LOS LISTONES habían sido clavados de nuevo.

Aunque parecían seguros, Gaia probó la madera de todas formas, por si acaso, pero no cedía. Miró a su izquierda, recorriendo la fachada de troncos, hacia las ventanas iluminadas de una cocina. Se le aceleró el pulso al acercarse a hurtadillas y subir los dos escalones que conducían a la puerta. Probó el pomo, pero estaba cerrada.

Al atisbar por el mosquitero, vio la parte posterior de la cabeza y la espalda de un hombre. Llamó con suavidad.

—¿Tan pronto? —preguntó él lacónico.

—Por favor, déjame entrar —rogó Gaia en voz baja.

Se oyó un golpetazo, luego un clic y por fin la puerta se abrió ante un hombre canoso y fornido con pata de palo que dejó su moreno brazo cruzado sobre el hueco, bloqueándolo, y juntó las tupidas cejas blancas en una línea arisca.

—¡Hola! —Gaia intentó componer una sonrisa—. Soy Gaia, la chica nueva, intentando encerrarme a escondidas.

Cuando el hombre le echó un vistazo, Gaia se imaginó el cuadro: mojada, con los calcetines embarrados en la mano, sosteniéndose a duras penas sobre unos zapatones chorreantes. Él se apartó profiriendo un gruñido.

—Quiere que vayas al atrio.

La cocina olía a puré de avena. En una mecedora, cerca del hogar, un gato negro levantaba la barbilla para inspeccionar a la recién llegada, dejando ver la gran mancha blanca de su pecho. De los estantes colgaban hierbas; de las ventanas, tres cubas con fondo de cobre. Gaia cerró la puerta y se quitó los mocasines.

—¿Se sabe algo de mi hermana? ¿Quién quiere verme? —preguntó.

—¿Quién va a ser? La Matrarca. No dejes eso ahí, hay una caja para el calzado detrás de la puerta.

—¿Está enfadada?

El hombre se acercó al horno, acompañado del taconeo hueco de su pierna ortopédica.

—Esa no se enfada: se decide —dijo y sacó una bandeja del horno que dejó de golpe sobre una encimera.

Gaia supuso que el tipo era gruñón por naturaleza, pero aun así se sintió intranquila. Dejó los zapatos y los calcetines en la caja, junto a una solitaria bota del pie izquierdo. Al ver una fila de perchas en la puerta, colgó el chal de Dinah.

—¿Qué crees tú que hará la Matrarca? —preguntó volviéndose hacia el cocinero—. No me mandará otra vez a los páramos, ¿verdad? Por escaparme esta noche, digo.

—Depende.

—¿De qué?

—De lo que hayas hecho por ahí.

A Gaia se le escapó una carcajada y el hombre la miró ceñudo.

—No has estado con un chico, ¿no?

—No —contestó Gaia—, no ha sido tan romántico. ¿Tengo tiempo para cambiarme?

—No te lo aconsejo. Ya hace media hora que ha venido. Toma, llévale esto.

El hombre llenó una taza de té caliente y la colocó sobre una bandeja pequeña.

—¿Puedo tomar yo? —preguntó Gaia.

Él la miró brevemente con aire taciturno, pero después bajó otra taza del estante, la añadió a la bandeja y la llenó de té.

—¿Miel no tendrás, no? —dijo Gaia.

Él buscó una orza de barro y echó una cucharada a la taza, escurriendo los últimos restos contra el borde.

—Gracias.

El cocinero añadió una cucharilla a la bandeja y contestó:

—Toma, y haz el favor de irte ya.

—Ni siquiera sé cómo te llamas —protestó Gaia al recoger la bandeja—, ni cómo se llama tu gato.

Las tupidas cejas se levantaron un segundo y se hundieron de golpe.

—Yo soy Norris y esa es Una. Vete de una vez, que estoy muy ocupado.

Al salir de la cocina, Gaia giró a la izquierda por el pasillo que conducía al gran atrio del edificio. Allí el techo se elevaba tres plantas, hasta un triforio tenuemente iluminado por la luz rosada y recién lavada del alba. En tres de las paredes había galerías superpuestas, y una gran chimenea dominaba la cuarta. Ante el hogar, sentada en una silla de respaldo alto, estaba la Matrarca haciendo punto con una madeja blanca. Su falda roja y sus delicados mocasines bordados con cuentas brillaban a la luz del fuego. Estiró una hebra de lana y levantó la vista.

—Me ha parecido oír voces. ¿Eres tú, Mam’selle Gaia? —preguntó.

—Sí. ¿Cómo está mi hermana?

—Mejor. He venido para decírtelo. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que no estabas. ¿Has traído el té?

—Sí, me lo ha dado Norris.

—Déjalo aquí, por favor —pidió la Matrarca dando golpecitos en la mesilla redonda de su izquierda. Después señaló la butaca situada enfrente—. Siéntate.

Gaia miró con aprensión el tapizado.

—Es que todavía estoy mojada.

—¿Ah, sí? A ver esa falda…

Gaia dejó la bandeja y se acercó sosteniendo una esquinita de tela para que la mujer la tocara. Ella la palpó con detenimiento antes de soltarla.

—Pues tráete otra silla o siéntate junto a la chimenea.

Gaia observó la docena de sillas de madera de una mesa redonda. Más lejos había otros conjuntos de mesa y sillas, algunos colocados de forma acogedora junto a las ventanas, donde pronto les daría el sol, otros organizados a modo de comedor o de aula de escuela. Tras echar un vistazo a la alfombra ovalada que estaba pisando, Gaia se dejó caer junto a la chimenea, con su taza de té y su cucharilla, y se volvió hacia el fuego.

—¿De verdad que Maya está mejor? —preguntó.

—Ya toma el pecho. Yo no diría que está totalmente fuera de peligro, pero se la puede despertar y su pulso es más fuerte.

En tal caso, iba por buen camino. Gaia sintió tal alivio que durante un momento no le importó nada más, ni siquiera su propio futuro. Que su hermana viviese, eso era lo único importante.

—Las dos ahorraríamos tiempo si me contaras dónde has estado —dijo la Matrarca con su melodiosa voz.

Cuando contemplaba su taza de té, Gaia se percató de que la mujer acabaría por saberlo de todos modos, y pronto. Los bebés no eran precisamente una cuestión de alto secreto.

—En casa de Sig’nax Dinah. Oí a una chica dando a luz, así que me acerqué para asistirla.

—¿Sig’nax Josephine? —preguntó la Matrarca—, le faltaba poco.

—Sí, ha tenido una niña, sana, y ella también está bien.

—Qué maravilla —dijo la Matrarca complacida—. Pareces muy joven para ser médico.

—Soy comadrona —respondió Gaia. Luego consideró la posibilidad de añadir que había sido ayudante de las doctoras del Enclave, pero prefirió no hacerlo—. Ayudé a mi madre durante cinco años, y empecé a trabajar yo sola el verano pasado.

—Eso supone una diferencia —dijo la Matrarca—, una gran diferencia. Nos vendrá muy bien tenerte aquí. En los dos años que hemos pasado sin comadrona han muerto en el parto media docena de bebés y tres madres. ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?

Gaia removió el té con la cucharilla para repartir la miel del fondo.

—No sabía si iba a ser capaz de seguir haciéndolo.

Unos clics rítmicos salieron del regazo de la Matrarca cuando reinició el punto.

—Hay aspectos tuyos que no comprendo —dijo—, pero sí veo con claridad el dolor que soportas; a causa de tus padres, supongo. Creo que nos has buscado por una razón y quizá nos necesites tanto como nosotros a ti. ¿Qué impulso te trajo hacia el norte? ¿Por qué no escogiste otra dirección?

Gaia alzó la humeante taza hasta sus labios y tomó un sorbo.

—Mi madre me dijo que viniera aquí. Aunque mi abuela se marchó cuando yo era un bebé, solo hace un mes que mi madre me dijo que viniera a buscarla, como si creyera que aún estaba viva. ¿Es posible que se escribieran o algo así?

—Hay una posibilidad remota, pero es poco probable. Sé que Milady Danni trató de enviar mensajes al Enclave con los nómadas pero eso fue hace una década, como ya sabes. No creo que obtuviera respuesta, porque en caso contrario se hubiera corrido la voz.

—A unos nómadas les hubiera costado mucho entregar un mensaje a mis padres —dijo Gaia—. ¿No dejó ningún papel antes de morir?

La Matrarca reflexionó un instante.

—Ahora que lo dices, tenía un cuaderno de dibujo; veré si mi esposo Dominic puede encontrarlo —contestó, tras lo cual inclinó la cabeza y apoyó la barbilla en la punta de una aguja—. Creo que deberíamos hacer un trato.

—¿Vas a devolverme a mi hermana?

La mujer meneó la cabeza.

—Afronta la verdad, Gaia. Tienes dieciséis años, todavía estás débil a causa del viaje, no te encuentras en condiciones de atender a un bebé que precisa ser cuidado y amamantado continuamente. Hay una madre que la amará y la cuidará como si fuese su propia hija.

—¿Crees que no puedo criar hijos?

La Matrarca sonrió.

—Has estado hablando con Sig’nax Dinah, ¿verdad? Serás perfectamente capaz de hacerlo en tu propio hogar algún día. Estoy segura.

—A diferencia de Sig’nax Josephine —replicó Gaia.

La Matrarca tomó un sorbo de té.

—Te han caído bien, ¿eh? Sig’nax Dinah y Sig’nax Josephine son dos mujeres excepcionales, pero han elegido otro camino, y créeme cuando te digo que eran muy conscientes de lo que hacían. En cualquier caso, no es momento de hablar de sueltas. Debemos aclarar unas cuantas cosas entre nosotras.

—¿Como cuándo podré ver a mi hermana? ¿Dónde está?

—Te has escapado para buscarla, es obvio —dijo la Matrarca.

Gaia tomó otro sorbo de té.

—Y volveré a hacerlo en cuanto pueda. Así que lo mismo daría que me dejaras verla.

La Matrarca enarcó las cejas.

—A veces eres clavadita a tu abuela. Ven, arrodíllate delante de mí —dijo. Luego dejó la taza y extendió las manos—. Déjame tocarte la cara, niña, no te niegues más.

El instinto de Gaia la empujaba a escabullirse lo antes posible, pero la Matrarca se limitaba a esperar. Gaia se fijó en los dedos finos, el rostro pensativo, el vivo tono rojo de la falda que envolvía su abultado vientre y, poco a poco, la paciencia callada de la mujer pudo más que sus recelos.

Cerró los ojos mientras una frialdad trémula la traspasaba. Las puntas increíblemente leves de diez dedos recorrieron su rostro, haciéndose cargo al instante de cada centímetro de piel. Sus cejas fueron trazadas en curvas simultáneas, y después sus pómulos. Sintió la respuesta de la cicatriz cuando la Matrarca regresó a la piel quemada de su mejilla izquierda, examinándola, aplacándola, sintió el tacto suave que se deslizaba con dulzura por su nariz, sus labios, su mentón. Las manos se detuvieron un instante en la mandíbula, sosteniéndole la cara, memorizándola. Gaia casi no podía respirar.

Cuando abrió los ojos vio una expresión intrigada en el rostro de la mujer. La hubieran mirado cuanto la hubieran mirado, ningún extraño la había tocado jamás de aquella forma: la intimidad del examen la perturbaba profundamente, la dejaba sin aire, como si fuese una mezcla de estrangulación y beso.

El rostro de la Matrarca era la viva imagen de la concentración, sus ojos claros centelleaban a la luz del fuego.

Pese al desconcierto, Gaia seguía deseando escabullirse, cuanto antes, pero no podía moverse ni pronunciar palabra. La mujer le pasó las manos por el pelo, los hombros y el cuello, donde encontraron la cadena.

—¿Qué es esto? —preguntó cuando llegó al reloj y el tictac se hizo evidente.

Como liberada de un hechizo, Gaia respiró de nuevo y se echó un poco hacia atrás.

—Mi reloj. Un regalo de mis padres.

La Matrarca lo dejó con suavidad donde lo había encontrado y bajó las manos. Un estremecimiento tardío recorrió la piel de Gaia cuando retrocedió hasta su anterior sitio junto a la chimenea, donde se acurrucó y se rodeó con los brazos. «¿Qué me has hecho?», se preguntó.

—No había supuesto que fuese todo tan complicado —dijo por fin la Matrarca.

Gaia sintió que el calor de un sonrojo le subía por el cuello.

—¿Crees que por tocar mi cicatriz ya me conoces? —espetó.

La mujer se rio con gentileza.

—¿Crees que tu cicatriz es lo único que he visto?

—No entiendo lo que quieres decir.

—Necesitas mucho, Mam’selle Gaia. Cada poro de tu cuerpo reclama afecto —contestó la Matrarca. Luego levantó las cejas y frunció los labios con gesto pensativo—. Atraerás a los hombres, querrán protegerte. Eres joven y prometedora, por supuesto, pero será tu añoranza la que los fascine.

Gaia no sabía qué pensar. No quería ser la muchacha vulnerable que aquella mujer estaba describiendo.

—¿Cómo lo haría yo? —añadió la Matrarca en voz baja.

—Tú no tienes que hacer nada. Sé cuidar de mí misma —objetó Gaia.

La Matrarca se rio.

—Qué independiente. No me has hablado del novio que abandonaste, ¿verdad?

Un silencio lúgubre volvió a llenar ese lugar de su corazón plagado de soledad. Le era imposible hablar de Leon, resultaba mucho más fácil no pensar en él.

—No importa —dijo la Matrarca, con mayor amabilidad si cabe—. Como tú dices, sabes cuidar de ti misma. La cuestión es que ahora estás aquí y me encantaría que atendieras a nuestras embarazadas. Hay al menos seis, que yo recuerde, y seguro que habrá más. ¿Lo harás?

Eso, al menos, lo entendía.

—Sí —contestó—, pero no tengo mis útiles. ¿Dejó la última comadrona algún huerto o jardín?

La Matrarca asintió.

—Vivía cerca de la ribera, un poco alejada del camino. Su casa se ha llenado de maleza, pero hice que trasplantaran casi todas sus hierbas al huerto de la cocina. Espero que Norris las haya cuidado como es debido.

Gaia sentía curiosidad por ver cuáles eran.

—Si hago lo que me pides, ¿me devolverás a mi hermana?

La Matrarca inclinó la cabeza, como si escuchara. Gaia oyó ruidos en la parte superior del edificio: gente que se levantaba y salía de los dormitorios, y un ruido lejano de agua procedente de la cocina.

—Te seré sincera —dijo la Matrarca—, la respuesta es no. No te dejaré criar a tu hermana, pero sí te dejaré verla.

—¿Cuándo?

—Cuando esté segura de que no tratarás de minar mi autoridad ni de salir a hurtadillas cada dos por tres de la Casa Grande. Puedes visitar a las sueltas si quieres y asistirás a la escuela con las demás jóvenes para aprender nuestros usos y costumbres.

Podría hacerlo.

—¿Escuela?

—Milady Roxanne imparte clases por la mañana. ¿Estás alfabetizada?

—Sé leer —contestó Gaia—, aunque soy un poco lenta. No me hará leer en voz alta, ¿verdad?

La Matrarca se rio con ganas por primera vez.

—No, no te preocupes. Y te gustará la maestra, seguro. Le gusta a todo el mundo.

Gaia sonrió y dejó vagar la mirada por las mesas y las sillas. Reparó en la estantería con libros de un rincón. Nunca había ido a la escuela y envidiaba a los niños del Enclave, pero quizá ahora dispondría también de buenos libros y podría estudiar sobre todos los temas que siempre la habían intrigado.

—Necesito una cosa más —dijo.

La Matrarca seguía sonriendo.

—¿De qué se trata?

—Si mi hermana estuviera en peligro de muerte, me gustaría verla y abrazarla por última vez. Prométemelo y haré sin rechistar todo lo que me pidas.

La sonrisa de la Matrarca se apagó y sus cejas se juntaron con verdadera simpatía.

—Sería un monstruo si me negara —dijo—. Te lo prometo.

—¿Podré atenderte también a ti durante el embarazo? —preguntó Gaia.

—Me tranquilizaría mucho. Este es el octavo, pero me parece distinto y no sé por qué. Tuve unas pérdidas, pero ya pasaron.

—¿Cuándo sales de cuentas?

La Matrarca se pasó una mano reflexiva por el vientre.

—Dentro de doce semanas. Espero que sea otra niña. La mayor, Taja, es la única que tengo. Imagínate, mi primer hijo fue niña.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Gaia.

—Treinta y tres.

Desde lo alto llegó el ruido de una puerta que se abría.

—Escucha, Gaia —dijo la Matrarca—, aséate, come y descansa. Hasta que no te recuperes, diré a las damas embarazadas que vengan a verte aquí a la Casa Grande. Daré orden de preparar una habitación arriba, para preservar la intimidad.

—¿Y las sueltas? ¿Vendrán también? —preguntó Gaia.

La Matrarca dudó.

—Será mejor que a esas las veas en casa de Sig’nax Dinah.

Gaia estuvo a punto de protestar, pero decidió que sería preferible librar esa batalla más adelante.

La Matrarca ya se había levantado y recogía el bastón.

—Esto va mucho mejor —dijo—, es un buen principio. ¿Te has sentido mal o te has mareado alguna vez desde que llegaste?

—Me he mareado un poco.

La mujer guardó su labor en una bolsa pequeña.

—Enfermarás pronto y entonces ya no habrá vuelta atrás. Esta es tu última oportunidad para marcharte de Sailum. Aún estás a tiempo.

Gaia sintió un escalofrío de aprensión, pero se levantó con la taza en la mano y la dejó en la bandeja.

—No —rehusó—, prefiero quedarme.

—Entonces debes saber algo más —dijo la Matrarca—. Es importante. No creo que ninguno de los hombres se aproveche de tu ignorancia, pero podría ocurrir. En Sailum no pueden tocarte. Ni siquiera te hablarán, a menos que tú les hables primero.

Gaia pensó que debía estar de guasa.

—¿Por qué no?

—Porque así podrás disfrutar de tu espacio. De otra forma te agobiarían para atraer tu atención. Todas las mam’selles gozan de ese privilegio. Tú también deberás respetarlos a ellos. Debido a su deseo de agradar, harán todo lo que les pidas, pero te advierto que mangonearlos está mal visto.

A Gaia se le escapó una risa.

—Estoy hablando muy en serio —reprendió la Matrarca—, sobre todo en lo del contacto físico.

—Pues Chardo ya me ha tocado —apuntó Gaia.

—Es obvio que se permite el contacto para hacer frente a las emergencias y para acatar órdenes directas, pero cualquier tocamiento amoroso, cualquier beso, se considera ilegal hasta que escojas a tu futuro esposo.

Gaia volvió a reírse.

—Pues para eso no tengo prisa.

—Respeta nuestras costumbres —dijo la Matrarca—; aunque te parezcan extrañas, a nosotros nos resultan útiles.

—No te preocupes —contestó Gaia. No la tocaría ni la besaría ningún hombre de Sailum, ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

Durmió. Al despertar en su cuarto trasero de ventana con listones cruzados, era ya por la tarde. Vio que habían dejado sus botas junto a la puerta, su mochila en la silla y la capa azul que Emily le había dado en Wharfton colgada de una percha. Se lo habían devuelto todo menos a su hermana.

Se preguntó cuánto tiempo le costaría demostrarle a la Matrarca que se merecía ver a Maya.

Pasó casi todo el resto de la tarde recibiendo a media docena de damas preñadas. Cuando la primera le preguntó si había alguna forma de saber si era niña, Gaia sonrió divertida.

—Amo a mis hijos varones —se apresuró a decir la mujer—, pero sería maravilloso tener una hija.

Al oír la pregunta por cuarta vez, Gaia empezó a sentir la misma ansiedad que las llevaba a ellas a indagar; pero cuando la última, que ni siquiera estaba embarazada, le preguntó si había algún método para concebir una niña, lo único que sintió fue impotencia.

Agotada, se arrastró hasta la cocina, donde Norris la reconfortó un tanto al señalarle la mecedora. Hacía más calor y ni siquiera con las ventanas abiertas se notaba la menor brisa.

—Así que comadrona, ¿eh? Muy joven pareces.

—Eso he oído.

—Mi sobrina Erianthe está en estado.

—Puede que la vea mañana. Hoy han venido seis mamás.

Con tanto hablar de bebés, añoraba aún más a Maya. Ya llevaba un día entero sin ella y eso no estaba bien.

Norris le dio un tazón de sopa y una rebanada caliente de pan integral recién sacado del horno. Gaia apenas tomó la mitad antes de sentirse llena. Recorrió la cocina con mirada ausente, reparando en la tubería que traía el agua y en la bandeja de barras integrales. Estas le recordaron a Mace y la noche en la panadería en que había hablado con Leon. Qué patoso había estado él con el batidor de juguete. Cuando cerró los ojos, vio las piezas que sostenía después de romperlo pero no le vio las manos. Y quería vérselas, y quería oír su voz: también eso lo echaba de menos.

Prefería pensar que Leon seguía vivo, que después de dejarlo sin conocimiento, los guardias lo habían llevado al Bastión con nada más grave que un buen dolor de cabeza. En ese instante podía estar jugando al ajedrez con su hermana, a salvo y reconciliado con su familia. Podía estar en el invernadero, rodeado de helechos y de flores.

¿A quién quería engañar? Si estaba dispuesta a soñar con imposibles, bien podía imaginárselo atravesando los páramos para ir a buscarla.

—Deberías acabarte eso —dijo Norris señalando la sopa.

Gaia abrió los ojos y miró el tazón, medio lleno.

—Creo que se me ha encogido el estómago.

—No te digo que no, pero necesitas comer. No recuperarás las fuerzas si no comes.

Gaia mordisqueó el pan un poco más. Aún se sentía débil y sabía que estaba demacrada. Un vistazo en el espejo del baño se lo había confirmado.

—¿Has oído algo de mi hermana? —preguntó.

—No.

El cocinero hacía un ruido enérgico con su pata de palo al recorrer la cocina para guardar un rallador, cebollas, especias y otros útiles y alimentos. Aunque sus pasos no tenían nada de rítmicos, la pata creaba una especie de música, un sonido reconfortante que no hacía juego con el tono brusco y la sempiterna expresión ceñuda de su propietario. Gaia bajó un poco la guardia. La gata Una vigilaba el extremo de la pierna ortopédica con profunda concentración.

Después de la sopa, el hombre le dio una manzana.

—Prueba esto.

Gaia sostuvo la fruta en alto para contemplar las vetas doradas de la piel roja y algo áspera. Era demasiado bonita para comérsela.

—Gracias, hermano —contestó, y al darse cuenta de su error añadió a toda prisa—: digo Norris. ¿Norris es nombre o apellido?

El cocinero levantó una ceja y se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo.

—Norris es el apellido de mi madre, mi nombre de pila es Emmett. Norris Emmett.

—El apellido de tu madre es Norris.

—Eso he dicho.

Aquí era todo al revés, no solo se decía primero el apellido sino que este era el de la madre, no el del padre.

—Donde yo vivía las mujeres casadas tomaban el apellido de su marido y sus hijos también. Como yo, Gaia Stone. «Stone» era el apellido de mi padre.

Norris reflexionó un momento.

—Eso no tiene sentido. De un niño sólo sabes con seguridad quién es la madre, por eso toda la familia lleva su apellido.

A Gaia le parecía lógico, pero raro.

—Así que yo aquí sería Orión Gaia —dijo riéndose—, pero esa no soy yo.

Se levantó y se acercó al fregadero para lavar el tazón. Un grifo proporcionaba agua fría.

—¿Es potable?

—Hay que hervirla antes de beber, pero para lavar sirve. Aclara el jabón con la caliente. El sumidero llevará lo que sobre hasta el huerto —dijo él asintiendo en dirección al fogón, donde una tetera negra humeaba en uno de los quemadores traseros.

—En casa no teníamos agua corriente —explicó Gaia—. En el Enclave sí, pero fuera de sus muros no. ¿De dónde viene esta? ¿De un pozo?

—Del marjal. Disponemos de un acueducto y hay un depósito de agua ahí detrás. Ahora tengo unos minutos libres, puedo enseñártelo si quieres, y el huerto. ¿Vienes? Hará más fresco fuera.

Antes de salir le entregó un sombrero de paja. El huerto era grande y un par de chicos trabajaba en el extremo opuesto, recogiendo judías verdes. Norris los presentó como Sawyer y Lowe, y ellos se tocaron el ala del sombrero a guisa de saludo. Luego la condujo lentamente por el huerto señalando cada planta y cada hierba, pero cuanto más avanzaban, mayor desaliento sentía Gaia. No había ni la mitad de lo que usaba en casa, y la perspectiva de recoger ella misma las plantas que faltaban era abrumadora.

Arrojó el corazón de la manzana al montón de estiércol.

—Estás decepcionada —dijo sin rodeos Norris.

—No, no te preocupes, ya hay algo para empezar.

—Puedes trasplantar cuanto necesites y no seremos tacaños a la hora de ayudar. Solo tienes que indicarnos lo que debemos hacer.

Gaia echó un vistazo a los chicos, que se habían detenido para mirarla de nuevo.

—¿Es esta la colección de hierbas más completa del pueblo? —preguntó.

Después de pensarlo un momento, Norris dijo:

—Aquí todo el mundo tiene un huerto. Es posible que los Chardo tengan mayor variedad. Puedes probar allí.

Gaia le preguntó la dirección, y aunque Norris le ofreció a Sawyer para que la acompañara, ella dijo que no hacía falta: estaba deseando pasear un poco a solas.

—No tardes mucho —advirtió Norris—, el mal de entrada suele presentarse de repente y es preferible que no estés sola cuando ocurra.

No hacía ni cinco minutos que se había ido cuando oyó pasos a su espalda. Al volverse vio a una chica morena corriendo en su dirección. Era increíblemente rápida, considerando que se sujetaba el sombrero con una mano y que la falda amarilla le flameaba por detrás. Mientras Gaia la esperaba, las cigarras iniciaron su monótono estridor.

—Hola —dijo sin aliento la joven—, tengo que hablar contigo. Quería verte a solas. Soy Mam’selle Peony.

—Encantada. Yo soy Gaia.

—Ya lo sé. No te figuras lo contenta que me puse cuando me enteré de que eras comadrona.

Gaia la miró con más detenimiento y reparó en la curvilínea figura y el brillo de los ojos bajo el ala clara del sombrero. Llevaba el lustroso cabello castaño suelto sobre los hombros y se adornaba con un collar de cuentas azules y púrpuras. Aunque con las mejillas arreboladas por la carrera era el vivo retrato de una campesina fuerte y saludable, no sonreía.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Gaia.

Peony dudó y miró en todas direcciones para comprobar que no hubiera nadie.

—Quería preguntarte si me ayudarías a abortar.