímos. Sea lo que sea, ha sido increíble.

Los créditos de El sueño eterno aparecen en la pantalla y la gente, poco a poco, se va calmando tras el revuelo del dragón. No han aparecido más que un par de líneas cuando un chico afroamericano con el pelo rapado se levanta y, visiblemente nervioso, estira un diminuto papel entre sus largos dedos.

—Leer en voz alta —comienza.

Inmediatamente capta la atención de todos, que se giran hacia él murmurando curiosos.

—Pecosa es experta en tirar Coca-Cola light sobre los móviles.

Lo observo boquiabierta, absolutamente atónita. ¿A que ha venido eso? ¿Cómo lo sabe? Sonrío nerviosa y sorprendida al tiempo que miro a las chicas. Ellas se encogen de hombros y niegan con la cabeza. ¿Qué está pasando aquí? El chico se sienta de nuevo. Voy a levantarme dispuesta a preguntarle cuando veo a una chica morena a unas mantas de distancia levantarse con otro papelito en la mano. Entonces me doy cuenta. ¡Son los mensajes de las galletitas de la fortuna!

—Leer en voz alta. Pecosa tiene una manera muy peculiar de dar las gracias.

Pero ¿qué está pasando? Sonrío absolutamente incrédula mientras observo cómo un crío de unos diez años se levanta a mi lado.

—Leer en voz alta. Pecosa quería ser bióloga, pero ha descu… descu… —el pequeño se traba con la palabra y su madre se pone de rodillas para decírsela al oído— descubierto —repite— cuánto le gustan los números.

Todos reímos cuando el niño saluda antes de volver a sentarse.

—Leer en voz alta —interviene un hombre a mi espalda—. A Pecosa le encantan las vistas desde su pecera.

—Leer en voz alta —continúa otra mujer en primera fila—. Pecosa tuvo su primer novio con dieciséis, pero no la llamaba Pecosa.

—¡A Pecosa le gustan las celebraciones del año nuevo chino! —grita una chica a mi espalda y todos rompen en aplausos y vítores.

No puedo dejar de sonreír.

—Pecosa es un poco bocazas —lee una chica encogiéndose de hombros.

—Aunque lo niegue, a Pecosa le encanta que Donovan la llame Pecosa.

Escuchar su nombre hace que mi sonrisa se ensanche hasta límites insospechados.

—La película favorita de Pecosa es El sueño eterno.

—Pecosa tiene un montón de vestiditos perfectos para ir al trabajo.

—Pecosa echa de menos a su abuelo —lee un chico a unas mantas de distancia.

Sonrío de nuevo, aunque es una sonrisa diferente. Lola y Harper se lanzan a abrazarme y acabamos las tres tumbadas sobre la mantita.

—Leer en voz alta —grita un chico desde la última fila—. Pecosa sí sabe elegir sus batallas.

Todos vuelven a aplaudir y yo rompo a reír. ¡Esto es maravilloso!

—Pecosa —me llaman a mi espalda y reconocería esa voz en cualquier parte.

Me giro con la sonrisa más sincera que he puesto nunca y allí está Donovan Brent, guapísimo como si no hubiera un mañana y sonriéndome sólo a mí.

—No digas nada —me ordena tendiéndome la mano—. Antes quiero que me acompañes a un sitio.

Acepto la mano que me tiende y todo mi cuerpo brilla cuando comenzamos a andar y sus dedos se entrelazan con los míos apretándome con fuerza. Antes de marcharme, me giro y miro a mis amigas. Las dos me observan con una sonrisa de oreja a oreja y Lola me lanza un beso. Sé que las dos han ayudado a Donovan a preparar todo esto.

Salimos por la misma entrada por la que accedí al parque con las chicas. Miro a mi alrededor buscando el jaguar, pero no lo veo. Aún trato de encontrarlo cuando Donovan se detiene. Llevo mi mirada a lo que tengo delante y, otra vez sin poder evitarlo, vuelvo a quedarme sencillamente atónita. Es un Alfa Romeo negro Giulia Spider de 1963. Es el mismo modelo que el coche de colección que le robé. ¡Es el del anuncio de colonia!

—Pero… —murmuro con una sonrisa sin saber qué más decir.

Donovan sonríe y me abre la puerta del copiloto. Sin poder creérmelo del todo, me monto y observo desde mi asiento de piel cómo rodea el vehículo acariciando la brillante carrocería con sus largos dedos y se desliza tras el volante.

Arranca. El motor ruge. Nos incorporamos al tráfico. Todo es como imaginé. De pronto tengo la sensación de que, al pestañear, todo se ha trasformado en una suave película en blanco y negro, exactamente como en el anuncio. Sofisticado, elegante, sexy, exactamente como es Manhattan.

—¿Adónde vamos? —pregunto.

La curiosidad me está matando.

Donovan no dice nada. Sólo sonríe. Una sonrisa perfecta y preciosa en todos los sentidos.

Sorprendida, alzo la vista barriendo la inmensa fachada del Hospital Presbiteriano Universitario de Nueva York cuando nos detenemos frente al él. ¿Qué hacemos aquí? Sin darme ocasión a preguntar, Donovan tira de mi mano y entramos en el edificio. Subimos en el ascensor hasta la cuarta planta y, tras cruzar varios pasillos, nos detenemos en la puerta de la habitación 417.

Su expresión se tensa y no necesito preguntar para saber que es su padre quien está dentro.

—Katie, te dije que mi padre me quitó la posibilidad de estar conmigo, pero me estaba equivocando. Me la estaba quitando yo solo.

Suspiro bajito. Las mariposas revolotean revolucionadas en mi estómago. Donovan aprieta nuestras manos entrelazadas. Creo que él también necesita reunir fuerzas.

—Ahora hay algo que tengo que hacer y quiero que tú estés presente. Después podrás marcharte o hacer lo que quieras.

Asiento y me pierdo un segundo en su mirada. Está inquieto, pero no de la misma manera que cuando me contó todo lo que había vivido.

Donovan da un paso y agarra el pomo de la puerta con su mano libre. Sin embargo, no lo gira. Tiene la vista clavada en él y toda su expresión luce increíblemente tensa. No es un paso cualquiera. Sea lo que sea lo que piensa hacer, marcará un antes y un después.

—Pase lo que pase, siempre vas a poder contar conmigo, Donovan. —Y ahora soy yo la que aprieta nuestras manos entrelazadas.

Mis palabras hacen que sus ojos, más verdes que nunca, atrapen los míos. Sonrío suavemente a la vez que asiento para confirmarle mi idea. Sólo por haber venido hasta aquí estoy muy orgullosa de él.

Donovan resopla y al fin gira el pomo.

Entramos con paso lento. La habitación está únicamente iluminada por un halógeno sobre la cama. Un hombre de unos cincuenta años está tumbado en ella. No sé si está dormido o sedado. Tiene algunas marcas de heridas recientes y una escayola le cubre todo el antebrazo.

Donovan se suelta de mi mano y avanza unos metros más. Su paso se vuelve inseguro, incluso asustado, y por un momento siento que es ese niño de cinco años el que se acerca a la cama. Traga saliva y, haciendo un esfuerzo doloroso y titánico, alza la mirada hasta posarla en él.

—Sólo he venido aquí para dejarte claro que no soy igual que tú.

Sus palabras suenan heridas, llenas de rabia y de dolor, desesperadas. El corazón se me encoge y un nudo de pura tristeza se forma en mi garganta.

—No voy a ser igual que tú —pronuncia haciendo hincapié en cada palabra, con los ojos vidriosos y agarrándose a la barrera de metal blanco del lateral de la cama—. Tú me arrebataste a mi madre, mi infancia…

Traga saliva de nuevo. Su mirada es tan triste.

—Me lo quitaste todo.

Sus dos manos aprietan con fuerza la barra.

Me muerdo el labio inferior, obligándome a no llorar. Por Dios, ¡ha sufrido tanto!

—Pero no voy a permitir que me quites lo único bueno que hay en toda mi maldita vida.

Su voz se llena de una cristalina fuerza al mismo tiempo que, poco a poco, el calor va creciendo en ella. Un alivio pequeño pero fuerte va cubriendo cada centímetro de su cuerpo.

—No estoy orgulloso de lo que te hice y probablemente nunca pueda perdonármelo, pero toda esa parte de mi vida se queda aquí contigo y no pienso volver a mirar atrás. Adiós. —Cierra los ojos con fuerza un segundo y exhala todo el aire de sus pulmones—. Adiós —repite, y en su mirada ya no hay miedo ni fantasmas. Donovan acaba de dejarlos todos atrás.

Camina hasta mí con paso lento. Yo lo miro con el amor corriendo por cada una de mis venas. Si antes ya me sentía orgullosa, ahora lo estoy mucho más. Acaba de demostrarme que me elige a mí por encima del pasado, de todo lo que ha sufrido, de sus propios miedos. Ha vuelto a construir nuestra burbuja y ya no va a permitir que nada ni nadie vuelva a sacarnos de ella.

Donovan se inclina y, tomando mi cara entre sus manos, me besa. Una lágrima cae por mi mejilla, pero no es de tristeza.

Salimos de la habitación y del hospital y volvemos a detenemos junto al maravilloso Alfa Romeo. Donovan suelta nuestras manos y yo rápidamente jugueteo con las mías, nerviosa. Es el momento de decidir sobre el príncipe valiente y la chica del bosque, si este cuento de hadas tiene un final feliz o no.

—Estoy muy orgullosa de ti —digo con voz admirada.

Independientemente de lo que decidamos, quiero que lo sepa. Ni siquiera me importa que vaya a reírse de mí.

—Era algo que tenía que hacer y quería hacerlo contigo.

Asiento y sonrío.

—Quería demostrarte que quiero que las cosas sean diferentes —continúa— y, sobre todo, quería demostrarte que te conozco, que sé cómo eres, como adoro que seas, y que confío en ti.

Asiento de nuevo y me quedo en silencio luchando por no sonreír. Sé que está esperando a que le dé una respuesta, la que ya podía haberle dado en el parque en realidad, pero por una vez va a ser Pecosa quien haga sufrir al insoportable señor Brent.

—Muchas gracias —comento impertinente.

Sin más, me meto las manos en los bolsillos y giro sobre mis Converse.

—¿Te marchas?

—No lo sé —respondo mirando hacia atrás sin dejar de caminar—. No estoy segura de que te merezcas que me quede. Como primer paso no ha estado mal. A ver qué se te ocurre mañana.

Sigo caminando y mirando hacia atrás y estoy a punto de trastabillar y darme de bruces contra el suelo. Afortunadamente mantengo el equilibrio y el tipo. Se supone que estoy siendo misteriosa y sexy.

—Pecosa —me llama a mi espalda.

Me detengo. Sonrío increíblemente feliz, pero lo disimulo a la vez que me giro. Misteriosa y sexy hasta el final.

—Tu forma de darme las gracias sigue siendo, cuanto menos, peculiar —comenta acercándose a mí.

—Creo que eso lo he leído en una galletita de la fortuna —replico encogiéndome de hombros.

—Me parece que voy a tener que enseñarte modales —me advierte divertido.

—Qué mandón —me quejo contagiada de su humor.

—No sabes cuánto —responde con una sonrisa.

Donovan coge mi cara entre sus manos una vez más y me da el beso más espectacular de la historia de los besos espectaculares. Se separa de mí, dejándome ansiosa de más, sólo un segundo y mis labios reflejan la maravillosa sonrisa que dibujan los suyos antes de que vuelva a besarme.

Nuestras bocas se encuentran una y otra vez, felices, sin cargas, sin secretos, sin batallas. Siendo simplemente él y yo.

—Te quiero, Pecosa.

—Te quiero, Donovan.

Y así, después de mil y un infortunios, libres ya del malvado rey y la hermanastra con piernas interminables, la chica pobre de la cabaña del bosque y el príncipe valiente con pelazo van a vivir felices y a comer perdices en el maravilloso reino de Nueva York.