PETER LA SOLTÓ. Una avergonzada confusión borró de un plumazo la felicidad de Gaia, aunque cuando cayó en la cuenta de los problemas en los que podía meterse Peter, tan solo sintió pánico.

Will apoyó un extremo del tablón en el suelo sin dejar de observarlos. Gaia esperaba que se limitase a desaparecer, que entrara de nuevo en el establo, pero no lo hizo.

—¿Lo contará? —preguntó.

—No creo, pero no sé.

—Yo nunca te acusaría.

—Eso no importa —dijo Peter dándole la capa y sacando a Spider por la puerta—. Un testigo es tan condenatorio como la acusación de una mam’selle. Debería haber sido más prudente. Voy a ver qué dice.

—Espera, te acompaño.

—Es mejor que tú sigas hacia el marjal, te alcanzaré tan pronto como pueda.

—No, no pienso dejarte solo.

—¡Mam’selle Gaia, por favor!

Ella meneó tercamente la cabeza y cruzó el prado dando zancadas en dirección a Will. Si Will quería guerra, la iba a tener.

—No ha sido culpa tuya —le dijo a Peter—. Además, no ha pasado nada.

—¿Nada? —preguntó Peter dando zancadas a su lado.

—Quiero decir que nada de… ya sabes.

—Yo no estoy tan seguro.

Will apoyó el tablón en la pared del establo cuando llegaron junto a él.

—Hola, Mam’selle Gaia —saludó cordialmente—, ¿por qué no dejas a Spider en el establo, Peter?

—No ha pasado nada, Will —dijo su hermano—. Lo sé de la mejor de las fuentes.

Al ver la mirada de soslayo que le lanzaba Peter, Gaia solo pudo deducir que estaba herido.

«¿Qué? ¿Pero qué he hecho ahora? ¡Si ni siquiera nos hemos besado!».

—Si no te importa, me gustaría hablar un momento con Gaia —dijo Will.

—Tengo que llevarte a la isla —objetó Peter.

—Danos un minuto —pidió Gaia.

Peter se llevó Spider al establo a paso ligero, pero cuando Gaia y Will se quedaron a solas, él siguió sin decir nada. Se limitaba a mirarla, escéptico, disgustado.

Gaia sintió crecer en su interior una especie de desesperación frenética.

—¿Qué? —protestó—. ¡No puedo evitarlo!

—Pues más te valdría, esto es muy serio. No quiero que le hagan daño, ni a ti tampoco —dijo Will metiéndose la mano en el bolsillo trasero y apoyando el peso del cuerpo en una pierna—. Ya sé que es demasiado para ti, lo entiendo, sobre todo ahora, con tu antiguo novio metido en el ajo.

—¿Por qué se empeña todo el mundo en decir que era mi novio?

Will esbozó una sonrisita sardónica.

—Si tienes que tocar a alguien, no lo hagas en público. Las normas son muy claras. Sería un verdadero desastre.

¡Lo decía como si ella fuese tocando por ahí a todo el mundo!

—Tomo nota —dijo enfadada—. ¿Algo más?

Will miró por encima del hombro y bajó la voz:

—He hecho otras tres autopsias.

Era la última cosa que Gaia esperaba oír.

—La Matrarca no quería que hicieras más.

—No me permitió dejar el oficio —repuso Will— y, una vez que se empieza, se siente curiosidad. He encontrado otros dos exreservas con matriz, así que Benny no era ningún bicho raro, y puede haber muchos más.

Gaia lo miró intrigada y dijo:

—Es como una epidemia. ¿Por qué? ¿A qué se deberá?

—Eso quería preguntarte, ¿podría ser genético?

—Podría ser, o también puede ser una reacción a algo que haya en el ambiente —contestó Gaia. Le hubiera gustado saberlo; seguro que Leon lo sabía.

—¿Es posible que la piscifactoría tenga algo que ver? —preguntó Will—. No se me ocurre otra cosa que usara productos químicos a gran escala, aunque esa agua hace mucho que desapareció.

—Sin un laboratorio, no hay forma de saberlo —dijo Gaia.

—Una teoría razonable me basta. Me estoy volviendo loco.

Gaia miró con el ceño fruncido los nuevos tablones de la pared situada detrás de Will.

—Puedo preguntarle a Leon. Él sabe mucho más que yo de genes, genética y demás.

Will meneó la cabeza.

—No, por favor, no lo hagas. No quiero que se corra la voz.

Gaia estaba a punto de decir que Leon era de fiar cuando se dio cuenta de que ya no sabía ni eso.

—¿Vas a decírselo a la Matrarca?

—No —contestó Will.

Gaia se volvió para mirar con inquietud hacia el prado y sugirió:

—Ya sé que la gente confía en ti y que eso no debe cambiar, pero podríamos decírselo solo a ella.

—Me dejó muy claro que no hiciera ni una autopsia más. La estoy desobedeciendo a sabiendas y el castigo por traición es el exilio.

—Entonces, no sigas —dijo Gaia. Will estaba haciendo lo que según Leon hubiera debido hacer ella para sacarlo de la cárcel: desobedecer y mentir—. ¿Por qué me lo dices a mí?

—Porque eres la única a quien puedo decírselo. Necesitamos respuestas.

—¡Pero yo no las tengo!

—Si no encontramos una solución, moriremos. Tardará un par de generaciones más, pero después…

—Creo que de eso se trata —dijo Gaia—, ese es el plan de la Matrarca. La aceptación.

Will la miró de hito en hito y preguntó:

—¿Pero qué te ha hecho?

Gaia agitó una mano.

—¿Qué te ha hecho a ti? Yo lo único que hago es acatar sus órdenes, como todos. Y ahora mismo voy a ir a la isla a recoger a mi hermana. Déjame al menos que le agradezca eso.

—Estoy empezando a pensar que la gratitud es lo opuesto a la curiosidad —dijo Will.

—¿Se supone que eso es un insulto? —inquirió Gaia, molesta por la desaprobación que había percibido.

Will se ablandó un poco. Se llevó una mano a la nuca y Gaia miró el bultito de la base de su garganta.

—No pretendía que lo fuese. Perdona.

—De acuerdo —dijo Gaia, alejándose.

—Espera —suplicó Will. Sus ojos castaños expresaban inquietud y la tensión se evidenciaba en cada línea de su cuerpo—. No te vayas enfadada conmigo. La verdad es que quería decirte otra cosa, pero nunca te veo a solas.

Gaia se envolvió en sus propios brazos y esperó a regañadientes.

Will se aclaró la garganta y añadió:

—Sólo quería decirte que cuentes conmigo, Mam’selle Gaia. Para todo lo que quieras y siempre que lo desees.

Cuando él no añadió nada más, el tiempo se prolongó y se llenó de implicaciones.

—Will… —dijo Gaia insegura.

—Quería que lo supieras. Eres muy especial para mí.

Aquello no era ninguna tontería, aunque su sentido de la oportunidad fuese un espanto. Will curvó la boca en una sonrisa lenta y sincera y sus cálidos ojos le dijeron todo lo que no podían decirle sus palabras.

Leon la había hecho tan desgraciada que hubiera querido morirse. En brazos de Peter había estado a punto de licuarse. Will solo tenía que sonreírle, sin tocarla siquiera, para dejarla hecha un verdadero lío. Desde luego ya no le parecía demasiado viejo para ella, si alguna vez había pensado de forma consciente que lo era. Dio un gran y desgarbado paso hacia atrás. Había oído hablar de los triángulos amorosos, ¿pero un cuadrado?

—Ay, ay. Lo he dicho —farfulló Will.

Gaia soltó una risa.

—Pues sí. Pero ahora tengo que irme, de verdad.

—Ya. Vete, corre.

Ella se apresuró hacia el camino, donde echó a correr. «¡Will!», pensó, «Peter», y lo que era peor: «Leon». Dejó escapar un pequeño chillido y después se los quitó a todos de la cabeza para pensar solo en su hermana.

Al salir de la sombra de los árboles, el sol cayó a su alrededor en ramilletes de luz mientras corría con la capa enroscada al brazo. El camino pasó por la Casa Grande, el sauce y las cabañas pequeñas. Enseguida vio la orilla, con el marjal iluminado por la luz de la mañana y la mole oscura de la cárcel a la derecha.

Al cambiar la dirección del viento, captó un olor acre, de cenizas, y vio los rastros carbonizados de una hoguera con parte de un tocón quemado que todavía humeaba.

Una docena de hombres y mujeres formaban un grupo disperso junto a una fila de canoas que yacían con el fondo hacia arriba, como enormes peces durmientes. Leon estaba algo aislado y el viento hacía ondear su cabello castaño y su camisa marrón.

—¿Estás lista? —preguntó a Gaia en cuanto la vio llegar.

—¿Y la nota que debía entregarnos la Matrarca? —preguntó ella a su vez.

—Ya se la he dado a Vlatir —dijo Dinah—. Además, creemos que anoche fue alguien a casa de Milady Adele para decirle que estuviera preparada. Aunque, oficialmente, la familia no sabe nada todavía.

—¿Y si Milady Adele no quiere ir a la cabaña del ganador? —preguntó Gaia.

—Aun así tendrá que darnos al bebé —contestó Dinah—. Por eso estábamos hablando de llevar más canoas; pero la Matrarca dice que, si no son muy necesarios —Dinah señaló con la cabeza al grupo de hombres más alejado y Gaia vio que eran guardias—, prefiere que esos se queden aquí para mantener la seguridad de la población.

Si había que llevarse a Maya a la fuerza, Gaia no quería participar. Ya tenía bastantes recuerdos de los niños entregados al Enclave. No quería hacer nada parecido nunca más, ni siquiera para recuperar a su hermana.

—Yo prefiero no ir —dijo.

—Tú te vienes —replicó Leon—. Siempre obedeces a la Matrarca, ¿no te acuerdas?

Era verdad. Gaia volvió la vista hacia el camino para buscar a Peter y se sintió aliviada al verlo bajar por la cuesta.

—Peter se ha ofrecido a acompañarnos.

—Al menos un ocupante de la canoa sabrá remar —apuntó, risueña, Dinah.

Gaia no había caído en eso.

—Creo que voy a tener que ir también —añadió la suelta—. Vlatir, yo te acompañaré. Mam’selle Gaia y Peter pueden ir en una segunda canoa. Además, así podré ayudar a Milady Adele con el bebé.

—Bien —dijo Leon y, sin mirar a Gaia, agarró el extremo de una embarcación y la arrastró hacia el agua. Dinah hizo lo mismo con otra.

—¿Ayudo en algo? —preguntó Peter mientras se acercaba.

—Tú llevarás a Mam’selle Gaia. Nos vemos allí —dicho esto, Dinah se quitó el chal rojo y se lo ató al pecho para moverse con más libertad. Dando un rápido y diestro paso en el agua, empujó la canoa y subió a popa. El viento agitó sus rizos cuando se hacía con el remo. Se alejó de la orilla con Leon en la proa.

A Peter y Gaia les llevó solo unos minutos acomodarse en la otra embarcación. Gaia iba en la proa, agarrándose con fuerza mientras Peter remaba.

—¿Qué hago si volcamos? —preguntó.

—Sujetarte a la barca. Iríamos nadando hasta uno de los montículos.

—No sé nadar.

—¿Qué?

—Yo crecí cerca de un inlago, en un páramo. Allí no nadaba nadie —explicó Gaia y, tras clavar las rodillas en la borda para mantener el equilibrio agarró con precaución el remo.

—No vamos a volcar —dijo Peter, y la sonrisa era audible en su voz—. Además, la mayoría de los sitios son tan poco profundos que se hace pie. ¡Eh, cuidado!

Gaia había golpeado el remo contra un costado de la canoa.

—¿Qué estoy haciendo mal? —preguntó girando en su asiento para ver a Peter, cuyo pelo castaño claro parecía casi rubio a la luz del sol—. ¿No deberías llevar sombrero?

—¿Dónde has dejado el tuyo?

—Lo olvidé. Cuando salí de la Casa Grande esta mañana llevaba la capa.

—Yo también he olvidado el mío. Pero se está nublando, eso ayudará. Quieres ir a la isla, ¿no?

Sí, quería.

—Entonces pon la mano derecha aquí, cerca de la pala —añadió Peter enseñándoselo con su propio remo—, mantén recta la parte superior del brazo y gíralo. Utiliza la fuerza de tu espalda y trata de dar paladas largas y suaves.

—¿Así? —preguntó ella probando. Parecía distinto, raro.

—No estés tan rígida. Y si pones la pala horizontal, paralela al agua, antes de meterla de nuevo, cortará el viento.

—Viento hay poco.

—Te gusta discutir, ¿eh?

—No, pero hay poco —dijo dando otra palada. El agua parecía jarabe negro.

—Pues la resistencia del aire, que no del viento, será menor —corrigió Peter—, y cuanto más deprisa vayamos, más se notará.

En la siguiente palada el agua le pareció a Gaia menos espesa y se sorprendió por lo bien que avanzaba la embarcación, hasta que advirtió que Peter la impelía desde la popa. Ella tuvo que remar con más fuerza para sentir que participaba en el avance. Casi enseguida la canoa empezó a zigzaguear por los laberínticos cursos de agua del marjal. Peter era capaz de pasar a centímetros de un montículo embarrado y lleno de carrizos y arbustos sin rozarlo y después girar al lado contrario varios metros más allá.

Poco a poco iban acelerando. A Gaia le gustaba el poder de los remos, el ritmo de sus golpes sincronizados con los de Peter y la suave y grácil velocidad del agua bajo la pala. Sentaba muy, muy bien moverse y usar los músculos para algo más que limpiar cristales o pelar patatas.

—Con calma, Mam’selle Gaia —advirtió Peter—. Se tarda un poco en llegar.

Ella miró hacia delante y no vio islas por ningún lado.

—Está allí —dijo él. Gaia dejó de remar, miró hacia atrás y vio que Peter señalaba a la derecha—. El curso de agua la circunda por este lado y luego vuelve hacia atrás, como una S con curvas extra.

—¿Por qué vive tan lejos la familia de Milady Adele?

—Porque su madre y su abuela poseían la isla y ahora es suya. Luke es también un poco solitario, así que supongo que le gusta.

Gaia se desabrochó la capa y la echó en la canoa, detrás de ella. El agua hacía un ruido hueco contra el fondo y se podía oler el barro calentado por el sol.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando la caja sujeta a un poste clavado en un montículo.

—Una de las casetas meteorológicas de Luke —explicó Peter—. Sirve para medir la temperatura del agua, la cantidad de lluvia que cae y cosas por el estilo. Fue tu abuela quien lo inició en el tema antes de que se casara con Adele y se viniera a vivir aquí.

—¿Para qué lo hace? —pregunto Gaia intrigada.

—En realidad no lo sé. Deberías beber.

Al girarse, Gaia vio que Peter sacaba agua ahuecando la mano.

—¿Así sin más?

—No te hará daño —dijo él sonriendo—, a no ser que te muerda algún bicharraco.

Gaia no se lo tomó a broma:

—¿Pero y los gérmenes? ¿O la caca de pez? ¿No habría que hervirla primero?

Peter se rio.

—En casa lo hacemos, pero no sé de nadie que se haya puesto enfermo por beber un poco de agua del marjal. ¿No tienes sed?

Gaia la tenía, pero meneó la cabeza.

—Esperaré.

—No sabes nadar, te gusta discutir, ¿y ahora te da miedo la caquita de pez? —Peter volvió a reírse—. ¡Vaya compañera de canoa estás hecha!

Gaia miraba con recelo el agua, tratando de ver a través de su propio reflejo. El ruido de Peter al beber aumentaba su sed. Metió la mano con cautela y probó un poco, sorprendiéndose por su buen sabor y su frescura.

—Disponer de toda esta agua lo cambia todo —dijo—. No te haces idea.

—¿Cómo conseguías el agua en Wharfton? —quiso saber Peter.

—El Enclave la sacaba de la planta geotérmica y la purificaba para nosotros. La recogíamos de las espitas del muro.

—Así que todos dependían por completo de ellos, ¿no? ¿Y había suficiente?

Gaia pensó en el marjal y en el infinito suministro de agua que representaba.

—No, nos venía muy justa. Yo estaba cargando con botellas todo el rato.

—¿Nadie pensó en perforar su propio pozo?

—A mi padre sí se le ocurrió, eso y otras ideas. Pensaba que debíamos perforar en el fondo del inlago —dijo, recordando el ingenio de su padre para mejorar la casa y el jardín—, pero no tenía tiempo, ni perforadora.

Se percató de que era la primera vez que pensaba en él sin un abrumador sentimiento de pérdida.

—¿Lo echas de menos? —preguntó Peter.

Gaia asintió.

—Y a mi madre, pero ya no me duele tanto —dijo mirando de nuevo en torno—. Esto les encantaría.

—Me alegro —contestó Peter sonriendo con dulzura.

En la quietud, Gaia oyó el sonido de voces sobre el agua. Al mirar hacia atrás vio que Peter se secaba la mano en los pantalones y se hacía con el remo.

—No están lejos —dijo el jinete—. ¿Quieres que les demos alcance?

Gaia quería. Como se le estaba despellejando la parte interna del pulgar, cambió un poco el agarre del remo.

Al poco rato, tras doblar un recodo, encontraron a Dinah y Leon detenidos, con los remos sobre las rodillas. Aunque la mayor parte de los canales eran angostos y sinuosos, habían desembocado en uno recto y ancho, de unos quinientos metros de longitud, un verdadero lago.

Dinah se estaba riendo mientras Leon miraba con recelo el agua que sostenía en su mano ahuecada, aunque en ese momento se la bebió. Parecía bastante más relajado que en ocasiones anteriores.

—Ranas de cinco patas —informó a los recién llegados—. Sig’nax Dinah se cree que eso es normal.

—El chico del páramo se cree que sabe más del marjal que yo —replicó ella.

Leon enarcó las cejas y miró a Gaia en busca de apoyo.

—Las ranas de cinco patas no son normales en absoluto —dijo esta sonriendo.

Peter, Leon y Dinah se enzarzaron en una discusión. Gaia miró un ave blanca y negra, más esbelta que un pato, que se recortaba contra el agua.

—¿Es eso un somorgujo? —preguntó.

—Sí —respondió Peter—, y justo detrás de él puedes ver un amapolirio. Aquella flor blanca.

En ese instante el somorgujo se sumergió y desapareció.

—Está cambiando el tiempo —advirtió Dinah—, se avecina tormenta. No deberíamos entretenernos.

Encima de ellos el cielo seguía despejado, pero a sus espaldas, el oeste estaba cubierto de negros nubarrones que apenas parecían moverse. Iba a ser la segunda tormenta desde la llegada de Gaia y a ella le encantaba la lluvia.

—En casa apenas llovía —comentó— y casi solo en invierno.

—Por aquí también llueve poco —dijo Peter—. Esas nubes pueden tardar en acercarse todo el día y después no dar lluvia.

Gaia se dio cuenta de que las canoas estaban a la par y ella se encontraba enfrente de Leon.

—Te echo una carrera —dijo impulsivamente, dirigiendo una inclinación de cabeza hacia el final del curso de agua.

—¿Con premio? —preguntó Leon.

—¿Una apuesta? —preguntó a su vez Gaia, que no llevaba ni una moneda—. ¿Qué apostamos?

—Un deseo —dijo él—, se le concederá a los ganadores.

—¿Dónde se ha visto una apuesta así? —preguntó Dinah riéndose.

—¿Qué clase de deseo? —inquirió Gaia. Era una idea demasiado caprichosa para venir de él.

—Algo sin importancia.

Gaia miró a Peter, que se encogió de hombros.

—Yo juego —anunció Dinah—. ¡Preparados, listos, ya!

Ambas embarcaciones salieron disparadas. Gaia empujaba el remo con todas sus fuerzas y lo hundía una y otra vez. Las canoas se deslizaban tan deprisa que parecían flotar sobre el agua; delante de ellas gorgoteaba la espuma. Al ver que Leon empezaba a rebasarlos por la derecha, Gaia se esforzó aún más. Proa a proa, ambas embarcaciones se dirigieron hacia el fondo, donde la vía fluvial giraba bruscamente. A menos que una de las dos adelantara a la otra, acabarían por chocar.

A Gaia no le importaba. Remar valía la pena para reírse por dentro, para sentirse completamente viva.

La resistencia al avance echó hacia atrás su canoa cuando la de Leon los adelantó como una centella. La risa de Dinah flotó sobre el agua y un instante después la embarcación ganadora se perdía de vista.

Gaia sacó el remo del agua y se inclinó hacia delante con el corazón desbocado. Entonces notó que Peter había arrastrado su remo para frenarlos y evitar la colisión.

«Ahora ya sabemos quién es el aguafiestas», pensó y se rio pese a respirar a boqueadas. Peter empezó a remar de nuevo, pero Gaia no: le dolían demasiado los brazos.

—Ha sido divertido —dijo volviéndose.

Peter tenía las mejillas como tomates y los ojos, del color del cielo que precedía a las nubes de tormenta, le brillaban más que nunca.

—¿Ya habías jugado con Dinah a los gallitos?

—No, pero sabía que no iba a detenerse. No tiene nada que perder.

—Eso es muy profundo —dijo Gaia intentando ponerse seria.

Peter sonrió.

—Debería haber volcado y dejar que te ahogaras. ¿Piensas seguir ahí sentada como si fueras de la realeza?

—Pues sí.

Él hizo amago de salpicarla; ella se rio y agarró de nuevo el remo.

Tras el siguiente recodo, la isla se alzaba con una suave ladera rematada por un acantilado calizo. La vegetación parecía consistir únicamente en árboles retorcidos. Dinah y Leon habían llegado a una ribera pedregosa y estaban sacando la canoa del agua. Mientras Peter maniobraba cerca de la orilla, el punto de observación de Gaia cambió y pudo ver por fin el borde de un tejado en la cima del precipicio. No resultaría fácil encontrar un sitio más ventoso ni más aislado.

Cuando se dispuso a bajar cerca de la orilla, Leon tendió la mano y dijo:

—Permíteme.

Gaia, pillada por sorpresa, tendió también la suya, pero Leon se giró y, con un movimiento rápido y fluido, le puso un brazo en la espalda y otro bajo las corvas y la alzó para llevarla a tierra firme. Gaia se sorprendió aún más por la dureza del cuerpo de él. Cuando la dejó de pie, la sostuvo un instante por la cintura para asegurarse de que guardaba el equilibrio. Los labios de Gaia se abrieron, su respiración se agitó y sus intrigados ojos buscaron los del joven, cuyos iris azules la miraban con fijeza parapetados tras oscuros mechones de pelo.

—No era necesario… —dijo Gaia.

—Shhh… —contestó Leon en voz baja antes de soltarla—. Deseo concedido.

Luego volvió a entrar en el agua para levantar la proa de la embarcación y arrastrarla hasta la orilla.

«¿Ese era su deseo? ¿Llevarme en brazos un minuto?».

Estaba metida en un buen lío.