—¿CASARME CONTIGO? ¿Te has vuelto loco?
—No. Piénsalo. Resolvería todos los problemas.
—¿Como cuáles?
—Como que Peter volviera a besarte y acabara encepado. Antes me lo cargaría.
—¡Leon! Esto no tiene sentido.
—Claro que lo tiene y mucho. ¿Se te ha ocurrido pensar en lo que sucederá el mes próximo?
—¿Qué?
Leon se frotó la mandíbula.
—Dudo mucho que los siguientes capitanes de los treinta y dos juegos me elijan para su equipo y si no puedo jugar, no podré ganar.
Gaia no acababa de entenderlo.
—No lo entiendes, ¿verdad? —dijo él rodeándose las rodillas con las manos—. Siempre tan modesta. Perdóname por señalar lo que es obvio: el próximo ganador te escogerá a ti. Algún otro tendrá contigo las mismas oportunidades que he tenido yo.
Gaia se quedó en blanco. Entonces lo comprendió todo y enmudeció de horror.
—No puedo —susurró—, no puedo ser el premio.
—¿No lo crees? ¿Ni siquiera para Peter si ya ha salido de la cárcel? ¿Y qué me dices de ese otro que fue capitán la última vez, ese rubio grandote, Xave?
La idea la repelía. No había pensado en eso en absoluto. En ese instante todo se le vino encima: el ciclo de los juegos no solo afectaba a los hombres que competían sino también a todas las mam’selles.
—La única forma de no ser elegida es que yo elija a alguien, que anuncie mi compromiso, o que me una a las sueltas —dijo Gaia. Lo último era lo que había hecho Dinah. Gaia empezaba a entender lo que había significado para ella ser elegida un mes tras otro, y no quería pasar por lo mismo, sobre todo en ese momento—. ¿Qué hago?
—Considerar mi brillante propuesta.
Gaia estudió los atentos ojos azules de Leon y vio que hablaba muy en serio.
En el fondo de su mente, una vocecita le recordó la promesa de no comprometerse en la cabaña que le había hecho a Peter, el mismo Peter que estaba en la cárcel por su culpa. Ella solita lo había enredado todo.
—No puedo hacerlo —dijo—. Deberías saber que no puedo. Apenas hemos hablado.
La expresión de Leon se volvió seria.
—Admito que nuestra relación no ha sido fácil, pero no por eso ha dejado de existir.
Gaia lo escuchaba muy quieta.
—Todo lo bonito, por nimio que sea, me recuerda a ti, porque deseo compartirlo contigo —prosiguió él, inclinándose hacia delante—. Pensé que conseguiría superarlo, pero no puedo, y me niego a seguir intentándolo. Entiendo que ahora no quieras saber nada; tienes miedo, sobre todo porque te preocupa herir los sentimientos de Peter, ¿verdad?
—No es miedo —contestó Gaia—, no es tan sencillo.
—¿Qué es entonces? No puedo creer que Peter te guste de verdad. Más que yo seguro que no, ¿a que no?
—No.
«No más, pero sí de otra manera».
Los ojos de Leon bailaron con la luz.
—No creo que entiendas lo que significa esto para mí: vivir contigo y que tú me apartes de ti en todo momento. Estamos hechos el uno para el otro, ¿cuándo lo entenderás? —insistió él.
Lo que Gaia no entendía era lo seguro que estaba. Hasta la amedrentaba y todo. Se apoyó en la mesa y frunció el ceño.
—Pues a veces has sido bien antipático conmigo —masculló.
Leon soltó una risa.
—¿Cuándo? ¿Cuando me mentías?
—No te he mentido, es que no puedo contártelo todo, ni tengo por qué hacerlo. A veces me das miedo.
—¿Yo?
—¿Qué pasó después de los juegos? —le recordó Gaia.
—¿De verdad tengo que disculparme por eso?
Leon se levantó y se dirigió a la ventana, donde apoyó la frente en el cristal durante largo rato. En la cocina el horno daba chasquidos al enfriarse; dentro de Gaia, un nudo se apretaba cada vez más. Por fin, Leon se dio la vuelta con los ojos cargados de preocupación.
—De acuerdo —dijo en voz baja—, lo siento, y siento también lo que sucedió la mañana siguiente, por supuesto, y todo lo que haya dicho cuando mi corazón… —Se detuvo. Se pasó una mano por el pelo, miró hacia un lado y después volvió a clavar los ojos en Gaia—. No me obligues a hacer esto, déjame conservar un poco de orgullo.
Gaia se agarró al borde de la mesa, asombrada por la enormidad de lo que Leon admitía. La había amado siempre, hasta cuando ella no se daba cuenta, hasta cuando el amor por ella había significado sufrimiento, y cárcel, y angustia.
—Yo también lamento muchas cosas —dijo Gaia, con las mejillas enrojecidas por la vergüenza—, entre ellas lo que ha pasado con Peter esta noche —añadió, y era totalmente cierto. Ese instante de felicidad parecía haber ocurrido hacía siglos y siempre estaría empañado por los acontecimientos posteriores—. Y también lamento lo que va a pasar mañana.
Leon cruzó los brazos sobre el pecho.
—Vas a ir a su juicio para intentar que lo dejen libre, ¿no?
—Tengo que ir.
Leon lo consideró un momento, tras lo cual dijo con calma:
—Ahora que ves que él tiene problemas es cuando quieres cambiar las cosas.
A Gaia se le encogió el corazón: debería haber hecho lo mismo por Leon. Ahora se daba cuenta, pero había llevado tiempo que su viejo y verdadero amor volviese a entrar en su vida para curarla de su ceguera.
—Lo siento —repitió Gaia—, pero lo entiendes, ¿no?
—Supongo que no puedes evitarlo. Eres generosa —contestó Leon. Cerró los ojos un instante y volvió a mirarla, sonriente—. ¿Qué piensas hacer para ayudarle?
Gaia paseó la mirada por los mapas de la mesa y acabó escrutando el tubo de cristal del quinqué y la oscilante llama de su interior.
—Intentaré convencer a las damas de que no ha hecho nada malo —respondió—, y si eso no funciona, intentaré que cambien la ley.
—¿Y si eso tampoco funciona?
Gaia experimentó una oleada de ansiedad.
—Pues no sé… pensaré en otra cosa.
—En todo menos rendirte, supongo.
—Sí, no soportaría que castigaran injustamente a nadie por mi culpa. Otra vez no.
Leon se le acercó, se colocó junto a la mesa y se hizo con la pluma de somorgujo.
—¿No temes que la Matrarca te exilie?
La mirada de Gaia se paralizó en la pluma.
—El exilio ya no es una sentencia de muerte —dijo—, Peter y yo hemos encontrado un antídoto para el miasma.
—¿De qué estás hablando?
—Me dio tanta alegría que por eso no recapacité cuando estaba… cuando él… cuando nosotros…
—Ya, ya, entiendo. ¿Qué has descubierto?
Gaia hizo caso omiso del calor de sus mejillas y agarró impulsivamente el cuaderno de dibujo. Sacó el poema descifrado y lo sostuvo bajo la luz.
—La solución está en la flor de arroz negro. Fumándola se reducen los síntomas de la abstinencia debidos a la adicción al miasma.
—No está mal —dijo Leon, impresionado—. Si el miasma es un opiáceo, tal como pensábamos, una droga más suave mitigará sin duda el síndrome de abstinencia.
—¡Mi abuela estuvo tan cerca! ¿Cómo no lo vería? —Gaia se fijó en los versos más desconcertantes: «Al fumar locuras regresar podrías» y se le ocurrió otra idea; quizá fuese una indicación: «Al fumar lo curas: regresar podrías».
los adictos al miasma deja
inmediatamente vete de aquí
rechaza los partos de
idiotas si lees esto hija mía
oscuridad del marjal
obcecación sombría
al fumar locuras
regresar podrías
rechaza este lugar
ocaso de la alegría
zanja por gaia esta falsía
Al inclinarse sobre la mesa para verlo mejor, descubrió la otra pista, la oculta y más evidente.
El poema era un acróstico en que las letras iniciales de los versos formaban una frase: lirio o arroz. Gaia se quedó estupefacta. Un escalofrío le erizó el vello de los brazos; los ojos se le desorbitaron.
—¡Increíble! —exclamó.
—¿Qué has visto? —preguntó Leon.
Gaia bajó lentamente el índice por el principio de los versos.
—Está aquí: lirio o arroz. En realidad, mi abuela lo sabía. Había llegado a la conclusión de que existían dos posibles curas y lo escribió aquí para mis padres, solo para ellos.
Cuando Gaia le contó a Leon la forma de morir de su abuela, la verdad le resultó evidente.
—Escogió la flor que no era —dijo—, fumó amapolirios pensando que eso la salvaría, pero la mató.
Leon dejó la pluma con suavidad junto a los dedos de Gaia.
—¿Estás segura?
—No se me ocurre otra cosa. Ahora podremos irnos, solo tenemos que hallar la dosis correcta.
—¿Te das cuenta de lo que dices? —preguntó Leon, volviéndose a mirarla—. ¿Dejarías Sailum para volver al páramo o al Enclave?
Gaia sintió un escalofrío y miró a Leon a los ojos.
—Tendremos que irnos todos —sentenció.
La luz grisácea del amanecer ya entraba por la ventana cuando Gaia se despertó al sentir en el hombro unos golpecitos propinados por Josephine, que estaba de pie a su lado y decía bajito:
—Ha venido a buscarte la Matrarca.
Gaia parpadeó aturdida y salió a duras penas de la cama. Además de quedarse hasta tarde con Leon, había pasado buena parte de la noche consolando a una llorosa Maya y, al volver a acostarse, había tardado mucho en dormirse, debido a su angustia por Peter.
Josephine le dio un abrazo cuando la vio preparada y al soltarla le dijo:
—Buena suerte.
A Gaia le hubiera gustado ver a Leon antes de enfrentarse a Milady Olivia, pero la puerta de su habitación estaba cerrada.
Se acercó de puntillas y probó el picaporte, escuchando. La puerta se abrió sin hacer ruido. Sobre una mesa estrecha descansaban una brocha de afeitar, un plato con un trozo de jabón y una navaja de afeitar que reflejaba la luz del alba. Leon había dejado los pantalones sobre el respaldo de la silla y la camisa en una percha que colgaba del borde de la ventana abierta. Gaia miró más al fondo, hacia la cama, donde el joven yacía boca abajo, profundamente dormido, con la boca abierta y las mantas engurruñadas. Un pie pálido colgaba del colchón.
Gaia buscó de forma instintiva el tatuaje de nacimiento de su tobillo, pero desde donde estaba no podía verlo. Había buscado a Orión, aunque no pudiera encontrarlo. La tristeza y el consuelo la inundaron al recordar a sus padres. Leon siempre sería un vínculo con ellos, con el hogar.
El sosiego de su respiración de durmiente le infundió una ternura protectora, no podía despertarlo solo para decirle adiós. Retrocedió y cerró suavemente la puerta.
Luego revisó como siempre su maletín para ver si llevaba todos sus útiles y dio cuerda al reloj de colgar, girando adelante y atrás la diminuta corona. El tictac resonaba en aquel silencio. Se estremeció de nerviosismo al pensar en lo que se avecinaba y, por puro instinto, se volvió a colgar el reloj del cuello. Después agarró su capa y salió de la cabaña.
Junto a la puerta esperaba un carruaje negro de formas angulosas. El vientre de la Matrarca era ya tan voluminoso que su capa no llegaba a cubrirlo, por lo que se había envuelto además en una manta. Su marido bajó del coche en cuanto vio a Gaia.
—Buenos días, Mam’selle Gaia —dijo Dominic, extendiendo una mano para ayudarla a subir—. ¿Podrás llevar tú el coche?
—¿No vienes con nosotras?
—No, yo me quedo con los niños. Es el cumpleaños de Jerry, así que espero que el juicio no dure mucho. Ten, toma —dijo pasándole las riendas—. El caballo conoce el camino. Vuelve pronto con nosotros, Olivia.
—Lo haré —contestó la Matrarca.
Gaia agarró el pequeño reposabrazos de metal mientras colocaba los pies en el pescante y levantó las riendas de cuero con ambas manos. Miró dubitativa las orejas del caballo.
—¡Arre! —dijo Dominic, dando una palmada en el anca de la bestia.
Gaia se vio zarandeada hacia atrás y hacia delante.
—Afloja un poco —indicó la Matrarca—, hasta yo me doy cuenta de que tiras mucho de las riendas.
Gaia obedeció y el caballo se internó en la niebla matutina. Más abajo, el marjal se perdía en una capa de bruma que se desbordaba por el valle y más lejos aún; la isla de los Bachsdatter se erguía como unas ruinas distantes. Gaia sintió un escalofrío. Ahora que sabía que el miasma era adictivo, era como ver que una nube de gas tóxico cubría el pueblo.
—¿Cómo está Peter? —preguntó.
—Perfectamente. La pregunta sería más bien cómo estás tú —dijo la Matrarca.
—De maravilla, gracias. Todo esto es completamente innecesario. ¿No podrías soltarlo y ya está?
Milady Olivia apoyó la mano en el salpicadero mientras traqueteaban cuesta abajo por el barranco.
—Puedes confiar en que las damas tomarán una decisión justa —contestó—. No entra dentro de mis atribuciones ponerlo en libertad sin juicio, por suerte. No querría tener esa responsabilidad sobre mis hombros.
—Pero ellas te escucharán, ¿no?
—Es justamente al contrario: yo las escucharé a ellas. Son ellas las que deciden.
Gaia dobló un recodo y el camino volvió por fin a la horizontal.
—Josephine dice que las damas expulsaron a mi abuela por loca. Dice que mi abuela vadeaba por el marjal de noche y que trataba de echar de Sailum a los exreservas. ¿Es verdad?
La Matrarca se rio.
—Tu abuela disfrutaba con la bioluminiscencia, pero distaba mucho de estar loca. ¿Has podido descifrar la carta?
—¿Sabías lo de la carta?
—Dominic me la ha recordado, yo solía preguntarme si podría ser una nota de suicidio.
—Era una nota furiosa y amarga que llamaba a la gente de aquí idiota y decía a mis padres que volvieran al Enclave.
—Eso encaja —dijo la Matrarca—. Ahora resulta extraño pensar en que la escasez de niñas que predijo tu abuela se ha convertido en una realidad incluso con mayor rapidez de la que ella vaticinó.
—¿Y no va siendo hora de hacer algo?
—¿Algo como qué? Sé lo que encontró Chardo Will y eso no tiene cura. Tu abuela instó a los exreservas a experimentar y muchos de ellos murieron. No, la esperanza es una maldición, Mam’selle Gaia, tan destructiva como la desesperanza misma.
—¿Eso significa que Sailum está mejor sin esperanzas? Has puesto freno a la curiosidad.
—No le he puesto freno —replicó la Matrarca—. Para la gente es mucho más fácil sentirse agradecida. Reflexiona, hija mía. En muchos sentidos, esto es un paraíso donde se vive una vida bella y sencilla. Una vez que las personas lo aceptan y se ocupan de su propia vida y de su familia, son felices.
Al pasar por la granja de los Chardo, Gaia echó una ojeada y vio que no había luz en las ventanas de la casa. La Matrarca se reclinó en el asiento y se alisó la manta sobre el vientre.
—Tus propios hijos pueden pertenecer a la última generación de este lugar si no nacen más niñas —dijo Gaia—. La hija de Josephine, Junie, podría ser la última. ¿No te da miedo?
—¿Miedo? No. Hemos alcanzado una etapa crítica y espero que sigamos siendo civilizados tanto tiempo como sea posible, mejor hasta el final.
A Gaia le sonaba horroroso. Una comunidad entera sentenciada a muerte.
—¿Crees que eso es mejor que intentar irse?
La Matrarca se rio.
—¿Adónde? ¿A ese lugar nihilista y abusivo del que tú vienes? Aunque pudiéramos, ¿por qué íbamos a abandonar nuestra pacífica forma de vida para ir allí y ser destruidos? No. No hay nada deshonroso en morir aquí, y ese es nuestro deseo. No estamos frustrados por falsas esperanzas.
—¿Estás segura de eso? —preguntó Gaia.
—¿Cómo dices?
—¿Estás segura de que la mayoría desea tu civilizada muerte en el paraíso?
La Matrarca se volvió para mirarla, ceñuda.
—Respóndeme a una pregunta —dijo con su melodiosa voz de contralto—, ¿conoces alguna forma de marcharse de Sailum sin peligro? Dime la verdad, por favor.
Gaia dejó que el caballo tirara del carruaje una docena de pasos más para decidir la respuesta. La Matrarca reconocería una mentira, pero, cuanto más lo pensaba, menos le apetecía desvelar su descubrimiento sobre la flor de arroz.
—Iba a decírtelo —contestó por fin—, pero primero es el juicio de Peter.
—Al menos no me mientes con descaro, todavía. Es sorprendente que hayas descubierto la forma de salir de aquí. Podrías llevarte a toda la gente sana, fuerte y joven y dejarnos a los demás para que muramos más deprisa. A las familias jóvenes les encantará.
—Ni se me había pasado por la cabeza —dijo Gaia, consternada.
La mirada ciega de la Matrarca se volvió soñadora.
—¿No? —dijo—. ¿Qué ha pasado para que te haya perdido tan pronto otra vez?
—No me has perdido —respondió Gaia, cada vez más perpleja—. Te he obedecido, tal como te prometí. Me he portado bien —añadió sacudiendo las riendas para azuzar al caballo.
—Temo por ti, Mam’selle Gaia —dijo la Matrarca—, deberías confiar en mí en vez de intentar desautorizarme.
Gaia ignoraba cómo se las arreglaba Milady Olivia para conseguir que dudara de ella misma, pero lo estaba consiguiendo una vez más. La Casa Grande se hizo visible a lo lejos, detrás del ejido bañado por el sol. Los cuatro cepos seguían a la sombra, pero eso no impedía que Gaia imaginara y temiera lo que podía ocurrir en uno de ellos. Rechazó sus dudas y se concentró en lo que sabía con certeza.
—A poco que pueda, no te dejaré meter a Peter en el cepo —aseguró—. No es más culpable de un delito que yo.
La Matrarca no dijo ni pío. Se pasó una mano por el vientre y estiró la espalda. Gaia pensó que no le quedarían más que una o dos semanas para el parto y se preguntó si haría algún comentario al respecto, pero la mujer se limitó a suspirar.
—¿Cansada? —se interesó Gaia.
—Siempre.
Gaia guio el carro hasta la Casa Grande y lo detuvo en ángulo delante del pórtico.
—Ya estamos —anunció.
—Echa el freno y ve a buscar a Norris o a otro para que me ayude a bajar.
Varios hombres se levantaban de los bancos más cercanos al pórtico, entre ellos Chardo Will, su padre y sus tíos. En un gesto que a Gaia le pareció conmovedoramente irónico, fue el padre de Peter quien se adelantó, ayudó a la Matrarca a bajar del carruaje y la acompañó al interior del edificio.