LA VIDA EN LA CABAÑA se volvió pronto rutinaria para los adultos y los bebés. Al principio Josephine estaba feliz de alimentar también a la pequeña Maya, adaptándose a la demanda con generosidad y afecto; pero después de tres días enteros sin pegar ojo, tuvo que tomar cartas en el asunto: decidió comer y beber en abundancia, echarse sueñecitos siempre que pudiera y delegar los cambios de pañal, los eructos y el consuelo en Leon y Gaia.

—Hago de vaca —dijo con su naturalidad habitual—, y como una vaca me voy a poner, pero me da igual. Además, lo haría completamente gratis: nunca olvidaré lo que hiciste tú por mí cuando tuve a mi Junie.

—No seas tonta —contestó Gaia. En Sailum habían establecido una compensación económica para las amas de cría, así que en cuanto la Matrarca supo que los Bachsdatter se quedaban en la isla, encargó que le dieran una paga a Josephine.

Una tarde Gaia se sentó en la vieja mecedora con Junie mientras al otro lado de la chimenea Josephine amamantaba a Maya. Aunque ya había pasado una semana desde la tormenta, el cielo seguía cubierto de nubes, como aquejado de una cabezonería que le impidiera tanto descargar como aclararse. El viento repiqueteaba en la chimenea y removía las cenizas hasta con el tiro cerrado.

—Es como tener gemelos, digo yo —comentó Josephine por centésima vez—. ¿Me traes un té? —añadió levantando la voz para que los presentes supieran que se refería a Leon.

Leon oteaba el valle desde la ventana, donde la oscuridad del ocaso arrojaba una frialdad azulada sobre su piel. Al oír a Josephine, se dirigió de inmediato a la cocina. Sus botas hacían un ruido sordo sobre el suelo de madera.

—Esas pisadas me recuerdan a Bill, ya te digo —comentó Josephine, tampoco por primera vez.

—Sí, claro —murmuró Gaia.

—Me encantaría que Xave pudiera verme. ¿Crees que vendrá de visita alguna vez?

—No.

Gaia miró hacia la cocina, separada del salón por un tabique a media altura, donde Leon sacaba agua del cubo del fregadero. Se había remangado hasta más arriba del codo y el algodón marrón de su camisa delineaba sus músculos cuando se movía. Gaia miró hacia otro lado. Le daba miedo que él se diera cuenta de lo muy a menudo que lo observaba; para su consternación, había descubierto lo fácil que era mirarlo hasta cuando realizaba las tareas más sencillas. Leon dotaba a todo lo que hacía de una especie de gracia eficiente que se manifestaba tanto en la precisa manipulación del imperdible de un pañal como en la de un cazo para echar agua. Esa gracia la fascinaba. «Menuda idiota estoy hecha», se decía.

Pero las tareas sencillas eran interminables.

Josephine parecía sentir un placer malsano al encargárselas de todo tipo, desde acercarle los pañales hasta traerle el chal, pasando por cambiar de sitio la vela de la chimenea para que no la deslumbrara. Leon la complacía de buen grado, como si ella tuviera todo el derecho a darle órdenes.

Gaia, por el contrario, era incapaz de pedirle la menor cosa. Se sentía en deuda con él por haberle devuelto a Maya y por no seguir tratándola mal, aunque tampoco había vuelto a demostrarle ningún tipo de interés, como hizo al llevarla en brazos en la isla. Puesta en lo peor, tenía la impresión de estar decepcionándolo; puesta en lo mejor, de que por el hecho de vivir en la misma casa procuraba ignorarla lo más posible.

Se estaba volviendo loca.

Este enloquecimiento, a su vez, la hacía añorar el consuelo del establo de Will y, si pensaba en Will, se ponía nerviosa al recordar a Peter. Todo era nuevo para ella y no le gustaba nada vivir en un estado de perpetua inquietud.

Leon le llevó a Josephine la taza de té y se la colocó a mano sobre un taburete. Gaia volvió a fijarse en el anular mutilado.

—Gracias —dijo Josephine y bostezó cubriéndose la boca—. No le has traído a Mam’selle Gaia.

Leon miró a esta con expresión grave.

—¿Quieres té, Gaia? —preguntó.

—Pues claro que quiere —dijo Josephine riéndose—. No pega nada lo formal que eres con lo de «Gaia» a secas —añadió, bostezando otra vez—. Lo siento, tengo sueño. Es esta oscuridad. Enciéndenos el fuego, Vlatir, por favor.

Gaia sintió que él seguía mirándola.

—No, no quiero té —dijo en voz baja—, gracias.

—Entonces, si me permites… —Leon señaló la chimenea.

Gaia apartó las piernas para que él pudiera colocar los leños y la yesca. Una vez hecho, Leon abrió el tiro, encendió una cerilla y se inclinó hacia delante. El destello de luz recortó su perfil mientras arrimaba la cerilla a un trozo de corteza de árbol y esperaba hasta que un zarcillo de humo subía por el cañón de la chimenea. Se había cortado el cabello y la mirada de Gaia se posó en la suave piel de su nuca. Aunque en la frente lo llevaba algo más largo que en el Enclave, Gaia echaba un poco de menos sus alocadas greñas.

Él se volvió y la sorprendió mirándolo. Gaia intentó apartar los ojos, pero no pudo. El fuego emitió un chisporroteo.

—Perdona —dijo él bajito, señalándole los calcetines.

A Gaia le llevó un buen rato darse cuenta de que volvía a impedirle el paso.

—Lo siento —farfulló apartando los pies.

Leon extendió la mano hacia la repisa.

—¿Qué es esto?

Gaia levantó la mirada y contestó:

—El cuaderno de dibujo de mi abuela.

La Matrarca se lo había enviado el día anterior y ella lo había dejado con el bloc de notas de Bachsdatter, pero aún no había tenido ocasión de mirar ninguno de los dos.

—Tu abuela fue la anterior Matrarca, ¿verdad? ¿Te importa que le eche un vistazo?

—No, qué va. Yo también quiero verlo.

Josephine, cuyos ojos se cerraban por el soporífero efecto del calorcillo del fuego, se dejó quitar a Maya de las desmadejadas manos. Gaia pensó que con sus rizos negros y el delicado rosa que había adquirido la tez morena de sus mejillas, parecía muy joven, sobre todo dormida. Se preguntó si Leon se habría fijado en lo guapa que era.

Él se afanaba por arropar a las niñas en el moisés. Una vez que acabó, Gaia y él se marcharon en silencio al otro extremo de la habitación, al comedor constituido por una mesa y una alacena.

—¿Cuánto crees que estarán dormidas? —preguntó Leon.

—¿Cinco minutos?

Leon esbozó una sonrisa. Sin contar a las durmientes, Gaia estaba a solas con él. Hubiera preferido no sentir recelos, pero, cuanto más se acercaban a la mesa, más pequeña le parecía la habitación, como si los cristales de la terraza por los que entraba una luz tenebrosa se hubieran desplazado hacia dentro varios centímetros. Se apartó el pelo de la cara y estiró los brazos hacia arriba para desentumecer sus rígidos hombros.

Sobre la mesa había varios mapas.

—¿Qué es esto? —preguntó Gaia.

Leon apoyó las manos en el tablero, se inclinó y alzó la mirada.

—Se los pedí a Dominic el otro día, cuando me llamó para verme —contestó, dando una pequeña sacudida de cabeza para retirarse el pelo de los ojos—. Estoy en la Reserva de Fértiles, dicho sea de paso y sirva para lo que sirva.

—¿Enhorabuena? —medio interrogó Gaia, incómoda.

Él le echó un vistazo.

—Gracias.

Gaia se volvió hacia Josephine.

—Quizá debería…

—No, quédate —pidió Leon, empujando hacia ella uno de los mapas—. Este es el más reciente, aunque tiene ya varios años. Estoy tratando de hacerme una idea del tamaño del bosque y de por qué nadie puede salir de aquí. Según Malachai no vale la pena ni intentarlo.

—¿Es amigo tuyo? —preguntó, interesada, Gaia.

—Sí.

—Pues dicen que mató a su mujer.

—Sí, la estranguló. Además de llevar décadas aguantando sus malos tratos, la sorprendió pegando a su hijo de nueve años. Eso fue la gota que colmó el vaso.

A Gaia no se le había ocurrido que una mujer pudiese maltratar a un hombre y le costaba imaginarse al gigantón de Malachai como víctima.

—¿Está arrepentido?

—¿De matarla? Sí. ¿De salvarse él y salvar a su hijo? No. A mí me cuesta echarle la culpa —reconoció Leon acercándose uno de los mapas—. Va a pasarse entre rejas toda la vida. —Su tono dio a entender que daba el tema por zanjado.

Gaia giró el mapa en su dirección. El papel estaba muy estropeado, sobre todo en los bordes. Líneas desdibujadas se extendían hacia fuera desde el centro del pueblo, como los rayos de una rueda, y un anillo externo representaba el perímetro del bosque, más o menos ovalado, salvo por el abultamiento del marjal. En torno a ciertos lugares había equis e íes griegas mayúsculas junto a cifras, y tanto las letras como los números habían sido borrados y reescritos, como en un palimpsesto.

Gaia se subió un calcetín y se sentó en una de las sillas, con una pierna doblada bajo el cuerpo. Leon ocupaba la silla de enfrente.

—¿Qué es esto? —preguntó Gaia señalando una línea de puntos.

—Eso es el límite de la zona que patrullan los jinetes del páramo —contestó Leon y dio golpecitos con el índice a un punto situado al oeste—. Aquí me capturaron, según Dominic, y aquí encontraron a los nómadas el día de los treinta y dos juegos.

Miró a Gaia y añadió:

—Ya sabrás que conocían a tu hermano, supongo.

—¿Qué?

—Hablamos en la cárcel. Eran de la misma tribu que rescató a Jack en los páramos.

—¿Entonces ha sobrevivido? —preguntó Gaia asombrada—. ¿Estás seguro?

—Segurísimo. Se enteraron de que yo era del Enclave y me preguntaron si lo conocía.

—¿Sabían algo de la Vieja Meg?

—Les pregunté, pero no habían oído hablar de ella.

Aunque era lo más probable, a Gaia le costaba creer que la anciana hubiera fallecido. «La Vieja Meg era de armas tomar», pensó. A la inversa, la alegraba muchísimo que su hermano hubiera sobrevivido, aunque nunca volviera a encontrarse con él.

—¿Conociste a un chico del Enclave que se llamaba Martin Chiaro?

—En el colegio iba un curso por delante de mí —contestó Leon—, era un flacucho solitario. Su familia se encargaba de los fuegos artificiales. Una vez se metió en líos por incendiar una zona del patio del colegio, pero no sé nada más. ¿Por qué?

—Es mi otro hermano, Arthur.

—¿En serio? —Leon reflexionó un instante. Después meneó la cabeza—. Siento no recordar nada más. No éramos amigos.

Lo que ella quería saber en realidad era si Arthur había sido feliz, si su familia se había portado bien con él, pero quizá nunca lo sabría. Giró de nuevo el mapa, preguntándose dónde la encontraría Peter.

—El sendero del sur solo llega hasta el regato —dijo—. ¿Estuviste allí?

—No —respondió Leon—. Es raro que nadie haya explorado el sur, considerando lo que tu abuela les contaría sobre el Enclave.

—El mal de salida no los deja marcharse —le recordó Gaia—. Además, un centenar de kilómetros de páramos no es ninguna tontería. Sabemos que hay una luna, pero no intentamos ir. Esto es igual —añadió hojeando el bloc que le había dado Bachsdatter—. En realidad, ni siquiera sé por qué se marchó mi abuela de Wharfton. ¿Por qué abandonaría a su familia?

—Puede que quisiera encontrar un lugar mejor. ¿Cuándo se fue?

—Cuando yo tenía uno o dos años. Me acuerdo de su monóculo, es el que lleva la Matrarca, pero de ella no recuerdo nada.

—Entonces se marchó después de tu quemadura, ¿no?

Gaia le miró. La gente de Sailum no solía mencionar su cicatriz: era como si para ellos no existiese. En Wharfton la hacía sentirse tan fea y tan paria que siempre era consciente de su existencia. Por eso la sorprendió que Leon siguiera viéndola tal cual era, con sus defectos y sus virtudes.

—Sí.

—¿Por qué no te pones tu reloj de colgar? —preguntó él.

Gaia se tocó sin darse cuenta el lugar vacío de su pecho.

—No me parecía bien llevarlo.

—¿Cuándo te lo quitaste?

—Cuando le dije a la Matrarca lo de Peony.

—Cuando te rendiste.

Gaia se removió inquieta, apoyó los codos en los brazos de la silla y se permitió mirarle a los ojos.

—A veces me entiendes mejor que yo misma.

Leon ladeó un poco la cara y alzó las oscuras cejas.

—Pues justo estaba pensando que a ti no hay quien te entienda.

—¿Por qué?

Él meneó la cabeza.

—No empecemos. Otra vez, no. Ya que ahora nos llevamos bien, dejémoslo estar.

Gaia bajó la vista hacia el bloc que sujetaba en las manos. Sentía calor en las mejillas.

—Has empezado tú, por preguntarme por el reloj —reprochó.

—Solo quería asegurarme de que no lo habías perdido.

—Pues no, está en mi maletín, con mis útiles de comadrona.

—Tema resuelto.

Gaia se encorvó sobre el bloc y se obligó a concentrarse en las hojas, donde vio filas de fechas con temperaturas y otras variables meteorológicas del marjal. Bachsdatter las había recopilado durante los cuatro años anteriores a la muerte de su abuela, a diario, con precisión obsesiva. Luego la frecuencia había disminuido hasta desaparecer por completo dos años atrás.

Se concentró en la lectura, pasando despacio las páginas y preguntándose por qué estarían ciertas fechas, sobre todo invernales, entre paréntesis. Entonces recordó las palabras de Bachsdatter sobre la tormenta y releyó las anotaciones.

—Al parecer le interesaban más los días nublados.

—Déjame ver —dijo Leon, y Gaia se desplazó un poco para que pudiese mirar por encima de su brazo.

—¿Por qué pensaría mi abuela que eran especiales?

Leon hojeó algunas páginas.

—Aquí hay también asteriscos, en las cifras de evaporación. Es lógico que en los días nublados se evapore menos agua.

—¿Y tanto trabajo para confirmar eso? ¿Estaría intentando relacionar la evaporación con alguna otra cosa? ¿Con enfermedades?

—Es posible.

—¿Qué has visto en el cuaderno de dibujo? —preguntó ella.

Leon se lo alcanzó y, cuando Gaia fue abrirlo, varios folios doblados y atados con un cordel rojo cayeron sobre la mesa. En la parte visible, con letra clara y tinta negra, figuraban los destinatarios de la carta:

—Es para mis padres —dijo Gaia estupefacta—. ¿Por qué estará aquí?

—Tu abuela debió de escribírsela pensando que acabarían por venir.

Gaia desdobló los folios, en cuyo interior había también una cartulina blanca. La carta consistía en varias hojas de símbolos sin el menor sentido.

—¡Otra vez no! —exclamó quejosa—. ¿Pero qué les pasaba a mis parientes? ¿Es que no podían escribir ni una sola línea como todo el mundo?

Leon se hizo con la cartulina y le dio la vuelta.

—Esto es normal —afirmó—, mejor que normal.

Gaia se acercó para mirar. Allí, en dolorosa traducción, había un dibujo a lápiz de un niño dormido, poco más que un bebé, con los ojos cerrados y la manita apretujada bajo la barbilla. Cada dedo estaba dibujado con precisión infinita, reproduciendo incluso las diminutas uñas. El artista había mirado a esa criatura durante mucho tiempo y había retratado con maestría inquebrantable la cicatriz que le afeaba la mejilla izquierda.

Gaia tocó el papel, maravillada.

—Soy yo —murmuró.

—Hace daño mirarlo —dijo Leon en voz baja—, le partiría el corazón dibujar esto.

Gaia nunca había visto un dibujo que pareciera tan real, era fascinante. Deseó incluso que el bebé abriera los ojos y la mirara.

—¿Hay más? —le preguntó a Leon—. ¿Hay dibujos de mis padres?

Luego sacudió el cuaderno, por si caía algo más, pero solo salió una pluma pequeña y negra. Por las dos manchas cuadrangulares blancas, Gaia supuso que era de un somorgujo del marjal. La levantó y la giró a la luz para apreciar el brillo y después la sostuvo sobre el dibujo, tapando la cicatriz. Qué diferente, qué despreocupado parecía así el bebé, con la prueba de su dolor borrada. Retiró la pluma para ver la cara tal como era.

Cuando una silla crujió, Gaia levantó los ojos y vio que Leon la estaba mirando fijamente, con expresión pensativa.

—Había gente que te amaba —dijo él.

Gaia asintió, y cayó en la cuenta de que su herencia era profunda y extraordinaria. Su abuela no había sido una anotadora de datos, ni una figura política, ni una anciana esquiva sin personalidad ni motivaciones. Gaia tenía la impresión de haber tocado la superficie de algo muy hondo, algo que seguía vivo en su interior, como lo había estado en sus padres. Por un instante, mientras sostenía algo tan efímero como una pluma, sintió que ella, su madre y su abuela eran la misma persona, con los mismos sufrimientos y anhelos repetidos generación tras generación.

—No sé qué dirá la carta —dijo—, ni por qué la escribiría codificada, pero seguro que tuvo que ver con la supervivencia. Mi abuela vino aquí por alguna razón y estaba convencida de que mis padres la seguirían, pero no acabo de entender por qué se metió en tantos líos para conducirlos a un callejón sin salida. Quizá estuviera tratando de encontrar una solución, alguna forma de resolver la escasez de niñas.

—¿De qué murió? —preguntó Leon.

—No sé ni eso.

Pero pensaba averiguarlo.

Dejó la pluma y estudió la carta, girándola en distintas direcciones. Examinó el espacio comprendido entre los símbolos, sin sacar nada en limpio. Extrajo la pierna izquierda de debajo de su cuerpo y la dobló sobre el asiento de la silla.

—¿Por qué crees tú que mi madre y la Vieja Meg me dijeron que viniera al Bosque Muerto? El hermano Iris me dijo que sólo existía en los cuentos de hadas.

Leon extendió la mano hacia la pluma negra y, mientras la acariciaba con expresión ausente, contestó:

—En el Enclave suponíamos que existían otras comunidades, no podía ser de otra manera, pero yo nunca oí hablar de Sailum. El Bosque Muerto, en efecto, existía en los cuentos y era un lugar mágico y maldito plagado de brujas, hechizos y fogatas. Es probable que el hermano Iris se refiriera a eso.

Mientras la voz se apagaba, Gaia estudió el perfil de Leon y se sorprendió al ver que él estaba concentrado en las manos de ella.

Gaia se las apañó para que no le temblaran, pese a sentir un escalofrío, y dijo:

—Fuera del muro también nos contaban esos cuentos, pero mi madre estaba tan segura de su existencia como si hubiera oído hablar de Sailum. Yo creo que algunos nómadas debieron de entregarle un mensaje de mi abuela o algo, o quizá simplemente le dijeron que estaba aquí. Will dice que los nómadas sí que llaman a este lugar el Bosque Muerto.

—Tiene sentido que tu madre supiera algo que el hermano Iris no sabía —dijo Leon.

—Tú tampoco creías en el Bosque Muerto —le recordó Gaia.

—Pero tú sí y eso me bastaba.

Gaia lo observó mientras él miraba la pluma. Había habido algo distinto en su voz, algo casi dulce, y sus pálidas mejillas se habían cubierto de un leve rubor.

Gaia se reclinó en el asiento y se estiró la tela de la falda sobre la rodilla doblada.

—¿Qué pasa? —preguntó bajito.

Del fuego brotó un chasquido y Gaia oyó que Josephine rebullía, pero mantuvo la mirada fija en Leon, que soltó la pluma y se levantó de la silla.

Un relámpago iluminó el valle.

—Espero que lo descifres pronto —dijo él.

—¿Yo sola? Creí que me ayudarías —protestó Gaia, extendiendo la mano sobre el código. «¡Acabas de decir que nos llevamos bien!», pensó.

—Tal vez más adelante.

—¿No sientes curiosidad?

—Sí, pero no me parece buena idea trabajar contigo.

—¿Por qué?

El rugido distante del trueno trepó por el barranco y vibró en los cristales de las ventanas.

—Por esto.

Con mucha parsimonia, Leon se inclinó hacia delante, hacia el lugar en que la mano de Gaia descansaba sobre el código y le pasó los nudillos por los dedos, una vez. Gaia vio las invisibles partículas eléctricas que se cernían sobre su piel, donde él la había tocado, y ni siquiera se atrevió a moverse. Solo levantó unos ojos muy abiertos hacia Leon, que no la miraba.

Él se observaba la mano, como intrigado por la sensibilidad de su propia piel.

—Ya ves que hay un problemilla —dijo Leon con calma—, al menos para mí.

Gaia seguía paralizada. «Y para mí», pensó.

Leon se volvió y se dirigió a zancadas hacia la puerta principal. Poco después, Gaia oía el inconfundible sonido de la leña al ser cortada, sonido que se mantuvo con exasperante regularidad durante toda una hora.