7
Es guapísima, altísima y un montón de «ísimas» más. Tiene una melena negra interminable, mucho más larga en proporción que su vestido de diseño.
—Buenos días —me saluda amable mientras se sienta en un taburete de la isla de la cocina.
—Buenos días —tartamudeo conmocionada—. ¿Café? —pregunto en un susurro y ni siquiera sé por qué lo hago.
Ella asiente y yo vuelvo a concentrarme en la cafetera. Así que por eso yo he dormido está noche en el sofá, porque el señor Brent tenía planes. Un momento. ¿Estoy enfadada? Porque me niego en rotundo a estarlo. Aquí cada uno puede meter en su cama a quien quiera, bueno, yo… en el sofá.
La puerta vuelve a abrirse y esta vez es Donovan, sólo con el pantalón del pijama, quien hace su triunfal entrada en el salón. Yo también estoy encantada de conocerte. Y espero que también adivines mi nombre, oh yeah; hoy Mick Jagger canta con más fuerza que nunca.
—¿Qué coño haces todavía aquí? —pregunta reparando en la chica.
Ella lo mira absolutamente obnubilada. Ya somos dos.
—Largo —sentencia indiferente camino del frigorífico sin volver a mirarla.
La chica se levanta del taburete toda ella elegancia y peep toes caros y se dirige hacia la puerta.
—¿Me llamarás?
Él no sólo no le contesta, ¡sino que ni siquiera la mira! Yo, observadora accidental de toda la escena, estoy absolutamente alucinada. La chica sonríe y al final se marcha. No sé qué esperaba de él, pero creo que cualquier cosa le hubiera valido. Además, tengo la sensación de que, si Donovan chasqueara los dedos, ella volvería al instante. ¡Dios mío! ¿Así de bueno es en la cama?
«Probablemente sea todavía mejor».
Esta especie de húmeda revelación me hace que lo contemple embobada unos segundos más. Afortunadamente, consigo recuperar la compostura antes de que se dé cuenta de cómo lo miraba.
—Pecosa, cuando termines de pelearte con la cafetera, me gustaría una taza —comenta dándole un mordisco a una manzana verde.
Regresa a la habitación y yo no puedo dejar de pensar que acabo de vivir en riguroso directo el motivo por el que Lola sabiamente dijo que Donovan sólo era para noches locas de sexo pervertido.
«Sí, pero qué noches».
Si mi voz de la conciencia tuviera piernas, a estas alturas ya no llevaría bragas.
Mientras me termino el desayuno, Donovan sale de la habitación perfectamente vestido con un traje gris marengo y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. Está tan condenadamente atractivo que decido que lo mejor es meterme en la ducha de inmediato o, lo que es lo mismo, huir de él.
Bajo el chorro de agua caliente, me repito que no estoy furiosa y tengo que repetírmelo una docena de veces más, lo cual no es una buena señal.
Envuelta en una toalla, salgo de nuevo a la habitación y busco en mi maleta qué ponerme. En ese preciso instante, soy una chica afortunada, Donovan entra desde el salón.
—Pecosa, la palabra clave es vestidor —comenta pasando a mi lado y entrando justamente en esa estancia.
—La palabra clave es imbécil —respondo tirando del primer vestido que veo y levantándome para regresar al baño lo más rápido posible.
—¿A qué demonios ha venido eso? —le oigo farfullar justo antes de cerrar la puerta.
Y eso mismo digo yo, ¿a qué demonios ha venido eso?
—No estás enfadada —me repito frente al espejo dedo índice amenazador en alto.
«Por supuesto que no».
Me pongo el vestido y, cuando me veo con él en el espejo, me llevo la mano a la frente. Tiene pequeñas flores estampadas y me llega por encima de las rodillas. No es especialmente provocativo y, de hecho, es sencillo y muy bonito, pero no es en absoluto el tipo de ropa que se pondría una ejecutiva profesional y sofisticada.
Bueno, ya no hay nada que hacer. No pienso salir ahí fuera a medio vestir para coger más ropa y darle la oportunidad de que vuelva a reírse de mí. Además, como decía aquel crítico de moda de la tele por cable, lo importante es la elegancia que una le imprime a la prenda, no la prenda en sí.
Me termino de arreglar y salgo al salón. Me esfuerzo en ignorar a Donovan a pesar de que su presencia me llama como si fuera un imán. Busco mi bolso y rápidamente me pongo el abrigo.
—¿Adónde vas con tanta prisa? —me pregunta desde el otro lado de la isla de la cocina.
—Tengo muchas cosas que hacer en la oficina y necesito terminar pronto porque me gustaría pasarme por la universidad a recoger unos libros.
Donovan asiente.
—Nos vemos en la oficina entonces —se despide perspicaz.
—Claro, eres mi jefe.
No tengo ni la más remota idea de por qué he dicho eso. Creo que algo dentro de mí necesitaba decir esas palabras en voz alta.
Soy la primera en llegar a la oficina. No están ni Eve ni las chicas. Obviamente mentí cuando dije que tenía cosas pendientes aquí y ahora, después de haber revisado lo poco que Donovan tenía apuntado en su iPad, no me queda más que ordenar su mesa.
Sandra es la primera en llegar. Dispuesta a ocupar mi tiempo en algo que no sea seguir visualizando la imagen de esa chica saliendo de la habitación de Donovan, me voy con ella a su mesa y la ayudo a preparar la jornada de hoy.
Estoy tan concentrada en la tablet, sentada en el escritorio de Sandra, que no le oigo llegar.
—Pecosa —me llama pasando junto a mí camino de su despacho—, a trabajar.
Me bajo de un salto y, mientras lo sigo, le dedico mi mohín más infantil, aunque obviamente él no puede verme. Lo hago porque es un gilipollas, no tiene nada que ver con lo que ha pasado esta mañana.
A las primeras de cambio me marcharé a la universidad y, con un poco de suerte, cuando vaya al ático, él no estará. Puede que incluso no lo vea hasta mañana por la mañana, quizá saliendo de su habitación detrás de otra chica. Vale, eso no me ha gustado nada. Sacudo la cabeza. No estoy celosa. No estoy celosa, ¡maldita sea!
Cierro la puerta tras de mí y me quedo de pie frente a su mesa esperando a que tome asiento.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto evitando mirarlo por todos los medios.
Donovan centra su mirada en la pantalla del ordenador y sus ojos parecen casi verdes otra vez. ¡Esto es tan injusto! ¿Por qué tiene que estar hoy más guapo que ningún otro día? Comienza a darse rítmicos toquecitos con el índice y el anular en los labios y eso provoca que sólo pueda mirar su sensual boca.
Mándame al archivo. Mándame al archivo.
—Los estudios de mercado de Holland Avenue —habla al fin—, eso tiene prioridad. Llama a Dillon Colby y dile que quiero toda la documentación de McCallister aquí antes de las once. Que la envíe por mensajero.
Asiento y me voy al sofá. Comienzo a trabajar pero no soy capaz de concentrarme, todas mis neuronas están focalizadas en tratar de obviar la incómoda sensación de sentirme furiosa, celosa y, lo que es aún peor, frustrada por sentirme precisamente así.
Con la excusa de llamar a Dillon Colby, salgo de la oficina. Necesito estar lejos de él cinco minutos porque tengo la sensación de que ese despacho tipo campo de fútbol ahora mismo sólo mide dos metros cuadrados.
Por suerte, cuando me veo obligada a regresar, Donovan no está. Voy hasta el sofá y me siento a terminar los estudios de mercado.
Guardo el último y aún no ha vuelto.
Mando los documentos a la impresora y me levanto a esperarlos junto a la silla de Donovan. Después, sólo tendré que meterlos en una carpeta, dejarlos sobre su escritorio de diseño y podré marcharme. Sin embargo, el universo parece adorarme. La puerta se abre y mi atractivo jefe entra en la estancia. Automáticamente el corazón vuelve a latirme desbocado. ¿Qué me pasa hoy? ¡Es exasperante!
—Pecosa, los archivos de Foster.
—Los tienes en tu ordenador —respondo sin ni siquiera mirarlo.
—Ayuda a Sandra con la reunión de mañana.
—Ya está organizada.
De hecho, lo está desde esta mañana cuando salí prácticamente huyendo de tu casa.
—¿Has hablado con Colby?
—El mensajero llegará en quince minutos y los estudios de mercado de Holland Avenue están terminando de imprimirse.
No lo he mirado ni una sola vez y eso ha hecho que la situación se haya vuelto aún más incómoda.
Él rodea la mesa y camina despacio hacia mí. De reojo puedo ver cómo sus ojos hoy más verdes que azules me estudian perspicaces. Es demasiado listo. Yo, por mi parte, soy plenamente consciente de que debería huir otra vez antes de que esté más cerca y ya no pueda pensar.
Suplico mentalmente para que la impresora termine y cojo al vuelo el último documento.
—Tengo que irme a esperar al mensajero. No quiero que esos dosieres se traspapelen —le informo mientras a toda velocidad cuadro los documentos, abro una carpeta, los meto dentro y la dejo sobre su mesa.
Echo a andar nerviosa, pero, cuando sólo me he distanciado unos pasos de él, Donovan me agarra de la muñeca y me obliga a girarme.
—Pecosa, ¿qué pasa? —pregunta clavando sus espectaculares ojos en los míos.
—Nada —me apresuro a responder.
—¿Estás enfadada?
—Claro que no.
Sonrío inquieta y acelerada y aparto mi mirada de la suya. Tengo que marcharme, ¡ya!
—¿Por qué estás enfadada?
Genial, ni siquiera soy capaz de mentirle con convencimiento.
—¿Es porque llevé a una chica a casa?
—Donovan, tú y yo no estamos juntos. Puedes llevar a tu casa —hago especial énfasis en el tu— a quién quieras.
Por lo menos he sonado más convencida que antes.
—¿Entonces?
Se toma un segundo para pensar y de pronto parece tenerlo todo muy claro.
—¿Es porque no te llevé a mi cama?
La pregunta la hace con una insolente sonrisa en los labios que hace que me entren ganas de estamparle algo metálico en la cara. Tuerzo el gesto. Maldita sea, tiene razón. Odio que tenga razón. No se la merece.
—Puede ser —confieso al fin exasperada—. A lo mejor a mí también me gusta sólo dormir contigo.
Su maldita sonrisa se ensancha.
—Y, si te gusta dormir conmigo, ¿por qué te acuestas cada noche en el sofá?
Ahora sí que estoy en un lío. ¿Qué le contesto a eso? ¿Que me gusta que me lleve en brazos, que me saque de mi cama en mitad de la noche para llevarme a la suya? ¿Que me gusta porque así me demuestra cuánto le gusta a él?
—Eso ya da igual —contesto malhumorada—. Voy a seguir durmiendo en el sofá, porque está claro que tú ya tienes quien te caliente la cama.
—Por supuesto que tengo quien me la caliente —responde sin dudar.
Es el colmo. Le dedico mi peor mirada y me vuelvo dispuesta a marcharme, pero Donovan me mantiene agarrada por la muñeca y me obliga a girarme otra vez. Sus ojos vuelven a atrapar los míos y despacio se inclina sobre mí.
—Pero la única a quien me gusta ver dormir a mi lado es a ti —sentencia.
En ese instante todo mi enfado se evapora. Donovan desliza su mano perezosa por la mía y despacio la lleva hasta mi cintura. Sus profundos ojos me tienen atrapada en todos los sentidos.
—Contéstame a una cosa —susurra con la voz más sensual que he oído en toda mi vida—. ¿Este vestido —continúa tirando suavemente de él— te lo has puesto porque estabas enfadada conmigo o porque no?
—Donovan… —me quejo en un susurro con la respiración hecha un caos.
Su sexy e impertinente sonrisa sigue ahí. Estoy perdida.
—Esta noche te quiero en mi cama —me ordena salvaje, sensual, indomable.
La boca se me hace agua.
—Para dormir —me aclara sin dejar de sonreír, sin levantar sus ojos de mí—. Ahora me voy a una reunión.
Sale del despacho como si nada, como si cada día dejara a decenas de chicas embobadas con las piernas temblorosas a su paso. Yo respiro hondo e intento recuperar la compostura. He pasado de repetirme que no estaba enfadada a confesárselo precisamente a él. Desde luego está siendo un gran día.
«Y aún no ha terminado».
Genial.
Después de comer con Lola, me marcho a la universidad. Cuando salgo de la biblioteca, ya se ha hecho de noche. En metro llego hasta el ático y no me sorprende ver que, una vez más, estoy sola. Me pongo la tele de fondo mientras me preparo algo de cenar. Estoy cansada, pero decido estudiar un poco sentada en uno de los taburetes de la cocina. Prefiero no darle muchas vueltas a por qué estoy optando por cualquier otra cosa antes que irme a dormir.
Al mirar el reloj y comprobar que son casi las doce, comprendo que, lo quiera o no, tengo que irme a la cama. Cama, interesante palabra, sobre todo hoy.
Me tomo las pastillas, me voy a la habitación y me pongo el pijama. Es curioso cómo, mientras lo hacía, he obviado mirar la cama. Me siento nerviosa e intimidada por un mueble. Eso no puede ser buena señal bajo ninguna circunstancia. Quizá me sentiría más cómoda si interactuara un poco con el entorno. Básicamente, cotillear su habitación sin ningún remordimiento.
Primero el vestidor, la zona más alejada de la cama. Sólo con dar un paso en su interior, me doy cuenta de la nefasta idea que ha sido. Su olor me envuelve y, estar rodeada de toda esa ropa a medida que le sienta como un guante, claramente no ayuda. Contemplo las decenas de camisas blancas, todas perfectamente colgadas y ordenadas. Me permito el lujo de pasar la mano por una de ellas y por un momento tengo la sensación de que lo estoy tocando a él. Mala idea.
«Muy mala idea».
Al otro lado están todos sus trajes de corte italiano a medida, con un abanico de colores pequeño pero espectacular: negro, carbón, gris marengo, gris claro y azul oscuro. Sofisticados, elegantes, exactamente como es él.
Salgo y de pasada miro la cama, como si estuviera ante un enemigo temible. Camino hasta la cómoda y acaricio la madera. Sin querer, sonrío al recordar cómo dejó su reloj aquí hace unas noches. Compruebo que, lo que me pareció una servilleta, efectivamente lo es. La cojo con cuidado, la giro y resoplo a la vez que pongo los ojos en blanco cuando veo un número de teléfono escrito en ella junto al nombre de Candy y un pequeño corazón.
Por el amor de Dios, ¿hay alguna chica que no caiga rendida directamente a sus pies?
Me separo de la cómoda huyendo de la servilleta y me acerco a la estantería. Sonrío como una idiota al ver sus coches de colección. De los cuatro que hay, sólo reconozco uno negro, un Alfa Romeo Giulia Spider de 1963. No es que sea una experta en coches, pero es el mismo del anuncio del perfume The One de Dolce & Gabbana, lo reconocería en cualquier parte.
Sigo curioseando la estantería y sonrío de nuevo mientras cojo una foto de Donovan junto a Colin y Jackson. Se les ve muy diferentes, aunque los tres están tan guapos como ahora. Debe de ser de la época de la universidad. Es obvio que son muy amigos. La complicidad que existe entre ellos salta la vista sólo con verlos durante un par de segundos.
Sin dejar de sonreír, dejo la foto en el estante. Mis dedos aún se están retirando de ella cuando caigo en la cuenta de que es la única foto que hay en toda la casa. Miro a mi alrededor y constato que no hay ninguna otra sobre ningún otro mueble; tampoco en el salón o, no sé, en la puerta de la nevera. Entiendo que no haya fotos suyas, pero ¿cómo es posible que no tenga ni una sola de su familia?
Me encojo de hombros restándole importancia, aunque la idea me sigue rondando la mente. Tengo que preguntárselo.
Giro sobre mis talones a la vez que resoplo. Ya es hora de que haga lo que tengo que hacer. Sin pensarlo más, me coloco frente a la cama. Soy adulta y está empezando a ser ridículo la cantidad de veces que tengo que recordármelo últimamente.
Con paso firme, voy hasta el interruptor, apago la luz de un manotazo, destapo la cama y me meto en ella. Sólo es una cama, aunque sea la suya.
¿Qué es lo que me está pasando? ¿Acaso me gusta Donovan? Resoplo de nuevo y me llevo la almohada a la cara. Claro que te gusta, idiota. La pregunta es… ¿cuánto? Llevo todo el día negándome a admitir que estaba enfadada y pensando que en el fondo sólo estaba molesta porque no había dormido con él y no porque otra lo hubiese hecho en mi lugar, así que supongo que la respuesta es mucho. Donovan Brent me gusta mucho. Joder, joder, joder.
Esta es la única vez que voy a permitirme admitirlo, porque se acabó.
Me obligo a dejar de pensar. Afortunadamente, los analgésicos empiezan a hacer efecto y caigo dormida.
Me despierta el peso de su cuerpo entrando en la cama. A pesar de estar adormilada, sonrío como una idiota. Donovan rodea otra vez mi cintura con sus brazos y me atrae hacia él. Suspira con fuerza cuando su pecho se estrecha contra mi espalda y yo me derrito por dentro. Sé que me estoy metiendo en un lío terrible, pero ahora mismo no me importa absolutamente nada.
Noto nuestras piernas entrelazadas y su brazo posesivo y pesado sobre mi cadera. Sonrío de nuevo y me giro aún con los ojos cerrados. Mi cuerpo se desliza bajo sus brazos y mis piernas entre las suyas, así que no pierdo ni un ápice de su contacto.
Es la primera vez que me despierto antes que él y quiero disfrutarlo. Abro los ojos despacio y automáticamente mi sonrisa se ensancha cuando veo su hermoso rostro frente a mí, bañado por los primeros rayos de luz que filtra el inmenso ventanal, con el pelo castaño cayéndole suave y alborotado sobre la frente. Le acaricio la nariz con la punta de los dedos y la arruga suspirando. Me llevo esos mismos dedos a los labios, acallando una sonrisa sin poder dejar de observarlo. Entonces me paro a contemplar la pequeña cicatriz que tiene sobre la ceja derecha y me pregunto de qué será. Lentamente alzo la mano.
—No hagas eso —murmura sin abrir los ojos justo antes de que la toque.
Su voz me asusta, pensé que estaba dormido, e inmediatamente retiro la mano.
—Lo siento —musito.
—No te disculpes pero no lo hagas.
Donovan abre los ojos, se levanta de un golpe y se mete en el baño. Apenas unos segundos después, oigo el grifo de la ducha. Yo me dejo caer sobre las almohadas y resoplo hasta que me quedo sin aire. Si fuera estricta con las normas que me autoimpuse, debería correr la media maratón de Nueva York. Ayer discutimos, he fantaseado con él una docena de veces y lo he contemplado más que admirada hace sólo uno momento. Pero sé que ni siquiera llegaré a ponerme el chándal. Soy una perezosa superficial obsesionada con un cuerpo para el pecado.
«Y eso que todavía no le has visto el objeto de pecado en sí».
Me levanto como un resorte con los ojos como platos. Me niego siquiera a planteármelo. Además, seguro que, para mi desgracia, la tiene enorme.
Voy a la cocina y preparo café. Donovan sale poco después perfectamente vestido con uno de sus espectaculares trajes de corte italiano, esta vez negro, y su correspondiente camisa blanca. La palabra del día, espectacular.
—Hoy tengo un día complicado —comenta llenándose la taza de café—. Después de la universidad te quiero en el despacho. A las once en punto —sentencia exigente.
—Vaya —replico con una sonrisa de lo más impertinente, llenándome también una—, cualquiera diría que me necesitas para sacar adelante tu día tan complicado.
—No es que seas el colmo de la eficiencia, pero me sirves para una o dos cosas.
—Me lo tomaré como un halago.
Donovan me dedica su media sonrisa sexy y presuntuosa y regresa a la habitación. Yo le doy un sorbo a mi café. Qué sugerente es esa maldita sonrisa.
Tras su «diviértete en el cole», lo observo llevarse la taza a sus perfectos labios con una mano mientras con la otra levanta ligeramente el Times del mármol de la isla de la cocina para leerlo más cómodamente.
En el camino en metro hasta el campus, me riño cada vez que me sorprendo pensando en él y me concentro en todo lo que tengo que hacer hoy, empezando por estudiar, y mucho, en la biblioteca para ponerme al día lo más rápido posible.
Entre libros de economía, el tiempo se me pasa volando y, para cuando miro el reloj, son las diez y media. Regreso a la oficina y puntual saludo a Eve.
Camino del despacho de Donovan, me encuentro a Sandra. Tiene aspecto de haberse chocado con un tren de mercancías y, o mucho me equivoco, o sé perfectamente el nombre y apellido de ese tren.
—¿Todo bien, Sandra? —pregunto al llegar hasta ella.
Da un largo suspiro.
—La mañana está siendo horrible. El acuerdo de inversiones con McCallister no ha salido bien y el señor Brent está de un humor de perros. El señor Fitzgerald, el señor Colton y él han discutido esta mañana.
¿Han discutido? Esto no tiene buena pinta.
—¿Por qué no te vas a tomar un café? —le propongo. Parece exhausta—. Yo me ocuparé de lo que el señor Brent necesite.
—¡Sandra! —brama el rey de Roma desde su despacho.
Ella vuelve a suspirar, pero yo le guiño un ojo y la empujo en dirección al vestíbulo. De verdad necesita un descanso.
—¡Sandra! ¡Mueve tu maldito culo hasta aquí!
Sí, definitivamente está de un buenísimo humor.
Ahora la que suspira soy yo. Me armo de paciencia, voy hasta su despacho y abro la puerta. Un imperceptible gesto en su rostro me hace pensar que se alegra de verme, pero en seguida desaparece bajo su malhumorada expresión.
—¿Y Sandra? —pregunta apremiante.
—Le he dicho que se fuera a tomar un café.
—¿Y quién eres tú para decirle a mi secretaria que se marche a por un café? —inquiere ahora molesto además de exigente.
—La que la va a sustituir ese rato.
Espero algún comentario por su parte, pero simplemente vuelve a prestar toda su atención a la pantalla de su Mac. Se nota a kilómetros que tiene un enfado monumental.
—Ya me ha dicho Sandra que las cosas con McCallister no han ido bien —comento.
Quizá le venga bien hablar de ello.
—Me encanta que tengáis tiempo para contaros secretitos en horas de trabajo —gruñe sin ni siquiera levantar la vista del ordenador.
—¿Qué ha pasado? —continúo esforzándome en ignorar todo su sarcasmo.
—¿Qué quieres que te diga, Pecosa? —replica sin mirarme todavía—. A veces las cosas no salen como nos gustaría. Ponte a trabajar. —Juraría que las tres últimas palabras las ha ladrado.
Soy consciente de que debería estar enfadada o por lo menos molesta por cómo me ha hablado, pero tengo la sensación de que, en cierta manera, me necesita.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto.
—Revisa todo lo de McCallister otra vez, punto por punto. Rehaz cada puta cuenta de Dillon Colby y comprueba que el asunto Foster esté bien cerrado. No pienso permitir un solo fallo más.
Asiento y me voy a mi singular escritorio. Mientras espero a que mi MacBook se encienda, me pregunto qué habrá salido mal con Brenan McCallister, parecía prácticamente hecho.
Necesito unos documentos que no tienen copia digital y salgo en busca de ellos al archivo. Donovan está de un humor de perros y los gritos que se ha llevado quien quiera que lo haya llamado por teléfono hace unos minutos dan buena prueba de ello. Si me dijeran que le hizo llorar, lo creería sin reservas.
Decido tomarme un minuto y pasar a ver a Lola.
—Hola, chicas —saludo entrando en la oficina al otro lado del pasillo.
—Katie, te veo muy bien —me devuelve el saludo una perspicaz Lola.
—Cállate —la reprendo divertida.
—Donovan está hoy de muy buen humor, ¿no? —me pregunta Mackenzie socarrona.
—La verdad es que estoy algo preocupada —les confieso sentándome en la mesa de Lola—. Sandra me ha dicho que Jackson, Colin y Donovan se han peleado esta mañana.
—No le des ninguna importancia —replica Mackenzie con total seguridad—. ¿Alguna vez has visto jugar al rugby? ¿A hostias durante el partido y después yéndose a tomar cerveza todos juntos con barro hasta las orejas?
Asiento.
—Pues estos tres son exactamente igual. Se gritan, se llaman de todo, se pegan…
Abro los ojos como platos ante las últimas palabras de Mackenzie mientras ella y Lola asienten con una sonrisa.
—Sí —añade Lola mordiendo su bolígrafo—, hay quien diría que hay demasiados gallos en ese gallinero.
Ahora somos las tres las que sonreímos y asentimos. Tiene razón. Son tres machos alfa perfectamente compenetrados. El National Geographic sacaría un buen documental de ellos.
—El caso es que, antes de que acabe el día —continúa Mackenzie—, estarán emborrachándose con la misma botella de Glenlivet.
—Y si no hay Glenlivet, entonces se pelearán con el camarero. Eso también une mucho —añade Lola y las tres nos echamos a reír otra vez.
—¡Pecosa! —Es la voz de Donovan bramando desde la recepción de Colton, Fitzgerald y Brent—. ¿Dónde está Pecosa?
Pongo los ojos en blanco y me bajo de un salto de la mesa de Lola.
—Rápido, guiña dos veces los ojos si te tiene secuestrada —me ofrece mi amiga socarrona.
No puedo evitar sonreír.
—¿Comemos juntas? —propongo volviéndome sobre mis talones una vez más.
—Claro —me responden las dos casi al unísono.
—Llamaré a Harper —añade Lola.
—¿Puedes explicarme qué coño haces aquí?
La voz de Donovan resuena intimidante a mi espalda, con ese tono tan suave pero a la vez tan amenazador. Me giro despacio y por un momento me pierdo en su postura, con las manos en la cintura haciendo que la chaqueta se abra y su camisa se tense ligeramente. Pura dominación y exigencia. No podría ser más atractivo.
—Sólo me he escapado un momento para quedar para comer con las chicas —me explico.
—Relájese un poco, señor Brent.
Donovan asesina a Lola con la mirada.
—Porque no te callas y vas al baño a ponerte de hormonas hasta las cejas.
Ambos se dedican sendas fingidas sonrisas y él vuelve a clavar su mirada en mí. Si no fuera absolutamente imposible, diría que por su cabeza está pasando la idea de cargarme sobre su hombro y sacarme de aquí a rastras.
—¿Katie no debería estar de baja? —apunta perspicaz Mackenzie desde su mesa—. Por la neumonía y eso.
—¿Y tú no deberías estar tratando de tirarte a Michael Seseña para parecerle una secretaria mínimamente competente? —responde Donovan sarcástico, molesto y arisco.
Una gran combinación.
—Eres odioso —responde Mackenzie.
—Mira qué amiguitas sois. Si hasta os ponéis de acuerdo para idear los insultos —comenta sin suavizar un ápice su tono, dejando de mirarla a ella y centrando su vista en mí. Está más que furioso—. Muévete —me ordena y se marcha destilando rabia.
Me pregunto si aún estoy a tiempo de guiñar dos veces los ojos.
Les sonrío a las chicas, que lo asesinan con la mirada hasta que desaparece en la oficina de enfrente, y me marcho tras él.
—Tráeme todos los archivos de inversiones que Dillon Colby ha llevado para nosotros y no te entretengas.
Hace especial énfasis en las últimas palabras y, en realidad, sobraban. Sólo me he escabullido dos minutos.
Con la ayuda de Sandra, localizo las diecisiete carpetas relacionadas con Dillon Colby y las diecisiete tarjetas de memoria correspondientes.
De regreso, a unos pasos del despacho, me sorprende ver la puerta abierta.
—Vete a la mierda, Colin. —Donovan suena aún más furioso que cuando me marché hace unos minutos.
—Sabes perfectamente que McCallister tiene razón —le reprende su socio.
Me detengo junto a la puerta. No quiero interrumpirlos.
—¿Qué? —gruñe Donovan—. Dillon Colby ha metido la pata hasta el fondo y no entiendo cómo no lo hemos puesto ya en la calle. Jackson y tú os estáis ablandando, joder.
Oigo un sonido sordo contra la madera. Alguno de ellos ha tirado algo sobre el escritorio.
—Precisamente tú no hables de ablandarse —le espeta Jackson.
—¿De qué coño estás hablando? —replica Donovan.
—¿De qué crees tú que estoy hablando?
—Por Dios —se queja exasperado—, podemos hablar de cosas realmente importantes. El imbécil de Colby nos ha hecho perder dos millones de dólares y me las va a pagar. ¡Pecosa! —me llama.
Espero unos segundos para que no sea muy obvio que estaba tras la puerta y entro.
—Buenos días —saludo a los chicos.
—Buenos días —responden ambos.
—¿Qué tal estás? —pregunta Colin—. ¿Ya te has recuperado del todo?
—Sí, estoy perfectamente —me apresuro a responder.
—¿Seguro? —inquiere Jackson—. Si necesitas estar más días descansando, no hay ningún problema.
—¿A qué viene eso? —se queja Donovan aún más malhumorado, lo que provoca que Jackson y Colin se giren hacia él—. ¿No la has oído? Está perfectamente. Además, trabaja para mí, no para ti.
—Qué curioso —responde Jackson perspicaz—, yo creía que trabajaba para Dillon Colby.
—Cuando esté lista —gruñe Donovan—, y ahora os podéis largar de mi despacho. Os comportáis como si la puta mañana hubiera ido de cine.
Los chicos me sonríen como despedida y se encaminan hacia la puerta.
—Me alegro de que estés aquí —me dice Colin al pasar junto a mí—. Alguien tiene que controlar al ogro.
Donovan le dedica una sonrisa fingida y yo tengo que hacer auténticos malabarismos para contener la mía, sobre todo cuando Donovan clava sus ojos verdeazulados en mí con sus labios convertidos en una fina línea. Mejor no provocarlo.
Dejo las carpetas sobre su mesa y me siento en el sofá. Deslizo los dedos por el ratón táctil y centro toda mi atención en la pantalla. Sin embargo, puedo notar cómo los ojos de Donovan siguen posados sobre mí. No ha tocado las carpetas. Desde que los chicos se marcharon, su mirada no se ha movido. ¿Qué estará pensando?
La mañana termina tan desastrosamente mal como empezó. Cada carpeta que Donovan revisa de Dillon Colby le sirve para incrementar su enfado un grado más. Me asombra el autocontrol que está mostrando porque claramente lo que quiere es presentarse en el edificio Pisano y darle la paliza de su vida. Por si fuera poco, y siempre por una de esas dichosas carpetas, vuelve a discutir con Colin.
La última vez que Donovan regresa del despacho de su amigo, se sirve malhumorado un vaso de whisky y se deja caer en su sillón de ejecutivo. Decido mandarle un mensaje a Lola diciéndole que no podré ir a comer. Está claro que él no lo hará y, por algún motivo, algo dentro de mí no para de repetirme que me necesita aquí con él, aunque ni siquiera me dirija la palabra.
Termino de revisar los últimos documentos y, mientras espero a que las tarjetas de memoria se carguen en el ordenador, me levanto y comienzo a despejar la mesa de Donovan. Sé que odia verla desordenada y hoy supongo que más que ningún otro día.
Él me observa pasearme alrededor de su escritorio de cristal templado recogiendo carpetas y papeles.
—Creí que ibas a comer con las chicas —comenta.
—Sí, pero he pensado que mejor me quedo —respondo restándole importancia.
Espero que él no se la dé.
No dice nada. Deja el vaso sobre la mesa sin dejar de observarme y su mirada sólo necesita un segundo para acelerar mi respiración. Cojo unas cuantas carpetas decidida a llevarlas a la estantería y poner algo de distancia entre nosotros, cuando Donovan me coge de la mano y de un solo movimiento fluido me sienta en su regazo.
Uno de sus brazos rodea mi cintura y me estrecha con fuerza, consiguiendo que mi espalda se acople a la perfección a su torso. Siento su aliento en mi pelo y mi estómago se llena al instante de mariposas.
—Gracias —susurra en mi oído.
Suspiro bajito y asiento. Viniendo de cualquier otra persona no tendría la más mínima importancia, pero, siendo Donovan, siendo justo hoy y siendo justo así, todo tiene un valor incalculable.
Deja que su aliento impregne una vez más mi pelo y me levanta. De espaldas a él, me muerdo el labio inferior para contener otro suspiro. Creo que ahora mismo lo único que me mantiene en pie es el deseo y la adrenalina fluyendo por mis venas.
—Será mejor que siga con las carpetas —susurro al borde del tartamudeo sin girarme para mirarlo.
La tarde avanza y seguimos en el más absoluto silencio. Algunas cosas parecen solucionarse y el humor de Donovan mejora. Ha conseguido fijar una nueva reunión con McCallister y ha dejado bien claro que se encargará personalmente.
A eso de las siete se levanta decidido y se pone la chaqueta.
—Pecosa —me llama; está de buen humor—, levántate. Te llevo a cenar.
¿Qué? Me ha pillado por sorpresa.
—No me mires así —se queja con su media sonrisa—. Sé comportarme cuando quiero.
Sonrío y rápidamente despejo mi pequeño escritorio. Cojo mi bolso y el abrigo y salimos de la oficina.
—¿Adónde vas a llevarme? —pregunto camino del ascensor.
—Adónde voy a llevarte a cenar… —responde pensativo y a estas alturas lo conozco lo suficiente como para saber que se avecina uno de sus mordaces comentarios—… a un restaurante —continúa fingidamente sorprendido por su propia respuesta.
—Eres idiota —protesto divertida.
Ambos sonreímos. Es cierto que sabe comportarse cuando quiere.
Salimos del ascensor, atravesamos el vestíbulo del edificio y, para mi sorpresa, el coche no nos espera fuera. Donovan mira impaciente el reloj y mantiene la puerta abierta para que salga. Espero que este detalle no vuelva a ponerlo de mal humor.
Afortunadamente, el coche llega en cuestión de segundos. Le hace un gesto al chófer para que no se baje y ambos damos unos pasos en dirección al jaguar, pero de repente Donovan se queda paralizado con la vista fija en algún punto en la acera de enfrente. No mueve un solo músculo. La expresión de su cara se endurece, su mandíbula se tensa y su mirada… su mirada es lo peor de todo. Nunca lo había visto así.
—Donovan, ¿estás bien?
Por inercia llevo mi vista hacia donde él mira, pero no veo nada fuera de lo común, sólo personas caminando.
Él sigue en silencio. Comienzo a ponerme muy nerviosa. ¿Qué demonios ha visto?
—Donovan —vuelvo a llamarlo—. Donovan.
Le toco en el hombro para reclamar su atención y él se mueve brusco y nervioso, apartándose de mi mano, como si le sacaran de un sueño, y al fin me mira. Sus ojos están llenos de una rabia indecible, tristeza y juraría que miedo.
—¿Estás bien?
—Vete a casa —susurra.
—¿Por qué? —inquiero con el ceño fruncido—. Donovan, ¿qué pasa?
—Vete a casa —repite.
Está muy inquieto. Se aleja unos pasos del coche a la vez que se pasa las dos manos por el pelo.
—Donovan, no voy a dejarte solo y así.
—Vete.
Está exasperado, furioso, casi desesperado.
—Donovan…
—¡Katie, sube al puto coche y vete a casa, joder! —me interrumpe alzando la voz.