LO PRIMERO QUE LE VOLVIÓ A LA VIDA fueron los oídos, que oyeron el ruido quedo del agua removida en un cuenco.

—Han esperado demasiado —dijo una voz en la oscuridad—. Ellas tienen la culpa.

Le daba miedo abrir los ojos, por si empezaban a dolerle otra vez, pero entonces algo fresco y suave le tocó la cara. Fue una bendición, una delicia que sus mejillas agradecieron en el alma.

—Creo que está volviendo. Gaia, ¿puedes oírme? —preguntó Leon.

—¿Peter? —preguntó a su vez Gaia. «¿Lo habrán soltado?».

La frescura se desvaneció.

Entonces intervino una voz de mujer y el frescor se reanudó, ligero y delicado:

—Peter también está aquí —dijo Dinah—. A él lo han soltado antes, como tú querías.

Gaia intentó mover la cabeza, pero un dolor agudo le recorrió el cuello. Jadeó y se quedó muy quieta.

—El esposo de la Matrarca pregunta si puede entrar —dijo una voz de hombre.

—Dile que no —soltó Leon.

—Es urgente.

—Que se espere.

Al sentir que el aire fresco la rodeaba, Gaia abrió los pesados párpados por primera vez. Estaba en una pequeña sala de estar. Cuando se fijó en las estanterías con libros y la lámpara color de rosa, reconoció la casa de Dinah.

—Hemos tenido muchos problemas para abrirnos paso entre la gente; solo lo hago notar. Si pudiéramos llevarla a la Casa Grande…

—¡Fuera de aquí! —espetó Leon—, ¡ya!

Gaia trató de mover el dedo índice y descubrió que era capaz.

¿Ha dado a luz la Matrarca?, preguntó, pero no había pronunciado ni una palabra.

—Ten, Mam’selle Gaia, toma esto —dijo Dinah.

Gaia ciñó los labios como pudo contra el borde de un vaso y un sorbo de agua pura humedeció su lengua. Intentó levantar la mano para sujetarlo.

—Tranquila, yo lo sostengo —dijo Dinah.

La había incorporado un poco para que bebiera, y el líquido bajó también por su garganta, suavizándola. Gaia dejó escapar un gemido de placer y de ansia.

—Más —pidió con voz ronca. Quería ver a Leon, pero no podía sin volver la cabeza. Había un bulto con forma de persona en la cama situada enfrente de la suya; sin embargo, por el pelo castaño claro debía de ser Peter, un Peter de rostro carmesí. Además estaba como encogido, como si un gigante se lo hubiera dejado caer y lo hubiera pisado a continuación.

—Gigante —farfulló Gaia. En realidad, era gracioso.

—¿Me entiendes? —preguntó Dinah mientras le daba toquecitos en la cara con un paño húmedo.

Gaia dirigió la mirada hacia el rostro de la suelta y se humedeció lentamente los labios.

—Sí —murmuró después de concentrarse.

—Te han dejado en el cepo diez horas —explicó Dinah—, casi todo el tiempo de la condena de Peter. ¿Te acuerdas?

Se acordaba. De la mayoría. Recordaba la araña y la voz de Leon casi siempre cerca. Recordaba el dolor increíble de la liberación.

—¿Y Leon? —preguntó.

—Aquí está —contestó Dinah.

Gaia tuvo que esperar hasta que él entró en su campo de visión. Nunca lo había visto tan serio, con sus oscuras cejas bajas y sus intensos ojos azules observándola atentamente. Dinah le dejó su asiento. Gaia sintió otra vez que se le cerraba la garganta.

—¿Hemos ganado? —preguntó.

Leon la tomó con ternura de la mano y se inclinó para apoyar en ella su mejilla.

—Hemos ganado —contestó—. Tú has ganado. Al final nos acompañaban unas ochocientas personas y seguían llegando. La Matrarca no tuvo más remedio que soltarte. Si llega a esperar dos horas más, hubiéramos tenido de nuestra parte a la mayoría y ella no lo ignoraba.

—¿Ochocientas?

¿Cómo no lo había notado? ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Del exterior llegó un golpeteo seguido por vítores y risas.

—La mayoría está ahí fuera —dijo Leon—, nos han seguido hasta aquí y esperan para ver si te encuentras bien.

—Estoy bien —dijo Gaia.

Leon sonrió, pero a él también se le crispaba el rostro de dolor.

—No, no lo estás —replicó—, tus manitas…

Cuando Leon giró la que sostenía, Gaia vio un cardenal amarillento a lo largo de la palma, justo sobre la muñeca. El peso de los brazos y del cuerpo desmadejado había colgado de allí y del cuello. Por eso debía de resultarle tan doloroso girar la cabeza, aunque no se hubiese roto nada.

—Hay que acabar con esto —dijo Gaia—, tengo que hablar con la Matrarca. Debemos reunir a todos para una primera votación.

—Más adelante —contestó Leon—. Lo primero es que te recuperes, has estado a punto de morirte.

—¿Y Maya?

—Muy bien. Josephine está en el dormitorio con ella y con Junie.

Gaia miró con más atención a Peter y vio que seguía inconsciente.

—¿Ha dado a luz la Matrarca? —preguntó a Leon.

—Aún no.

Eso era preocupante. Trató de moverse, pero sus músculos estaban demasiado débiles y solo consiguió estirar sus dedos sobre los de él.

—¿Hay una camilla o algo así? —preguntó—. ¿Para llevarme a la Casa Grande?

—Te he dicho que no vas a moverte de aquí —repuso Leon.

—Es lo último que te pido, de verdad. Antes me has ayudado.

Él le tocó el pelo de la frente y se lo retiró con suavidad, los ojos increíblemente tristes.

—Sí, te he ayudado y deberían pegarme un tiro por haberlo hecho.

—No digas eso.

Él retiró la cara cuando Gaia más necesitaba verla. Levantó despacio la mano libre para acariciarle el cabello con sus rígidos dedos.

—Leon, ¿qué pasa?

—He tenido que estar sentado junto a ti todo el rato y no he hecho nada.

Gaia no había pensado en lo que eso significaría para Leon. Trató de apartarle el cabello y cuando él se volvió para mirarla, vio la agonía impresa en todos sus rasgos.

—Pero así podremos librarnos de las leyes estúpidas —dijo Gaia, conocedora de lo mucho que Leon detestaba la injusticia—. Todo será distinto, más justo para las sueltas y para los hombres.

—Eso es lo peor, que en parte lo hicieras por mí.

—Pues claro que lo hice por ti —dijo ella, sorprendida—. Lo único que desearía es haberme dado cuenta de que debía hacerlo antes de besar a Peter y te pido perdón por eso.

—No, por favor. No soporto que me pidas perdón.

Leon le acarició de nuevo el pelo, como si no pudiese resistirse a tocarla.

—No me extraña —contestó Gaia sonriendo—, me estoy disculpando todo el rato y para lo que sirve…

—No seas mala, Gaia. Sabes que no he querido decir eso.

Gaia solo buscaba una sonrisa de respuesta en los ojos de Leon y por fin la vio, cálida y triste, y toda para ella. Desde luego cuando Leon sonreía era irresistible e increíblemente guapo.

—Necesito que hagas algo por mí —dijo Gaia.

La sonrisa de él se desvaneció.

—Ni hablar.

Gaia se rio y se ilusionó un poco al ver que reírse no le dolía demasiado.

—¿Cómo lo sabes? Llévame con la Matrarca. Necesito verla, en serio. Puedes pedir a esas ochocientas personas que lleven mi camilla.

—¿Cómo crees que te hemos traído hasta aquí?

El atrio estaba iluminado por una docena de lámparas. Las damas se apartaron para hacer sitio a la camilla de Gaia y los hombres que la trasportaban. Era la primera vez que Gaia veía hombres en el atrio, donde parecían demasiado grandes y abarrotaban el espacio con sus cuerpos altos y fuertes.

Se incorporó con precaución. La blusa y los pantalones limpios que le había prestado Dinah le quedaban grandes. Había bebido una infusión de corteza de sauce y había comido un poco, lo suficiente para tener la cabeza despejada aunque siguiera sintiéndose increíblemente débil y dolorida.

Mam’selle Taja se asomó a la barandilla del piso superior para mirarla.

—Por fin has venido —dijo—. Sube, corre.

Gaia echó un vistazo a la escalera y extendió una mano hacia Leon.

—¿Me llevas?

Leon se colgó el maletín del hombro y levantó a Gaia en brazos. Ella se agarró a su camisa y, mientras él la subía por la escalera, se concentró en no moverse, porque hasta las pequeñas sacudidas de las pisadas de Leon atravesaban su baqueteado cuerpo, provocándole nuevas sensaciones dolorosas. Cuando entraron en la habitación de la Matrarca ya estaba sudando.

Una sola mirada a la mujer le dijo que algo iba mal. Dominic, Taja y Chardo Will levantaron la vista, expectantes.

Leon la dejó con suavidad en una silla cercana a la cama y Gaia se inclinó hacia delante para apoyar el codo en el colchón y la barbilla en la mano, a fin de descansar el cuello.

—Olivia, querida —dijo Dominic a su esposa—, ha venido Mam’selle Gaia.

Pese a su evidente agotamiento, la Matrarca contestó con voz lenta, sonora y clara:

—Creí que no ibas a venir.

—Deberías haberla sacado del cepo hace horas —reprochó Leon.

—Calla, Leon —dijo Gaia.

—¿Es Vlatir? —preguntó la Matrarca.

—Sí —respondió Dominic—, haré que se vaya.

—No importa —dijo la Matrarca—, puede quedarse.

Gaia observó a Leon, que se encogió de hombros, se apoyó en la pared y soltó:

—Gaia por poco se muere, si pudieras verla te darías cuenta.

—Pues ya somos dos —repuso la Matrarca.

Dominic se volvió hacia su esposa y los demás guardaron silencio un momento.

Luego Gaia le hizo señas a Leon para que le acercara un cuenco con agua y se enderezó para lavarse las manos. La Matrarca estaba tumbada sobre el lado derecho, los ojos ciegos clavados en la ventana negra, el enorme vientre extendido ante su cuerpo. Dominic le sostenía la mano derecha. Taja había retrocedido hasta un rincón próximo a la puerta.

Will estaba sentado a los pies de la cama con las mangas recogidas, junto a un cubo lleno de toallas manchadas de sangre.

—¿Cuándo has venido? —le preguntó Gaia.

—En cuanto abrieron los cepos, pero no he servido de mucho, me temo.

Mientras se secaba las manos, Gaia dedicó a la Matrarca una mirada larga y escrutadora.

—Al sacarnos de los cepos has aceptado el voto de los hombres y de las sueltas, te das cuenta, ¿no?

—Claro que me doy cuenta. Será el fin de Sailum.

—Olivia, ahora solo debes pensar en ti y en el bebé —dijo Dominic—, deja ese tema.

La Matrarca arrugó la cara al sufrir una contracción. Con inquietud creciente, Gaia vio que carecía de la intensidad y la duración necesarias para ser productiva.

—¿Cuánto lleva de parto? —preguntó.

—Diez horas —contestó Dominic—, los cuatro anteriores salieron en la mitad de tiempo.

—¿La ha examinado alguien?

—Yo lo he intentado —respondió Will—, parece que no está bien, pero no tengo ni idea de qué hacer. De vez en cuando ha sangrado un poco.

A Gaia todo le sonaba fatal.

—¿Has sentido que el bebé se moviera? —le preguntó a la Matrarca.

—A veces. No tanto como antes.

—No nos habías dicho eso —reprochó Dominic con voz ansiosa.

—Para examinarla voy a tener que sentarme en el borde de la cama —dijo Gaia—, pero no me sostengo bien.

Will se apartó y Leon se encargó de ayudarla.

—Levántale el camisón —indicó Gaia a Dominic.

Este lo hizo y Gaia se asustó aún más al descubrir un dibujo de venas negras en el vientre de la madre.

—Milady Olivia —le dijo, y le apoyó con suavidad la muñeca en el brazo—, cuéntame todo lo que puedas. ¿Qué sientes?

—Siento que tengo un tapón. Empujo y empujo, pero el bebé está atascado.

Gaia le apoyó las manos en el vientre, que palpitaba despacio, y después puso el oído sobre la piel para buscar el corazón del bebé, un sonido que siempre le hacía pensar en alas de mariposa. Estaba allí, al menos el sonido estaba allí, diciéndole a su madre que se diera prisa. Gaia se irguió para palpar el vientre hasta que encontró las rodillas y la espalda del feto. Estaba bien colocado, eso también era buena señal.

—Ahora voy a examinarte por dentro —avisó.

Y lo hizo con delicadeza, ignorando el dolor de sus propios brazos. Palpó el cuello del útero, que sólo había dilatado unos cuatro centímetros, y donde debería haber estado el bulto duro de la cabeza del bebé encontró un tejido tirante y elástico. Mientras sus dedos seguían palpando, su mente reconstruyó la imagen de lo que tocaba. El tapón de la madre era literal: la placenta del bebé cubría la abertura del útero como una masa viviente de harina púrpura. Aunque se había desgarrado un poco, no había forma de que el bebé la atravesara; y si se desgarraba mucho más, el feto moriría enseguida.

Gaia se apartó y se dejó caer hacia atrás sin fuerzas. Buscó el cuenco y Leon se lo sujetó mientras ella metía las manos en el agua, donde se arremolinó la sangre.

—¿Lo has visto? —preguntó la Matrarca.

—Sí —contestó Gaia con el ánimo por los suelos. Había que elegir y había que hacerlo rápido. Quizá ya fuese demasiado tarde.

—¿Taja? —llamó la Matrarca.

—Estoy aquí, mamá.

—Trae a los demás. Quiero despedirme de mis hijos.

Taja miró a Gaia, anonadada, y a continuación se fue a toda prisa. Cuando la puerta se cerró tras ella, Dominic pareció salir de un profundo sueño.

—¿De qué estás hablando? —le dijo a su esposa, y volviéndose hacia Gaia añadió—: ¿Qué pasa?

—Lo siento —dijo Gaia lo más amablemente que pudo—. La placenta del bebé ha taponado el cuello del útero.

—¿Y eso qué significa?

—La placenta es una membrana que rodea al feto y que lo alimenta durante el embarazo. Esa membrana ha crecido a través de la abertura de la matriz y no deja salir al bebé.

—Pues córtala y quítala —dijo Dominic.

—¿Meter ahí la hoja de un cuchillo? Aunque me diera mucha prisa, el bebé moriría —contestó Gaia, imaginándose la espantosa hemorragia.

Dominic se rio con amargura.

—Pues no podemos dejárselo ahí dentro para siempre —dijo buscando la cara de Gaia y volviendo a mirar inquieto a su mujer—. Deja que muera el bebé, salva a mi esposa.

Gaia no sabía qué decirle. No podía sacar la placenta y el bebé sin provocar una hemorragia enorme y conocía muy bien los resultados de la excesiva pérdida de sangre. Eso había matado a su propia madre. El miedo se instaló en su interior, duro y frío como el hielo.

—No puedo —dijo.

—¿Insinúas que no vas a hacer nada? —inquirió Dominic—. Tenemos siete hijos más que necesitan a su madre.

—Dominic —terció la Matrarca.

—No, calla, no pienso seguir sin ti, Olivia. Perderemos este. Sé lo que opinas al respecto, pero tendremos otros. Todo irá bien.

Gaia miró a Leon para ver si él entendía lo que ella estaba intentando decirles. Después sacó de su maletín un bolsito con tinturas y hierbas.

—No es que Gaia no quiera hacerlo —aclaró Leon—, es que no es posible. No puede salvar a tu esposa sacrificando al bebé.

Dominic miró a Gaia con el ceño fruncido, tratando sin duda de asimilar la información.

—¿Es que no puedes salvar a ninguno de los dos?

—No es eso. Quizá pueda salvar al bebé —contestó ella.

—No —rehusó de plano Dominic—. ¿Lo has oído, Olivia? Yo digo que no.

—Dom —reprochó la Matrarca con voz queda.

—¡No! —repitió él levantándose—. ¡Fuera de aquí! No quiero ni verte —le dijo a Gaia.

Esta sintió las manos de Leon en los hombros.

—No, Dom, yo quiero que se quede. Espera, por favor —rogó la Matrarca y extendió la mano para buscar la de su esposo. Dominic volvió a sentarse a su lado con expresión hosca y ojos enfurecidos.

—No me lo hagas más difícil —le dijo la Matrarca con dulzura.

El silencio que siguió a sus palabras fue espantoso. Por fin alguien llamó a la puerta.

—Tápame. No quiero que los niños vean la sangre —dijo la Matrarca—. Danos un minuto a solas, Gaia, pero vuelve después, por favor, prométemelo.

—Lo prometo. Ahora toma esto, abre la boca —Gaia se inclinó con una tintura de hamamelis y pan y quesillo, y echó unas gotas bajo la lengua de la mujer.

—¿Para qué es eso? —preguntó Dominic.

—Para la hemorragia —dijo Gaia.

La puerta se abrió y Taja, con sus ojos inmensos, miró dentro.

—¿Mamá? Ya estamos todos.

—Un segundo —contestó la Matrarca.

Gaia le colocó una toalla limpia entre las piernas mientras Will escondía las manchadas. Dominic guardó una inmovilidad afligida mientras Leon echaba una colcha blanca sobre la cama.

—Nos vamos —dijo Gaia—. ¿Leon? —añadió buscando su brazo, pero él volvió a cargar con ella y se la llevó de la habitación para dejar sitio a los niños. Jerry, el del cumpleaños, entró chupándose el pulgar; el menor, de unos dos años, acarreando su osito. Will cerró la puerta en cuanto entraron.

Ellos tres se alejaron por la galería hasta un banco, donde Leon dejó suavemente a Gaia. En el balcón de enfrente, dos damas esperaban por si podían ayudar, pero Gaia les indicó con un gesto que se marcharan.

—¿Te encuentras bien, Mam’selle Gaia? —preguntó Will.

Gaia vio su mirada de preocupación y asintió con la cabeza.

—Voy a necesitar tu ayuda —le dijo.

—No hay manera de salvar a la Matrarca, ¿verdad?

—Haré lo que pueda, por supuesto, pero nunca he cosido a nadie después de un parto con hoja, y en cualquier caso ella perderá un montón de sangre. Una vez que empecemos, habrá que darse mucha prisa.

Se sentía mal solo de pensarlo. Aunque pudiera sacar al bebé y coser a la madre, no disponía de nada para prevenir la infección ni había tenido tiempo de estudiar los amapolirios que, según Peter, la antigua doctora usaba para el dolor.

—Creo que habrá que atarla a la cama —añadió llevándose una mano a la frente—. Como calmante no tengo más que agripalma y le hará poco efecto.

—Will, ¿puedes traerle un té a Gaia? —pidió Leon.

Will se quedó mirándola un instante y después asintió y se dirigió a las escaleras. En cuanto se perdió de vista, Leon se sentó e hizo que Gaia se apoyara en él. Gaia era incapaz de relajarse, pero descansó la mejilla en el hombro de Leon.

—Me parece increíble que no estés furiosa con la Matrarca —dijo él por lo bajo.

—¿Por qué?

—Te ha dejado horas en el cepo. Yo no podré perdonarla mientras viva. Además, la estás ayudando como si no hubiera pasado nada.

Gaia volvió la mano para ver el cardenal de la palma, pero ya estaba pensando en la mejor forma de abrir a la madre.

—Es una mujer embarazada y me necesita —contestó—. Es mi trabajo.

—¿Recuerdas cómo te castigó por provocar un aborto? —preguntó Leon—. Como habrás visto, su marido no tiene escrúpulos a la hora de sacrificar a un bebé totalmente desarrollado cuando la madre es ella.

Gaia no había caído en la ironía del asunto.

—Está desesperado. Todo es horrible, todo.

—Y la Matrarca es lo más terco que he visto en mi vida —siguió Leon.

La sugerencia de Dominic la intranquilizaba. Gaia recordó la conversación que había mantenido con una de las doctoras de la celda Q, cuando Myrna defendía que ese tipo de placenta podía extraerse por la vagina con unas pinzas de gancho, sacrificando al bebé y salvando a la madre. Gaia no disponía del instrumento ni de los conocimientos necesarios, pero tenía sus dudas. Si la hubieran sacado antes del cepo, cuando la Matrarca estaba con fuerzas, antes de que perdiera tanta sangre, ¿podría haber quitado la placenta con la mano? ¿Podría haber salvado a la madre? Había demasiados «si», pero casi parecía que la Matrarca hubiese elegido el suicidio al dejarla tanto tiempo encepada.

—No solo es que sea terca —dijo Gaia—, es que le gusta este lugar tal como es. Tanto como para morir por él.

Leon la miró más de cerca.

—¿Cómo dices?

Gaia meneó la cabeza. No servía de nada hacer especulaciones. La Matrarca estaba tan débil que su cuerpo se apagaba y al hacerlo mataba también al bebé.

—Jugar con la vida y la muerte está mal.

—No vas a hacer eso —dijo Leon—, tú haz lo que puedas y ya está.

—Si no hago nada, morirán los dos.

—Entonces haz lo que te pida la Matrarca. Es ella quien debe decidir.

Cuando Taja salió con sus seis hermanos, todos parecían perplejos. Jerry le quitó el oso al pequeño y lo arrojó por la galería, con el consiguiente llanto del crío. Taja lo tomó en brazos y las damas se acercaron corriendo a ayudarlos.

—Mam’selle Gaia —llamó Dominic.

Gaia se levantó rígidamente y se colgó del brazo de Leon para volver, temerosa de lo que la esperaba en la habitación. Will se les unió con una fragante tetera que dejó sobre una mesa; también llevaba toallas limpias.

—Quiero que saques al bebé, Gaia, ahora que todavía se mueve —dijo la Matrarca.

Gaia se dejó caer al borde de la cama.

Dominic agitó la cabeza y hundió la cara en la almohada, al lado de su mujer.

—No, por favor —suplicó.

Gaia alzó las magulladas manos, pensando en la fuerza y la habilidad que iba a necesitar. De repente se le vino a la cabeza la muerte de su madre y supo que iba a pasar lo mismo. Echó un vistazo a su maletín, después a Will y por último a la Matrarca.

—¿Estás segura? —preguntó.

—Sí —contestó la mujer.

—Vas a morir —advirtió Gaia—. Yo haré todo lo que pueda, pero carezco de la habilidad y los conocimientos necesarios. Creo que debes saberlo.

—Quiero salvar al bebé. Ahora es lo único que me importa —afirmó la Matrarca y apretó la mandíbula ante una nueva contracción. Gaia vio que eran más débiles y menos frecuentes, su cuerpo no tardaría mucho en rendirse por completo.

—Dominic, tienes que dejarme ir —le dijo la Matrarca.

—No quiero —protestó él, hablándole en voz baja y urgente—. Por favor, Olivia, no podré arreglármelas sin ti.

—Bésame —dijo ella.

Gaia apartó la mirada y escondió el rostro contra la camisa de Leon, que la abrazó con ternura. Ella escuchó su respiración y sintió su fuerza y, cuando poco después, llego el momento de sacar al bebé, Gaia lo hizo.