CUANDO SE GIRÓ, Gaia vio que Will enarcaba las cejas, sorprendido. El joven se apoyó los puños en las caderas y se aclaró la garganta.
—¿Lo dices en serio? —preguntó.
—Claro, me cuesta creer que no lo hayas hecho antes.
—Normalmente no hay por qué —contestó Will—, ni sirve para revivir al fallecido. Mi trabajo consiste en limpiarlo, vestirlo y hacerle el ataúd, y trato de llevarlo a cabo con el máximo respeto.
—¿Y qué es distinto en esta ocasión?
—Benny era un exreserva, y como siempre lamentó no haber podido ser padre, me pidió que tratase de averiguar lo que pudiera tras su muerte, para ayudar a los que son como él. Yo le dije que no sabría ni por dónde empezar, pero él me hizo prometérselo. Dijo que ya era hora de que fuera aprendiendo.
—¿Hay muchos hombres estériles?
—Los exreservas. Aquí hacemos pruebas a todos los chicos en cuanto cumplen los catorce años. Si su esperma no sirve, se los elimina de la Reserva de Fértiles.
—No puede ser. ¿Y son muchos?
—Un montón. Puede que cuatrocientos o quinientos del total de mil ochocientos.
—No lo sabía. ¡Pero es horrible! ¿Qué hacen ellos?
—¿Qué hacen? Pues seguir adelante, como todos —contestó Will—. Algunos van con sueltas, si pueden. No son muy diferentes de los hombres de la reserva que no llegan a casarse. De todas formas, lo que sigue faltando son mujeres.
Gaia recordó que Josephine había mencionado los novios exreservas de Dinah. Miró intrigada a Will, preguntándose si él tampoco estaría en esa reserva. Luego le miró la mano: no llevaba anillo.
No pensaba preguntarle de ninguna de las maneras si su esperma servía o no servía.
Will sonrió.
—No me importa decírtelo. Sí, estoy en la reserva.
Gaia cerró los ojos y el calor de sus mejillas le confirmó que se estaba poniendo como un tomate.
—¡No iba a preguntártelo! —exclamó.
—Pues no se hable más —dijo él riéndose—. A por la autopsia.
Agradecida, Gaia miró de nuevo la silueta cubierta por la manta, desde el lugar donde se distinguía el puente de la nariz hasta las puntas de los pies.
—En realidad, tengo poca experiencia con cadáveres, solo he visto a dos de cerca. La primera fue una embarazada a la que tuve que abrir para salvar al bebé. Lo hice con tantas prisas que no pude andar mirándola por dentro, pero he pensado en ello a menudo.
—Entiendo —dijo Will—, ¿quién fue la otra persona?
—Mi madre.
Él la miró largo rato. Luego se acercó a la puerta del establo y la cerró, dejando fuera la luz del sol. Gaia le agradeció que no siguiera indagando.
—¿Es que puede entrar alguien? —preguntó.
—No. Mi familia está con la de Benny. A diferencia de ti, casi todo el mundo evita este lugar cuando estoy con un cadáver.
—¿Sabe la familia de Benny lo que vas a hacer?
—No.
Will le dio un mandil de carpintero, que ella se metió por la cabeza y se ató en la estrecha cintura. Luego puso el banco con su carga bajo el rectángulo de luz que entraba por una ventana del altillo. Cuando Gaia tocó la tela que cubría la cabeza del fallecido, Will alzó una mano.
—Dejaremos su cara tapada —dijo.
Gaia asintió.
Una vez quitada la manta del cuerpo, Gaia vio que había mucha carne y poca ropa: solo un modesto taparrabos. Una incisión larga recorría el tórax desde la clavícula hasta más abajo del ombligo. La piel, privada del tono normal de la sangre en los capilares, estaba correosa y gris. Benny había sido delgado, por lo que se le marcaban los huesos de las caderas. Gaia se fijó en la forma en que las costillas tensaban la piel del torso.
—Lo que me hizo dejarlo fue lo de cortar las costillas para abrir el pecho —explicó Will—, pero no se me ocurre otra forma de llegar al corazón.
—Podríamos examinar antes otros órganos —propuso Gaia. Acto seguido recordó la lámina de anatomía humana de la celda Q y cómo la había comentado con las doctoras encarceladas, pero aquello era un dibujo pulcro rotulado en azul y rojo. Aquí no había el menor rótulo. Tiró con cuidado de la fría piel para abrir el corte y Will la ayudó sin necesidad de pedírselo. El interior era del color de los nabos y las patatas pelados, brillaba y estaba veteado de verde y negro.
Gaia no tenía con qué compararlo, ni forma de saber qué era normal y qué no, qué estaba sano y qué enfermo. Por segunda vez en el mismo día se sintió desbordada.
—Esto parece el intestino grueso —dijo Will, señalando lo más obvio.
—¿Has estudiado algo?
—Un poco.
Will le dio una tablilla de madera y Gaia apartó con delicadeza el blando y bulboso conducto, siguiendo hacia arriba hasta encontrar el intestino delgado y el estómago. Vio además lo que parecía ser el hígado y a continuación la vesícula biliar. Se sorprendió ante la cantidad de información que recordaba de la ilustración de anatomía, quizá porque las conexiones eran lógicas.
—¿Tienes otra tablilla? —preguntó—. Aquí. Sostén esto.
Retiró a un lado parte del intestino grueso para mirar mejor uno de los riñones, de color oscuro y homogéneo, y siguió el uréter hasta la vejiga. Justo debajo de esta vio un bulto compacto y resbaladizo.
—¡Uy! —exclamó.
—¿Qué es? —inquirió Will.
Gaia estaba tan asombrada que metió un dedo para retirar con suavidad la vejiga y ver mejor el bulto: era un útero. El hombre tenía un útero del que incluso salían unas pequeñas trompas de Falopio y unos ganglios redondos que podían ser ovarios.
Se inclinó tanto para verlo que un mechón de su cabello cayó sobre el cadáver.
—¡Aj!
—¿Qué has encontrado? —repitió Will.
Gaia se irguió con los ojos como platos y parpadeó, atónita, se secó el pelo con la punta del mandil y levantó la ropa interior del hombre para asegurarse de que efectivamente lo era; en apariencia sí.
—No sé qué pensar —dijo. Volvió al examen, removiendo y apartando con la tablilla y la punta del dedo índice.
—¿Me lo vas a decir o no? —protestó Will—. Estoy en ascuas.
—Tiene una matriz, conectada al tracto urinario, creo. Mira aquí. Es absurdo.
Will guardó silencio un momento.
—Te parecerá raro, pero no tengo ni idea de cómo es una matriz.
—Pues así —dijo Gaia con impaciencia, dando un golpecito al órgano.
Cuando miró al chico vio que sonreía con regocijo.
—Ahora ya lo sé. Muchas gracias.
Gaia se irguió.
—Pensaba que sabías algo del parto, al menos del de los animales. Eso me dijo Dinah, por lo menos.
—Desde fuera —aclaró él, ensanchando la sonrisa.
Gaia se y se relajó un poco. Will le caía bien.
—Qué actividad más rara para hacer en pareja, ¿no? —dijo ella.
—No, qué va.
Gaia miró de nuevo el cadáver.
—¿Crees que los demás exreservas serán como Benny? ¿Que tendrán matriz?
—Ni idea.
—Ojalá pudiéramos saberlo.
—Por eso no pudo tener hijos, ¿no? —preguntó Will.
—Claro.
—¿Por qué le pasaría algo así?
Gaia lo ignoraba, pero se le estaba ocurriendo el germen de una idea. Debía de haber sucedido en una etapa temprana del desarrollo; quizá Benny había sido niña al principio. Era posible, solo posible, que existiera alguna hormona que afectara a las madres de Sailum y convirtiera a sus hijas en hijos antes del nacimiento. Deseó que Leon estuviera allí. Debido a la esterilidad que afectaba al Enclave, el chico sabía mucho de genética y se le hubiera ocurrido algo. Ella tendría que recordar todo lo que pudiera y mirar la biblioteca de la Casa Grande, por si acaso.
—¿Sabes si el número de machos y hembras de los animales del pueblo, como ovejas o caballos, está equilibrado? —preguntó.
—Creo que sí. Si no te importa, preferiría dejarlo ya.
Al levantar los ojos, vio que Will fruncía el ceño, preocupado.
—Lo siento —dijo Gaia.
—Ya me había hecho a la idea de no encontrar nada, pero esto es aún peor. Qué desastre. No hay quien cure este tipo de esterilidad, ¿no?
—No.
Gaia se metió el pelo detrás de la oreja y empezó a recomponer el abdomen del fallecido. Sintió un retortijón en su propia barriga, pero no hizo caso.
—¿Tienes hilo? Puedo coserlo yo —dijo—, mi padre era sastre.
Will le dio una bobina de hilo blanco y una aguja grande, y Gaia unió los bordes del corte con una costura primorosa. Luego pasó un paño húmedo por las manchas de sangre oscura que rodeaban el corte. Tras cubrir de nuevo el cuerpo, Will apoyó las manos en el banco de trabajo y agachó la cabeza. En la quietud del establo, se llevó la mano al corazón y la mantuvo allí largo rato. Cuando miró de nuevo a Gaia, sus ojos castaños estaban inquietos, cavilosos, cargados de pena.
—Ha sido un error —dijo por fin—, no debemos contarle a nadie lo que ha pasado. Lo entiendes, ¿verdad?
Gaia estuvo tentada de discutir. Habían descubierto algo enorme, algo que sería muy importante para muchos de los hombres de Sailum. Sin embargo, ¿de qué les serviría saberlo? Explicarles el problema sin darles ninguna solución, sería poco menos que una burla. Will estaba en lo cierto.
—Sí —respondió en voz baja—. Pobre Benny.
—Creo que no lo acabas de entender —insistió Will—, la gente confía en mí; si se enteraran de lo que he hecho, se lo pensarían dos veces antes de confiarme a los que amaban, y pensarían que voy a hacérselo también a los que ya están enterrados. Ya no podría darles el menor consuelo. ¿Por qué no lo habré pensado antes?
—¿Hay otros funerarios en Sailum?
—No, yo soy el único.
«Como yo la única comadrona», pensó Gaia.
—Somos el dúo de la vida y la muerte —dijo, y envolvió el cabo suelto de hilo en la bobina.
Al levantar de nuevo los ojos, vio que Will la miraba de una manera extraña y que una sonrisa cauta e intrigada dotaba de calidez a sus rasgos. En ese momento cayó en la cuenta de lo guapo que podía ser si se lo proponía, o más bien de lo guapo que era, se lo propusiese o no. Había un bultito en la base de su garganta en el que no había reparado antes. Gaia paseó la mirada por sus hombros cuadrados, su camisa recatadamente abotonada, sus manos fuertes apoyadas en el banco de trabajo, y se paralizó por dentro.
Estar enfrente de él sobre un cadáver se había convertido en algo tan íntimo que los vinculaba, y cuanto más tiempo pasara antes de que uno de los dos se moviera, más se fortalecía ese vínculo. Si ella lo miraba a los ojos, ambos sabrían que era verdad.
Echaba de menos a Leon.
En el altillo, un ratón invisible correteaba por el heno.
Gaia retrocedió un paso y dijo señalando:
—Debería limpiar esto.
—Deja que te traiga agua.
Al sufrir un nuevo y desagradable retortijón, Gaia se retiró hasta el banco de la pared. Cuando Will volvió, estaba inclinada hacia delante, con ganas de vomitar.
—Creo que me estoy poniendo mala —anunció.
Él dejó el cubo de agua en el suelo y se agachó para mirarle el rostro.
—Puede ser el mal de entrada. Da de repente.
—¿Y provoca náuseas y dolor de cabeza?
—Sí, y el dolor suele ser fuerte.
—¿Maya también lo sufrirá? —preguntó alarmada—. No puede perder ni un gramo más.
Will dudó:
—No sé qué decirte.
Gaia cerró los ojos y se inclinó de nuevo.
—¿Hay algún tratamiento?
—No estás preguntando a la persona adecuada.
—¿Pues a quién se lo pregunto? —dijo Gaia. Su estómago se retorcía a cámara lenta y la boca le salivaba ominosamente. «¡Ay, ay!», pensó apretando los dientes. A continuación salió a trompicones del establo, fue de cabeza a la hierba de un lateral del camino de acceso y la regó con su desayuno.
—Genial —masculló. Tenía la frente y la nuca empapadas en sudor. Escupió para librarse de un hilo de baba y volvió a escupir. Por si echaba algo más, esperó abrazada a la valla de madera. La luz del camino se multiplicaba ante sus ojos. Su estómago giraba, se paraba de golpe y giraba de nuevo.
—Ten —dijo Will entregándole un paño húmedo.
Gaia se lo llevó a la frente y los labios, y siguió esperando. No pasó mucho antes de que otra oleada de náuseas la hiciera inclinarse. Aguardó durante un horrible y vacilante minuto y volvió a vomitar. Luego empezaron los temblores.
—¿Cómo podría ayudarte? —le preguntó Will.
—Si supiera que es esto, te lo diría, pero quizá una infusión de jengibre o de menta para las náuseas… con miel y sal, si tienes. Solo falta que me deshidrate. ¿Me subirá la fiebre?
—Sí, y tendrás alucinaciones.
Gaia lo miró a los ojos. Hablaba en serio. Soltó una risita lastimera.
—Llévame a la Casa Grande —pidió—, al menos allí puedo enfermar en privado.
En un abrir y cerrar de ojos, Will había enganchado un caballo a un carro de caja plana y la ayudaba a subir al pescante. Durante el trayecto, el vehículo parecía tropezarse con todos y cada uno de los baches del camino, y cada tropezón iba directo a la cabeza de Gaia, donde originaba un nuevo tipo de cefalea con hirientes estallidos de colores. Las luces y los ruidos arremetían contra ella, y una diminuta mota de polvo de su camisa se amplió y se amplió hasta convertirse en una inmensa diana.
—Ya estamos —dijo en voz baja Will cuando llegaron por fin a la Casa Grande—. Espera aquí; ahora vuelvo.
—Por favor, haz que pare —susurró ella.
—Lleva este mensaje a la Matrarca —le dijo Will a alguien—: Mam’selle Gaia sufre el mal de entrada. ¿Dónde está Norris?
Gaia sintió una mano suave en el brazo y trató de enfocar la mirada. Will la observaba, con los ojos castaños cargados de preocupación. Su cara osciló y por un instante fue la de Leon. Gaia sintió que la alegría la embargaba pero, antes de que pudiera hablar, Leon volvió a ser Will. La desesperación la abrumó. Entonces se bamboleó el carro y después el suelo.
Cosas negras le mordisqueaban los pies.
—¡Quítamelas! —gritó acurrucándose.
Las pateó, pero solo consiguió que apretaran con más saña sus dientes picudos y gritones. Aunque trataba de apartarse, unos brazos fuertes la sujetaban, así que se acurrucó de nuevo y encogió los pies. «No respires», pensó, «si no respiras, se irán. Corre». Tomó aire mientras la ola negra crecía y crecía hasta tapar el firmamento. Después se abatió sobre ella.