GAIA AFERRÓ LA EMPUÑADURA DEL CUCHILLO, sostuvo a su hermana contra su pecho con la otra mano y se adentró unos pasos en la negrura. Más allá de la hoguera el silencio envolvía los páramos; daba la impresión de que el viento se hubiera parado a escuchar; hasta las piedras parecían atentas. Entonces lo oyó otra vez: un crujido suave, como una pisada sobre guijarros. Allí había alguien, alguien o algo, espiándola.
Giró el cuchillo en la palma de la mano, lo asió con más fuerza y miró atentamente hacia el lugar en el que el círculo de luz lamía los riscos y los árboles atrofiados y retorcidos del desfiladero. Sin apartar la mirada, comprobó al tacto si el bebé seguía bien colocado en el arnés que le cruzaba el pecho; el bultito cálido y liviano que era su hermana abultaba poco más que una barra de pan. Dejó el biberón en un saliente rocoso apartado de la hoguera, esperando que su espía, fuera quien fuese, no tuviera la ocurrencia de llevárselo.
Cuando un nuevo crujido atrajo su mirada al borde de la luz, vio una cabeza, una enorme cabeza de animal, tan grande como la de una vaca pero más alargada; los ojos de esa cabeza la miraban de hito en hito. «¿Un caballo?», se preguntó con asombro al ver una bestia que creía extinta. Se fijó en el lomo por si llevaba jinete, pero no vio ninguno.
Al bajar el cuchillo sin darse cuenta, una mano grande y fuerte se cerró sobre su muñeca al tiempo que otra le rodeaba la garganta.
—Suéltalo.
La voz llegaba con suavidad por detrás de su oído derecho. Gaia rompió a sudar y pronto sintió mojados el cuello y los brazos, pero no soltó el cuchillo. Las manos del extraño no aumentaron ni disminuyeron la presión: a su propietario le bastaba con esperar para ser obedecido. Se le había acercado con tal sigilo que Gaia no había tenido la menor oportunidad de hacerle frente. Por debajo de la mandíbula, sentía latir su propio pulso contra la firme y perniciosa presión del pulgar del hombre.
—No me hagas daño —rogó, pero en cuanto lo dijo cayó en la cuenta de que si él hubiera querido matarla ya lo habría hecho. Por un momento pensó en darle una patada para intentar liberarse, pero quizá el bebé resultara herido. No podía correr ese riesgo.
—Suéltalo —repitió el hombre— y hablaremos.
No había otra: Gaia dejó caer el cuchillo.
—¿Llevas más armas?
Ella negó con la cabeza.
—No hagas movimientos bruscos —advirtió el hombre antes de soltarla.
Gaia se encorvó levemente pese a seguir llena de adrenalina. El hombre recogió el cuchillo del suelo y se adentró en la luz de la hoguera. Era barbado, ancho de hombros y su ropa había adquirido el mismo color apagado y polvoriento del páramo.
—Acércate a la luz —ordenó él al tiempo que extendía una mano—, quiero verte bien. ¿Dónde está el resto de tu grupo?
—Este es un grupo de dos —contestó Gaia acercándose. En cuanto se sintió menos amedrentada, la asaltaron las dudas sobre su capacidad para seguir adelante. El campamento revelaba cómo se había visto reducida a los últimos y patéticos restos de la supervivencia. El hombre agarró el biberón y sus ojos cayeron sobre el arnés que cruzaba el pecho de Gaia, más la protectora mano con que lo cubría. Se retiró el ala del sombrero con un golpe de pulgar, en un inequívoco gesto de sorpresa.
—¿Es un bebé?
Gaia apoyó la mano libre en el tronco de un árbol.
—¿No llevarás algún preparado para biberones, no?
—No acostumbro. ¿Y esto? —preguntó él agitando la botella y observando el líquido translúcido del interior.
—Caldo de conejo. Ya no lo quiere. La nena está muy débil.
—¡Una niña! Déjame verla.
Gaia dobló una esquina del arnés para que el hombre la mirara. Tras salir del Enclave, había repetido aquel gesto miles de veces a fin de comprobar que su hermana seguía viva. La luz de la hoguera titiló sobre la carita pálida, bañándola brevemente en color antes de sumirla de nuevo en blanco y negro. Una vena delicada se perfiló en la sien derecha de Maya y una aspiración elevó su pequeño tórax.
El hombre le puso el dedo índice sobre uno de los párpados, lo abrió un segundo y lo soltó. Luego profirió un fuerte silbido para llamar al caballo.
—Nos vamos, pues, milady —dijo, y la alzó con firmeza del suelo para subirla al caballo. Gaia se agarró al pomo de la silla a fin de guardar el equilibrio, levantó una pierna y montó. El hombre le alcanzó el biberón y la capa, guardó el resto de sus escasas pertenencias en la mochila y la colgó de su propio hombro.
—¿Adónde vamos? —preguntó Gaia.
—A Sailum, y deprisa. Quizá no sea demasiado tarde.
Gaia se removió en la silla a fin de interponer la tela del vestido entre aquella y sus piernas, enfriadas cada vez más por el aire nocturno. Cuando el jinete montó a su espalda, Gaia se inclinó hacia delante, movida por el deseo de evitar cualquier contacto. Él la rodeó con sus brazos para agarrar las riendas y arreó al caballo con un:
—¡Ea, Spider!
Al principio Gaia tuvo la impresión de ir avanzando a saltos pero, en cuanto relajó las caderas, el paso del animal se volvió más suave. Tras ellos, la luna gibosa se acercaba al horizonte occidental, emitiendo suficiente luz para arrojar sombras de la bestia y los humanos. Gaia miró a la derecha, hacia el sur, al lugar donde el Enclave y todo lo que un día fue suyo se habían escondido hacía mucho detrás del tenebroso horizonte.
Por primera vez en días cayó en la cuenta de que iba a sobrevivir, y aquel despertar de la esperanza fue casi doloroso. Sin embargo, al pensar en Leon, la envolvió una sensación de soledad tan real como los brazos desconocidos y protectores que la envolvían. Lo había perdido. No sabría jamás si estaba vivo o muerto y, en cierto modo, la incertidumbre compensaba la tristeza de saber, sin sombra de duda, que sus padres habían fallecido.
Su hermana podía ser la siguiente. Metió la mano en el arnés, atravesando estratos de tela para sostener la cálida cabeza en la palma de la mano. Se aseguró de que la capa no le cubriera la carita y le impidiera respirar, y después cerró los ojos y se dejó llevar por el ritmo del caballo.
—Maya se muere —admitió por fin.
Como el hombre no contestó de inmediato, Gaia pensó que no le importaba. Sin embargo, él se movió levemente a su espalda y acabó por decir con voz queda:
—Es posible. ¿Sufre?
«Ya no». El llanto de Maya había sido desgarrador antes. Esta era una forma más callada, más definitiva de romper el corazón.
—No.
Gaia se encorvó, apenas consciente de que trataba, con singular ternura, de protegerlas a las dos: tanto a su hermana como a ella misma. Por alguna razón que no lograba discernir, la amabilidad de aquel extraño no hacía sino aumentar su tristeza. Tenía las piernas heladas, pero el resto del cuerpo se le calentaba cada vez más. Mecida por la desesperación y el soporífero paso de la bestia, decidió entregarse al alivio que pudiera prestarle el olvido y se quedó dormida.
Le pareció que habían pasado años antes de ser consciente de un cambio en el entorno. Le dolía todo, pero seguía cabalgando, aunque con la espalda apoyada contra el hombre cuyos brazos la sostenían. El cuerpo de su hermana estaba caliente. Gaia tomó aire y abrió los ojos para buscar su carita. La piel era translúcida, de una palidez casi azulada, pero Maya seguía respirando. Cuando la luz del sol cayó sobre su hermana, Gaia levantó la vista y reparó en que cabalgaban por un bosque.
Diminutas motas de polvo flotaban en los rayos de sol que atravesaban el dosel arbóreo; el aire desplegaba una luminosidad húmeda y exuberante que llenaba los pulmones de calor y de fragancia.
—¿A qué huele? —preguntó.
—A bosque —respondió él—, y al marjal. Ya falta poco.
En Wharfton, entre aguacero y aguacero, el aire era tan seco como un hueso, pero aquí, cuando Gaia levantaba la mano, sentía un vestigio de elasticidad entre los dedos.
—Has hablado en sueños —dijo el hombre—. ¿Leon es tu esposo?
—No —contestó Gaia—, no estoy casada.
Bajó la vista para comprobar que conservaba el reloj de colgar que Leon le había devuelto, tiró de la cadena a fin de colocarlo sobre la pechera de su vestido y se desabrochó la capa. Cuando se irguió, el hombre apartó los brazos y sostuvo las riendas únicamente con la mano derecha. Gaia reparó en que sus manos estaban limpias y mostraban uñas fuertes.
—¿De dónde vienes? —preguntó él.
—Del sur, de Wharfton, al otro lado de los páramos.
—¿Entonces todavía existe? ¿Cuánto tiempo llevabas viajando?
Gaia rememoró su nebulosa estancia en las tierras baldías.
—El preparado de Maya duró diez jornadas; después de eso perdí la cuenta. Encontré un regato y cacé un conejo. Creo que eso fue hace dos días.
Junto al manantial de aquel regato había encontrado el cadáver de un hombre sin heridas visibles, un heraldo de la muerte por inanición. Sin embargo, habían conseguido llegar hasta allí.
—Ahora estás segura —dijo él—, casi.
Tras una última subida y una última vuelta del camino, la tierra cayó en picado a su derecha. Hacia el horizonte oriental se desplegaba una inmensa planicie azul verdosa que reflejaba trocitos de cielo entre lomas verdes.
Gaia tuvo que entrecerrar los ojos para verla con claridad, pero ni siquiera entonces pudo creer del todo en lo que veía.
—¿Es un lago?
—No, es el marjal. Marjal Nipigon.
—Es lo más bonito que he visto en mi vida.
Se hizo visera sobre los ojos con la mano y contempló el paisaje, maravillada. Había pasado gran parte de su infancia tratando de imaginarse el Inlago Superior lleno de agua, pero nunca hubiera supuesto que sería un segundo cielo, un cielo fragmentado que nacía por debajo del horizonte. Ocupaba la mayor parte del mundo visible, englobando serpentinos cursos fluviales, verdes altozanos e islas cuajadas de árboles que se perdían en la distancia. Incluso desde esa altura se respiraba el frescor del agua, entremezclado con el olor margoso y penetrante del cieno.
—¿Cómo es posible que haya tanta agua? —preguntó—. ¿Por qué no se ha evaporado?
—Sí se ha evaporado. Esto son solo los restos de un gran lago de la Edad Fría y el agua sigue bajando de nivel año tras año.
Gaia señaló una franja de tierra donde el viento formaba a cámara lenta una ola verde oscuro.
—¿Qué es aquello?
—¿Eso? El arrozal.
Mientras cruzaban la amplia curva a la izquierda que describía el sendero en lo alto del precipicio, Gaia vio que el paisaje se hundía aún más, conformando un amplio valle en forma de V en cuyo extremo abierto el bosque descendía para encontrarse con el agua. Era un mosaico de arboledas, campos de cultivo y huertos caseros amalgamado por caminos de tierra y punteado por tres depósitos de agua. Tras bajar en curva, el sendero desembocaba en una orilla arenosa donde una docena de grupos de hombres se afanaban en torno a canoas y esquifes.
—¡Havandish! —gritó el jinete—, ve a decirle a la Matrarca que traigo a una joven con un bebé desnutrido.
—Nos vemos en la Casa Grande —contestó un hombre, montando de un salto en un caballo y saliendo disparado. Todos los demás se volvieron a mirarlos.
—¿Quién es la Matrarca? —preguntó Gaia.
—Milady Olivia, nuestra líder, quien gobierna Sailum para nosotros —contestó el hombre, tras lo cual dirigió el caballo ribera arriba y entró en el pueblo. Por primera vez el animal tropezó y Gaia tuvo que agarrarse al pomo de la silla, pero el caballo recobró el equilibrio—. Ya casi estamos, Spider. Buen chico —animó su dueño.
Spider, empapado en sudor por el viaje y la sobrecarga de peso, echó una oreja hacia atrás y siguió avanzando. Al girar, el camino lindó con una gran cespedera oval bordeada de robles, rodeados a su vez por sólidas cabañas de madera. Gente vestida con sencillez dejaba sus labores para seguir el avance de los recién llegados.
Más adelante una franja de tierra agostada por el sol separaba el ejido de un gran edificio de troncos labrados a cuya derecha había una fila de bastidores rectangulares de madera que parecían restos de una valla. Confundida por lo abigarrado de la vista, Gaia miró fijamente la silueta agazapada del último bastidor hasta entender lo que estaba viendo: los armazones de madera eran cepos y la silueta, un reo desmayado o muerto al sol de mediodía.
—¿Por qué está ese hombre en el cepo? —preguntó.
—Intento de violación.
—¿Está bien la mujer? —indagó Gaia. «Pero ¿dónde me he metido?», pensó.
—Sí.
El hombre desmontó, acarició el cuello del animal y se volvió para mirarla. Era enjuto, fuerte, de facciones duras.
«No es viejo», pensó Gaia, sorprendida al verlo con claridad por primera vez. Solo le había echado un vistazo a la luz del fuego y sentía curiosidad por ver cómo era aquel jinete a quien debía la vida.
Él ladeó un poco la cabeza y la miró con atención; Gaia esperó la habitual pregunta sobre la cicatriz que desfiguraba el lado izquierdo de su rostro. Sin embargo, no hubo pregunta alguna. El joven se quitó el sombrero y se peinó con la mano un cabello oscurecido por el sudor. Sus ojos resueltos y perspicaces, de una inocencia invitadora, eran lo más destacado de sus facciones regulares. Tras la barba las comisuras de su boca giraban un poco hacia abajo, dándole al rostro un matiz de pesar.
Se caló de nuevo el sombrero.
—Espero que tu bebé sobreviva, mam’selle —dijo—, por tu propio bien.
Gaia se sobresaltó y abrazó instintivamente a su hermana. Antes de poder preguntarle qué quería decir, oyó un leve golpeteo tras ella. Se volvió. Una mujer de cabellos blancos y bastón rojo había atravesado la puerta mosquitera del edificio y estaba de pie en el profundo pórtico que recorría la totalidad de la fachada. Un vestido azul pálido envolvía su encinta silueta con majestuosa sencillez; un pequeño colgante de oro y cristal brillaba sobre su piel oscura.
«Seis meses», calculó Gaia. La Matrarca estaba embarazada de unos seis meses.
Detrás de ella salió al pórtico otra media docena de mujeres, y los vecinos empezaron a congregarse en el ejido.
La Matrarca alzó una delicada mano y dijo con tono de esperanza:
—Chardo Peter, ¿has traído a una joven y un bebé?
La sutil desconexión entre el gesto de la mujer y la dirección de su mirada, añadida al bastón, hizo suponer a Gaia que era ciega.
—Sí, milady. El bebé es una niña medio muerta de hambre.
—Tráemelas aquí. Supongo que la joven también estará débil. Tráela en brazos si es preciso.
Chardo dejó el sombrero en el pomo de la silla, alzó los brazos y desmontó a Gaia, que se recolocó el arnés para asegurar a su hermana. Cuando echó pie a tierra se le doblaron las rodillas, pero el jinete la sujetó a tiempo.
—Discúlpame, mam’selle —dijo, tras lo cual la levantó en brazos y la llevó al pórtico. Una vez en él, Gaia se apoyó en una de las columnas de madera y miró furtivamente en torno. Ignoraba la razón de su inquietud, pero presentía que algo iba mal.
—Por favor —rogó—, necesitamos un médico.
La Matrarca dio un golpecito en las botas de Gaia con la punta de su bastón, después lo apartó y extendió las manos.
—Quiero ver al bebé —dijo. Su voz, melodiosa y profunda, suavizaba un tanto la orden, que aun así seguía siéndolo.
Gaia extrajo a Maya del arnés y la puso sobre las expectantes manos. Increíblemente escuálida y frágil, la niña era poco más que un apático montón de ropa. La Matrarca la acunó y le pasó velozmente los dedos por la cara y los brazos, deteniéndose en la garganta.
De cerca, Gaia vio que el cutis de la mujer era muy moreno, con pecas aún más oscuras en la nariz y las mejillas. Tenía pocas arrugas. Pese a sus cabellos prematuramente blancos, recogidos en un grueso moño, debía de estar en la treintena y podía por lo tanto tener hijos. Una expresión incisiva y alerta encendió el castaño claro y cristalino de sus ojos, después la preocupación le hizo fruncir el ceño.
—¿Qué pasa? —inquirió Gaia.
—No está bien. ¿Cuándo nació?
—Hace unas dos semanas. Es prematura.
—¿Dónde está Milady Eva? —preguntó la Matrarca.
Una mujer se acercaba apresuradamente al edificio acarreando su propio bebé.
—¡Aquí! —gritó. Llevaba un delantal manchado de rojo y el cabello negro recogido en una cola de caballo medio deshecha—. Estaba con mis conservas, pero Havandish me ha dicho que esto no podía esperar. ¿Para qué quieres a mi hijo?
—Para que te saque leche —respondió la Matrarca—. Ha llegado una niña demasiado débil para succionar. Haz lo que puedas por ella. Llévasela, Milady Roxanne. Deprisa, por favor.
La Matrarca se la entregó a una mujer alta y angulosa que, tras lanzar a Gaia una ojeada a través de las gafas, se llevó a Maya al interior del edificio. Milady Eva la siguió desabrochándose los botones de la blusa.
—Yo también voy —dijo Gaia.
—No, tú te quedas —ordenó la Matrarca—, debemos presentarnos. ¿Cómo te llamas, hija?
Gaia miró ansiosamente hacia la puerta mosquitera, pero las otras dos ya habían desaparecido, y aunque intentó seguirlas, las piernas no le respondieron.
—¿Adónde van? Tengo que ir con mi hermana.
—¿Entonces no es hija tuya?
—No, qué va —contestó Gaia. Al levantar la vista notó que Chardo la observaba con cierta sorpresa, como si hubiera actuado de acuerdo con la misma suposición errónea de la Matrarca—. Si hubiera podido alimentarla yo misma, no le habría dado caldo de conejo —añadió dirigiéndose al jinete llamado Chardo.
—Yo no sabía qué pensar —dijo él.
—Es obvio que has pasado por situaciones difíciles —interrumpió la Matrarca alzando una mano—. Deja que vea tu cara.
Gaia retrocedió hasta la barandilla para esquivar a la mujer.
—No.
—¡Ah! —exclamó la otra, desconcertada.
—Deberías cooperar, mam’selle —advirtió Chardo.
Gaia sabía muy bien lo peligrosa que podía resultar la cooperación.
—Debo estar con mi hermana —insistió—. Si puedo ir con ella, cooperaré.
La Matrarca tamborileó con los dedos sobre la empuñadura del bastón.
—Tendrá que ser al revés, me temo. ¿Cuántos años tienes? ¿De dónde vienes?
—Soy Gaia Stone. Tengo dieciséis años. Salí de Wharfton hace dos semanas. Déjame entrar ya, estamos perdiendo el tiempo.
La Matrarca arrugó la frente en un gesto de perplejidad.
—¿De qué conozco yo ese nombre? ¿Quiénes son tus padres?
—Eran Bonnie y Jasper Stone —dijo Gaia y de pronto se le ocurrió algo—: ¿Conoces a mi abuela, Danni Orión? ¿Está aquí?
La mujer se tocó el colgante y tardó un poco en contestar:
—Danni Orión fue la anterior Matrarca. Siento decirte que ya hace diez años que falleció.
Cuando soltó el colgante, Gaia lo vio por primera vez con claridad. Era un monóculo de montura dorada, tan familiar que la dejó sin aliento. En uno de sus primeros recuerdos, su abuela lo giraba al sol para deslumbrarla.
—Llevas el monóculo de mi abuela —dijo maravillada. La oportunidad de conocerla se había evaporado, pero se evidenciaba un hecho incontestable: aquel era el lugar que llevaba semanas buscando en los páramos, el hogar de su abuela, el Bosque Muerto al que su madre y la Vieja Meg le habían dicho que fuese. Miró los grandes árboles frondosos y la exuberante vegetación del ejido: allí no había nada muerto, salvo la posibilidad de reunirse con Danni O.
—Gaia Stone —repitió lentamente la Matrarca, saboreando el nombre—. Tu abuela me habló de tu familia. Se llevaron a tu hermano, creo, y ellos te quemaron la cara, ¿no?
Dentro de Gaia todo se ralentizó. Dirigió la mirada a los ojos ciegos de la mujer. Después de haber recorrido un camino tan largo encontraba a una persona que sabía, sin verla ni tocarla, que su rostro estaba desfigurado; era demasiado extraño. Se quitó el pelo de detrás de la oreja izquierda y lo dejó caer hacia delante.
—A dos hermanos —corrigió, como si importara—. El Enclave se llevó a mis dos hermanos. A uno no llegué a conocerlo; el otro salió hacia aquí poco antes que yo.
—¿Por qué no te llevaron también a ti al Enclave? No lo entiendo.
—Por mi cicatriz; eso me libró de ser ascendida.
—¿Dónde están tus padres?
—Han muerto, en el Enclave. Mi padre fue asesinado y mi madre murió al dar a luz a mi hermana.
—Lo siento.
Gaia miró con desesperación la puerta mosquitera.
—Por favor —suplicó—, déjame ir con ella. Déjame ver si está bien.
—Ya no puedes ayudarla en nada y debemos hablar de otro asunto —objetó la Matrarca haciendo un gesto con la mano—: tráele una silla.
Chardo le acercó una de las del pórtico y Gaia se sentó aferrando el borde del asiento de madera.
—Contéstame a una cosa —dijo la mujer—. ¿Por qué te aventuraste en el páramo con un bebé? ¿Por qué arriesgaste su vida?
—No tenía elección —contestó Gaia.
—Quizá no para ti, pero ¿por qué no dejaste a la niña? Seguro que alguna vecina de Wharfton la hubiera cuidado.
Gaia levantó las cejas, asombrada. Le había prometido a su madre cuidar de Maya, y eso significaba estar siempre juntas, como una familia.
—No podía dejarla.
—¿Ni sabiendo que arriesgabas su vida?
Gaia meneó la cabeza.
—Tú no lo entiendes. Prometí cuidar de ella. Además, ignoraba que nos costaría tanto cruzar los páramos.
En ese momento recordó que su amiga Emily se había ofrecido para cuidar de Maya y que ella se negó. ¿Había cometido un error?
—Al igual que ignorabas lo que encontrarías al otro lado, supongo —apuntó la Matrarca—. Has corrido un riesgo terrible. Un riesgo desesperado, suicida incluso. ¿Te persiguieron hasta tu casa? ¿Eres una delincuente o una especie de rebelde? ¿Te marchaste para escapar de la ley?
Gaia miró con desazón a Chardo y a los demás.
—Me opuse al gobierno del Enclave —admitió—, pero no empecé ninguna rebelión. Solo hice lo que me pareció correcto, nada más.
—¿Nada más? —repitió la Matrarca riéndose. Describió un círculo en el suelo con la punta del bastón y volvió a ponerse seria—. Tienes que tomar una decisión, Mam’selle Gaia. Si te quedas en Sailum, no podrás volver a marcharte. Todo el que lo intenta muere. No sabemos muy bien por qué, pero encontramos sus cuerpos.
A Gaia se le desorbitaron los ojos.
—Yo vi un cadáver —dijo—, en el regato, hace dos días. Había muerto hacía poco. Al principio me hizo temer que el agua fuera venenosa.
—¿Un hombre de mediana edad con barba y gafas? —preguntó la Matrarca.
—Vestido de gris —completó Gaia. Le había dado miedo, pero también la esperanza de estar acercándose a un lugar civilizado.
—Ahí tienes a tu reo, Chardo —dijo la Matrarca y añadió volviéndose hacia Gaia—: se escapó de la cárcel hace cuatro días. Todo el que se marcha muere. Los nómadas pasan por aquí sin problemas, pero si se quedan, aunque solo sea dos días, corren la misma suerte.
Gaia no había oído cosa igual.
—¿Pero qué puede causar algo así? ¿Es que hay aquí alguna enfermedad?
—Creemos que es algo del ambiente —explicó la Matrarca—. Hay un periodo de aclimatación en que tu cuerpo enferma para acostumbrarse a estar aquí pero, tras eso, los que se quedan no sufren ningún daño, salvo lo que es obvio.
Gaia observó con el ceño fruncido el gentío agrupado junto al edificio, tratando de dilucidar qué era tan obvio. Dejando aparte el hombre del cepo y la ceguera de la Matrarca, la gente parecía rebosante de salud. Había altos y bajos, unos cuantos rollizos y ninguno esquelético. Viejos y jóvenes holgazaneaban juntos, y hasta la distribución de tonos de piel era regular, del negro puro al blanco níveo. Había muchos niños y, a juzgar por sus atuendos, tanto pobres como ricos.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
Las mujeres del pórtico se echaron a reír. Gaia, perpleja, miró a Chardo en busca de ayuda.
—Tenemos pocas mujeres —respondió este—, solo uno de cada diez bebés es niña.
Al fijarse mejor, Gaia comprobó el escaso número de hembras. La gran mayoría estaba en el pórtico, junto a la Matrarca. En el ejido casi todas las caras eran masculinas, muchas con barbas. Hasta los de menor edad eran casi todos chicos. ¿Cómo no se había dado cuenta?
—No solo es eso —añadió la Matrarca—. La última niña nació hace dos años; desde entonces, todo niños.
—¿Cómo es posible? —preguntó Gaia.
La Matrarca se encogió de hombros.
—No hace falta que lo entiendas para elegir: o te marchas hoy o te quedas el resto de tu vida.
—¿Pero adónde iría? ¿Cómo iba a sobrevivir?
—Hace unos años había una pequeña comunidad al oeste de aquí —explicó la Matrarca—, y hay nómadas que atraviesan Sailum en bicicleta para dirigirse al norte. Puedes ir en una de esas dos direcciones, o volver a tu casa del sur.
Gaia dudaba de su capacidad para volver, al menos mientras estuviera tan débil. Apenas se tenía en pie.
—No puedo irme. Además, no quiero separarme de mi hermana.
—Ya lo suponía —dijo la Matrarca—. Pero, si te quedas, tendrás que acatar nuestras normas. Aunque al principio puedan parecerte estrictas, te aseguro que son justas.
—Por quedarme con mi hermana, acataré lo que sea.
Una brisa leve recorrió el pórtico y agitó unos cabellos blancos sobre el rostro de la Matrarca, que los apartó parpadeando.
—Dime, ¿qué le habría ocurrido al bebé si Chardo Peter no te hubiera encontrado? —preguntó con su voz dulce y musical.
Gaia tragó el nudo que le atascaba la garganta.
—Se estaba muriendo —admitió.
La Matrarca hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y tamborileó otra vez con sus finos dedos sobre la empuñadura del bastón.
—Aún puede morir. Si no hubiésemos tenido aquí una madre para amamantarla, habría muerto, ¿verdad?
Gaia asintió con la cabeza.
—¿Eso es un sí? —insistió la Matrarca.
A Gaia no le gustaba nada el curso que estaba tomando la conversación. La amabilidad de la Matrarca había dado paso a una brutalidad sorda e implacable.
—¿Mam’selle Gaia? —dijo la mujer, expectante—. Contesta.
—Sí, habría muerto.
La Matrarca se suavizó un poco.
—Entonces, de aquí en adelante consideraremos a tu hermana como un regalo para Sailum. Un pequeño y preciado regalo. Lo que es más, en vista de ello, si te portas bien durante el periodo de prueba, es muy posible que te perdonemos tu delito.
—¿Mi delito?
—Haber puesto a tu hermana en peligro mortal, a sabiendas y deliberadamente.
—¡Yo no hice eso! Yo he hecho todo lo posible para mantenerla con vida.
—Tú misma has admitido que sin nuestra intervención habría muerto. Has perdido cualquier derecho sobre esa niña. Tu hermana, la que tú cuidaste, ha muerto. La única que vive es la que Chardo salvó, y lo que ahora necesita son muchos cuidados y una nueva madre.
Gaia tuvo un terrible atisbo del sufrimiento de las madres cuando ella misma les arrebataba a sus hijos para ascenderlos al Enclave.
—¡Ay, por favor, déjame verla! —suplicó—, ¡puede estar muriéndose ahora mismo, necesito abrazarla!
La Matrarca se volvió ligeramente y dio un golpe con el bastón al entablado del pórtico.
—Siento mucho tu pérdida, por supuesto. Es terrible perder a un niño.
Hablaba como si Maya hubiera muerto.
—¡No puedes hacerme esto! ¡No sabes por lo que hemos pasado! ¡He perdido a todos los que quería! —dijo Gaia agarrando impulsivamente el bastón de la mujer y tirando de él a modo de protesta—. ¡No puedes robarme a mi hermana!
La Matrarca soltó el bastón y alzó las manos, retrocediendo.
—¡Guardia!
Gaia fue agarrada por detrás y bajada de inmediato del pórtico. El bastón cayó con un golpeteo al entablado. A Gaia le retorcieron los brazos a la espalda y una docena de hombres se colocaron de un brinco entre la Matrarca y ella.
—¡Es mi única familia! —gritó Gaia, forcejeando para liberarse—. ¡No puedo perderla!
La Matrarca se retiró de nuevo el cabello del rostro y extendió la mano derecha con la palma hacia arriba para pedir silencio. Uno de los hombres le puso la empuñadura del bastón en la mano y Gaia vio cómo lo estrujaba con dedos de acero.
—¡Abajo! —ordenó.
Gaia fue empujada hacia el suelo con tanta fuerza que cayó de hinojos y tuvo que detener la caída apoyando las manos en la tierra. Era humillante. Su mentón estaba a milímetros del polvo. Se había quedado tan débil que la simple mano de un guardia bastaba para mantenerla allí, aunque por dentro gritara desafiándole.
—Ya está abajo —informó Chardo, y Gaia se dio cuenta de que era él quien la mantenía en aquella postura. Forcejeó una vez más, incrédula. Con lo amable que había sido, en ese momento se comportaba con la misma sensibilidad que un bloque de piedra.
—Escúchame, Mam’selle Gaia —dijo la Matrarca en un tono más dulce que la miel—, aquí no hay más que una líder: yo. Y yo hablo en nombre de todos. O aprendes a obedecer nuestras normas o te enviamos a morir al páramo.
—¿Qué pensaría mi abuela de tu forma de tratarme? —inquirió Gaia.
—Milady Danni hubiera sido la primera en dar su aprobación —replicó la Matrarca—. Ella me enseñó todo lo que sé. ¡Chardo! —llamó.
—Sí, milady.
—¿Dónde está Munsch?
—Lo dejé en el campamento. No he tenido tiempo para volver a buscarlo.
—Tráelo en cuanto dispongas de un caballo fresco, y estate pendiente por si ves al hermano de esta o a alguien más. Enviaré más patrullas. Sé que esta joven no es la única que andaba por ahí. Al sur debe de haber pasado algo.
—Sí, milady.
—Gaia Stone, ¿estás dispuesta a cooperar? —preguntó la Matrarca.
Gaia apretó los dientes. Rescataría a su hermana, costara lo que costase. Aunque tuviera que arrastrarse por el polvo.
—Sí, milady —dijo, repitiendo como un loro las palabras de Chardo.
—En tal caso, puedes levantarla.
En cuanto la presión se aflojó, Gaia se apartó bruscamente y se puso en pie tambaleándose. Luego miró de través al jinete.
—¿Para esto me has rescatado?
El joven le devolvió la mirada sin un parpadeo, como si no le importara lo más mínimo.
—Era mi deber.
«Su deber». Había sabido desde el principio que le quitarían a su hermana.
La única diferencia entre Sailum y el Enclave era que aquí mandaban las mujeres.