GAIA NO PODÍA DORMIR. Dos horas más tarde volvió a la habitación de Peony para ver cómo estaba y, más adelante, al oír ruidos en el baño fue también a mirar. En cuanto amaneció pensó en ir a verla otra vez, pero las inquilinas de la Casa Grande empezaban a levantarse y no se atrevió.

Esperó ansiosamente la hora del desayuno. Cuando las mam’selles bajaron al comedor, Peony fue la última en aparecer, pálida pero capaz de actuar con normalidad suficiente para no llamar la atención. Entonces ya estaba: lo había expulsado durante la noche. Las imágenes de la cama ensangrentada que Gaia no había podido quitarse de la cabeza se esfumaron por fin. Se hundió en su silla.

—¿Te encuentras bien? —preguntó la maestra.

Gaia se abrochó otro botón de la chaqueta. Hacía bueno, pero ella estaba muerta de frío.

—Sí. Solo un poco cansada.

—Te advertí que no trabajaras tanto.

—Estoy bien, de verdad. Creo que daré un paseo —dijo. No soportaba la idea de quedarse en el edificio.

—Yo pensaba que asistirías a clase con las demás mam’selles.

—Mañana sin falta, lo prometo.

Milady Roxanne le tocó el hombro gentilmente y sonrió.

—De acuerdo, pero hoy tómatelo con calma. Ni el jardín ni las hierbas van a salir corriendo.

Gaia estaba más que dispuesta a complacerla.

Echó una mirada furtiva al lugar ocupado por Peony, que comía sus copos de avena, y hundió la cabeza en su propio tazón. Decidió acercarse a la ribera. Si no encontraba a nadie que la llevara a la isla, podría al menos mirar de lejos el lugar donde estaba Maya.

Era la primera vez que se dirigía colina abajo desde su llegada. Pronto encontró una fila de oscuras y sólidas cabañas donde un tonelero, un herrero, un cestero, un zapatero y un alfarero se afanaban en sus respectivas tareas. Aunque habían talado árboles para dejar sitio a los huertos y los pastos, casi todas las casas y los caminos estaban a la sombra, y la gente no era tan sumamente cuidadosa con el sol como en el antiguo hogar de Gaia, donde nadie salía sin su sombrero y sus mangas largas. Aquí parecían más relajados, más despreocupados que los vecinos del sometido y achicharrado Wharfton. Gaia se quitó también el sombrero. Le gustaba la sensación de ligereza en el pelo y el cuello.

Donde varios caminos menores convergían, reconoció el sauce bajo el que se había refugiado la noche del parto de Josephine. El marjal estaba más abajo y la vía principal giraba a la derecha para bajar a la orilla. Una bonita senda seguía más o menos la misma dirección, así que Gaia la tomó y pasó serpenteando por media docena de cabañas, donde los niños jugaban en los patios y se divertían en los columpios colgados de los árboles.

Alguien cantaba y un hombre tendía la colada en el tendedero. Cuando sonó la matina, todos dejaron sus quehaceres, incluso los niños, y se llevaron la mano al corazón. Su alegría era casi palpable. Gaia esperó educadamente, inmóvil, hasta que ellos reanudaron sus actividades. Aunque ni las casas ni la exuberante vegetación tuvieran nada que ver con las de Wharfton, a Gaia le recordaron su hogar. A sus padres les hubiera encantado vivir allí.

Cuando el sendero dejó atrás las viviendas, el frondoso y moteado verde del bosque envolvió a Gaia, que acarició unos altos y delicados helechos mientras contemplaba el lugar donde el azul y el verde del marjal la llamaban entre los troncos de los árboles. En ese momento en que volvió a asaltarla la preocupación por Peony, sintió lo fácil que sería desesperarse por la falta de sus padres y de su hermana y de Leon, pero se concentró en la dulce y poderosa belleza del paisaje y respiró hondo para llenar los diminutos bolsillos vacíos de sus pulmones con la fragancia de los pinos y de la sombra. «Es posible, solo posible —pensó— que este sitio llegue a gustarme».

Poco después el sendero daba una última vuelta y se abría a un saliente desde el que se dominaba la cárcel. Más abajo, a la izquierda, los pescadores trabajaban y las canoas eran arrastradas por la larga y curvada orilla arenosa que los lugareños llamaban arenal. Más lejos aún, el viento agitaba el arrozal doblando cada tallo para formar olas. La primera isla se elevaba del llano como un sombrerito verde. La esperanza embargó a Gaia.

—Ya voy, hermana —murmuró.

Un tintineo la hizo desviar la mirada hacia la cárcel. Justo debajo, en un patio de tierra rodeado por una cerca con alambre de espino, hombres vestidos de gris esperaban en fila para recoger un cuenco humeante. Un dejo de humo de la hoguera que calentaba el gran caldero llegó empujado por el viento hasta Gaia, que estornudó. En el patio habría de setenta a ochenta reclusos, muchos encadenados en parejas por los tobillos. Dos hombres servían el rancho con cucharón y Gaia estaba lo bastante cerca para oír voces mientras ellos entregaban los cuencos y charlaban un poco con los presos. Unos guardias de fajines negros, armados con garrotes cortos y espadas, ocupaban un puesto de vigilancia cercano a la puerta y otros tantos estaban de pie a la entrada de los barracones.

Cuando la senda se aproximó al vallado, Gaia se sintió incómodamente expuesta, así que se encasquetó el sombrero, cruzó los brazos y trató de caminar con paso tranquilo para no llamar la atención.

—¡Malachai! ¿Quieres acabarte el caldo? —gritó uno de los cocineros.

Unas cuantas risas brotaron del patio de la cárcel, seguidas por unos gritos del nombre de Malachai. Al fondo del patio, un gigantón de barba negra que estaba en pie junto a una fila de reos sentados se volvió para decirles algo que Gaia no oyó. Esta vez se rieron más hombres y cuando el grandote cambió el peso del cuerpo Gaia vio que estaba encadenado a un reo más pequeño. El significado era obvio: Malachai no podía repetir porque a su compañero de cadenas no le daba la gana levantarse. O no podía. Malachai cruzó sus grandes brazos sobre el torso y apoyó los hombros en la verja.

Su compañero, que estaba inclinado hacia delante con los codos en las rodillas, la frente sobre un puño y la otra mano sujetando el cuenco, se enderezó y le pasó el recipiente al grandullón. Luego apoyó la cabeza en la valla y cerró los ojos.

Gaia se detuvo y lo miró de hito en hito, estudiando su barba negra y las características líneas de su nariz y sus cejas. Era imposible.

—¡Eh, chavalilla! —gritó alegremente un reo.

Gaia apenas lo oyó. Se acercó otro paso. Una mezcla de esperanza y horror le atenazaba el corazón.

—¡Eh! ¡Zagala! ¡Sonríenos un poquito!

Silbidos y llamadas partieron de todo el patio y el hombre de barba negra encadenado a Malachai se volvió para mirar colina arriba, como todos los demás. Hasta con el uniforme de preso y la profunda sombra de la barba, no cabía duda, era Leon Grey.

—¡Leon! —llamó Gaia.

Él se puso en pie lentamente, como sin creer lo que veían sus ojos.

—¿Gaia?

La alegría interrogante de su voz fue lo más dulce que Gaia había oído en la vida. Corrió hacia la puerta de madera con una sonrisa extasiada en el rostro. Mientras tanto, otros reos se apropiaban de su nombre:

—¡Mam’selle Gaia! ¡Mándanos un besito, Mam’selle Gaia! ¡Eh, zagalilla!

Leon había agarrado a Malachai por el brazo y tiraba de él para acercarlo a la puerta, pero el grandullón seguía apoyado en la valla, sonriente e inamovible.

—¡Ya basta! —gritó alguien. Los guardias sacaron sus garrotes y se encaminaron hacia los barracones, pero los reos siguieron haciendo bromas, también a Leon. Uno de los guardias se acercaba a él, palo en mano.

—¡No! —chilló Gaia, pero su voz se perdió en el griterío.

Al seguir cuesta abajo dejó de ver tanto el patio como a los reos. Ya solo veía la puerta y los dos guardias que la custodiaban. Se agarró el sombrero y la falda y corrió tan deprisa como pudo.

—¡Quiero entrar! —suplicó jadeando—. ¡Tengo que entrar! ¡Mi amigo Leon está en el patio!

El primer guardia pareció divertido.

—Esto es una cárcel, mam’selle, no se entra así como así, y hasta el próximo martes no hay visitas.

—¡No vengo de visita! —Gaia retrocedió para proyectar su voz por encima de las puertas de madera—. ¡Leon!

No oyó una respuesta concreta, sino el continuo alboroto del interior.

—¡Quiero entrar! —insistió agarrando la pesada tranca que cerraba la puerta.

—Apártate de ahí, mam’selle —advirtió el segundo guardia apoyando la mano sobre el madero—. No puedes entrar.

—¡Pero tengo que hacerlo! ¡Han encerrado a un inocente!

El guardia ni se inmutó.

—Eso tendrás que decírselo a la Matrarca.

—¡Leon! —gritó Gaia de nuevo—. ¿Estás ahí? ¿Puedes oírme?

Esperó una respuesta pero, como no llegaba, volvió a subir por el sendero hasta el saliente que dominaba el patio. Leon y Malachai habían desaparecido y los otros formaban ordenadas filas.

Gaia volvió corriendo a la puerta.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí Leon Grey? ¿El nuevo del Enclave? —inquirió.

Los guardias se miraron; Gaia estaba a punto de explotar de impaciencia.

—Creo que trajeron a uno nuevo hace dos días —respondió por fin el primero.

Gaia convirtió las manos en puños. A esos idiotas no iba a poder sacarles nada más. Tenía que ver a la Matrarca.

—Tengo un mensaje para Leon Grey —dijo—: que sepa que Gaia lo sacará de aquí. ¿Vale?

Ambos asintieron, pero que aceptaran con tanta rapidez resultaba muy sospechoso. A ellos les daba igual, su trabajo era custodiar la puerta y no pensaban hacer nada más.

Gaia se giró como una peonza y echó a correr sendero arriba, aunque tuvo que pararse al poco rato. Detestaba estar tan débil. «¿Habrá pasado ya Leon el mal de entrada?», se preguntó. ¿Qué podría hacer para ayudarle?

Entonces la asaltó otro pensamiento: si no lo había sufrido, estaba a tiempo de irse.

Milady Roxanne la esperaba en el pórtico de la Casa Grande.

—¿Dónde te has metido? Te hemos estado buscando. La Matrarca quiere hablar contigo.

—Y yo con ella —replicó Gaia. La frustración había dado paso a una furia asesina—. ¿Dónde está?

—En tu habitación.

«Genial», pensó Gaia, abriendo la puerta mosquitera y entrando como un ciclón. Pasó dando zancadas por delante de las mam’selles, que dejaron de leer sus libros para mirarla, atravesó el vestíbulo y la cocina, donde Norris trabajaba y entró en su pequeño cuarto.

La Matrarca estaba de pie ante la ventana barrada, mirando hacia el exterior, como si sintiera la luz; su bastón rojo formaba un ángulo rígido con el entablado.

—¿Desde cuándo está aquí Leon? ¿Por qué no me dijiste que venía? —inquirió Gaia.

Milady Olivia se volvió, parecía muy enfadada.

—Cierra la puerta —dijo con una calma ominosa.

La rabia y la perplejidad se adueñaron del corazón de Gaia, pero los acerados ojos de la mujer penetraron en su interior con asombrosa precisión, imponiéndose. Cerró la puerta y reunió incluso la contención suficiente para no dar un portazo.

—Exijo que lo sueltes. Ahora mismo.

—Y yo exijo que me expliques esto —replicó la Matrarca, señalando la mesa de Gaia. Había una caja de madera manchada de tierra con las esquinas ensambladas en cola de milano y con tapa, el tipo de caja sólida y duradera que servía para mandar regalos o guardar recuerdos. Sin marcas que la distinguiera, podía pertenecer a cualquier persona.

—No he visto esa caja en mi vida —contestó.

—Ábrela.

Gaia sentía el corazón extrañamente desbocado mientras miraba de nuevo la tierra y empezaba a comprender su significado: si una caja tenía tierra por encima es que había sido desenterrada y, para ser desenterrada, tenía que haber sido enterrada primero. La Matrarca esperaba, escuchando. Gaia se acercó a la mesa y levantó la tapa. La caja contenía una pila de trapos pulcramente doblados y oscurecidos de sangre, en ese momento ya seca. Sobre la sangre descansaba un precioso tallo de aciano azul que parecía recién cortado. Gaia retrocedió respirando con dificultad.

—Lo encontró esta mañana en el huerto uno de los chicos, Sawyer, porque le extrañó ver tierra removida debajo del manzano —dijo la Matrarca.

Gaia se sintió palidecer.

—Explícate —exigió Milady Olivia.

—Es evidente que ya has sacado la única conclusión posible —replicó Gaia—. Alguien ha abortado y ha enterrado los restos.

—¿Quién?

—¿Crees que te lo diría si lo supiera?

La Matrarca golpeó el bastón contra el suelo con tanta fuerza que Gaia respingó.

—No juegues conmigo. Te he hecho una pregunta.

Gaia retrocedió y se tropezó con la mecedora.

—Y yo no pienso darte una respuesta.

—Mezclaste algo en la cocina anoche, esta mañana aún olía, pero Norris no ha sospechado nada hasta que le he preguntado, y aunque en la despensa no hay restos (lo recogiste todo muy bien), es obvio que preparas allí tus medicinas y que anoche elaboraste algo tóxico.

—Parte de mi trabajo consiste en preparar medicinas —le recordó Gaia—. Tú misma me encargaste que cuidara a las embarazadas de Sailum, y eso hago.

—¿Has ayudado a una de ellas a abortar? ¿Vivía en la Casa Grande?

—Si alguien me consulta un problema médico en privado, la cuestión es absolutamente confidencial.

La Matrarca apretó la mandíbula.

—No lo toleraré.

—Me encargaste el cuidado de las embarazadas, debías haber pensado que podía incluir algo así. ¿Por qué no me dijiste nada de Leon?

—No hemos acabado de hablar sobre el aborto.

—Yo sí. Necesito ver a Leon. Tengo que saber si ha pasado ya el mal de entrada.

—No, no lo ha pasado.

—¿Has hablado con él? —preguntó Gaia.

—Pues claro que sí. Hablo con todos los recién llegados.

—¿Entonces por qué no me dijiste nada? No lo entiendo. Él parecía no saber que yo estaba aquí.

—Sí lo sabe, vino a propósito para buscarte.

Gaia se quedó más perpleja que nunca.

—¡Deberías habérmelo dicho!

—Estabas postrada en la cama y delirando. Él era violento y peligroso. Yo esperaba que se fuese.

—¿Qué? —exclamó Gaia—. ¿Estamos hablando de la misma persona? ¿De Leon Grey?

—El recién llegado dijo llamarse Vlatir y que se había criado en el Enclave, pero era amigo tuyo. Me resultó imposible confiar en él y trató de agredirme.

Gaia no se lo podía creer.

—Tiene que ser un malentendido. Es verdad que es amigo mío. «Vlatir» era el nombre de su padre biológico, de fuera del muro.

—Voy a serte sincera respecto a este asunto —dijo la mujer—. No sé por qué te marchaste de Wharfton con tu hermana porque no me lo has contado pero, ya que parecías dispuesta a adaptarte y poseías habilidades que necesitábamos, pensaba darte una oportunidad. Sin embargo, Vlatir es otro cantar. Se trata sin duda de un preso fugado. En el mejor de los casos es una carga.

—Pero no puedes dejarlo en la cárcel —protestó Gaia—, no ha hecho nada malo.

—Salvo amenazarme de muerte.

Gaia no podía creerse algo así.

—Debió de sentirse acorralado.

La Matrarca frunció el ceño y giró lentamente el bastón.

—¿Te importa, entonces?

—Sí. Claro que sí —contestó Gaia.

La mujer asintió y se volvió de nuevo hacia la ventana. Extendió una mano para tocar el cristal, la deslizó hasta el borde y la sostuvo en el hueco, por el que entraba aire fresco. Su silencio era inquietante.

—Sin querer, me has dado una herramienta de mucho valor —dijo por fin.

Gaia se asustó aún más.

—¡No puedes hacerle daño! —protestó—, ¡ya me has quitado a Maya!

Milady Olivia giró lentamente la mano en el hueco de la ventana.

—He estado pensando qué hacer contigo. Nunca he conocido a una muchacha más falsa y más embustera.

—No soy nada de eso —exclamó Gaia ofendida.

—Sé lo que hiciste en el establo del funerario.

Gaia se quedó estupefacta. La Matrarca solo podía saberlo por Will, pero ¿por qué iba Will a contárselo?

—Chardo Will vino a verme —explicó la mujer—, quiere dejar su trabajo. Dijo que no quería saber nada más de cadáveres ni de entierros, así que naturalmente le pregunté por qué. Lleva tres años haciendo una labor excepcional. ¿Sabes qué me dijo?

—No lo sé, apenas lo conozco.

—Que quería dedicarse a la cría de caballos.

Gaia se sorprendió tanto que estuvo a punto de echarse a reír.

—Seguro que se le da bien.

La Matrarca se volvió en su dirección.

—Él se responsabiliza totalmente de la autopsia. Quería contarme lo de la matriz de Jones Benny, pero sobre todo quería que tú tuvieras acceso a los cadáveres, sin secretismos, haciéndolo público, por si alguien quería donar su cuerpo para tu formación médica o el estudio post mortem de los exreservas.

Gaia no salía de su asombro.

—¿Dijo eso?

La Matrarca se cruzó de brazos.

—¿Se puede saber qué le has hecho?

—¿Yo? —preguntó Gaia desconcertada.

—Es un buen hombre, él nunca lo habría hecho por voluntad propia. ¿Sabes lo que pasaría si esa autopsia se hiciera pública? Todos se preguntarían si Chardo Will había hecho lo mismo con sus seres queridos. Les rompería el corazón. ¿En qué estabas pensando?

Parecía creer que todo había sido idea de Gaia, pese a los deseos de Will.

—Yo solo quería ayudarle —dijo—, nada más. Y descubrimos algo importante.

—E inútil, a menos que estés pensando en embarazar a los exreservas.

Gaia meneó la cabeza, medio conmocionada, medio indignada.

—Pues claro que no.

—¿Pensaste siquiera dónde podía llevar esto?

—No —contestó Gaia bajando la voz.

—No acostumbras a pensar mucho, ¿verdad?

Gaia se sintió dolida.

—Le diré a Will que lo siento, ¿vale?

—Deja a Will en paz —ordenó con dureza la Matrarca—. Me has atado de pies y manos, y de forma muy rara: no puedo castigarte por hacer una autopsia ni provocar un aborto sin sacar a la luz asuntos turbios.

—Pues déjalos a oscuras.

—Sawyer no es capaz de guardar un secreto, correrá la voz. Por eso necesito actuar con rapidez. Tienes que decirme a quién has tratado.

—¿Para qué? ¿Para que puedas declararla suelta? ¿Para dar ejemplo a las demás chicas?

—Sí.

—¿Entonces lo que he hecho es ilegal? —preguntó Gaia.

—Lo que ella ha hecho está mal, de principio a fin, desde la fornicación hasta el aborto, y ella lo sabe. Si tú no hubieras intervenido, su cuerpo la habría traicionado dentro de poco.

—¿Y entonces su castigo habría sido el embarazo? ¿Y renunciar a su futuro y a su hijo? ¿Qué derecho tienes a decidir sobre eso?

—Es una decisión de la comunidad, no tuya —repuso la Matrarca—. El precio que se paga es alto, pero las jóvenes lo conocen. Por eso no se tuercen y por eso el matrimonio es una institución sagrada y respetada. Los niños se crían en familias intactas, de padres devotos y amantes. Cuando tú misma te cases entenderás a qué me refiero.

—Es lo más atrasado que he oído en mi vida.

—¿Quién es la joven? —inquirió de nuevo la Matrarca—. Dímelo.

—Que te lo diga ella si quiere.

Gaia pensó que la mujer iba a explotar de rabia pero en vez de eso se abrió camino hasta la mesa y pasó los dedos por el tablero hasta encontrar la caja y cerrar la tapa.

—Si no te necesitáramos tanto —dijo—, te mandaba al páramo ahora mismo. Sin embargo, tengo que hallar un modo de convertirte en una persona fiable. Para siempre.

—Eso es fácil. Puedes confiar en que siempre haré lo que me parezca bien.

La Matrarca meneó la cabeza, con la mano apoyada intencionadamente sobre la tapa de la caja.

—Está visto que lo que a ti te parece bien está muy lejos de lo que es aceptable en Sailum.

—Esa caja es privada —objetó Gaia.

—No en una población que se extingue.

—Si lo único que importa es la cantidad, ella va a tener muchos más hijos como dama que como suelta.

—No es la cantidad lo único que me preocupa. Es mucho, mucho más que eso y tú eres una amenaza para todo.

—Si soy tan peligrosa, ¿por qué no me declaras suelta?

—Porque no lo eres. Incluso ellas aceptan las normas. Tú eres totalmente distinta.

Un pertinaz nudo de ira crecía y crecía en las tripas de Gaia. Miró fijamente a la mujer ciega.

—¿Y qué soy? ¿Alguna especie de monstruo inmoral?

Las cejas de la Matrarca se alzaron levemente.

—¿Es que no lo eres?

Gaia se revolvió por dentro. No estaba equivocada, ni era ningún monstruo.

—Quiero que vengas conmigo a la cárcel y que dejes en libertad a Leon ahora mismo —exigió—. Eso es lo primero. Él sabe que no soy ningún monstruo.

La Matrarca quitó la mano de la caja y se irguió.

—No te engañes respecto a quien manda aquí. Desde este mismo momento no saldrás para nada de la Casa Grande sin mi permiso, ni siquiera al pórtico, ni al huerto. No irás donde Dinah ni al establo de los Chardo ni a la cárcel ni a ningún sitio y te quedarás sin ver a tu hermana.

Gaia no se lo podía creer.

—¿Y qué pasa con los bebés? ¿Cómo voy a conseguir mis hierbas?

—Hasta que no seas una ciudadana modelo, alguien en quien yo pueda confiar, serás potencialmente más peligrosa que dejar sin atención a un recién nacido.

—¿Entonces ni siquiera asistiré a los partos? ¿Durante cuánto tiempo?

—Hasta que te vuelvas dócil. Una persona dócil me hablaría sobre el aborto, sobre la autopsia, sobre cualquier asunto que le preguntara. Respetaría nuestras costumbres.

Gaia sintió frío, primero en los dedos, después por todas partes.

—¿Y si no quiero hablar?

—Nunca saldrás y Vlatir tampoco.

—¿Qué tiene que ver su encarcelamiento con el mío? —preguntó Gaia, cada vez más alarmada—. Es injusto.

—Considéralo un acicate.

Gaia apretó las manos hasta convertirlas en puños. Era el tipo de comentario que podría haber hecho el hermano Iris en el Enclave.

—No puedes dejar a Leon en la cárcel, no ha hecho nada malo.

—Eso no le importa a nadie, Mam’selle Gaia, la única que se preocupa por él eres tú. Sólo es otro de los hombres que llega a un pueblo plagado de ellos.

—¿Es que metes a todos los nuevos en la cárcel?

—Si me amenazan, sí —contestó la Matrarca—. ¿Vas a decirme a quién ayudaste a abortar y vas a prometerme no volver a hacerlo?

Gaia se preocupaba mil veces más por Leon que por Peony, no había comparación posible. Sin embargo, en lo más hondo de su corazón sabía que necesitaba cuidar de las embarazadas, en cualquier circunstancia. Eso la había llevado a seguir impulsivamente a la mujer ahorcada y encinta del Enclave, y lo que la había llevado hasta Josephine, que lloraba en la noche. Ella era así. ¿Podría renunciar a eso por Leon?

—Me estás pidiendo que cambie mi forma de ser de arriba abajo. Que sea alguien que no soy.

—Sí, supongo que sí —admitió fríamente la Matrarca.

A Gaia le costaba respirar, como si el aire careciera de oxígeno.

—¿Y si me niego? —preguntó—. ¿Y si me levanto y me voy?

La Matrarca tocó un instante el monóculo que colgaba de su cuello.

—Entonces perderíamos a la mejor comadrona que podíamos desear. Por fortuna, aún no nos habíamos acostumbrado a ti —respondió dirigiéndose a la puerta.

—Lo único que conseguirás es que salga a escondidas —protestó Gaia—. ¿O qué piensas hacer? ¿Poner barrotes en todas las ventanas? ¿Poner un guardia en todas las puertas las veinticuatro horas del día?

—Tú serás tu propio guardia. Es muy fácil: si sales, aunque solo sea una vez, aunque solo te alejes un milímetro, demostrarás que no se puede confiar en ti y eso será el final. Me enteraré, te lo aseguro.

—¿Crees que puedes mantenerme aquí encerrada? ¿Sin cerraduras? ¿Qué opinarán de eso las demás? ¿Cómo piensas explicárselo?

—Les dará igual. Creerán que te he recomendado un periodo de reflexión. Lo he hecho antes con otras.

—¿Ah, sí? —Gaia recordó que Dinah había dicho algo similar—. ¿Y qué pasó?

—Que cedieron, por supuesto. Con el tiempo, todas se dieron cuenta de lo que les convenía. A ti te pasará igual.

—De eso nada. La que acabarás cediendo serás tú —repuso Gaia, pero la certeza serena de la Matrarca le dio un tipo de miedo que no había sentido jamás. Fue presa de la duda—. Déjame al menos hablar con Leon y con Will, para explicárselo.

La Matrarca pareció considerarlo, pero al final hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Yo les transmitiré el mensaje en tu nombre. Nada de cartas. El contacto con el exterior no haría más que confundirte. No hablarás con nadie fuera de estos muros ni le pedirás a nadie que transmita ningún otro mensaje. ¿Qué quieres que les diga?

Gaia no podía creerse lo que le estaba pasando, ni que no hubiera forma de convencer a esa mujer intratable.

—Dile a Will que lo siento —dijo—. No quería meterle en líos.

La Matrarca enarcó las cejas.

—¿Y a Vlatir?

—A Leon dile… —La voz se le quebró, igual que la dureza. Se moría por verlo. Una verdad desnuda la asaltó en ese instante: aquel lugar lo destruiría. Se lo imaginó de nuevo, encadenado a Malachai; ya había empezado a desmoronarse—. Por favor, Milady Matrarca, dale a Leon un caballo y algunos víveres y déjale marchar, pronto, antes de que sufra el mal de entrada. Dile que lo siento. Dile que si se queda, nunca saldrá de la cárcel. Se merece saberlo.

La Matrarca se volvió hacia la puerta y antes de irse dijo:

—Le concederé la opción de marcharse. Ahora lleva esa caja a la cocina y dásela a Norris. Que le diga a Sawyer que la vuelva a enterrar donde la encontró.