GAIA NO SABÍA NADA nuevo de Leon y al pensar en él sentía una especie de zumbido aterrado en la cabeza. Ignoraba incluso si seguía o no en Sailum, y no podía preguntarle a la Matrarca porque ni la veía. Con Will, Dinah y Maya pasaba otro tanto. Gaia dedujo que aquella falta de información era otro tipo de muro, un silencio que la aislaba todavía más.

No obstante, la contentó un poco ver que Peony circulaba por la Casa Grande con normalidad. Aunque la había descubierto mirándola atentamente un par de veces, no habían hablado. Gaia empezó a asistir a las clases del atrio. La hija de la Matrarca, Taja, una rubia alta de figura atlética y muy segura de sí misma, procuraba hablar siempre con ella, pero las demás la evitaban; era obvio que estaban al tanto de su caída en desgracia. «Esto no es un periodo de reflexión», pensaba Gaia, «es un castigo puro y duro».

Después de clase, cuando las demás salían a practicar el tiro con arco y otras actividades, ella no sabía qué hacer, así que agradeció que Norris le encargara tareas en la cocina. Milady Roxanne, la maestra, también le pidió que ordenara los libros de la biblioteca, varios estantes en el soleado fondo del atrio. Además, Milady Maudie, la rubia e irascible gobernanta de la Casa Grande, la ponía a trabajar siempre que la veía desocupada, aunque fuera un minuto. Gaia se concentró en sus innumerables labores, ya se tratara de desgranar guisantes, hilar lana, recoger las mesas o lavar las ventanas del triforio, porque, pese a no requerir gran esfuerzo físico, eran tan entontecedoras que mitigaba un poco su preocupación por Leon, al menos a veces. Seguía esperando que la Matrarca se diera cuenta de que no se rendiría jamás.

Un día, después de varias semanas de encierro, vio al levantarse que una niebla diáfana y espectral cubría el huerto. No la veía desde su estancia en el Enclave, cuando la descubrió envolviendo el obelisco de la Plaza del Bastión. Aquella nube a flor de tierra la atraía por sus formas serenas y cambiantes. Se preguntó si sería más cerrada en la cárcel y si Leon también la estaría viendo. Aunque estaba segura de que para él sería más conveniente marcharse, era inevitable que deseara tenerlo cerca.

Cuando entró en la cocina, encontró las ventanas y las puertas cerradas: Norris no había llegado. Encendió los quinqués y sacó la levadura y el cuenco del pan. El silencio de la estancia era tan opresivo que hasta el menor golpe de cuchara se amplificaba, así que abrió una ventana.

Una figura gris envuelta en un velo de niebla y encorvada sobre el huerto se volvió hacia el ruido y se irguió. Al ver que se trataba de Chardo Will, Gaia retrocedió rápidamente hasta la encimera más lejana, con el corazón retumbando en el pecho.

No podía moverse. Le daba miedo hasta que le dirigiera la palabra. Sin embargo, cuando él se agachó otra vez Gaia se puso de puntillas para ver qué hacía. Al oír el leve ruido de una pala entrando en la tierra cayó en la cuenta de que debía estar plantando más hierbas para ella.

La embargó una gratitud inesperada, como la queda niebla que había llenado el huerto. Hasta ese momento no se había percatado de lo mucho que le importaba no ver a Will, pero ahora solo podía interpretar su presencia de un modo: por mucho que el joven se hubiera ganado la desaprobación de la Matrarca a causa de la autopsia, no tenía nada en contra de Gaia. Muy al contrario, seguía considerándola una amiga.

Un ruido en la verja la hizo desviar la mirada. Norris se acercaba por el camino. Will se enderezó y se sacudió la tierra de las manos. Gaia los oyó hablar en susurros y vio que Will se perdía en la niebla mientras Norris enfilaba hacia la casa. Le abrió la puerta y él entró pisando fuerte.

Dejó un paquete en la encimera y preguntó mirando a Gaia con recelo:

—¿Qué le has dado a ese chico?

—¿Yo? Nada. Ni siquiera le he hablado, ya sabes que no me está permitido. ¿Qué te ha dicho?

Él meneó la cabeza.

—Quería saber si estabas bien.

Gaia miró el exterior. Norris profirió un gruñido y empezó a trastear por la cocina: se puso el delantal, encendió el fuego y dio un empujoncito a Una con la pata de palo.

—Acuérdate de lo que te digo —masculló con su gravedad habitual—. La Matrarca te está convirtiendo en una mujer llena de misterio y en una mártir, dos por una. ¿Qué chaval podría resistirse?

—Will no es ningún chaval.

—No me vengas con esas. Es un chaval que juega —dijo Norris—, al juego más antiguo del mundo.

Gaia abrió la segunda ventana, y la tercera, subiendo las pesadas hojas de guillotina y asegurándolas.

—¿Has oído algo sobre mi amigo Leon? ¿Sobre Vlatir?

—No quiso el caballo.

Gaia giró como una peonza.

—¿Qué más sabes? ¿Cómo está?

—Fastidiando a los guardias, creo. La semana pasada lo tuvieron apartado. Mi primo lo mencionó anoche.

Gaia volvió a la mesa.

—¿Apartado? ¿En una celda de aislamiento?

Norris levantó la mirada para observarla por debajo de las tupidas cejas.

—¿Por qué te interesa tanto, Mam’selle Gaia? ¿Qué diferencia habría? ¿Vas a ceder ante la Matrarca si te enteras de lo triste que está el chico? ¿Creías acaso que estaba contento?

Era la primera vez que el cocinero le hablaba así. Gaia se pasó los dedos por el delantal y miró azorada a Norris. Era mucho peor saber con certeza que Leon tenía problemas. No iba a poder concentrarse en nada nunca más.

Norris se volvió profiriendo un ruidito ahogado.

—Esto puedes abrirlo igual —dijo, empujando con un dedo el paquete de la encimera.

—Prométeme que me contarás todo lo que sepas de Leon.

Él siguió señalando el paquete.

—¿Qué es? —preguntó Gaia.

—Mi primo es zapatero y le sobra género. Me figuro que pasarás aquí una buena temporada y estoy harto de oírte arrastrar las botas por todas partes. Dibujé la planta de una de ellas.

Al desenvolver la tela, Gaia se encontró con dos mocasines de cuero, suaves y dúctiles, de suelas finas y flexibles. El asombro creció en su interior, atemperando su ansiedad.

—¿Para mí?

Era increíble. Se quitó una bota y el calcetín y se probó uno. Acto seguido se remangó la falda y giró el tobillo para verlo bien. La marca de nacimiento se apreciaba con claridad.

Miró a Norris, perpleja. Era evidente que él deseaba que se sintiera mejor.

—No tenías por qué hacerlo.

El cocinero se encogió de hombros.

—Lo mismo no me disgusta esa vena tuya tan cabezona. Nadie se ha enfrentado a la Matrarca durante tanto tiempo. Ninguna mam’selle al menos.

Gaia lo observó mientras él encendía el horno y dejaba la bandeja de hierro en su sitio.

—No lo he hecho a propósito —dijo Gaia.

—No, pero lo has hecho y sigues haciéndolo, cada día que pasas aquí.

Gaia no había pensado que estaba haciendo algo que interesara a los demás y mucho menos que ese algo pudiera granjearle su respeto. Se preguntó si Leon también lo entendería.

—Ni siquiera sabes qué hice para meterme en líos —apuntó.

—Sé que tiene relación con esa caja que encontró Sawyer.

Gaia la recordaba demasiado bien.

—¿Lo sabe más gente?

—Hay habladurías. No obstante, la mayoría de las damas aprueba lo que te ha hecho la Matrarca, en caso contrario no podría hacerlo.

«La mayoría —pensó Gaia—, pero no todas».

—¿Y los hombres?

—Yo solo puedo hablar por mí. No me meto en cosas de mujeres.

Después de aquello todo fue a peor. Cada día se levantaba con la esperanza de recibir más noticias a través de Norris, pero él rara vez se las daba y siempre eran iguales: Leon seguía encarcelado. No, Norris no sabía si habían vuelto a aislarlo. No, no sabía si estaba bien o no lo estaba.

Gaia empezó a preguntarse si se callaba deliberadamente para no disgustarla.

La misma Casa Grande empezó a parecerle estrecha, pequeña, mortecina, claustrofóbica, sobre todo comparada con lo que sucedía en el exterior. El pueblo celebró una cena comunal en el ejido y Gaia preparó guisos que, ellos sí, salieron del edificio, pero nada más. La cena fue seguida por los treinta y dos juegos, que tenían lugar en el estadio situado al norte de la población, y ella escuchó los vítores desde la cocina mientras lavaba los platos. Otro día, desde una ventana del atrio, vio que metían a tres jovencitos en los cepos. Habían robado el microscopio que se utilizaba para identificar a los estériles. Otros días pusieron a hombres por maltratar a sus esposas, pelear borrachos o robar.

Los castigos públicos siempre le recordaban lo que le pasaría a ella misma si se escapaba del edificio. La Matrarca mantendría su palabra y el despiadado exilio a los páramos significaría la muerte, como le había sucedido al hombre del regato. Por otra parte, si no se rendía, si no hablaba del aborto de Peony, la Casa Grande sería su tumba en vida y la cárcel sería la de Leon.

No veía más salida que ceder, por completo.

Cuanto más pasara encerrada, más dudaría de sí misma. Por la noche la inquietud la llevó al triforio, que recorrió una y otra vez pasando la mano por la barandilla de madera. A la luz de las estrellas, cuando el pueblo durmiente era de un púrpura oscuro sólo interrumpido por las lámparas que brillaban en las ventanas de las cabañas, Gaia casi podía distinguir la cárcel.

Leon seguía allí, por culpa de ella.

Al ser presa del dolor dio vueltas al asunto por millonésima vez, tratando de encontrar una solución.

Si contaba lo de Peony, esta sería expulsada de las damas, se uniría a las sueltas y nunca podría criar a sus propios hijos. Además, Gaia no podría practicar ningún otro aborto, fueran cuales fuesen las circunstancias. Eso era lo que más temía: habría mujeres desesperadas que tratarían de acabar con su embarazo por todos los medios. Se pasó una mano por el pelo y se dio un tirón.

No quería oponerse a la Matrarca por los derechos de unas mujeres hipotéticas que ni siquiera conocía. Aquella era una parte pequeña, pequeñísima, de su trabajo, ¿cómo había llegado a convertirse en la más importante?

Cerró los ojos y apoyó la frente en la jamba de una ventana. Y desde luego no quería oponerse a expensas de Leon.

—¿Qué hago? —musitó.

Si cedía en eso, tendría que ceder en todo. Una vez domeñada, estaría al servicio de la Matrarca durante el resto de su vida.

¿Pero en qué se diferenciaría de Will, Norris o la misma Milady Roxanne? Ellos también transigían para vivir en aquella sociedad. Quizá las normas que había aprendido en Wharfton sobre las rodillas de su madre ya no le servían de nada. Quizá debería limitarse a cooperar, como una superviviente y una adulta.

«No soy una adulta», pensó. No quería serlo si eso significaba renunciar a ser como era.

El aire frío de la noche se coló por los estores que cubrían los vanos, sin moverlos apenas, y los mosquitos zumbaron al otro lado al oler su sangre. El salvaje y enloquecido grito del ave surgió del marjal y su eco le puso de punta el vello de los brazos. Miró a lo alto a través del cristal y rebuscó en el firmamento hasta encontrar la característica fila de tres estrellas del cinturón de Orión. Mientras identificaba el resto de la constelación pensó en sus padres, los echó de menos y se preguntó qué le hubieran aconsejado ellos.

«Otro día». Dejaría pasar los días uno a uno. Eso podía hacerlo, y aquel encierro no duraría eternamente. La Matrarca tendría que dejarla salir cuando viera que no pensaba rendirse.

Una noche, ya tarde, alguien llamó a su puerta. Gaia se levantó de inmediato.

—Adelante.

La Matrarca entró en silencio, sin quitar la mano del pomo.

—La sobrina de Norris, Erianthe, va a dar a luz —dijo.

—Tardo un minuto —contestó Gaia echando los pies al suelo.

—Necesito saber a quién ayudaste a abortar.

Gaia aferró el borde del colchón y alzó la mirada. La penumbra de la habitación no afectaba a la Matrarca, que esperaba en silencio a la débil luz de la luna; su bastón emitía un brillo grisáceo. Gaia se humedeció los labios.

—No puedo decírtelo —contestó.

Tras esperar un poco, Milady Olivia retrocedió un paso.

—Espera, por favor —rogó Gaia—, déjame ir. La madre puede necesitarme.

—Te dejaré si me lo dices.

Gaia fue presa de la indecisión. Alguien iba a parir y la necesitaba. ¿Cómo iba a negarse?

—Por favor —insistió—, tenemos que llegar a un acuerdo. Déjame ir. Ayudar en los abortos es una mínima parte de mi labor. ¿Por qué no puedes olvidarte de este?

La Matrarca esperó un momento, inmóvil. Luego retrocedió una vez más, salió y cerró la puerta.

Gaia se levantó y arrojó la almohada por la habitación, oyendo al instante que algún objeto de la mesa caía al suelo y se rompía. Después reinó un silencio acusador. Gaia gimió, se acurrucó en la cama y se cubrió la cabeza con los brazos.

Cuando al día siguiente se encontró con Norris, el cocinero le dijo que Erianthe había tenido un niño. Estaba de un humor de perros, cosa rara en él, y como Gaia casi no había dormido, hacía juego. «No saldré nunca de aquí». La frase no dejaba de rondarle por la cabeza. No saldría jamás, la Matrarca no la dejaría, y nunca más podría ayudar a las madres y Leon se pasaría el resto de la vida en la cárcel por su culpa.

Se dejó caer en la mecedora cercana a la chimenea.

—Ya no sé qué hacer —dijo.

—A mí no me preguntes —espetó Norris dejando un jamón de golpe sobre la mesa y buscando su cuchilla de carnicero.

—No lo hago.

Milady Roxanne asomó la cabeza por la puerta, con los brazos llenos de libros.

—¿Qué pasó anoche? ¿No fue la Matrarca a buscarte?

—No me dejó ir con ella porque no quise decirle lo que quería saber.

—¡Ay, Mam’selle Gaia! —exclamó con tristeza la maestra. Luego se acercó y dejó los libros en la encimera, apartando una cesta de cebollas.

—Ni siquiera sé qué hago aquí —protestó Gaia.

—En los periodos de reflexión siempre pasa eso —explicó Milady Roxanne—, necesitas superarlo.

—Pero a nadie le hace ningún bien que esté aquí encerrada. No entiendo este sitio, no lo entiendo.

La maestra y Norris se miraron; Milady Roxanne se apoyó en la encimera.

—¿Puedo ayudarte? ¿Quieres que te explique algo? —preguntó.

Gaia sacudió la mano. Lo que quería era que alguien la aconsejara, pero eso no podía pedirlo sin hablar de Peony. Tendría que conformarse con lo otro.

—Todo —rogó—. ¿Por qué mandan las mujeres? ¿Por qué tiene la Matrarca tanto poder?

—Porque Milady Olivia es extraordinaria —contestó la maestra echándole un vistazo a Norris—. Las damas la eligieron como líder, por supuesto, pero ahora es más que eso. No se trata de control ni de fuerza, sino de influencia, de liderazgo. Además, sabe escuchar. Yo, por lo pronto, confío totalmente en ella.

—Tiene algo que infunde respeto —dijo Norris.

—Y es la mejor de todas —añadió la maestra.

—Pero ¿cómo llegaron las mujeres al poder? —preguntó Gaia—. ¿Por qué en Sailum?

—Las mujeres han mandado siempre, hasta en la Edad Fría —dijo, sorprendida, la maestra—. Imagina una capa de nieve de dos metros de alto que duraba meses; la gente de por aquí estaba acostumbrada a las privaciones y a cierto aislamiento, aunque dispusieran de la tecnología del petróleo —la voz de la maestra se llenó de orgullo—. Nuestras antepasadas eran personas sensatas que no se quejaban, estaban llenas de recursos y amaban la tierra y la naturaleza.

—Y bebían como cosacos —apuntó Norris.

Milady Roxanne lo miró ceñuda.

—Eso es completamente falso, Norris. Había algunas artesanas del vidrio en el lago Nipigon, pero la mayoría se dedicaba al cultivo y la recolección de amapolas o eran granjeras a pequeña escala. Pescaban en el hielo, criaban cerdos y, francamente, se casaban con leñadores. Un autobús traía libros a la biblioteca; la mayor parte de nuestra colección fue abandonada por uno de esos autobuses.

—Y estaba la mina y las ruinas cercanas —dijo Norris.

—Así es —convino la maestra—, tenemos una mina de óxido de hierro y cobre en el barranco. Los reos trabajan en ella cuando es preciso. Las ruinas no son gran cosa: unos cimientos antiguos. Una vez, el gobierno puso aquí una delegación de Hacienda para proporcionar algunos empleos y hubo una famosa piscifactoría durante varias generaciones, pero todo se acaba.

Gaia echó un vistazo a Norris, que cortaba lonchas de jamón, y dijo:

—No cuadra. ¿Por qué está el Enclave mucho más avanzado? ¿Qué les pasó a la electricidad y a la tecnología?

—Eso cuesta dinero —contestó Norris—, y planificación.

—Es verdad —dijo Milady Roxanne—, aquí nada fue planeado. El lago retrocedió durante décadas, así que la gente se limitó a seguirlo. Una noche un tornado azotó el lugar, matando a muchas personas y destruyendo sus hogares. En cuanto pasó los supervivientes se reunieron en torno a una hoguera, en busca de asilo: así nació Sailum.

—¿Cuándo empezó a disminuir el número de mujeres? —preguntó Gaia.

—Pocas generaciones atrás.

—¿Por qué no se marcharon los hombres? ¿Por qué no se van ahora?

Norris clavó la cuchilla en la tabla de cortar con un fuerte golpe. Luego se dirigió a la puerta trasera y salió dando un portazo.

—¿Qué he dicho? —preguntó Gaia.

Milady Roxanne meneó la cabeza.

—A Norris no le gusta pensar en eso. De cuando en cuando, los hombres refunfuñan sobre la necesidad de un cambio, sobre todo los exreservas como él, pero no pueden hacer nada.

—No sabía que fuese exreserva.

La maestra se volvió hacia la ventana y, al seguir la dirección de su cabeza, Gaia vio que el cocinero salía del huerto. No había tenido ninguna posibilidad de ser padre.

—Ya volverá —dijo la maestra—, cuando se le pase.

—¿Está enfadado porque no ayudé a su sobrina Erianthe?

—No, no es eso, él no te culpa a ti —Milady Roxanne sonrió con tristeza, enseñando apenas la separación de los dientes—. No quiero que pienses que los hombres de aquí son desgraciados. La mayoría no lo son. Mi esposo y yo hemos formado una hermosa familia, pero tenemos muchos amigos sueltos que son felices, tanto reservas como exreservas. Todos llevamos vidas productivas, cuajadas de significado, pero Norris y algunos otros… querrían cambiar las cosas.

—¿Por qué no lo intentan?

La maestra se rio y echó mano a su pila de libros.

—Las damas están demasiado apegadas al poder para cederlo. Además hacen, hacemos, un buen trabajo organizándolo todo. A la gente le gusta el orden. Por otra parte, las mujeres son avezadas arqueras y disponemos de una guardia de doscientos hombres leales, hijos y esposos de damas, a los que podemos recurrir en cualquier momento. Aparte están los jinetes del páramo, los carceleros y los guardias. Esos hombres protegen lo que es suyo, créeme, y la mejor forma de hacerlo es conservando el statu quo.

—¿Y los otros nunca se han rebelado?

—Una vez. —La maestra dio la vuelta despreocupadamente al libro superior del montón—. Hubo un tiempo, justo después de la elección como Matrarca de Milady Olivia, en que algunos de los hombres sueltos quisieron tomar el poder. Se les había metido en la cabeza que las mujeres debían ser compartidas, ¿te imaginas? La Matrarca nos reunió a todas, tanto a damas como a sueltas, en la Casa Grande y rodeó el edificio con la guardia.

—¿Qué pasó?

—Esperamos. Los hombres casados se dieron cuenta enseguida de que había que aplastar la sublevación. Mataron a los cabecillas y el resto se rindió. La vida volvió a la normalidad, pero los rebeldes no lo han olvidado.

Gaia vio por la ventana que Norris recorría de nuevo el camino de acceso en dirección a la casa, arrastrando su pierna ortopédica. Aquel hombre no había podido decidir sobre demasiadas cosas.

—La Matrarca no me dejará salir nunca, ¿verdad? —preguntó.

Milady Roxanne le apretó el hombro amablemente y, antes de marcharse de la cocina, dijo:

—No es fácil renunciar a las creencias, Mam’selle Gaia. Solo puedo decirte que pienses en qué crees más.

Transcurrieron semanas. La luna llena presenció otro banquete comunal y los tradicionales treinta y dos juegos. Cuando las madres daban a luz, Gaia se endurecía para la visita de la Matrarca, pero ella no volvió a su cuarto.

Entonces, una noche, cuando hilaba lana junto a la chimenea de la cocina, Peony entró sin hacer ruido por la puerta del huerto.

—Esperaba encontrarte aquí —dijo, sus mejillas habían ganado color, sus ojos parecían más grandes y llevaba el cabello recogido en una sobria trenza.

—¿Cómo estás? —preguntó Gaia.

—No nos permiten hablar contigo; tenemos poco tiempo —Peony se acercó a la otra puerta, desde donde podía vigilar el vestíbulo—. ¿Has hablado últimamente con la Matrarca?

Gaia la miró con atención.

—No. Tu secreto sigue a salvo.

—¿Mi secreto? —Peony frunció el ceño y se volvió para mirarla. Abrió los labios sorprendida pero los cerró de nuevo con fuerza—. Mam’selle Gaia, ya no es ningún secreto: se lo conté hace semanas.

—¿Qué? —Gaia se había quedado de piedra.

Peony se envolvió en sus propios brazos y añadió:

—No podía soportar lo que te estaba haciendo, tú no tuviste la culpa de nada, así que se lo dije.

—No lo entiendo. ¿Por qué no me lo has contado antes?

—Pensé que ya lo sabías y que solo estabas siendo cabezota.

Gaia no se lo podía creer.

—¿Lo ha sabido todo este tiempo? Pero a ti no te ha enviado con las sueltas.

—No. Hizo un trato con mi madre: convinieron en casarme con Boughton Phineas dentro de dos años, si hasta entonces soy capaz de comportarme como es debido. Es viejo, casi de treinta años, de buena familia. Lo sabe pero guardará el secreto, y deberemos pasar un tiempo juntos para que parezca que nos hemos enamorado. Es posible que nadie sospeche siquiera que enterré la caja.

Gaia no se podía quitar lo otro de la cabeza.

—Si lo sabía, si se lo habías contado todo… —dijo, apenas podía respirar—, ¿por qué me ha dejado aquí todas estas semanas?

—Querrá que se lo digas tú.

Gaia echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en la mecedora.

—Díselo y ya está —aconsejó Peony—. Así acabarás con esto de una vez.

—No lo he hecho más que para protegerte. Me parece increíble que no me lo hayas contado antes.

—Creí que estabas aguantando para poder hacer por otras chicas lo mismo que hiciste por mí, ¿no se trataba de eso?

—Sí, pero ¿por qué lo dices? ¿Hubieras querido seguir con el embarazo? ¿Crees que nadie debería abortar nunca más?

Peony meneó la cabeza; le brillaban los ojos.

—Te estoy muy agradecida por lo que hiciste, de verdad, pero creo que te necesitamos fuera de la Casa Grande. Puedes ayudarnos mucho y tú necesitas tu libertad. Estar aquí dentro es malo para ti y para todo el mundo. Cuando te pedí ayuda, no me figuré que podría pasarte algo así. No sé cómo has podido aguantar tanto tiempo.

La mente de Gaia giró vertiginosamente al advertir las posibilidades.

—¿Te ha ordenado ella que me lo digas?

—No, ella me dijo que no hablara contigo. He venido por mi cuenta y, además, te traigo una cosa.

Peony se subió una manga y sacó un trocito de papel doblado. Echó otra ojeada al vestíbulo y se acercó a Gaia para dárselo.

Esta sintió un escalofrío incluso antes de tocarlo.

—¿De quién es?

—Ya lo sabes. Supuse que te gustaría recibir noticias suyas.

—No puedo recibir mensajes. Si se lo dices a alguien, si la Matrarca se entera, será como si yo misma hubiera salido de la Casa Grande —dijo en voz baja Gaia y un miedo repentino la atenazó. No podía leerlo. Soltó el papel sobre la mesa, como si quemara—. No puedo.

—¿Estás loca? ¿Sabes los riesgos que he corrido para traerte esto? —protestó Peony—. Tuve que buscar al hermano de Malachai para que le pasara a escondidas papel y tinta y para que recogiera el mensaje una vez escrito. Dos veces tuve que insistir. Se me hizo eterno.

Gaia meneó la cabeza.

—Da igual. Llevo aquí semanas sin salir para demostrarle a la Matrarca que no me puede controlar.

Peony no entendía nada.

—¡Pero si lo único que ha hecho todo este tiempo es controlarte! —arguyó.

—No, de eso nada —dijo Gaia alejándose de la mesa sin quitar ojo al papelito, sabiendo que Leon lo había tocado, que había escrito en él. Sus palabras, palabras para ella. Arrancó la mirada de un tirón—. Devuélveselo.

Peony se rio de puro asombro.

—Estás total y absolutamente confundida. ¿Sabes qué? La Matrarca te ha confundido tanto que ya no distingues lo que es importante de lo que no lo es —dijo. Luego recogió la nota y la arrojó a la chimenea, donde el papel se cernió un instante sobre el fuego antes de estallar en llamas.

Gaia se agarró a la rueca y miró fijamente cómo se convertía en cenizas la última pizca arrugada del papelito.

—¿Sabes qué decía? —preguntó.

—Ni idea. Estaba en una especie de código. Me voy —contestó Peony en voz baja—. Creí que necesitabas una amiga.

—Y la necesito.

La expresión de Peony se tornó incluso más seria.

—Entonces escúchame. Sal de la Casa Grande, deja de aferrarte a un ideal que nunca cuajará aquí, vuelve a la vida, Mam’selle Gaia.

Gaia pasó la noche en blanco, luchando consigo misma. Cuando por fin salió el sol, le dio a Norris un mensaje para la Matrarca.

—¿Por qué? ¿Qué estás tramando? —preguntó el cocinero.

—Tú dáselo, por favor. Necesito hablar con ella.

La Matrarca llegó unas horas más tarde, cuando las mam’selles acababan sus clases en el atrio. Su vientre estaba notablemente más abultado que la última vez que Gaia la había visto. Su bastón rojo golpeaba el suelo con suavidad. Gaia dejó los libros en la mesa y se levantó para recibirla.

—Milady Matrarca —dijo en voz baja. Se sentía mal, se despreciaba; el reducido muñón de su rebeldía intentaba tomar el mando, pero Gaia lo cercenó por completo. Se había decidido: iba a ser transigente, superviviente, adulta.

—Vamos a tu habitación para hablar en privado —contestó la Matrarca.

Gaia vio las miradas curiosas de las otras mam’selles y de la maestra cuando ambas cruzaban el atrio para salir al vestíbulo. La habitación de Gaia estaba silenciosa, la ventana cerrada, los objetos en perfecto orden.

La Matrarca cerró la puerta.

—Qué querías decirme.

Gaia tragó con esfuerzo.

—Fue Mam’selle Peony. Le di un bebedizo de hierbas para provocar el aborto.

El rostro de la Matrarca se relajó de alivio. Gaia esperó que se regocijara en su triunfo, pero la mujer se limitó a sonreír.

—Has tomado la decisión más sabia —afirmó—, no te arrepentirás.

A Gaia le dolía el pecho en cada respiración.

—Seguro que estás en lo cierto.

—Necesito que me prometas que no volverá a pasar —prosiguió Milady Olivia—. Manda a verme a cualquier otra que solicite ese tipo de asistencia.

Gaia tardó un momento en comprender lo que quería decir.

—En vez de ayudarlas, debo entregarlas.

La Matrarca asintió.

—Sí. Aunque cuando se corra la voz de que no eres de fiar, supongo que nadie volverá a pedírtelo.

—¿Qué harás con ellas?

—Asegurarme de que estén bien atendidas hasta que nazca el bebé. Tú misma serás la encargada de cuidarlas.

Gaia cerró los labios con fuerza y bajó la mirada. Le sería muy difícil hacer algo así. Sintió que se despojaba de otro pedacito de sí misma.

—De acuerdo —dijo.

—Y respecto a Maya, ¿aceptas que pertenece a su nueva familia y prometes que nunca tratarás de arrebatársela?

Gaia se lo veía venir.

—Sí, acepto y prometo, para siempre, ¿pero podré verla?

—Te organizaré una visita.

—¿Maya está bien?

La Matrarca giró el bastón.

—En realidad, no tan bien como yo esperaba.

El miedo hizo presa en Gaia.

—¿Qué quieres decir?

—Ya lo verás tú misma. Le preguntaré a su madre cuándo le viene bien que la visites y te lo comunicaré. No te asustes, no está a las puertas de la muerte ni nada por el estilo, pero todas nos tranquilizaremos cuando gane más peso.

Gaia se pasó una mano por el pelo. «Déjalo. No puedes hacer nada», se dijo. Antes de sentir más pánico o más desesperación se forzó a calmarse.

—¿Y Leon? ¿Lo sacaste de la cárcel?

La Matrarca frunció el ceño.

—¿Estás segura de que es eso lo que deseas? Vlatir es un joven testarudo y difícil.

—Lo prometiste.

—Ya lo sé. Siempre podré arrestarlo de nuevo si infringe la ley —contestó la Matrarca, luego respiró hondo y espiró despacio—. Lo pondré en libertad después de los juegos de esta noche. Se arma tanto jaleo que nadie lo notará y, como habrá más guardias patrullando, podremos encarcelarlo de nuevo si es preciso.

—¿Esta noche? —preguntó Gaia.

—Sí. Entonces podrás verlo.

Debería haberse puesto contenta, pero una soledad agobiante se cernió sobre ella como una sombra. Buscó la cadena de su reloj y se la quitó del cuello. Acto seguido abrió el cajón superior de su cómoda y dejó el colgante con cuidado.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó la Matrarca.

—Quitarme el reloj y dejarlo con mis útiles de comadrona.

—Sigue recogiendo hierbas y acrecentando tu provisión de medicinas tan pronto como puedas. A partir de mañana empezaré a mandarte a las damas embarazadas. A continuación irás a casa de Dinah para atender a las sueltas.

—Muy bien.

La Matrarca sonrió.

—Me es muy grato tenerte de mi parte, Mam’selle Gaia, y saber que puedo contar contigo. Es un orgullo y un placer.

—Me complace servir —contestó Gaia.

Y era verdad. Tenía que serlo. Solo después de dar esa respuesta cayó en la cuenta de lo familiar que le resultaba: la había pronunciado mil veces en el Enclave.

—Quiero que esta noche en los juegos te sientes con mi hija Taja y Mam’selle Peony. Vístete bien. Pregúntale a Norris si puede cortarte el pelo, he oído que está algo greñudo. Y ahora ve a buscarme una jarra de té frío y llévamela al pórtico. Voy a reunirme con otras damas y quiero que te vean salir; les gustará.

Gaia no se llamó a engaño. La Matrarca quería que las demás fuesen testigos de su triunfo, de su capacidad para meter a Gaia Stone en un puño. Se sintió desprotegida y humillada.

—Voy a la cocina —dijo.

—Ponle menta —añadió la Matrarca—, me gusta la menta.

Dicho esto se volvió hacia la puerta y se marchó.

Gaia recorrió muy tiesa el vestíbulo y entró en la cocina, donde Norris preparaba un fondo de masa sobre el gran tablero de madera.

—Se acabó —dijo—, la Matrarca me permite salir.

Norris detuvo el rodillo para mirarla bien.

—¿Estás contenta?

Gaia no estaba de ninguna manera; no sentía más que un resto de humillación.

Miró por las ventanas hacia el lugar donde el sol caía luminoso sobre los verdes y amarillos del huerto otoñal.

—Quiere una jarra de té frío para compartirlo con unas damas en el pórtico, con menta.

—Pues la menta no va a venir por su propio pie —contestó Norris—. Iré preparándolo.