GAIA FUE DESPACIO hasta la puerta mosquitera, la abrió y observó su mano bañada por el sol de octubre. Después de extender también la otra y girarla, bajó los dos escalones que la separaban del huerto, donde el sol cayó sobre su cabeza descubierta y sus hombros por primera vez en semanas. Hasta ese momento no había percibido que su calor tenía un peso invisible, casi táctil. Traspasó su blusa blanca, caldeándole la piel. Respiró hondo, disfrutando del penetrante olor terroso del huerto y esperando sentirse contenta alguna vez.

Mientras oía el ladrido lejano de un perro, se acercó a la valla y apoyó las manos en la parte superior, donde la madera estaba caliente y blanqueada por el sol. Más allá, el mundo aguardaba. Podría visitar a Maya en la isla, ir a casa de Will siempre que quisiera, ver esa noche a Leon.

Nada saltó de alegría en su interior. Por lo visto, su corazón estaba encerrado en algún sótano tenebroso, y la sangre se movía lenta y silenciosamente por sus venas sin la menor ayuda.

La matina sonó en el campanario, enviando un rico y melódico talán que reverberó en el aire, seguido de otros dos. Gaia bajó la cabeza y cerró los ojos. Era extraño, pero solo sentía gratitud. Agradeció vivir en aquel día esplendoroso. Luego levantó el dedo índice y se lo llevó despacio al corazón, al sitio que solía ocupar su reloj. En ese momento se sintió bien.

Cuando salió al pórtico con la bandeja del té, una partida de hombres a caballo se acercaba al galope a través del ejido. El perro ladró por última vez gracias al efecto de un buen cachete. La Matrarca estaba de pie en el escalón superior, al lado de Milady Maudie. Gaia dejó la bandeja en la mesa y se acercó a la maestra.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Los jinetes del páramo traen recién llegados —respondió Milady Roxanne.

Un joven con barba desmontó del caballo, se sacudió el polvo de camisa y pantalones con el sombrero, se caló este de nuevo y arrojó las riendas a un chiquillo. Gaia vio que era Chardo Peter. No se veían desde que él la capturó en los páramos y la salvó, y la sostuvo de rodillas frente a la Matrarca.

Él se acercó al pórtico con paso ágil y firme.

—¡Chardo! ¿Dónde estaban? —preguntó la Matrarca.

—Al oeste, milady, en la frontera con el páramo. Tres en total, pero no sé si el último sobrevivirá.

La Matrarca bajó los escalones y extendió una mano.

—Llévame —dijo y Peter la condujo hacia el frente. En medio del grupo había dos caballistas con las manos atadas a la espalda y un tercero, derrumbado hacia delante, con las manos sujetas al pomo de la silla.

—¿Por qué están atados? —preguntó Gaia.

Milady Roxanne se adelantó y apoyó la mano en una columna del pórtico.

—Son nómadas: pueden resultar peligrosos. Los dejamos atados hasta que la Matrarca habla con ellos.

Gaia observó a los hombres. No había vuelto a saber nada de su hermano, Jack Bartlett, fugado del Enclave poco antes que ella. Esperaba que hubiese encontrado algún modo de sobrevivir en los páramos, quizá con nómadas como aquellos. Los dos erguidos parecían extenuados y estaban cubiertos de polvo. Llevaban gafas de sol y botas de hebillas ennegrecidas. Aunque ninguno de ellos se parecía a Jack, el que estaba inconsciente tenía casi toda la cabeza tapada por un vendaje. Gaia bajó los escalones.

Al acercarse al caballo distinguió un trozo de barba negra pero, por lo demás, el rostro del hombre estaba apretado en una postura forzada contra el cuello del animal. Cuando Gaia levantaba la mano para retirarle un poco el vendaje, Peter se interpuso.

—Espera, mam’selle, puede estar enfermo.

Gaia se volvió hacia la Matrarca y dijo:

—Por favor, milady, querría examinar a este prisionero; está herido.

—Dime qué le ves, Mam’selle Gaia —accedió la Matrarca.

—Permíteme —se ofreció Peter, e incorporó un poco al hombre para girarle la cara. De sus fosas nasales salió una mosca; de su boca, un hilo de sangre negruzca. Al menos no era Jack.

—Ha muerto, milady —dijo Gaia—, hace ya un tiempo.

Peter lo soltó.

—Se lo llevaré a Will —dijo.

—Hazlo y, en cuanto te asees, ven a darme un informe completo —ordenó la Matrarca—. Munsch, lleva a esos dos a la cárcel. Yo iré ahora. ¿Dominic?

Su esposo ya estaba acercándole el carruaje.

—¿Te gustaría acompañarme a entregar un cadáver, Mam’selle Gaia? —preguntó Peter.

Gaia miró con perplejidad al polvoriento jinete tras cuya barba se entreveía una sonrisa cansada y socarrona, y además de sorpresa sintió recelo.

—Es una invitación bastante rara —dijo.

—Me vendría bien una ayudita.

—Lo dudo.

—Lo que pasa es que apesto demasiado para ti, eso pasa.

Su voz relajada la pilló por sorpresa y estuvo a punto de hacerla sonreír. Bajo el ala del sombrero, los ojos del joven eran tan cordiales como inseguros, como si esperara un rechazo. Gaia miró hacia el pórtico, donde las damas habían vuelto a su punto y su té. Los prisioneros y la Matrarca desaparecían por el otro extremo del ejido.

Sintió asombro al recordar que era total y absolutamente libre. Podía ir adonde quisiera. Durante un momento se sintió perdida, sin rumbo. ¿Debería acercarse al marjal para buscar a Leon en el patio de la cárcel?

—¿Mam’selle Gaia? —Peter seguía esperando una respuesta.

Hacía siglos que no hablaba con nadie de fuera, así que un paseo hasta el establo de Will sería una forma sencilla de empezar. Peter alargó hacia ella las riendas del caballo.

Gaia extendió la mano para sujetarlas y dijo:

—Ven, Spider.

—Recuerdas su nombre.

—Es el primer caballo que he visto en mi vida.

El gran animal la siguió dócilmente y ella caminó al lado de Peter, que tiraba del caballo del muerto.

—Creí que no recordarías gran cosa de aquello —dijo Peter.

Gaia rememoró el brillo de la aromática luz del bosque, el cielo que el marjal duplicaba en la tierra, los brazos del jinete que las protegían a ella y a su hermana: todo eso pertenecía a Peter, tanto como el momento en que la había arrodillado en el polvo. Examinó sus recuerdos bajo una nueva luz y no pudo reprocharle que obedeciera a la Matrarca tan ciegamente.

—Me acuerdo de todo —dijo—. Gracias por salvarnos a Maya y a mí. Te lo agradezco mucho.

—Estaba preocupado por ti —contestó él—. He oído que te costaba adaptarte.

—Eso es quedarse muy corto.

—¿Van mejorando las cosas?

Gaia arrastró los mocasines por el polvo.

—Por lo menos salgo, como ves.

—¿Cuándo acabó tu periodo de reflexión?

—Hoy, ahora mismo.

—¿Ahora mismo? ¿De verdad? ¡Qué sincronización!

Los árboles se arqueaban sobre el camino entrelazando las ramas, como un gran velo de encaje de colores cambiantes; el aire olía por turnos a miel, heno y caballos; el estridor de las cigarras rodaba invisible por las ramas. Gaia se empapó de todo. Hasta la vía de tierra parecía distinta bajo la fina suela de sus zapatos nuevos.

—¿Vas a ponerte a trabajar pronto de comadrona? —preguntó Peter.

—Sí. Preparé unas cuantas hierbas antes de mi encierro. Tu hermano me trajo algunas del huerto de tu casa.

—¿Ah, sí? Muchas las he recogido yo en mis patrullas.

—Espero no haber esquilmado tu suministro.

Peter soltó una carcajada, un sonido cálido y melodioso, y dijo:

—Había en cantidad. ¿Te falta alguna?

—Agripalma —contestó Gaia—, pan y quesillo y lobelia. Son imprescindibles.

—De agripalma y de pan y quesillo tenemos un poco. Si me describes la lobelia, la buscaré cuando salga a patrullar. Supongo que ya te habrás hecho con flor de arroz negro y amapolirios.

—¿Cuáles son esas?

—La gente fuma flor de arroz negro todo el rato, los calma. La anterior doctora usaba el amapolirio para el dolor; es una flor pequeña y blanca que crece por todo el marjal. Puedo enseñártela, si quieres.

—¿Es un híbrido? ¿Un opiáceo?

—Sí.

Gaia pensó que debería aprender a utilizarlo.

—¿Cómo es que sabes tanto de hierbas? —preguntó.

—Me interesan desde niño, supongo, porque me encantaba comer flores. Parecían tan buenas… Claro, que luego las vomitaba.

—No es de extrañar: la mayoría son venenosas.

—Ya —dijo él sonriendo—, de eso no creo que me olvide.

Gaia se rio. Casi no recordaba lo que era una risa, la forma en que se entretenía en el pecho y detrás de las orejas, haciéndola desear más. Cuando volvió a mirarlo, Peter arrancaba una hojita de una rama baja.

—Cuéntame algo del sitio del que vienes. ¿Al sur no hay más que páramos o hay algún otro bosque?

—Que yo sepa, solo páramos —contestó Gaia—. Wharfton está a orillas del Inlago Superior. Habrás oído hablar del Enclave.

—Solo lo que contaba tu abuela. ¿Sigue teniendo electricidad? ¿Debe de ser estupenda, no?

Gaia trató de figurarse cómo explicar la electricidad a alguien que no había visto una bombilla en su vida, por no hablar de un ordenador.

—Pone en funcionamiento toda la tecnología importante: las luces, los ordenadores, los tanques de micoproteína, el Tvaltar, todo. Es energía.

—¿Como el agua de aquí que mueve el molino?

Gaia sonrió.

—Multiplicada por mil.

—¿Añoras tu antigua vida?

Echaba de menos la libertad de la que gozaba fuera del muro y la vida anterior a todos los problemas con sus padres y con el código. Entonces no era consciente de la crueldad del Enclave. Se puso nerviosa al recordar que Leon solo estaba a un kilómetro de distancia, en la cárcel. Pronto se verían. Esa misma noche.

—Solo en parte.

—¿Volverías si pudieras?

—No, considerando cómo me marché, no —contestó Gaia con el ceño fruncido—. ¿Por qué lo preguntas? ¿No es imposible salir de aquí?

—Es por preguntar.

—¿Te marcharías tú?

—Sí.

Sonaba muy seguro.

—¿Lo has intentado? —inquirió Gaia.

Cuando vio que él no respondía, una curiosidad expectante se despertó en su interior. Se paró en seco.

—¿Peter?

Él también se detuvo y se volvió para mirarla, sin sonreír. Con su ropa gastada y polvorienta y su sombrero raído parecía arrancado de los páramos, fuera de lugar en el umbroso camino. Frunció el ceño y entrecerró los ojos, creando un abanico de arrugas en las comisuras de los ojos, y se quedó mirando algo muy lejano, más allá de la oreja izquierda de Gaia.

—Lo he intentado —admitió—, y lo estaba intentando una vez más cuando te encontré.

Las cejas de Gaia se arquearon de puro asombro.

—¿Cuánto te has alejado?

Peter bajó la voz.

—Bastante, en varias direcciones. Solía irme lejos y a toda velocidad, pero así enfermaba más deprisa. Ahora voy con calma. Una vez me alejé tanto que supe que podía quedarme fuera sin peligro; lo malo es que en aquel fuera no había nada. Cuando regresé, tuve que pasar otra vez el mal de entrada, aunque no fue tan intenso como el de los recién llegados.

Gaia quería saber más:

—¿Cómo lo hiciste?

—Fui despacio, alejándome un poco cada día. En cuanto empezaba a sentirme mal, me paraba y me quedaba quieto, sin avanzar ni retroceder. Me quedaba tranquilo, miraba las estrellas y dormía mucho. Pasé una semana entera en el regato y me sentía bien, hasta que volví, claro.

Gaia reanudó la caminata.

—¿Crees que el secreto está en ir despacio? —preguntó con curiosidad.

Él avanzó para ponerse a su lado y mantuvo baja la voz:

—En parte. No dejo de preguntarme si influiría algo lo que comí o el tiempo lluvioso que hacía. En realidad no sé por qué funcionó.

—Deberías contárselo a la Matrarca. ¿Lo sabe tu familia? ¿No sospecharon nada cuando pasaste otra vez la enfermedad?

—Pensaron que había comido algo estropeado. No podía decirles que estaba experimentando conmigo mismo. Además, solo llegué tan lejos en esa ocasión. Quería repetirlo para estar seguro. No se lo digas a nadie, por favor.

—¿No lo sabe nadie más?

—Creo que mi compañero de patrulla, Munsch, sospecha algo; pero sólo él.

Gaia miró ceñuda y pensativa camino adelante antes de concentrarse en Peter de nuevo.

—Yo no voy contando secretos por ahí —aseguró—, pero si la Matrarca me pregunta, se lo diré. Prefiero que lo sepas.

—Entonces tendré que esperar que no te pregunte —contestó Peter con una sonrisa—. No te preocupes tanto: yo mismo se lo diré en cuanto me asegure.

Para Gaia iba a ser muy raro no guardar más secretos. Se sentía como si estuviese adaptándose a una nueva versión de sí misma.

—Es un honor que me lo hayas contado —reconoció—, sobre todo teniendo en cuenta lo poco que me conoces.

Peter ensanchó la sonrisa, que dejó entrever sus dientes blancos.

—Confío en ti, quizá porque te recuerdo a menudo. Parece como si tú supieras que hay esperanza.

Gaia negó con la cabeza.

—Pues si lo sé, quiero olvidarme. Mi hogar está en Sailum, ya no puedo volver. ¿Encontraste tú a mi amigo del Enclave en los páramos?

—No, fue otro jinete.

—La Matrarca va a soltarlo esta noche —dijo Gaia—, podré verlo después de los juegos.

—¿Estás nerviosa?

Lo estaba. Le preocupaba la opinión de Leon sobre el cambio que se había operado en ella y, lo que era peor, temía que la culpara de su encarcelamiento. Metió la mano en el bolsillo de su falda azul y miró con fijeza el camino que pisaba.

—Seguro que si es tu amigo, todo irá bien —comentó Peter.

Gaia lo miró sorprendida.

—Es muy amable por tu parte decir eso.

—Es que soy muy amable.

Ella se rio.

—Y modesto.

—¡Cuánto me alegra que te fijes!

Gaia se volvió a reír.

Prosiguieron subiendo por el camino y pasaron por delante de patios con ropa tendida, un maizal dorado y una gallina que picoteaba la tierra. Cuando Gaia sintió que algo le rozaba el brazo, bajó la vista. Peter le tocaba suavemente la manga con una hojita dorada, que en ese momento retiró y giró entre el índice y el pulgar. Gaia sintió un escalofrío.

—¿Cuántos años tienes? —indagó él.

Gaia lo miró fijamente, diciéndose por qué una pregunta así le parecía de repente tan personal.

—Dieciséis. ¿Y tú?

—Diecinueve. ¿En qué piensas?

—¿No te afeitas nunca?

Peter soltó una carcajada y se pasó la mano por su barbuda mandíbula.

—Claro que me afeito, cuando estoy aquí en el pueblo. ¿Por qué? ¿Sientes curiosidad por saber cómo soy debajo de esto? No siempre parezco un zarrapastroso, ¿sabes?

—Solo trataba de encontrarte parecido con Will.

Él se encogió.

—Sí, claro, ya me lo suponía. Mi hermano es el que tiene cabeza y guapura y modestia, ahora que caigo.

—¿Y tú no tienes nada?

—Pies grandes.

Gaia se volvió a reír.

—Pues a mí no te me acerques —bromeó—, que eso es muy contagioso. Oye, cuéntame algo de Spider.

Peter extendió los dedos para agarrar las riendas, pero se topó con la mano de Gaia y allí los dejó.

Aunque esta se detuvo, los dedos continuaron en el mismo lugar. De forma totalmente inesperada la mano de Gaia sufrió un hormigueo, un chispazo de electricidad pura. Miró confundida a Peter.

—¿No está prohibido tocarse? —preguntó.

Él retrocedió sobresaltado, apartando la mano como si Gaia quemara.

—Lo he hecho sin pensar —dijo, los ojos centelleantes de temor.

—No te preocupes —repuso Gaia.

—Lo siento mucho, no volverá a pasar.

Cuando Gaia se miró la mano, a ella misma le pareció ver la piel cubierta de escamas venenosas.

—Tú no puedes tocarme a mí, pero ¿y yo a ti?

Peter se quedó boquiabierto.

—No deberías.

Gaia soltó una risita azorada, pero lo cierto es que no conseguía ignorar la forma en que el sol recorría la piel bronceada de Peter. Y, perversamente, saber que «no debería», no hacía sino acrecentar sus ganas de tocarle el brazo, que parecía suave como la seda. ¿Sentiría lo mismo él al saber que no podía tocar a las chicas? ¿No aumentaría eso su curiosidad?

—Estás siendo mala —dijo Peter, sorprendido.

Gaia enredó de nuevo su mano en las riendas de Spider.

—Lo siento.

—Ni la mitad que yo —replicó él. Aunque se había apartado siguió observándola, y sus expresivos rasgos pasaron del placer al enfado y por último a la pena.

—Tus ojos —dijo—, o en la sombra son casi negros, o tienes las pestañas tan espesas que lo parecen. Déjame verlos.

Gaia frunció el ceño y se acercó un poco para mirar también los de él, que se quitó el sombrero a fin de facilitar la inspección. Tenía anillos dorados alrededor de la pupila, pero la parte externa del iris era de un azul claro y cristalino. Sus ojos no se parecían en nada a los de Leon, de un azul intenso y uniforme.

—Sí —dijo Peter, que seguía concentrado en Gaia—, es eso: pestañas oscuras y largas. Pero tus ojos no son negros en absoluto, son castaños.

Nunca la exposición de un hecho había sonado tanto a piropo. Gaia apartó la mirada con un parpadeo y alzó la mano libre para refrescarse las mejillas.

—¿Me dejarás verlos alguna otra vez? —preguntó él.

Gaia se apartó hasta la otra orilla del camino y siguió avanzando con Spider a la zaga.

Peter se puso el sombrero y dijo:

—¿Se acabó la charla?

Gaia asintió. «Desde luego que sí». A él le dio risa y se dirigió a la orilla opuesta, con su caballo detrás. Pese al silencio, Gaia tuvo la impresión de que tomaban parte en un diálogo, porque sus pasos hacían juego y golpeaban en armonía la tierra del camino.

Al doblar el siguiente recodo, vio una valla conocida y después la casa de los Chardo con el prado detrás. El añadido del establo estaba acabado, a falta solo de una mano de pintura; aunque se oían martillazos no se veía a nadie.

—¿Te alegras de estar en casa? —preguntó Gaia.

—La vez que más.

La puerta de la cabaña se abrió dando paso a cuatro hombres que los saludaron efusivamente. Will dejó atrás a los otros para envolver a Peter en un abrazo cuajado de palmaditas en la espalda.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿Qué has traído?

Mientras los demás se enzarzaban en otra tanda de abrazos, Will tomó las riendas del caballo de su hermano y miró a Gaia por primera vez.

—Mam’selle Gaia —dijo obviamente sorprendido—, por fin te dejan salir de la Casa Grande.

Ella asintió.

Will le sujetó las riendas de Spider.

—¡Pues bienvenida! ¿Cuándo has salido?

—Hace nada, ahora mismo.

—¿Y lo primero que haces es venir aquí?

Gaia sintió un pequeño sobresalto de duda, pero asintió de nuevo.

—Peter me dijo que te traía un cadáver.

Will se rio.

—Y quién puede resistirse a eso, ¿verdad? —dijo, y su mirada se desvió hacia el muerto, y hacia Peter, y hacia Gaia otra vez. Dirigiéndose a esta añadió—: Así podrás conocer a nuestro padre y al tío John, y al socio de nuestro tío John, el tío Fred.

Los tres hombres mayores se estaban riendo por algo que había dicho Peter, pero se volvieron con sonrisas cordiales y Gaia fue presentada a todos. Sid, el padre, era una versión más baja y más vieja de Will, de rostro arrugado, cabello corto y gris, y cuerpo enjuto y nervudo. El tío John, hermano de Sid, era aún más bajo, con un barrigón que inflaba la parte delantera de su mono, cabeza calva y tupida barba marrón. Fred, algo menor, tenía una sonrisa dulce y ausente y unos ojos oscuros y soñadores.

—Es un placer —dijo Sid—. Will nos ha hablado mucho de ti. En mi opinión, le daba más angustia tu encierro que a ti misma.

—¡Papá! —reprochó Will.

—No le reprendas —terció el tío John—, que yo sepa es la primera vez que arrancas medio huerto por una zagala.

Los tres mayores se desternillaron de risa.

Gaia miró a Will con desazón.

—Dime que no ha sido medio huerto, por favor —rogó.

—Están exagerando —contestó Will, en apariencia más complacido que avergonzado.

Peter miró a Gaia, luego a Will y su mirada voló de nuevo hasta Gaia.

—No sabía que conocieras tan bien a mi hermano —dijo.

—En realidad, no —respondió Gaia.

—No mucho todavía —convino Will, con una sonrisa cariñosa y sincera.

Gaia sintió que se la devolvía con verdadero placer. «Puede que en realidad sí nos conozcamos», pensó.

Cuando volvió a mirar a Peter, vio que entrecerraba los ojos dirigiéndole una pregunta muda. Sobre los tres se cernió un momento extraño. Will se metió la mano en el bolsillo trasero y esperó. «¿Qué quieren que diga?», pensó Gaia.

Nada obviamente; era una boba.

—¿Por qué no entras a tomar un té frío? —le ofreció Sid.

—Eres muy amable —contestó Gaia—, pero tengo que volver a la Casa Grande para ayudar a Norris con el banquete.

Le hubiera gustado hablar con Will a solas para asegurarse de que ya había superado los problemas de la autopsia, pero era imposible.

Echó otro vistazo a Peter, que seguía sin moverse.

—Gracias otra vez —le dijo—, por rescatarme en los páramos.

Peter se relajó un poco y volvió a sonreír.

—Ni te acuerdes de eso. ¿Irás a los juegos?

—¿Vas a participar? Yo no sé muy bien cómo funcionan.

Los hombres mayores sonrieron.

—Claro que participo —contestó Peter, echando una ojeada a Will.

—Los dos participamos —añadió este.

Gaia retrocedió otro paso.

—Entonces hasta luego a los dos.