GAIA SINTIÓ QUE LA TARDE PERDÍA LUMINOSIDAD. Siempre había sabido que llegaría aquel momento. Su madre había tratado de prepararla, pero la teoría servía de poco al verse delante de una chica de carne y hueso pidiéndole ayuda. Hasta ese instante solo había utilizado sus conocimientos para traer niños al mundo.
Peony la miraba de hito en hito. Gaia hizo un esfuerzo para sonreírle antes de ponerse a caminar de nuevo.
—¿Me ayudarás? ¿Sabes hacerlo?
—Sé hacerlo —respondió Gaia de mala gana—, pero no lo he hecho nunca.
—No quieres hacerlo —supuso Peony.
Exacto. No quería.
—Tengo que pensarlo.
—¿Pensar el qué? Dímelo.
Gaia meneó la cabeza:
—No es fácil de explicar. En Wharfton, donde yo vivía, me encargaba de ascender bebés al Enclave. Se los quitaba a sus madres nada más nacer para entregárselos a la autoridad; sus verdaderos padres no los volvían a ver.
Peony parecía horrorizada.
—¿Cómo podías hacer algo así?
—No tenía elección, y tampoco me quitaba el sueño. La mayoría de las madres me dejaban hacerlo. Todos aceptábamos el sistema porque creíamos que era bueno para los niños. Se destinaban a familias que los querían y que podían educarlos mucho mejor que sus padres biológicos. Ascender a un bebé era un honor. Eso me enseñaron, pero al final empecé a entender.
Recordó su primer parto. La madre, pobre y sola, le había puesto Priscilla a su hija, en el convencimiento de que podría quedársela. Y también recordó cómo tuvo que darse ánimos para quitarle al bebé y cómo se enorgulleció más tarde de haberlo hecho. Daría cualquier cosa por borrar ciertos episodios de su vida.
Peony esperaba con los ojos cargados de preocupación.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
Gaia bajó la mirada y se vio una gota seca de jugo de manzana en el pulgar. Se la chupó, presionando el dedo con fuerza contra sus dientes.
—Ese es el quid del asunto —dijo—. Yo estaba haciendo una labor que no me correspondía. La única que podía tomar una decisión sobre su hijo era la madre. Quedárselo o darlo… era su decisión.
—Estoy de acuerdo —convino Peony.
Gaia frunció el ceño al camino situado entre sus pies.
—Porque la decisión corresponde a quien debe vivir con sus consecuencias.
Peony se le acercó un paso.
—¿Significa eso que me ayudarás?
Al levantar la mirada, Gaia vio esperanza y angustia en los ojos de la joven.
—¿Estás absolutamente segura de que eso es lo que quieres? —preguntó—. ¿Lo has hablado con el padre del bebé y con tus propios padres?
—A mis padres no puedo decírselo —respondió Peony mirando otra vez calle arriba y calle abajo. Después se frotó los ojos, subrayados por oscuros semicírculos. Ido el sonrojo de la carrera, se la veía notoriamente pálida y nerviosa—, y el padre del niño no quiere saber nada.
—¿No te meterás en líos si alguien lo descubre? —preguntó Gaia.
Peony se rio.
—Puf, tú dirás. Pero me meteré en muchos más si lo tengo, ¿no crees? Como Sig’nax Josephine. No puedo hacerlo. No puedo.
Al mirar hacia un sonido de ruedas, Gaia vio que se les acercaba una carreta tirada por un caballo. Peony sonrió. Cuando su rostro se relajaba, era una joven excepcionalmente bella, de pómulos altos, boca generosa y ojos expresivos. Hasta saludó alegremente con la mano cuando el vehículo pasó por delante. Sin embargo, la ansiedad volvió a asaltarla de inmediato.
—Dime que me ayudarás, por favor —suplicó—. Haré todo lo que me pidas.
—Creo que necesitamos hablar —contestó Gaia—, pero no aquí.
Peony asintió, ansiosa, y dijo:
—Hay un sitio en el bosque, yendo por esa senda. Allí estaremos bien.
Gaia miró dubitativa hacia el verdor que se extendía al otro lado del camino.
—No puedo ir muy lejos —advirtió, resistiéndose a admitir su falta de fuerzas—. Aún no me he recuperado del todo. ¿Adónde lleva esa senda?
—Al barranco; allí se encuentra con otro sendero, pero antes hay un pequeño claro con asientos. No está lejos, de verdad, y también hay una hoguera.
Unos pasos más lejos, la nemorosa senda giraba a la izquierda y algo después desembocaba en un calvero rodeado de árboles antiguos y corvos. Tres grandes troncos apenas tallados circundaban, a modo de bancos, un anillo de piedras ennegrecidas. Gaia se sentó en el extremo de uno de ellos.
Hasta que su acompañante no estuvo sentada en el de enfrente, Gaia no se fijó en la desesperación que abrumaba a la joven. Peony emitió un gemido, se inclinó de golpe hacia delante y hundió la cara entre las manos.
Gaia no sabía qué hacer. Dio la vuelta a la hoguera para sentarse a su lado y le apoyó la mano en el hombro. Al no conocer a Peony, aquella situación la desbordaba.
—¿No sería mejor que habláramos con tu madre?
—No puedo decírselo a nadie. Debes de creer que soy un monstruo. —La voz de Peony era poco más que un susurro. Entonces profirió un sollozo.
—No, no creo que seas ningún monstruo —dijo Gaia con dulzura.
Peony se frotó los ojos.
—Di que me ayudarás, te lo ruego —insistió—. No puedo recurrir a nadie más. Si tú no me ayudas… Hace dos noches estuve a punto de matarme, pero al final me faltó valor.
—¡Eso nunca! —exclamó Gaia.
La joven soltó una risa histérica y levantó de nuevo la mirada.
—¿No? —inquirió con el rostro crispado de aflicción—. Estaba muerta de miedo, pero esta mañana he oído que eras comadrona… ¡No me lo podía creer! Era una señal. Por favor, por favor, di que me ayudarás.
Al encontrar los afligidos ojos de Peony, Gaia cayó en la cuenta de que daba igual que la conociera o no. No le reclamaba la ayuda de una amiga, sino la de una comadrona responsable; le pedía que se limitara a ejercer su profesión, y eso le dio una lección de humildad.
—Haré lo que pueda —contestó—, no te preocupes. Intenta calmarte un poco. ¿De cuánto estás?
Peony se mordió los labios antes de responder, ya más tranquila:
—Debía haber tenido la regla hace dos semanas. Podría ser una falsa alarma, sí, pero es que llevo cuatro años siendo como un reloj; además lo sé.
—Entonces estás de muy poco. Luego te reconoceré para asegurarnos, pero supongo que llevas razón. ¿Quieres que hablemos? ¿No hay posibilidad de que cambies de parecer? Sé que es mucha responsabilidad, incluso en las mejores circunstancias —Gaia cerró los dedos alrededor de su reloj.
Peony respiró hondo y pareció serenarse un poco más.
—La cosa es así: si tengo al bebé, me expulsarán de las damas, como a Sig’nax Josephine, con la diferencia de que ella al menos tiene una hermana. Toda mi familia depende de mí. Soy la única hija mujer, quien recibirá la herencia de mi madre y se encargará de cuidar a mis hermanos cuando ella falte, y no podré hacer nada de eso si me expulsan.
—No lo entiendo bien —dijo Gaia—, ¿es que tu madre está enferma o es muy mayor?
—No, pero yo soy la única que perpetuará el apellido familiar. Heredaré la granja y todo lo demás cuando ella fallezca. Si me expulsan de las damas, mi familia caerá en desgracia y acabará en la miseria por mi culpa, y no me digas que me adelanto a los acontecimientos: las cosas son como son.
—Me vas a odiar por hacerte esta pregunta pero… ¿por qué no pensaste en eso antes?
—Cuando estaba con él, ¿dices? —Peony se sorbió la nariz y se enjugó los ojos de nuevo—. ¿Has estado enamorada alguna vez? ¿De un chico?
Gaia, sorprendida, pensó en Leon.
—No de esa forma.
—¿Seguro que no?
Gaia miró el lugar donde las puntas de sus botas sobresalían del dobladillo de la falda y frunció el ceño.
—Abandoné a alguien que quería —admitió—. Ahora que caigo, solo llevábamos juntos unas semanas.
—¿No te acostaste con él?
Gaia se rio.
—No, qué va.
—¿Pero le besarías, no?
—¿Y eso qué importa? —preguntó Gaia abrazándose las rodillas y apoyando la cabeza en ellas.
—¿Lo hiciste o no?
—Sí, nos besamos.
Peony se enderezó un poco, más confiada.
—Entonces es que iba en serio. ¿Cómo era?
Gaia se preguntó qué le importaría a Peony, pero al ver que se tranquilizaba al oírla hablar, rememoró el primer gesto con el que Leon le había demostrado su interés.
—Una vez me regaló una naranja. Me la envió a la cárcel, y ese regalo me dio fuerzas para seguir luchando. Después me enteré de que era suyo.
Peony asintió esbozando una sonrisa.
—Los simpáticos te enamoran —dijo—, si lo sabré yo.
«Simpático», pensó Gaia. Intenso, generoso, atormentado, inteligente: todo eso era Leon, pero ¿simpático?
—No es que fuera simpático al uso —explicó—. En realidad, no tuvimos una relación al uso.
—¿Y qué hacías tú en la cárcel?
Gaia apoyó los talones en la tierra.
—Me colé en el Enclave para rescatar a mis padres, pero vi cómo colgaban a una embarazada y tuve que salvar a su bebé. Ellos me descubrieron y acabé en la cárcel. Pasé semanas, sin juicio alguno, no querían comprometerse más.
Los ojos de Peony se desorbitaron.
—¿Eres realmente dura, no?
Gaia meneó la cabeza.
—Me temo que no. Escucha, preferiría que la gente de aquí no supiera eso de la cárcel.
—Entonces las dos tenemos secretos que guardar. Pese a habértelo dicho, es muy difícil confiarle algo así a otra persona.
—En mí puedes confiar —aseguró Gaia—. La confidencialidad forma parte de mi trabajo.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—Yo diecisiete, pero tú pareces mucho mayor.
—Eso es por la cicatriz.
—No, no es por eso. Es que eres distinta —aseguró Peony.
Gaia siempre había sido distinta. Sintió un retortijón en las tripas y frunció el ceño.
—Creo que es mejor que me vaya. ¿Estás segura de que has pensado bien en esto?
Peony se levantó.
—Mi mayor sueño ha sido siempre ser madre. Si tuviera este bebé, me lo quitarían y nunca podría formar mi propia familia. Pero si aborto, podré casarme y tener una docena de hijos para amarlos a todos y a cada uno de ellos.
—¿No podrías casarte con el padre?
—Él no querría. ¡Dice que no es suyo! —Su voz se alzó hasta convertirse en un chillido, después se suavizó otra vez—. Si lo contara, le darían un buen escarmiento, pero yo me buscaría la ruina. Es un verdadero lío.
—¿No hay nadie más con quien puedas casarte?
A Peony le dio risa.
—Ya he pensado en eso. He pensado en liarme con alguien, pero antes o después descubriría el engaño. ¿Qué clase de vida llevaría, casada con alguien a quien he engañado desde el principio? Él me odiaría, y con razón.
—¿Y si contaras la verdad? —Gaia estaba de pie, sacudiéndose la falda—. Puede que suene mal, pero si hay tan pocas jóvenes, es probable que algún hombre te acepte aunque lleves el hijo de otro.
—En tal caso me metería en un matrimonio sin amor con un hombre que me prestaba auxilio a cambio de asegurarse su futuro. No puedo hacer eso.
Cuando estaban a punto de llegar al camino, Gaia se detuvo y le apoyó la mano en el brazo.
—Escucha —dijo—, hay una última cosa que ni siquiera has mencionado. Hay una vida creciendo dentro de ti. Aún es muy pequeña, apenas mayor que un grano de arena, pero también debes pensar en eso. Siempre, siempre sabrás que has acabado con esa vida por elección propia. ¿Podrás vivir con eso?
Peony se quedó muy quieta y su mirada expresó desamparo y soledad. Cerró los ojos.
—Me atormentará siempre —musitó.
—Entonces no lo hagas —repuso Gaia.
—¡Tengo que hacerlo! ¡No digas eso! —exclamó Peony con el rostro crispado por la angustia. Gaia se acercó a abrazarla. La elección tampoco era fácil para ella, ni estaría exenta de dolor, pero debía apoyar a la chica, decidiera lo que decidiese. Nunca más tomaría parte en el delito de decidir por las madres.
—¿Pero me ayudarás, no? —preguntó ansiosamente Peony.
—Sí. Si es lo que realmente quieres.
—Lo es —Peony retrocedió y se enjugó los ojos una vez más—. ¿Cómo estoy?
—Como si hubieras llorado.
La sonrisa de Peony fue compungida.
—Esta noche tengo cena familiar. Iré a casa por el camino más largo —dijo mirando hacia el bosque—. ¿Sabes volver desde aquí?
Gaia asintió.
—Primero voy al huerto de los Chardo. Norris cree que tienen algunas de las hierbas que necesito, sobre todo tanaceto y caulófilo.
—Te ayudaría, pero no sé nada de hierbas. Está cerca —dijo Peony señalando camino arriba e indicándole que buscara un establo en obras a la derecha—. Nos veremos en la Casa Grande, ¿de acuerdo? Yo vivo en el primer piso, en la habitación del rincón, cerca de la chimenea. ¿Vendrás a verme en privado?
—Dame unos días para prepararlo todo —contestó Gaia—, y piénsatelo bien. Todavía puedes cambiar de opinión.
—No, no cambiaré.
Gaia esperó a que la chica se internara de nuevo en el bosque y después, sintiendo mucho más cansancio que antes, prosiguió camino arriba.
Al llegar a la granja de los Chardo oyó un martilleo procedente del establo, donde un andamiaje de madera clara indicaba las obras en curso. Más lejos, dos caballos se apacentaban en el prado, y Gaia reconoció a Spider, el de Chardo Peter.
Al sur de la cabaña, en la parte soleada, un huerto vallado lucía atrayentes colores, y había más plantas en flor a lo largo de la valla de troncos que bordeaba el camino. Cuando Gaia vio el tanaceto incluso antes de llegar a la entrada, se animó un poco. Quizá podría llevarse lo necesario para hacer la tintura de Peony. Los rítmicos martillazos crecieron en volumen mientras se acercaba a la puerta del establo. Al pararse en el umbral, el hombre del interior apoyó un clavo en una caja de madera y lo encajó con un golpe seco. Vestía pantalones marrones y una camiseta gris sin mangas, tenía el pelo castaño salpicado de serrín y estaba totalmente concentrado en su trabajo.
Gaia no quería asustarlo, pero no le gustaba sentirse como una mirona.
—Hola —saludó—, siento interrumpir.
El hombre giró la cabeza, se enderezó y se quitó el clavo que sostenía entre los labios.
—¡Mam’selle Gaia! —dijo elevando la voz por la sorpresa. Luego desvió la mirada hacia el banco de trabajo arrimado a la pared, dejó el martillo, se acercó y echó una manta sobre una forma del tablero.
—Aún no nos han presentado —dijo—. Soy Will, el hermano de Peter. Él no está, ha vuelto a vigilar el perímetro.
Pese al calor, Will se puso encima una camisa gris de manga corta y se la abrochó.
—Sí, ya sé que eres su hermano.
Gaia intentó encontrarle parecido con su rescatador, pero Will tenía el rostro cuadrado, afeitado y con la mandíbula bien marcada. Solo en su voz había un dejo amable que recordaba a Peter.
—Se sentía mal por lo de tu hermana, ¿sabes? —dijo él—, le daba miedo que no lo entendieras. ¿Has podido verla?
—No me han dejado —contestó Gaia—. ¿Sabes tú dónde está?
Will meneó la cabeza.
—No. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Norris me ha dicho que a lo mejor hay en tu huerto algunas de las hierbas que necesito para mi trabajo de comadrona. ¿Puedo mirar? Ya he visto que hay tanaceto y ginseng junto al camino.
—Los plantó Peter. A veces trae plantas que encuentra por ahí cuando patrulla. Deja que te las enseñe.
—Pero no quiero que interrumpas tu trabajo —objetó Gaia, mirando de reojo la forma tapada—. Estás muy ocupado.
—No, no corre prisa.
Gaia no conseguía apartar los ojos de la manta, porque empezaba a distinguir la forma cubierta. Por fin desvió la mirada hacia la caja de madera que Will estaba clavando. No se trataba de nada relacionado con las obras, como había supuesto, ni era una caja normal y corriente: era un ataúd.
Retrocedió un paso.
—Lo siento muchísimo —dijo—, no tenía ni idea.
Él esbozó una sonrisa forzada.
—No pasa nada. Mi cliente tiene una paciencia infinita. ¿No te ha advertido nadie que soy funerario?
—No.
Gaia trataba de asimilarlo. Will se encargaba de los cadáveres. Nunca había pensado que un funerario podía ser tan joven, pero ahí tenía uno. Ahora que sabía qué trabajo se realizaba en el establo, percibía un tenue olor a descomposición.
—Vamos a ver las plantas —dijo Will.
Sin embargo, Gaia dio un paso hacia el interior. No había visto enterrar a su padre ni a su madre, así que era incapaz de resistirse a la atracción de la muerte que flotaba en aquel lugar.
Le parecía tan familiar que la intrigaba.
—Lo siento —repitió—. ¿Quién ha muerto?
—Jones Benny, un pescador jubilado. No tuvo hijos, pero estaba muy unido a sus sobrinos. A mí siempre me gustó. Lo enterramos mañana en lo alto del barranco, al alba, porque era su momento favorito del día.
Cómo le hubiera gustado a Gaia hacer algo así por sus padres.
—Eso es muy bonito —dijo.
Will asintió, observándola con atención.
—Tú has perdido a alguien hace poco, ¿verdad?
Gaia asintió a su vez sin decir nada. Se preguntó quién se habría encargado de sus padres. ¿Los habrían vestido bien? ¿Habría peinado alguien el cabello de su madre?
—¿Hubo un funeral? ¿Asististe?
Gaia meneó la cabeza y siguió mirando la manta que cubría el cuerpo, como si esperara verlo moverse, como si esperara que fuese un error. Se llevó una mano a la frente y cerró los ojos con fuerza.
—Por favor, ¿quieres sentarte? —preguntó Will, señalando un banco arrimado a la pared.
—Ha sido un día muy largo —respondió Gaia tensa—, pero si me siento, no podré volver a levantarme.
—Dame un minuto para enganchar los caballos y te llevo a la Casa Grande.
Gaia no quería volver, todavía no.
—No, de verdad, estoy bien.
—Si me permites que te lo diga, no lo estás. ¿Duermes mal?
Ella ladeó la cabeza y frunció los labios.
—Has dado en el clavo.
La sonrisa de él fue relajada y genuina.
—En mi opinión —dijo Will—, no hace falta una tumba para honrar a los muertos.
—Yo he perdido a mis padres.
—A tus padres, pues —añadió él en voz baja—. ¿No te queda nada de ellos?
—Mi reloj —contestó Gaia, cayendo en la cuenta de que casi siempre que pensaba en ellos lo tocaba. Era un consuelo. Lo movió lentamente en la cadena, a izquierda y derecha—. Me lo regalaron para mi trabajo de comadrona. Sin embargo, me gustaría hacer algo especial para honrarlos, como has dicho.
—Supón que escoges un momento especial para ti —sugirió Will—. Puedes dedicarles ese momento. Yo tengo la lluvia para recordar a mi madre, siempre que empieza a llover pienso en ella.
Gaia lo miró, pensativa.
—¿Cuándo la perdiste?
—A los siete años, hubo una epidemia en el pueblo. También murieron mis dos hermanos menores.
—Lo siento —dijo Gaia.
Will sonrió.
—No lo superaré nunca, así que he dejado de intentarlo. Lleva formando parte de mí demasiado tiempo. ¿Y tú? ¿Dispones de algo similar a la lluvia para tus padres?
Cuando supuso lo que iba a ser, su corazón se llenó de quietud.
—Orión —contestó—. De hecho, cada vez que veo esas estrellas pienso en mi padre. Él me enseñó a reconocer las constelaciones.
—En verano no podrás verla —apuntó él—, pero lo que contará es que la busques, aunque no la encuentres.
Gaia levantó los ojos para mirarlo.
—Esto se te da muy bien.
—Tú estabas preparada —respondió él—, nada más.
Gaia aspiró despacio y dejó escapar una gran bocanada de aire. Sus ojos volaron una vez más al cadáver cubierto por la manta, se quitó el sombrero y se acercó ociosamente al banco de trabajo.
—¿Cómo murió Benny?
—Fue muy inesperado —contestó Will—. Dicen que se agarró el pecho antes de morir, supongo que le falló el corazón. No te acerques más, por favor.
—¿Por qué no?
Él se puso delante del cuerpo.
—Porque prefiero que no lo hagas. Vamos a ver las plantas.
—¿Le estabas haciendo la autopsia?
Will se llevó la mano a la mandíbula y se frotó el mentón. Después le dio por reírse.
—¿Pero cómo es posible? —preguntó al techo.
—¿Qué? ¿Por qué te sorprendes? ¿No la haces siempre?
Él negó con la cabeza.
—No había hecho una en mi vida. Me ha costado un mundo clavarle el cuchillo y he tenido que dejarlo porque me estaba mareando. Y ahora la única persona que sabe algo de cadáveres se presenta en mi establo.
—Por aquí vuelan las noticias, ¿no? —preguntó Gaia.
—¿Las noticias sobre una comadrona nueva? Sí, yo diría que sí.
Gaia fue a colgar el sombrero en una percha de la puerta.
—Como ya supondrás, no entiendo de cadáveres por ser comadrona, pero soy curiosa. ¿Quieres que te ayude?