GAIA RETROCEDIÓ UN PASO ante la amargura manifiesta de Leon. Luego se volvió, entró en la casa y no se detuvo hasta salir por la puerta principal y bajar los escalones de piedra. Su brújula interna estaba patas arriba. Ella se consideraba una persona compasiva que trataba siempre de hacer lo correcto, pero una sola conversación con Leon había puesto en evidencia lo que realmente era: desagradecida, desleal, débil y mezquina.
Soltó una risa incrédula y se llevó la mano al pecho, donde una sensación opresiva le dificultaba la respiración. De repente añoró intensamente a su madre, que la quería, que la entendía, que la dejaba esconderse. Deseaba esconderse con toda su alma.
—¿Mam’selle Gaia?
Ella levantó la mirada. Chardo Peter desmontaba de Spider, que llevaba a otro caballo atado con una cuerda. Las últimas sombras del alba desaparecían junto a la niebla; tras ellos, el sol tocaba las rojizas copas de los robles.
—¿Estás bien? —preguntó Peter—. ¿Qué haces aquí?
Gaia pensó que sería incapaz de hablar con él.
Hubo un ruido a su espalda y Leon apareció en la puerta de entrada con un par de botas en la mano.
—¿Qué le has hecho? —inquirió Peter.
—¿De verdad quieres saberlo? —Leon empezó a calzarse las botas.
—Nada —dijo rápidamente Gaia—, no me ha hecho nada.
—Si te ha tocado… —dijo Peter.
—No, ya te lo he dicho, no me ha hecho nada.
—¿Y por qué estás así?
Gaia echó un vistazo a Leon, que levantó las cejas en un gesto de burla y se encajó las botas con un pisotón.
Peter los miró alternativamente.
—No lo entiendo —dijo.
Gaia sintió que sus mejillas se teñían de un rojo culpable.
Leon bajó los escalones y se hizo con las riendas del segundo caballo.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Hades —contestó Peter.
—Qué bonito —dijo Leon, tras lo cual montó y tiró de las riendas con autoridad.
—¿Y si te pierdes? —preguntó Peter.
—No te hagas ilusiones —respondió Leon—. Dentro de una hora en la orilla, Gaia. Así tendrás tiempo de hablar con tu novio. ¡Arre! —añadió lanzando el caballo hacia el prado con un movimiento brusco.
Gaia vio que el sol le iluminaba una vez la camisa marrón y que después caballo y caballista desaparecían entre los árboles. Ella volvió despacio al porche y se sentó en el escalón superior, donde hundió la cara entre las manos y presionó las frías puntas de los dedos contra sus calientes parpados.
—¿Qué está pasando? —preguntó Peter en voz baja.
—Nada. Solo que me ha recordado unas cuantas verdades.
Gaia percibía que él estaba de pie, observándola, pero no se sentía con fuerzas para devolverle la mirada.
—¿Sabía la Matrarca que era tu amante? —quiso saber Peter.
Esa pregunta la hizo levantar la cabeza.
—No era mi amante.
—A mí puedes contármelo.
—Ni siquiera fuimos novios. Pasamos por muchas dificultades los dos juntos, eso sí. No pienses que… Peter, yo nunca me he acostado con nadie.
Peter se sentó a su lado.
Gaia frunció el ceño.
—¿Tú sí?
—No —contestó él—, no debería haberte preguntado nada, pero después de veros juntos tenía mis dudas. Debes de haber pasado mucho con él, desde luego.
—Sí, así fue. Así es. Así fue.
—¿Pasado o presente?
Gaia se alisó la falda sobre las rodillas, deseando saber ella misma la respuesta verdadera. Aunque ya nada era como antes, tampoco parecía haberse acabado.
—No lo sé —admitió.
Debería haberse sentido rara por mantener una conversación tan íntima con Peter, pero por lo visto las antiguas normas ya no eran de aplicación. Miró de reojo su limpia camisa blanca y su brillante cabello, y se sobresaltó al pensar que estaba en la cabaña del ganador con Peter, y que los ocupantes podrían haber sido ellos si él hubiera ganado. Peter no habría tenido ningún reparo en pedirla a ella como premio, de eso estaba segura, y no sabía si algo así lo hacía más o menos noble que Leon.
Spider hundió la cabezota en la crecida hierba cercana al porche y meneó la larga cola.
—Aunque esto te parezca un poco raro —dijo Peter—, aquí encontrarás una vida nueva y podrás ser lo que tú quieras.
—No puedo ser otra persona.
—Lo mismo, sí —insistió él—, y como mínimo podrás escoger con quién pasas el rato.
Gaia sacudió la cabeza, dudando de todo.
—¿Y si no me gusta en lo que me he convertido aquí?
—No hay nada malo en lo que eres aquí, nada en absoluto. ¿Eso es lo que te ha hecho creer?
Gaia se volvió lo suficiente para mirarlo, mirarlo de verdad, las líneas regulares de la mandíbula, los correctos ángulos de la nariz y los pómulos. Sin barba se hacía visible una cicatriz pálida, algo más larga que una pestaña, que marcaba el cutis de su mejilla derecha con una diminuta sonrisa eterna. Sus ojos grandes y perspicaces la contemplaban pacientes, esperando. Peter era una buena persona, una persona digna de confianza. Al sentirlo sin ningún género de dudas, dentro de Gaia algo se aflojó un poco y se soltó después, como un vendaje apretado que se desatara.
—A ti no te importa por qué me retuvo la Matrarca en la Casa Grande ni por qué me soltó, ¿verdad? —dijo.
—Claro que me importa —contestó Peter—, y espero que me lo cuentes cuando estés preparada. No obstante, sé que hiciste lo que creías correcto.
Esa respuesta la hizo sentirse un poco mejor. Leon no llevaba razón al pensar que le gustaba estar atrapada. Además, por el simple hecho de aceptar el sistema, no estaba atrapada.
—Dime una cosa —preguntó—, ¿crees que tengo una visión deformada de Sailum? ¿He abusado del poder que tengo por ser chica?
—En absoluto. Eres una de las mam’selles más respetuosas que he visto en mi vida.
Gaia se sintió un poco decepcionada.
—Solo me estás comparando con otras chicas de aquí.
—¡Qué remedio!
Ella retorció un pétalo de geranio.
—Creo que me he equivocado al venir aquí esta mañana.
—No deberías estar a solas con él. A la Matrarca no le inspira ninguna confianza.
—Él nunca me haría daño.
—Ya te hace bastante sin mover un dedo —replicó Peter—, ¿seguro que lo conoces bien?
Pues claro que lo conocía bien.
—Me salvó la vida, Peter.
—Y yo.
Gaia hizo una pausa, sorprendida. Era verdad. Miró hacia el prado, donde los acianos punteaban de azul el lugar que antes ocupaba la niebla.
—Por supuesto y te lo agradezco mucho.
—No lo digo por eso —aclaró Peter—, solo quiero que entiendas que no es único.
El joven se levantó y se acercó a Spider, que había recorrido toda la longitud del porche, arrancando hierba a bocados. Mientras él pasaba la mano a lo largo del cuello del animal, Gaia miró distraída el suave y firme movimiento de su mano.
Desde luego resultaba más fácil hablar con él que con Leon. Dejó caer el pétalo aplastado.
—Si vas a encontrarte con él, deberías ir bajando ya —le recordó Peter.
—A ti no te cae muy bien, ¿no?
Peter hizo un movimiento sutil con la ceja que transformó su expresión tanto en irónica como en divertida.
—¿Tú qué crees? Venga, vámonos, tu hermana nos espera —dijo. Luego acercó a Spider y extendió la mano para ayudarla a subir. Gaia dudó, pensando en que tocarse era tabú, pero los dedos de él hacían señas a su bota izquierda.
—No pasa nada —dijo Peter—, no nos ve nadie y sólo estoy ayudándote a montar.
Gaia agarró el pomo de la silla y subió el pie izquierdo. A la de tres, Peter la alzó sin esfuerzo a la montura.
—¿Vas bien? —preguntó él.
Gaia se metió la falda por debajo de las piernas, consciente de lo mucho que se le había subido. Encima, los estribos eran tan bajos para sus botas que tenía que ir de puntillas.
—Sí, gracias.
Cuando él tomó las riendas para guiar a Spider, Gaia frunció el ceño y preguntó:
—¿Tú no te montas?
Él la miró, dubitativo.
—Supongo que mientras estemos en el bosque podría hacerlo.
—Sería más rápido, ¿no?
Peter colocó al caballo cerca de los escalones y subió detrás de la silla. Gaia mantuvo la espalda recta, esperando sentir la presión del pecho de él o de sus piernas detrás de las suyas, pero Peter se colocó de forma que no se tocaran.
—¿Todo bien? —repitió y Gaia volvió a escuchar la tranquila voz detrás del oído—. No sabes cuántas veces he pensado en esto.
Gaia sintió un escalofrío a lo largo del cuello y tomó ella misma las riendas.
—¿Por dónde vamos? —preguntó.
Siguió el ritmo de la silla que se movía debajo de su cuerpo, aprendiendo rápidamente a dirigir el caballo. Descendieron por un camino distinto, a través del bosque, donde solo los cascos de la bestia y el canto de los pájaros rompían el silencio de la mañana.
Cuando el sendero se abrió al borde del valle dejando ver la primera cabaña, Peter desmontó sin decir nada y caminó al lado del animal. Gaia tiró de las riendas para detenerse.
—¿Qué haces? —preguntó Peter.
Las botas de Gaia golpearon con fuerza el suelo al desmontar.
—No puedo cabalgar si tú vas andando —dijo—, me siento como una especie de alteza.
—Así que desmontas por razones políticas, ¿no?
—Políticas, personales, aquí son lo mismo.
—Yo pienso exactamente igual. O no —dijo Peter sonriendo.
A Gaia le dio risa.
—Vaya. Por fin. Un poco de alegría —celebró él.
Gaia volvió a cerrar los labios. «Me encanta», pensó sorprendida por el descubrimiento. Era importante saberlo. Se quitó la capa y la llevó doblada en el brazo.
—Gracias —dijo.
—¿Ya te sientes mejor?
Gaia asintió.
—Tú me sientas bien. —Las palabras le salieron de forma espontánea y cuando vio que los ojos de él se iluminaban se alegró de haberlas dicho.
—¿Quieres que te acompañe a la isla? Podría hacerlo.
—¿De verdad? —a Gaia le gustaba la idea—. Estaría bien.
Ya casi habían llegado a la granja de los Chardo. Se acercaban por el prado posterior, donde el sendero cruzaba una zona de sombra contigua a la cerca. Gaia vio la fachada trasera del establo con el añadido reciente.
—¿Está Will en casa? —preguntó.
—Es probable.
Sosteniendo las riendas de Spider con una mano, Peter descorrió el pestillo de la cerca y le sostuvo la puerta a Gaia, que al atravesarla enganchó la capa en un poste y tuvo que pararse a desengancharla. Al levantar la vista, preparada para reírse, se encontró a Peter muy cerca. El regocijo se le atascó en la garganta.
Las arqueadas ramas de un arce arrojaban sombras doradas a su alrededor. La luz rielaba en los ojos azules de Peter. Spider esperaba pacientemente a su espalda.
—No sé cómo decirte esto —explicó el jinete del páramo—, pero siento que hay algo entre nosotros. Y creo que es lo mejor que he sentido en mi vida.
Gaia arrugó la capa que sostenía en las manos y se dijo que debía apartarse, pero fue incapaz. Él tenía algo de razón. Peter soltó las riendas del caballo y soltó la puerta, que crujió una vez, pero no se cerró. De forma deliberada, sin dejar de mirar a Gaia, le quitó la capa de las manos.
—¿Qué haces? —susurró ella, pero permitió que se la quitara y la dejara doblada sobre la valla.
Peter estiró un dedo para tocar los dedos que ella enlazaba y Gaia sintió un chisporroteo, una diminuta descarga que le cambió la forma de respirar. Él la tocaba, aunque no debiera y ella se lo permitía. «¿Qué estamos haciendo?», se preguntó mirando de hito en hito el lugar de encuentro de sus dedos.
Entonces él le rodeó el índice con el suyo, nada más. Gaia quería estar cerca de él, porque podía confiar en él, porque le gustaba. Él nunca le había reprochado nada ni la había acusado de tener oscuros y retorcidos puntos flacos. No se atrevía a mirarlo a los ojos, pero le bastó con dar un apretoncito a su dedo, un mínimo apretoncito, para que él la rodeara con sus fuertes brazos.
—Llevo toda mi vida esperando abrazarte —dijo Peter.
Gaia cerró los ojos contra su hombro, aspirando el olor a sol que desprendía su camisa.
—La primera vez, cuando me pasé dormida casi todo el rato, no cuenta. Sólo me conoces desde ayer.
—Eso es toda mi vida.
Lo más raro, lo más asombroso era que Gaia lo entendía. Además, él lo decía como si de verdad lo creyera, y ella estaba muy falta de esa dulzura. Supo por instinto qué pasaría si levantaba la cara, pero no pudo saber qué sentiría, ni en qué se diferenciaría de lo que había sentido con Leon. Quería averiguarlo. La ayudaría. Al alzar la mirada vio en primer lugar el mentón, después la cicatriz sonriente y por último los ojos, ilusionados y radiantes. Peter tomó aire de forma audible por la boca.
Spider relinchó.
El jinete la abrazó con más fuerza. Gaia miró hacia el prado, y allí, en la parte trasera del establo, vio a Chardo Will con un tablón sobre el hombro, observándolos.