ADELE DIO EL PECHO una vez más a Maya en privado mientras Gaia, Leon, Peter y Dinah esperaban en el patio, mirando cómo se extendía la tormenta hasta cubrir medio marjal con una sombra de mal agüero. El viento soplaba en rachas, humedeciéndoles los ojos. Por fin Luke salió al patio con el bebé en brazos.

—Adele y yo nos quedamos. Está embarazada. Maya siempre tendrá aquí un hogar, pero no puedo perturbar más a mi esposa —dijo entregando a Leon el bebé, envuelto en la manta amarilla, y un bolso con ropa—. Aquí van algunas de su cosas —añadió y se detuvo para aclararse la garganta.

—Sube a la cabaña con tu mujer siempre que quieras —ofreció Leon.

Luke asintió.

—Hay una cosa más —dijo dándole un bloc a Gaia.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

—Las anotaciones sobre el marjal que hice para tu abuela. Después de su muerte, seguí haciéndolas un tiempo, pero con menor frecuencia. Creo que deberías tenerlas tú. Algunas notas son suyas y supongo que no te quedarán muchas cosas para recordarla.

Gaia hojeó el bloc y vio temperaturas y otras medidas, registros sobre el tiempo y las tormentas.

—¿Para qué le servía?

—Para averiguar los patrones de evaporación. Yo solo tenía claro que el nivel del agua bajaba año tras año, pero eso podía verlo cualquiera. Me he acordado por la tormenta: es el tipo de perturbación que ella quería que anotara —añadió observando las nubes. Luego miró a Maya con ojos entristecidos—. Venga, date prisa, por favor.

No dijo nada más, solo levantó la mano para despedirse y entró en la cabaña. Al oír el llanto amortiguado de Adele, Gaia se volvió rápidamente hacia el sendero que bajaba hasta la orilla.

—Es terrible —dijo Dinah siguiéndola—. Vlatir ha sido tan amable conmigo en la canoa que yo creía que iba a dejarles a la nena.

—¿Por qué iba a hacerlo? No tiene corazón —dijo Peter.

—No digas eso —espetó Gaia.

—Déjalo, Gaia —dijo Leon.

—Aquí, de «Gaia», a secas nada —reprochó Peter—, aquí hay que decir «Mam’selle Gaia».

Leon lo contempló sin disimular su desdén.

—Si ella me dice que la llame «Mam’selle Gaia», así lo haré. Toma —añadió arrojando a Peter el bolso con las cosas del bebé.

Luego abrió la marcha sendero abajo. Una vez en la orilla se apresuraron a darle la vuelta a las canoas para meterlas en el agua.

—¿Puedo llevar a Maya? —le preguntó Gaia a Leon.

Él asintió.

—Sujétala fuerte —le dijo antes de dársela.

Sin más preámbulos, Leon la tomó de nuevo en brazos. Gaia sostuvo a su hermana con un brazo y enlazó con el otro el cuello de Leon. Él la puso en la proa, de manera que sus pies quedaran en el triángulo formado por el banco y la borda, y la soltó. Tras hacerlo pasó la mano a lo largo de la mantita de Maya.

—¿Lista? —le dijo a Gaia al oído.

Ella asintió y, como él parecía esperar que lo mirara, levantó la vista. Estaba muy cerca. Su expresión era dubitativa, intrigada, pero en ese momento una luz de satisfacción cambió la opacidad de sus ojos.

Dinah tosió de manera ostensible.

—Nada, nada. Hay tiempo de sobra —les dijo.

Gaia miró de nuevo a Maya, pero sintió que Leon se erguía y se alejaba. La canoa osciló un poco cuando Peter subió a la popa y cobró vida cuando él empezó a remar. Gaia siguió con la mirada clavada en su hermana, consciente de lo rápido que le latía el corazón y resistiendo el impulso de volverse para buscar a Leon. Abrigó a Maya con la capa y la estuvo observando hasta que el vaivén de la barca y el ruido del agua la adormecieron. Entonces, por fin, respiró algo más tranquila.

—¿Se ha dormido? —preguntó Peter.

—No del todo, pero casi.

Gaia se retiró el pelo de la cara y se volvió con cuidado para mirar a Peter. Él se concentraba en el agua a fin de atravesar un cauce estrecho y llevaba tan bien la canoa que ya habían dejado atrás a la otra.

Gaia recordó las palabras de Adele.

—¿Es verdad que no sabes leer? ¿Nada de nada? —preguntó.

—¿Eso importa?

A Gaia no le gustaba pensar que nunca podría perderse en un libro.

—Sí —contestó—, y no habla muy bien de Sailum. ¿Sabes o no?

—Nunca me enseñaron.

—¿Y a escribir?

—¿A qué viene esto, Mam’selle Gaia? ¿Quieres que me sienta estúpido, como quería Milady Adele? Porque, si es así, lo estás consiguiendo.

No, no era eso, en absoluto.

—Lo siento —dijo sobresaltada.

—Acepto tus disculpas.

Gaia se dio cuenta de que debía tener más tacto con él. Que fuese fuerte y considerado no significaba que no se pudiera sentir herido.

—¿Quieres hablarme de tu relación con Milady Adele? —le dijo.

—No hay nada que decir, esa relación se acabó.

Se acabó. Gaia decidió darse la vuelta y dejarlo remar en paz, o enrabietado, como era el caso, pero mientras se giraba le oyó mascullar algo.

—¿Qué? —preguntó.

—A mí también me intriga tu pasado —dijo él.

Gaia se sujetó a la borda y colocó su rodilla en un lugar más seguro.

—¿Qué quieres saber?

Él la miró brevemente sin dejar de remar.

—¿Cómo pudiste juntarte con alguien como Vlatir? No lo entiendo. Es grosero, es cruel, se mete continuamente contigo. ¿Es eso lo que te gusta?

—No, no siempre es así, y antes no lo era nunca.

Gaia pensó que no decía la verdad, no del todo. En Wharfton, Leon le había parecido cruel. Despiadado, incluso. Pero después cambió, al menos con ella. Sin embargo, en ese momento había sido despiadado con Adele por hacerle un favor. ¿Estaba mal la gratitud que Gaia sentía, aunque fuese una gratitud egoísta?

—Esto es muy raro para mí —prosiguió Gaia—. Donde yo vivía, nunca me consideraron especial. Los chicos no me hacían ni caso. Pensaba que siempre estaría sola, dedicada en exclusiva a mi trabajo, y no me parecía mal.

—Pero conociste a Vlatir.

Gaia frunció el ceño preguntándose hasta dónde contarle.

—Al principio no hubo nada entre nosotros. A mí ni siquiera me gustaba. Pero entonces él empezó a cambiar. Hizo cosas por mí cuando estaba en la cárcel, me protegió, y después me ayudó a descifrar un código y a ponerme en contacto con mi madre, que también estaba presa.

Había demasiados recuerdos, más de los que podía resumir para alguien que no los compartía.

—Me ayudó, como ahora —añadió despacio acariciando la manita de Maya—, al devolverme a mi hermana.

—Dijiste que te salvó la vida.

Gaia asintió.

—Sí, cuando huíamos del Enclave. Hubo un momento, un momento increíble, en que fue capaz de empujarme por una puerta que se cerraba. Me salvó y él se quedó atrapado. No sé si lo había planeado, pero lo hizo. Creo… —Gaia hizo una pausa en la que se esforzó por encontrar las palabras adecuadas. Entonces su memoria retrocedió hasta aquella noche, un poco antes, y vio al viejo Leon de nuevo, el Leon que estaba a su lado en una puerta abierta mientras fuera diluviaba, cuando no había razón alguna para pensar que a la mañana siguiente seguirían vivos. «¿Y solo sientes eso por mí? ¿Respeto?», le había preguntado él.

Miró más allá de Peter, al marjal, consciente por fin de que la misma persona había vuelto, por muy distinta que pareciera.

—Habrá estado muerto de preocupación por mí —dijo.

Peter dio otra palada y se detuvo.

—¿Has vuelto a enamorarte?

La pregunta le produjo un gran silencio interior y Gaia lo escuchó.

—No lo sé —dijo.

La risa de Peter la devolvió al mundo real.

—¿Qué te hace tanta gracia? —inquirió Gaia.

—No es que me haga gracia, pero por mucha gratitud y admiración que sientas, no le prometiste nada. Y él lo sabe.

«No estamos hablando de promesas», pensó Gaia.

—A veces eres un poco pelma, ¿sabes? —dijo.

Peter volvió a reírse, con más alivio si cabe.

—Y tú —replicó.

—Háblame de Milady Adele.

—Como en este preciso momento: tu insistencia es un poco pelma —aseguró Peter.

—¡Yo te he hablado de Leon y de mí!

—En realidad, no.

—¡En realidad, sí!

Peter sonrió.

—Pero no de todo.

Gaia cerró la boca con expresión remilgada. Para el resto, que usara su imaginación.

—De acuerdo —dijo él—, pero a Will no le gustará que te lo haya contado. Aborrece ese tema.

Si Will estaba involucrado, Gaia tenía que saberlo. Todo.

—Cuéntamelo todo —rogó.

Peter entrecerró un ojo por un golpe de viento.

—Milady Adele era muy distinta, nada que ver con lo que es hoy. Pasional ha sido siempre, pero antes era más feliz, y muy dulce y creativa. Venía cada dos por tres al establo y Will se enamoró como un loco de ella. Eso fue hace lo menos tres años, creo. En cualquier caso, yo le tomaba el pelo diciéndole cuándo iba a pedirle que se casara con él —explicó Peter, y le lanzó una sonrisita.

—Doy por hecho que no se lo pidió —dijo Gaia.

—Mucho peor que eso: fue ella quien me lo pidió a mí.

—Pero tú… —Gaia hizo un cálculo mental.

—Así es, yo tenía dieciséis años. Ella me lleva solo dos, así que la diferencia de edad no era tan grande, pero yo conocía los sentimientos de Will.

—Y le dijiste que no —supuso Gaia.

Peter asintió.

—Lo que más perjudicado salió de todo el asunto fue el orgullo de Adele. Los hombres como yo no rechazan a las mujeres como ella. Cuando le dije que no, me contestó que si no era yo, sería Will.

—¡Uf! —exclamó Gaia, figurándose el dolor del hermano mayor. No costaba mucho imaginarse a un Will jovencito, idealista y decepcionado.

Peter profirió un mmm desde el fondo de la garganta y dijo:

—Sí.

—¿Cuántos años tiene tu hermano, por cierto? —preguntó Gaia.

—¿Ahora? Veintidós.

—¿Y qué pasó después?

—Bueno —dijo Peter alargando la palabra—, que él también le dijo que no. Una semana más tarde, la Matrarca me nombró Jinete del Páramo y le dijo a Will que sería un estupendo funerario.

—¿No escogió él su profesión? —preguntó Gaia. «Con lo bien que se le da», pensó.

Peter meneó la cabeza.

—No y aunque se le da bien, él hubiese preferido criar caballos. Además, hay que reconocerlo: al ser funerario no va a quererlo ninguna mujer. No volverá a tener otra oferta de matrimonio, ni nada que se le parezca.

Gaia pensó que la venganza de Adele había sido muy injusta. Bajó la vista hacia las costillas centrales de la barca mientras cavilaba sobre el futuro de Will. Aquel chico le importaba. No estaba segura de cuánto, pero valoraba lo que él le había dicho detrás del establo y después de enterarse del chasco que se había llevado, lo valoraba aún más.

—¿Mam’selle Gaia? —dijo Peter.

Necesitaba concentrarse, se estaba dejando en el tintero algo sobre Will, algo que apenas tenía sentido, y se estaba poniendo colorada. Decidió apartar de momento las cavilaciones y preguntó:

—¿Y tú?

Peter seguía mirándola con una expresión muy rara. Dejó de remar.

—Tú sí deberías… —a Gaia se le trabó la lengua—. Digo que tienes que gustarles a las mam’selles.

Pero él no hacía más que mirarla algo ceñudo.

—A ti te gusta mi hermano, ¿verdad? —dijo—. ¿Lo sabe él? Claro que lo sabrá.

Gaia se arrebujó en la capa y contestó:

—Lo dices como si no pudiera gustarme más que una sola persona.

Peter soltó una carcajada.

—No quiere hablar de ti. Mi padre siempre está tomándole el pelo por tu causa, pero él no dice esta boca es mía.

—Peter… —Gaia se calló porque no tenía ni idea de qué decir. Por fin añadió—: Llegué solo hace un par de meses y he estado en la Casa Grande la mayor parte del tiempo. No conozco a nadie, salvo a Norris, quizá.

—Y ya te lo habrás metido en el bolsillo, también —dijo el jinete y se puso a remar con fuerza.

Cuando Gaia se volvió hacia delante, vio a Sailum agrandándose en la orilla. Peter no dijo nada durante largo tiempo. Los carrizos y los amapolirios pasaban en un constante borrón verde y blanco. Al cabo de un rato reverberó detrás de ellos un ruido sordo, de llamada, seguido por una cascada de risas de Dinah.

—Te lo dije —recordaba esta—, más vale maña que fuerza. No tienes que arrearle un palizón al agua.

Peter dejó que la canoa se deslizara en silencio.

—Han cambiado de puesto —dedujo—, Dinah le está enseñando a navegar.

—¿Seguro?

Hubo otro golpetazo y más risas de la joven. Por lo visto ella y Leon se entendían la mar de bien. Gaia escuchó con atención para ver si él también se reía. Nunca le había oído reírse mucho. Una rana croó por allí cerca.

—La Matrarca me ha pedido que me quede en el pueblo —explicó Peter—. Quiere reforzar la guardia por lo de la votación de anoche. Le ha añadido una docena de jinetes del páramo.

Gaia se volvió para mirarlo.

—¿Ah, sí? —dijo, y consideró las posibilidades—: Para ti es una oportunidad, ¿no? Aunque sea en la proporción de una a nueve, siempre verás a más mam’selles en el pueblo que en tus patrullas.

—A una la encontré por ahí fuera —respondió Peter—, y no está nada mal. Sin embargo, no la entiendo mucho, sobre todo ahora que sé que le gusta mi hermano y que me anima a conocer a otras chicas.

—Lo siento. Se ve que no hago más que meter la pata —admitió Gaia, sonrojándose otra vez.

—Nunca he sentido que tenía tan poco control sobre algo.

—Deberías confiar en que todo va a salir bien —dijo Gaia, removiéndose sobre el duro asiento—. A veces no es cuestión de control.

—¿Crees eso de verdad? —preguntó Peter.

Gaia pensó un momento, dubitativa. Maya tenía los ojos cerrados y sus diminutas pestañas se desparramaban sobre las pálidas mejillas. Acarició su suave piel, sorprendida por el contraste de color con sus bronceados dedos. Una gota le cayó en el dorso de la mano y amplió sus poros.

—Sí —contestó por fin.

—Mam’selle Gaia —dijo Peter tan bajo que ella lo miró con recelo—, sé que esto es difícil para ti y no voy a presionarte, pero ¿me prometerías una cosa? ¿Me prometerías que no te decidirás por Vlatir mientras estés en la cabaña del ganador?

Gaia abrió unos ojos como platos.

—Seguro que no has querido decir lo que yo he entendido.

—Veo cómo te mira.

Gaia sintió que las entrañas se le llenaban de energía nerviosa.

—La mitad del tiempo me desprecia. No hay peligro de que me decida por él. Ninguno —contestó ladeando la cabeza y mirando fijamente a Peter. Estuvo a punto de reírse.

Él se encogió de hombros.

—Vale, pues no lo prometas.

Maniobró para salvar otro recodo.

—¿Es importante para ti? —preguntó Gaia.

—Digamos que no me va a hacer gracia pensar que estás sola con él. Mi imaginación es muy pelma.

Gaia vio que la orilla no quedaba lejos. Un relámpago iluminó el horizonte y fue seguido por el sordo retumbo de un trueno. Suaves plincs de gotas aisladas tamborilearon sobre el agua, como un delicado coro.

—De acuerdo —dijo Gaia—. Será la promesa más rara que haya hecho en mi vida, pero ahí va: no me comprometeré con Leon mientras esté en la cabaña del ganador. Ni él me lo pedirá tampoco, que conste.

—Eso no depende de ti.

—De todas formas no pasará. Lo conozco.

—Exacto. Eso es lo que me preocupa, que lo conozcas.

Gaia envolvió bien a su hermana en la capa y se inclinó sobre ella para protegerla de la lluvia. Se preguntó si Peter le contaría a su hermano lo de la promesa, pero consideró que era mejor no preguntar. Peter dio una palada profunda y la canoa dobló rápidamente la última curva, deslizándose por delante de Sailum cuando empezaba a diluviar.

La otra canoa los alcanzó poco después de que llegaran a la orilla. Peter dedicó a Gaia una inclinación de cabeza a modo de despedida y se marchó con Dinah para cumplir su deseo de encontrarse el fuego encendido. Gaia quería ver a Josephine lo antes posible, así que fue con Leon a una zona de Sailum que no conocían. Allí las cabañas eran más pequeñas, como aplastadas por la lluvia, y los hombres se entretenían bajo los porches, fumando y mirando a los viandantes.

Al acercarse al pie del barranco bajaron por una calleja enlodada donde las cabañas eran muy pobres, apenas chozas. De la última, solo algo más grande que el gallinero de la casa de Gaia en Wharfton, salía un hilillo de humo por la chimenea. Tras ella se alzaba la oscura pared rocosa; la lluvia caía ruidosamente en una tina de lavar situada junto a la puerta.

—¿Será esta? —preguntó Gaia.

—Es tal como Dinah la ha descrito —contestó Leon.

Gaia se puso a Maya en el brazo izquierdo y se adelantó para golpear con los nudillos la puerta de madera. No obtuvo respuesta. Miró a Leon, escuchó y llamó otra vez con más fuerza para ser oída pese a la lluvia. Del interior llegó un golpe y a continuación unos pasos suaves. Un hombre descamisado abrió la puerta y frunció el ceño.

—¿Sí? ¿Qué quieres? —preguntó mirándolos de arriba abajo, primero a Gaia y luego a Leon—. Tú eres el reo ese, ¿no?

—¿Es para mí? —dijo alguien por detrás del hombre.

—Más bien —contestó él rascándose el velludo pecho—, no es visita pa la Jezabel.

Dicho esto escupió hacia fuera, fallando por poco la bota de Leon. Luego se quitó de en medio para dejar paso a Josephine, decorosa aunque pobremente vestida con una camisa amplia y clara y pantalones grises. La joven sonrió sorprendida y exclamó:

—¡Mam’selle Gaia! ¿Qué estás haciendo aquí? No hagas caso a Bill. Es el novio de mi compañera de cuarto y la persona más cochina que me he echado a la cara.

—¡Te he oído! —dijo el otro desde dentro—. ¿Dónde está mi tabaco de mascar? Lo tenía aquí mismo.

—¿Cuántos viven aquí? —preguntó Gaia, incapaz de disimular su asombro.

—Tres y medio. El medio es Bill.

—¡Te he oído!

Josephine puso los ojos en blanco y preguntó:

—¿Qué puedo hacer por ti?

No fue nada difícil convencerla de que se trasladara a la cabaña del ganador para amamantar a Maya. Se hizo con lo imprescindible, envolvió a su hija Junie en una manta y se marchó con ellos.