—¿ERES CONSCIENTE de que pueden meterte en el cepo por eso? —le preguntó Dinah a Leon.
—¿No me digas? —respondió él con indiferencia alcanzándole la capa a Gaia.
Esta sintió que se ruborizaba y miró rápidamente a Dinah y a Peter, rogándoles en silencio que guardaran el secreto de aquel contacto prohibido. De pronto recordó su abrazo con Peter de esa misma mañana y lo vio con la mente y con los ojos. ¿Por qué el gesto de Leon le había parecido incluso más íntimo?
—No te preocupes, chica —dijo Dinah—. No somos unos correveidiles. ¿Es que a nadie le interesa mi deseo?
—Claro que nos interesa. ¿Cuál es? —preguntó Peter con una risa forzada. La segunda canoa hizo un ruido sordo cuando la dejó del revés sobre las piedras.
—Deseo que el fuego esté encendido al llegar a casa —contestó ella, retirándose el cabello de la cara para enseñar bien sus grandes ojos grises—. Seguro que entonces ya está lloviendo y me encantaría que alguien lo hubiera preparado antes de mi llegada.
Gaia se quedó mirándola. Siempre le habían sorprendido la competencia y la independencia de Dinah y, pese a su forma de ser, albergaba aquel pequeño y pintoresco deseo. Se preguntó si se daba cuenta de la vulnerabilidad que estaba demostrando. Gaia echó un vistazo a Leon, que contemplaba a Dinah, pensativo.
—Lo tendré en cuenta —dijo Peter.
—¡Hola! —saludó un hombre detrás de ellos—. ¡Sig’nax Dinah! ¡Chardo! ¿Qué tal?
El isleño avanzó y Dinah hizo las presentaciones.
Para Gaia, Bachsdatter Luke parecía una prolongación de la propia isla. Su raída, pero pulcra, ropa había sido remendada y lavada tantas veces que se mimetizaba con el color desgastado de las rocas ribereñas. La barba era castaño claro y el cabello estaba alborotado por el viento. Los ojos, hundidos y oscuros, miraban escrutadores por debajo de unas cejas negras y rectilíneas.
—Y por fin conozco a Mam’selle Gaia —dijo—, la hermana de nuestra hija. Bienvenida.
—¿Cómo está Maya? —preguntó ella.
—Bien, considerando lo débil que se encontraba cuando nos la trajeron; aunque estas semanas no han sido fáciles —explicó Bachsdatter echando una ojeada a Leon—. Sé por qué vienes, pero no me puedo creer que quieras separarnos de nuestra hija. Pareces un joven honrado.
—Pues no lo soy —contestó Leon, muy serio.
Después de rascarse el mentón, Bachsdatter miró inquieto al cielo y dijo:
—Hagamos lo que hagamos, debemos decidirlo antes de la tormenta. Vamos.
Empezaron a trepar por un sendero en cuesta que, en ciertos lugares, había sido excavado en la roca. A su alrededor las hojas amarillas de los abedules bailoteaban y rumoreaban con el viento. A lo lejos se veía Sailum cubierto de sombras.
El sendero desembocaba en un pequeño asentamiento con media docena de estructuras de piedra que parecían más viejas que cualquier otra construcción de Sailum. Un huerto y un jardín remataban el extremo oriental de la cumbre; cabras y gallinas deambulaban libremente. Un área vallada encerraba una casa de piedra larga y baja cuajada de flores.
Milady Adele recogía la ropa del tendedero. Pese a ser regordeta y fuerte, tenía el perfil juvenil y frágil. Sus sueltos cabellos castaños flotaban alrededor de su cabeza como hilos de seda cargados de electricidad estática. Cuando se detuvo para mirar a los visitantes, Gaia vio sus rasgos finos y salpicados de pecas.
—Adele —llamó Bachsdatter, abriendo la puerta de la valla y haciéndolos pasar—. Boles llevaba razón. Teníamos visita. Chardo y Sig’nax Dinah han traído a Vlatir y a Mam’selle Gaia.
Adele miró un momento a Gaia, recogió la cesta de la ropa y enfiló hacia la casa.
—Espera, Adele —rogó su marido—, debemos escucharlos al menos.
—No se llevarán a Maya —replicó ella—. Haz que se marchen, no quiero verlos.
Bachsdatter se acercó a ella y le quitó la cesta con delicadeza.
—Sabíamos que esto podía ocurrir —le dijo en voz baja.
—Pero ella lo prometió. ¡Milady Olivia lo prometió! —exclamó Adele.
—Tú no tienes que separarte de tu hija —terció Dinah—. Esto solo durará un mes. Vlatir quiere a Maya en la cabaña del ganador, pero tú puedes ir también si lo deseas.
—¿Y marcharme de mi casa? ¿Por qué? ¿Porque tiene alguna manía?
—No tengo manías, la niña estará bien cuidada —dijo Leon, dirigiendo a Gaia un asentimiento de cabeza—. Haré todo lo que pueda por ella y su hermana también irá.
—Su hermana —repitió Adele—, que casi la mata.
Gaia entrecerró los ojos y la miró con más atención, reparando en el color amarillento de su cutis y la hinchazón de sus dedos. Las ojeras hablaban a gritos de agotamiento.
—La estás amamantando, ¿verdad? —preguntó.
—Por supuesto —contestó Adele, ofendida.
Bachsdatter dio un paso al frente y espetó:
—No te atrevas a acusarla de no atender bien a Maya. Si supieras por lo que ha pasado…
Gaia no podía estar totalmente segura sin examinar a Adele, pero la cautelosa e irritada expresión de sus ojos confirmaba sus sospechas. Aunque Luke no se hubiera enterado aún, Adele sabía que estaba embarazada. Por su propia salud y por el niño que llevaba dentro no podía seguir amamantando a Maya.
—¿Dónde está? —preguntó Gaia.
—Durmiendo. No la molestes —respondió Adele.
—Traemos una nota de la Matrarca —dijo Dinah en voz baja—. Vlatir, dásela.
Leon descruzó los brazos y sacó un papel del bolsillo de sus pantalones. Dinah se lo dio a Adele.
—No pienso leerlo —rezongó esta, rechazándolo como si fuese venenoso.
—¿Lo hago yo entonces? —ofreció Dinah—. ¿No te interesa lo que dice Milady Olivia?
—Deja que lo lea el hermano Chardo —dijo Adele—. Ven aquí, Chardo —añadió imperiosamente.
Cuando Gaia se volvió, estupefacta, vio que Peter se había quedado atrás, junto a la valla, y que al acercarse en respuesta a la orden lo hacía como encogido, sin rastro de su desenvoltura habitual.
—Después de darme de lado tres años enteros, te presentas aquí como si tal cosa —reprendió Adele—. Hasta has crecido y todo. ¿Es que no vas a saludar?
—Hola, Milady Adele —dijo Peter. Un músculo se tensó en su barbilla—. ¿Cómo te va?
—Estupendamente, como ves —replicó ella—. ¿Te da rabia?
—No lo hagas, Adele —dijo Bachsdatter en voz baja.
Gaia observaba atónita el curioso intercambio de frases.
Adele puso los brazos en jarras con actitud agresiva.
—¿Cómo está tu hermano mayor?
—Will está bien, gracias —contestó Peter.
—¿A que no se ha casado? Tú aún tienes alguna posibilidad, supongo.
Peter miró hacia otro lado, las orejas como tomates.
Adele señaló la carta.
—Léela —le ordenó a Peter bruscamente—. Quiero que seas tú quien me descubra lo que dice la Matrarca.
Peter se metió una mano en el bolsillo.
—No sé leer.
Adele soltó una risotada áspera.
—¡Ay, claro, se me había olvidado! El listo de tu familia era Will, ¿no?
—No es necesario que lo humille —dijo Gaia, arrancándole a Dinah la carta—, ya la leo yo.
No es que leyera de maravilla, pero lo que era hablar podía hacerlo alto y claro.
Mi querida Adele:
Sé que recibirás estas noticias acongojada, pero te suplico que escuches con paciencia lo que debo decir. El portador de esta nota, Leon Vlatir, ha ganado los Treinta y dos Juegos y, como sabes, el premio consiste en pasar un mes en la cabaña del ganador con la hembra de su elección, y él ha elegido a tu hija Maya.
La paz de nuestra comunidad depende ahora de ti y de tu esposo. Las damas han votado a favor de que el recién llegado adquiera todos sus derechos como ciudadano y hombre libre de Sailum y estoy segura de que comprenderás la situación tan delicada en que nos veríamos inmersas si le negamos uno de los derechos que puede reclamar legalmente. Ha ganado el premio en buena lid. Lo que es más, ha superado tremendos obstáculos para conseguirlo.
Te ruego, pues, que acompañes a Maya a la cabaña del ganador durante el tiempo estipulado. Tu familia no echará en falta la hospitalidad de Sailum. Otra posibilidad es dejarla al cuidado exclusivo de Vlatir durante ese periodo. Te prometo que no sufrirá el menor daño y que siempre estaré en deuda contigo. Para hacer más llevadero tu sacrificio, puedes elegir cualquier compensación que esté a mi alcance proporcionarte.
En paz.
Olivia
Matrarca
Gaia levantó la mirada y vio que Adele se sentaba en el porche de su casa. El cambio experimentado por la mujer fue súbito y completo, como si hubieran borrado su esencia de un plumazo.
—No —dijo.
—No pasa nada —repuso su marido—, podemos faltar de aquí un mes sin problemas. Yo vendré para atender a los animales o se lo encargaré a alguien; Barrett, quizá —añadió con la mirada algo perdida.
—No —repitió Adele más alto y, mirando a su esposo, añadió—: Creo que siempre he sabido que tendríamos que renunciar a ella, por eso he intentado no quererla tanto, lo he intentado… —Se interrumpió porque era incapaz de seguir.
Del interior de la casa salió un breve llanto.
—Hermana —susurró Gaia.
El llanto se reanudó, más lastimero. Gaia se quedó quieta a fin de comprobar si Adele se movía, si entraba para atender al lloroso bebé como una buena madre, pero cuando la mujer se limitó a apoyar la cabeza en los brazos, pasó a su lado como una centella y abrió la puerta de golpe.
Entrecerró los ojos para acostumbrarse a la oscuridad del vestíbulo y siguió en dirección al salón de techo bajo, de donde procedía el llanto. Aunque la estancia ofrecía una vista espectacular del marjal, Gaia apenas lo notó debido a las prisas por llegar a la cuna.
Entre las sábanas descansaba un bebé diminuto agitando con angustia las manos y abriendo la boca en un grito silencioso que, después de tomar aire, se convirtió en berrido. Para entonces, Gaia ya la tenía en brazos y le acariciaba la cabeza y el cuerpo hablándole con dulzura. Pese a lamentar que la niña llorara, se sintió inundada por un gozo inefable. Después de un último hipido, su hermana le hundió la cabeza en el cuello y chasqueó bajito con la lengua.
Cuando Gaia se volvió, Leon estaba a su espalda, con la mano en el quicio de la puerta. Dentro de Gaia se acumularon la emoción y la gratitud, la pena y el miedo.
—Es tan pequeña… —dijo.
Luego se acercó a la ventana para examinarla. Con ansiedad creciente, metió los dedos en la manta a fin de sacarle las piernas. Maya estaba muy flaca. A esas alturas debería haber estado más crecida, con más carne en los huesos.
Vio las marcas del tobillo que le tatuó la noche en que llegó a pensar que su hermana se moría, solo una hora antes de que Peter las encontrara.
—Es ella de verdad —dijo acariciándolos con el pulgar. Cuando la niña la miró a la cara, Gaia vio a su padre en los solemnes ojitos. Era increíble.
—Yo no entiendo mucho de bebés —advirtió Leon—, pero me parece igual de pequeña que en el Enclave.
—No está bien —convino Gaia—, debería haberse fortalecido más. Fíjate, tiene casi tres meses y todavía no sostiene la cabeza. Le pasa algo, seguro.
—¿Por qué será?
—Quizá Adele no le dé suficiente leche, o su leche no sea lo bastante buena —contestó Gaia. Cuantos más motivos pensaba, más rabiosa se ponía—. Lo mismo es alérgica a algo de por aquí… Sea lo que sea, necesita un cambio.
Leon se acercó y siguió diciendo en voz baja:
—No creo que sea conveniente que acuses a Milady Adele de no amamantarla bien: está muy alterada.
—¡Pero, mírala, Leon! —exclamó Gaia. Tenía que tomarla con alguien, ¿y quién mejor que Adele?
La nena arrugó la frente y rompió a llorar.
—La estás asustando —advirtió Leon.
Gaia la acunó cerca de su pecho y volvió a susurrarle palabras dulces. La cabecita cubierta de pelusilla estaba tan caliente que la ternura que Gaia llevaba semanas ignorando se escapó de su dolorido corazón con tal fuerza que a punto estuvo de romperlo. No se había dado cuenta de lo mucho que la echaba de menos. ¿Qué pensaría su madre si supiera que había permitido que las separaran?
Se volvió hacia la puerta, furiosa con el mundo en general.
—¿Qué haces? —preguntó Leon.
—Buscar respuestas.
Leon le bloqueó el paso.
—Ya tienen bastante con que nos la llevemos. No salgas así —dijo.
Gaia parpadeó con fuerza observando su envergadura, preguntándose si iba a obligarla a apartarlo a empujones, pero después se dio la vuelta.
—Desde que llegué —soltó compungida—, no he hecho más que meter la pata. En todo. ¡Todas esas semanas malgastadas en la Casa Grande! ¿En qué estaría pensando? Debería haber cedido desde el principio y haberle dado la lata a la Matrarca hasta que me hubiera dejado venir aquí. Así hubiera podido encontrarle un ama de cría mejor o la hubiera alimentado con otra cosa, leche de cabra o de arroz o lo que fuera.
Miró a Leon, esperando en parte que le llevara la contraria, pero vio que él estaba de acuerdo.
Al mirar de nuevo a su hermana y ver la poca fuerza con que doblaba los dedos, le dieron ganas de llorar. De llorar como nunca había llorado. La apretó con ternura contra su pecho y se tragó las lágrimas. Durante un espantoso minuto, deseó que Leon la abrazara. Deseó apoyarse en él y sentir sus brazos estrechándola, aunque fuese por última vez. Al fin y al cabo, él ya había cumplido su deseo al llevarla en brazos a la orilla. ¿No podía ella tener un deseo propio? ¿Cuando más lo necesitaba?
Sin embargo, él retrocedió un paso, alejándose. Del patio llegó el lejano y solitario cascabel de una cabra. Gaia miró más allá de Leon, al luminoso umbral.
—Prométeme que no serás dura con Milady Adele —rogó él.
—¿Ahora resulta que la dura soy yo? —espetó Gaia—. El que ha venido aquí a quitarle el bebé eres tú.
—¿Quieres que no lo haga? ¿Quieres que le deje a Maya?
Gaia meneó la cabeza. No pensaba dejarla allí, de ninguna manera.
—¿Sabías que estaba así?
—No —contestó Leon, y apoyó una mano sobre la mantita amarilla colocada en el respaldo de una mecedora—. Solo supuse que la Gaia que yo recordaba necesitaría a su hermana.
La aludida bajó la cabeza para que el pelo le tapara el rostro y murmuró:
—Gracias.
Leon dio un empujoncito a la mecedora para ponerla en movimiento y se dirigió a la puerta.
—De nada —contestó al salir de la cabaña.