CUANDO EL SILENCIO CAYÓ SOBRE LA MULTITUD, Gaia se adelantó hasta la línea de guardias que seguían rodeando a Leon, tan asombrados como todos los demás.
—Leon —dijo—, estoy aquí.
Él no contestó. Sus ojos azules se habían convertido en pedernal y su mirada permanecía sobre la Matrarca, que consultaba con su marido y varias damas. Gaia insistió, entre los hombros de dos guardias:
—¡Leon, por favor, esto es absurdo!
Él se volvió por fin a mirarla y le clavó los ojos con tanto odio que Gaia retrocedió de un salto. Leon trocó de nuevo las manos en puños y ella vio de cerca el poder mortífero que encerraba ese gesto. Aquel no era Leon Grey, no era el mismo que se había sacrificado por ella en la puerta sur del Enclave. Este solo deseaba hacerla picadillo y tirar sus restos a una jauría de perros rabiosos.
«Tú no eres así», pensó.
La Matrarca se acercó otra vez al borde de la plataforma.
—A ver si aclaramos esto —le dijo a Leon—. ¿Eres consciente de que la hermana de Gaia es un bebé?
—Sí —contestó él.
—¿Y para qué quieres tú a un bebé? —siguió la Matrarca, claramente desconcertada.
—No tengo por qué dar explicaciones.
—No dejaremos que le hagas daño.
—No pienso hacerle daño, ni mucho menos. La cuidaré con todo mi cariño.
Gaia rechazó la ocurrencia con cada célula de su cuerpo. No quería que su hermana estuviera en manos de Leon, al menos no de ese Leon. Que Maya dependiera de él para recibir cuidados y afecto sería una tortura para Gaia. Por puro instinto, horrorizada, cayó en la cuenta de que su intención era esa: torturarla a través de su hermana.
—¡Quiere lo que es mío! —exclamó.
La Matrarca meneó la cabeza.
—Maya tampoco es tuya, Mam’selle Gaia, ya lo sabes. Se la he cedido a Milady Adele y ha de seguir con ella.
—Milady Adele puede venir también a la cabaña del ganador, si quiere, o enviar a un ama de cría. Los detalles no me interesan —espetó Leon con agresividad—. ¿Vas a acatar tus propias leyes o no?
Dominic se lanzó hacia delante.
—Mételo en la cárcel y enséñale modales a golpes.
Al instante, los guardias rodearon a Leon.
—¡Matrarca! —gritó este con tono perentorio. Forcejeó para liberarse, pero le retorcieron los brazos a la espalda—. Dame mis derechos, me los he ganado, y los votantes están de acuerdo. ¿O es que todo ha sido una farsa?
La voz de la Matrarca se endureció:
—La única farsa que hay aquí es la tuya. Los hombres de Sailum tienen que acatar las leyes, sin excepción.
—Yo las estoy acatando, quien las incumple eres tú. Quiero a Maya Stone durante un mes en la cabaña del ganador. Envía también a quien desees para que la cuide, pero yo la reclamo como premio. Tengo derecho. Por lo que yo sé, es mi único derecho, el único que tienen los hombres aquí.
Al percatarse de que Leon había dado en el clavo, hubo un gruñido de insatisfacción entre los vecinos varones, y todo el mundo lo oyó. La Matrarca no podía ignorar la petición del ganador, no sin arriesgarse a un levantamiento.
—Yo no soy responsable de tus lagunas jurídicas —añadió Leon con tono burlón—. Deberías redactar tus leyes un poco mejor.
Uno de los guardias le dio un puñetazo en el estómago que lo dobló en dos.
—Déjalo —ordenó la Matrarca.
Leon se apartó de sus captores y escupió en el césped.
—Está bien, Dominic —dijo Milady Olivia a su esposo, que le hablaba de nuevo al oído—. Sabe lo que se dice. De acuerdo, Vlatir, tendrás a la niña porque es tu derecho, a ella y a Milady Adele para que la cuide; pero si haces el menor daño a cualquiera de las dos, volverás de cabeza al páramo.
—Muy bien —contestó secamente Leon.
—Mam’selle Gaia, mañana por la mañana lo acompañarás a casa de Milady Adele. Te daré una nota para ella.
—Sí, milady.
La Matrarca levantó de nuevo la mano hacia la expectante multitud.
—Sailum está experimentando un cambio que nos afecta a todos, ¿verdad?
En un abrir y cerrar de ojos su sincera pregunta penetró en los corazones de todos los presentes, tanto que hasta el aire mismo vibró sorprendido, después receloso y por último intrigado. A Gaia le asombraba el poder de la Matrarca, no solo por su influencia sobre la gente, sino por su capacidad para captar y reconducir a modo de pararrayos la tensión que se mascaba en el aire.
—Podemos temer ese cambio o darle la bienvenida —siguió Milady Olivia—. Vigilarnos o cuidar los unos de los otros. Quien lo necesite, que venga a hablar conmigo. Encontraremos el modo de superar esto, siempre lo encontramos.
La multitud sufrió un cambio palpable y una voz joven gritó desde el borde del campo:
—¡Matina!
La Matrarca levantó un poco la barbilla, escuchando; alrededor de Gaia todos hicieron una pausa para oír las tres campanadas imaginarias, pero igual de verdaderas en la imaginación colectiva. La Matrarca se llevó la mano al corazón y el gesto fue imitado por todos en el resonante silencio. Cuando Gaia miró a Leon y vio que él la observaba con expresión cínica, levantó poco a poco la mano y se tocó también el corazón.
—Gracias —dijo la Matrarca simplemente, con la más absoluta sinceridad—. Vámonos ya, mis damas. Vamos a recordar que debemos estar agradecidas por todo lo que tenemos.
La multitud se calmó de forma sutil, murmuró y después habló de nuevo. La gente se reía y charlaba sin aprensión en aquella comunidad unida, incluso cuando empezaba a dispersarse. Gaia no salía de su asombro. La Matrarca se había encontrado con una situación potencialmente peligrosa y no solo la había sorteado, sino que la había convertido en algo bello. Gaia no tenía la menor idea de cómo lo había hecho.
Taja se marchó con su familia y Peony se alejó caminando lentamente al lado de Munsch. Will avanzaba a contracorriente, hacia Gaia, Leon y Peter; sin embargo, cuando Gaia lo vio, el vistoso pelo rojizo de Dinah apareció junto a su hombro y él se volvió hacia la suelta. Después la muchedumbre los absorbió y hasta los guardias fueron hacia la salida mientras Gaia se acercaba a Leon y a Peter.
—Nunca olvidaré que me escogiste para el último partido —decía Leon.
—Ese ha sido mi gran error —contestó Peter—, creí que podría vencerte con más facilidad que a los otros.
De cerca, Gaia vio la mugre que cubría a Leon desde la camisa rasgada hasta los manchados pantalones de trabajo. Sus zapatos no eran más que tiras de piel y de su codo caía un hilo rojo oscuro.
—Estás herido —le dijo.
En vez de contestar, Leon preguntó a Peter:
—¿Dónde está la cabaña del ganador?
—Yo te llevaré —dijo el último, mirando a Gaia—. Mam’selle Gaia y yo te llevaremos.
—Supongo que habrá comida —dijo Leon.
Gaia intentó examinarle el codo, pero él se apartó.
—No veo que haya ninguna razón para que me ignores así —protestó ella.
Leon se volvió lentamente para mirarla con sus hoscos ojos azules y espetó:
—Si quieres hablar conmigo, mándame una nota.
Gaia trastabilló hacia atrás.
—Lo siento —dijo.
Leon le dio la espalda.
—Ha sacado la cara por ti —le recordó Peter—, deberías estarle agradecido.
Leon soltó una risa breve e incrédula.
—¿A esta? Jamás.
—Leon, por favor… —suplicó Gaia.
—No, ni se te ocurra.
—Lo siento, lo siento mucho, todo —dijo ella.
Los dientes de Leon rechinaron.
—Dos meses, dos, he pasado en ese agujero inmundo, y todo por haber cruzado los páramos para venir a buscarte. ¿Y qué haces tú? Le dices a la otra que me ofrezca un caballo.
—Bueno, ya basta —dijo Peter interponiéndose entre los dos. Leon se limitó a echarlo hacia atrás con un golpecito de dedos y él mismo se apartó también.
—Lo del caballo fue para que pudieses elegir, para que no te quedaras aquí atrapado —explicó Gaia—. Ya sabía que no iba a dejarte salir de la cárcel.
—¿Intentaste acaso convencerla? —inquirió Leon.
—Claro que sí, pero no sirvió de nada.
Leon meneó la cabeza, ceñudo.
—Oí que estabas encerrada en la Casa Grande, castigada como una niña mala. ¿Qué hiciste?
—Este no es lugar para hablar de eso.
—¿No? ¿Cuándo has salido?
—Hoy.
Los ojos de él la taladraron.
—Pues podrías haber venido a la cárcel, ¿sabes? A verme por la valla al menos.
Gaia tragó con esfuerzo, dándose cuenta en ese momento de que había sido mucho más fácil irse con Peter.
—Me daba miedo.
—¿A ti? —dijo Leon riéndose—. ¿Cuándo te ha impedido a ti hacer algo el miedo?
«Me daba miedo que estuvieras enfadado, como ahora». Gaia enrojeció de vergüenza.
—Deja que te vea bien —dijo Leon bajando un poco la voz. La miró con dureza a los ojos, hasta que ella no pudo sostenerle la mirada—. Ya sé lo que es: te han echado a perder —añadió con una risa ahogada levantando la cabeza hacia el cielo—. Todo este tiempo… —masculló.
La duda asaltó a Gaia.
—¿Qué quieres decir?
—Deberíamos irnos —terció Peter.
Pero Leon no contestó y sus ojos se volvieron fríos y curiosos mientras seguía observando a Gaia.
—¿No piensas preguntarme si podrás ver a tu hermana? ¿A mi pequeño premio? —dijo bajito.
Aquella pregunta se le clavó directamente en el corazón. Estaba participando en un juego espantoso y retorcido del que ignoraba las reglas, el tipo de juego que podría haber inventado el padre adoptivo de Leon, el Protector en persona.
—¡Ya está bien! —dijo Peter muy decidido—. A la cabaña te llevo yo. ¿Por qué no vuelves a la Casa Grande, Mam’selle Gaia?
Pero ella seguía pendiente de Leon.
—Quiero verla. Te lo suplicaré si lo deseas. ¿Me dejarás verla, por favor?
Leon la observó con sombría satisfacción.
—¿Tienes en cuenta que ya no se acordará de ti?
—No le escuches —aconsejó Peter.
Pero Gaia ya estaba herida, y desconcertada. Meneó la cabeza y miró a Peter.
—Normalmente no es así…
Leon se le acercó tanto que Gaia solo veía su rostro. A él le centelleaban los ojos, pero mantuvo el control de la voz al decir:
—No hables así de mí jamás cuando yo esté delante.
Gaia jadeó de miedo y vio que él se concentraba en sus labios abiertos. Algo familiar resonó en su mente mientras la mirada de él se mantenía fija, pero tras la oscuridad de su barba, los labios estaban prietos en una línea dura. Leon entrecerró los ojos y retrocedió un milímetro para escrutarla, para probarla. Aunque su actitud no era en absoluto amable ni invitadora, Gaia se sintió inmersa en una sombra negra e inestable que solo les pertenecía a ellos.
Por fin encontró fuerzas para susurrar:
—No me des órdenes.
Algún impulso perdido y secreto cruzó por los ojos de Leon, pero después la aversión volvió con más fuerza que nunca.
—Me voy a la cabaña del ganador. Tengo hambre y apesto —dijo Leon, tras lo cual dio media vuelta y se alejó por el campo.
Gaia cerró los ojos un momento, solo para que todo se detuviera, para que dejara de ladearse.
—¡Ojalá le hubiera dado una paliza! —rezongó Peter.
Gaia era demasiado desgraciada para reírse.
—¿Le dejaste ganar? —preguntó abriendo los ojos.
—No, claro que no, pero si hubiera sabido que iba a tratarte así, le habría dado una paliza. Y no lo habría elegido, para empezar.
«Leon me odia». Era un completo horror, como si el sol se volviera negro o la gravedad se duplicara. Empequeñecida por la distancia, la solitaria figura de Leon se alejaba por el otro extremo del campo, pasaba una tea humeante y giraba para perderse de vista.
—Me gustaría hacer algo por ti —dijo Peter.
—¿Cuidarás de él, por favor? No conoce a nadie y de mí no quiere saber nada.
Peter consideró la petición y después respiró hondo. Gaia lo miró directamente a los ojos. Llamarlo apuesto era decir poco, muy poco. Seguía sin camisa, y Gaia se dio cuenta de que apenas lo había mirado, aunque lo tenía allí, a menos de un metro, con los brazos en jarras. Contempló otra vez la capa de sudor frío que cubría su piel y apartó la mirada, confundida.
—Por supuesto, Mam’selle Gaia —contestó él.
Aunque era la respuesta más cortés que se podía dar, hasta eso le pareció a Gaia confuso y maligno.
Los hombres siempre se desmandaban después de los juegos, pero esa noche estaba siendo la más salvaje y ruidosa de las presenciadas por Gaia. Seguro que guardaba relación con el gesto de Leon para invitarlos a votar, como si el joven hubiera despertado una fuerza destructiva y la matina insonora de la Matrarca solo hubiese pospuesto los desmanes nocturnos. Desde el triforio se oteaba el brillo de las hogueras del marjal y las antorchas que se dirigían al calvero del bosque donde Gaia mantuvo su primera conversación con Peony.
No le pareció seguro salir durante horas pero, cuando por fin la noche fue perdiendo su negrura y Sailum se aquietó, Gaia no pudo esperar más. Se puso la capa azul y sus viejas botas blancas y salió para buscar a Leon.
Hacía frío. El ruido de botellas rotas había sido reemplazado por el cricrí de los grillos. Mientras la luna llena se ponía por detrás del barranco, una peculiar luz cenicienta se cernió sobre el camino. Gaia caminaba rápidamente, viendo concentrarse el aliento delante de su cara. Al doblar un recodo conocido, la granja de los Chardo se desplegó a la derecha. La casa estaba a oscuras, pero la luz que colgaba del techo del establo se desbordaba por el umbral abierto y arrojaba un invitador paralelogramo amarillo sobre el camino de acceso, casi como si uno de los hermanos le hiciera señas. Sin embargo, Gaia no se detuvo.
Al ascender por la cara del barranco, el camino se estrechó y empezó a describir curvas muy pronunciadas. Al este, la luz del amanecer se deslizaba por el sombrío borde del mundo y en la superficie del marjal se vislumbraban jirones de agua refulgente.
Gaia se detuvo al coronar el precipicio, dudosa del camino a seguir. Recordaba haber oído que la cabaña del ganador estaba en un prado. Junto al camino vio un tocón con un hacha clavada en lo alto, como un centinela mudo que custodiara la entrada a otro mundo. Gaia siguió por la derecha. Poco a poco vio emerger una fila de cabañas sin la menor luz.
Cuando oyó un portazo lejano, un estrépito hueco y brusco en la quietud, se volvió hacia el ruido y encontró un sendero que se alejaba serpenteando por la cresta del barranco. Allí los pinos eran más antiguos, de troncos enormes. El paso del tiempo había roto muchas de las ramas bajas, dejando afiladas estacas horizontales, como lanzas que se clavaran en la niebla.
Al fin los árboles se abrieron y Gaia se detuvo al borde de un pequeño prado donde la niebla flotaba a la altura de las rodillas. Más allá, colgada al borde del precipicio, se alzaba una cabaña de amplio porche y escalones de piedra, a la izquierda de cuyo tejado se erguía un conducto de estufa que dejaba salir un humo fino y rectilíneo. Al haber adquirido una pátina del mismo gris que el alba, la casa de madera y piedra parecía surgir de las propias rocas. A su lado se elevaba un inmenso roble que extendía las puntas de las ramas superiores sobre el tejado, dejando que cada hoja se recortara contra el rosa del cielo.
Dos geranios en macetas flanqueaban los escalones, rojo aterciopelado en la luz naciente, y una urna de agua colgaba del porche recordándole a Gaia su hogar. Hogar. Al agarrar el pasamanos y pisar los peldaños del porche, la pena rebulló en su interior. A través de la puerta mosquitera vio un vestíbulo vacío y oscuro. Su intuición le dijo que aquel era el lugar.
Llamó bajito en el marco de madera y su mirada cayó sobre los arabescos de hierro de la puerta abierta. Del interior de la casa llegó un crujido y, poco después, una silueta oscura y maciza salió a la luz. Leon Vlatir se quedó al otro lado del mosquitero. Aunque la tela de malla ocultaba en parte su expresión, sin duda no era de bienvenida. «¿Qué puede ser peor que no verlo?».
—Hola —dijo Gaia y extendió la mano hacia la puerta que los separaba.
—No estoy preparado para verte —contestó él.
Gaia titubeó y detuvo la mano en el aire.
—¿Estás bien?
Leon dio una sacudida infinitesimal con la cabeza.
—Lo siento —dijo Gaia.
—No —replicó Leon—, no quiero oír tu voz, no quiero nada tuyo.
Gaia se sobresaltó, incrédula. No podía echarla, no después de lo que habían pasado juntos.
—Se supone que debo acompañarte a buscar a Maya.
—Vuelve más tarde. O, mejor aún, reúnete conmigo en la orilla.
—Tengo que verte. Solo un momento, me gustaría… —La voz de Gaia se plegó sobre sí misma—. Déjame hablar contigo. Por favor.
Los goznes chirriaron cuando ella empujó la puerta. Leon le dio la espalda y se adentró en la cabaña. Gaia le vio bajar un par de escalones, atravesar la habitación principal y salir por la puerta situada enfrente, que conducía a una terraza trasera con vistas al valle. Gaia lo siguió hasta esa puerta, pero había algo tan desalentador, tan excluyente en su forma de inclinarse y apoyar las manos en la barandilla que no pudo ir más allá. Sin embargo, tampoco podía irse.
La cabeza de Leon era una maraña de cabellos húmedos y casi negros que no guardaba relación alguna con el escueto corte militar que ella conocía. Se había remangado de cualquier manera y un pico de la camisa marrón colgaba sobre los fondillos de sus pantalones. Parecía más alto y de hombros más anchos. Estaba más estilizado que nunca, pero mucho más fuerte que en el Enclave. La única parte de su cuerpo que daba impresión de fragilidad eran los tobillos, que Gaia solo había visto sin botas en otra ocasión, cuando él se miró la marca de nacimiento.
Estaba totalmente inmóvil, como si hubiera enseñado a su cuerpo a petrificarse pese al terrible desasosiego interior.
Gaia atravesó la puerta y se colocó en silencio a su lado, donde por fin pudo verle el perfil. Se había afeitado la barba. En vez de mirar al valle inferior, sus ojos estaban cerrados y sus dedos aferraban la barandilla de madera. Sobre esta descansaba una fila de guijarros de colores, dejada al parecer por los últimos ocupantes a modo de bienvenida; resultaba absurdamente alegre bajo las primeras luces de la mañana.
—Leon —dijo Gaia bajito—, sé que estás muy enfadado conmigo, y ni siquiera sé por dónde empezar, pero lo siento muchísimo.
—No quiero tus disculpas —espetó él.
Gaia se tragó el resto de las palabras. «¡Pero es que lo siento mucho!», pensó.
—¿Es verdad que cruzaste los páramos para buscarme? —preguntó.
Bien vestido y peinado se hubiera parecido más al viejo Leon, pero cuando por fin se volvió, negros mechones ocultaron sus ojos, de expresión claramente hostil.
—Y bien que me arrepiento, créeme.
A Gaia se le aceleró el pulso y le costó tragar.
—Yo no quería que te quedaras aquí atrapado.
—Esa no es la cuestión.
—¿No hay ninguna posibilidad de que seas feliz aquí pese a cómo empezaste?
Leon soltó una risa quebrada y se pasó una mano por el pelo con un viejo gesto que a Gaia le resultó muy familiar.
—¿Ves lo que no quiero todavía? —dijo él—. Que me hables, que me hagas preguntas. No quiero hablar de nada de eso.
—Pero yo no soporto que seas tan desgraciado.
Leon meneó la cabeza.
—Da igual. Ya no eres la misma persona, ya no eres la vieja Gaia. No puedo olvidarme de eso.
«¿Qué le dirías a la vieja Gaia?».
—¿Qué te hace pensar que soy diferente?
La expresión de él se enfrió aún más.
—Para empezar quemaste mi nota. Eso no se olvida con facilidad.
—La quemó Peony.
—Y tú le dejaste hacerlo. Para el caso es lo mismo.
Gaia no sabía cómo explicárselo, pero su único motivo de orgullo, su último desafío, fue no romper las reglas de su confinamiento.
—No podía aceptarla. Mientras no saliera de la Casa Grande, seguía resistiéndome a la Matrarca. Tu nota formaba parte de eso.
—Es ridículo —replicó él.
Debía de parecerlo, sobre todo porque capituló poco después. ¿Cómo podía explicarle la terrible soledad de la Casa Grande, las fuerzas que fallaron poco a poco y se esfumaron por completo al ver quemarse aquel trozo de papel?
—Gracias a tu nota me di cuenta de que debía ceder.
—No lo entiendo.
Gaia se volvió hacia el marjal.
—La Matrarca no pensaba dejarte salir hasta que yo cediera.
No quería sentirse tan herida ni tan confusa nunca más. Había tomado una decisión.
—Tengo derecho a saber qué quería de ti —dijo Leon.
Gaia miró al horizonte.
—Ayudé a una mujer a abortar y la Matrarca quería saber quién era. Me hizo prometerle que no lo haría nunca más.
—A Peony, ¿no? Por eso se encargó de la nota —dijo Leon y añadió con cara de asombro—: ¿Por qué no lo dijiste, Gaia? Podías haber cedido desde el principio y después haber hecho a escondidas lo que te diera la gana.
—¿Haber mentido, dices?
—¿No valía la pena mentir por sacarme de la cárcel? ¿Crees que la Matrarca se merece tu sinceridad?
La estaba confundiendo cada vez más. La sinceridad salía de dentro, no dependía de que el otro la mereciera o no.
—Ya sabes que miento muy mal, aunque quiera. Y la Matrarca tiene un sexto sentido; se figuró lo del aborto enseguida y eso que yo creía que disimulaba muy bien. No hubiera podido engañarla ni en sueños. Además, quería demostrarle que no me rendía. Quería que fuese ella quien cambiara de opinión.
—Pero la que cambiaste fuiste tú.
—Tenía que seguir viviendo; tenía que sacarte de la cárcel.
Leon se inmovilizó de nuevo, alarmándola. Su respuesta no le convencía. Lo que había hecho no era lo bastante bueno y él, desde luego, no estaba agradecido. Al final, no la había necesitado ni para obtener la libertad. Lo había logrado él solo al ganar los juegos.
Él le echó una nueva ojeada.
—Mírate. Tú eras Gaia Stone, de fuera del muro. No tenías nada que perder y no te parabas ante nada. Ahora eres uno de ellos.
—Me he amoldado, eso es todo. No estoy especialmente orgullosa de ello.
—¿Y por qué no? Ahora eres una chica.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Lo que he dicho. Eres una chica en un sitio donde mandan las chicas.
Gaia frunció el ceño.
—Crees que lo único que quiero es pertenecer a los… a las de arriba.
—Seguro que lo encuentras muy ventajoso.
Gaia retrocedió instintivamente. Sus posiciones se habían invertido, lo vio con tanta claridad como si viera darse la vuelta a un naipe. En el Enclave, Leon era una persona poderosa y privilegiada, mientras que ella había sido una comadrona pobre del exterior de la ciudad amurallada, en la que solo entró para convertirse en una inquilina más de la celda Q, y por último en una fugitiva.
—Ahora ya sabes cómo me sentía yo en el Enclave —dijo.
—Yo he pasado dos meses en la cárcel, encadenado a Malachai, sin razón alguna. Creo que te gano.
—¿Seguro? —inquirió ella—. ¿Tú crees que dos meses de prisión superan años, no, generaciones de abandono y de abusos?
—¿Con qué crees que han tenido que bregar los hombres de aquí? ¿Cómo crees que va a ser mi futuro? Aquí ningún hombre es libre. Aunque no estén en la cárcel, siguen siendo esclavos.
—No lo son —contradijo Gaia—. Conozco a muchos que son felices.
—Ya, los que han tenido la suerte de gustarle a alguna chica. Los demás están destrozados de tanto intentarlo.
Gaia pensó que exageraba.
—Eso es totalmente falso —dijo.
Leon se rio de una manera muy extraña.
—Ya ni siquiera ves eso, vaya miopía la tuya.
—Tú lo ves todo a la perfección —replicó ella con su propia vena sarcástica—. Al menos aquí todos tienen casa y comida, no como en Wharfton, donde tu queridísimo Enclave, además de repartir el agua con cuentagotas, se dedicaba a espiarnos y a cargarse a todo el que se resistía.
—Ahora estamos llegando al meollo de la cuestión.
—No me digas que aquello era mejor.
—Reconozco que esto es mejor, para ti.
—¡No solo para mí! Ahora eres como cualquier hombre de Sailum, puedes hacer lo que quieras: trabajar, construir una casa, comer hasta saciarte. Hasta puedes casarte y tener hijos, si consigues que alguien te aguante.
Los ojos de él centellearon.
—Sí. El marido de la Matrarca me ha comunicado que entraré en la reserva si mi esperma es viable. Por supuesto, me harán pruebas, y él quiere que sea lo antes posible.
Gaia miró avergonzada hacia el marjal.
—Lo siento —farfulló.
—Está seguro de que será pura formalidad —añadió Leon—. Pero, como tú misma has dicho, luego hay que conseguir que alguien me aguante. Así que a la muy desastrosa desproporción entre varones y hembras hay que añadir lo muy inaguantable que soy. Gracias por recordármelo.
Gaia miraba al suelo deseando retirar lo dicho, pero es que a veces no había quien lo aguantara.
—No quería decir eso.
—Pero lo has dicho.
—Lo siento.
—Nunca he visto a nadie disculparse tanto y no sirve de nada, ¿sabes?
Gaia se apoyó un puño en la cadera.
—¿Entonces qué quieres que diga? Está claro que odias todo lo de aquí, pero es nuestro nuevo hogar. Yo por lo menos estoy tratando de encontrar alguna forma de sobrevivir en él. Perdóname si trato de encontrar de paso un poco de felicidad.
—¿Es que no aprendiste nada en el Enclave? —preguntó Leon—. Un sistema que explota a parte de su gente es intrínsecamente injusto. ¿No oíste a los hombres anoche cuando les pedí que votaran?
—Eso fue culpa tuya.
—¿Culpa mía? Despierta, Gaia, los hombres de aquí no son felices. Puede que actúen como si lo fueran, o que incluso crean que lo son, pero este sitio es un polvorín. Con la chispa adecuada, explotará.
—¿Y piensas ser tú esa chispa?
—¿Por qué no? De momento no tengo nada mejor que hacer.
Gaia no se creía que fuese capaz de destruir Sailum, pero así y todo no le gustaba que quisiera hacerlo.
—¿Era esa tu intención cuando llegaste? ¿Por eso no te soltó la Matrarca de inmediato? Solo deja a los recién llegados en la cárcel hasta que comprueba que no son peligrosos.
Leon levantó con ironía una ceja.
—En cuanto me vieron la espalda empezaron a formularme preguntas estúpidas, y como me resistí cuando trataron de atarme, me encadenaron a Malachai, y como me negaba a seguir las órdenes cuando algún guardia medio lelo trataba de humillarme, me clasificaron como rebelde para pegarme todo lo que se les antojaba y para encerrarme a solas. ¿No lo sabías?
A Gaia le era difícil sostenerle la mirada.
—Norris me contó algo.
—Algo —repitió Leon en voz baja. Durante un momento que se hizo eterno, él buscó sus ojos—. Pero seguiste dejándome allí.
—No sabía qué otra cosa hacer. Lo siento.
Él se llevó una mano detrás de la oreja.
—Y encima estaba muerto de preocupación por ti. Solo quería verte para saber si estabas bien. Cuando me enteré de que ni siquiera habías leído mi nota, pensé que no podría soportarlo. Pero esto…
Por un instante, el dolor de una esperanza se abrió ante ella, el vislumbre de lo que había llevado a Leon a dejar el Enclave para seguirla a los páramos.
Pero, de repente, él estampó el puño contra la barandilla. Gaia respingó. Los guijarros botaron.
—Te quitan el valor —dijo—, eso es lo peor de todo. Yo pensaba que jamás podría ocurrirme algo así. Y basta de charla, no quiero hablar más.
Gaia retrocedió.
—Solo intento ser sincera contigo; pero cuanto más lo intento, más me desprecias.
Leon se resistía a mirarla.
—No puedo mentir —dijo por fin.
Un dolor insidioso la traspasó. Aquello era lo último que necesitaba. Deseó hacerle daño, como él a ella. Parecía tener la palabra justa para hacerla sentirse horriblemente mal consigo misma. Una llamita malévola ardió en su interior.
—¿Por qué te destrozaron la espalda? —preguntó observándole para ver si el recuerdo le resultaba doloroso.
Él levantó la mano izquierda y extendió los dedos. Gaia vio por primera vez que le faltaba la última falange del anular.
—Querían saber dónde estaba la lista. La que robamos.
—¿Ordenó que te torturaran? ¿Tu propio padre?
Los ojos de Leon se volvieron inexpresivos y mortecinos.
—Hasta que vio que le hacía más daño a Genevieve que a mí —respondió, luego bajó la cabeza y torció el cuello, como si quisiera aliviar el dolor acumulado en los músculos—. Además, resistirse solo servía para alargar la situación. Investigaron a todos tus amigos hasta que se figuraron quién te había escondido. Ascendieron al hijo de Emily, supongo que no lo sabías.
Gaia meneó la cabeza, horrorizada.
—Aunque el niño era ya un poco mayor —siguió Leon— y Emily les devolvió el registro de nacimientos, ellos se lo quitaron. Creyeron que guardaba una copia.
Gaia no quería creérselo.
—¿Qué podemos hacer?
Leon soltó una risita.
—Esto es increíble. Tú no puedes hacer nada de nada. Tú te marchaste para vivir en tu nuevo y precioso hogar.
Gaia se sintió sucia y enferma. Al tratar de herir a Leon, le había salido el tiro por la culata.
Se volvió y fue andando hasta el extremo opuesto de la terraza. A Leon le habían hecho daño por desafiar a su padre para ayudarla a ella; y a Emily, la mejor amiga de Gaia, le habían arrebatado a su hijo por la misma causa. El sentimiento de culpa era insoportable y eso que no quería ni imaginarse el dolor de Emily. Se tocó la frente y se oprimió las sienes.
—Me alegra ver que todavía te queda algún resto de fidelidad —dijo Leon por fin—, aunque a mí no me haya servido de nada.
Gaia se sintió inundada por la más absoluta soledad.
—¿Por qué me haces esto?
—Lo sabes muy bien. Arriesgo mi vida por ti en el Enclave, cruzo los páramos para buscarte y tú me ofreces un caballo para que vuelva. Me dejas meses en la cárcel cuando podías haberme sacado con una mentirijilla de nada. O, no nos remontemos tanto, no hace ni veinte minutos te he dicho con claridad que no estaba preparado para verte. Yo no quería decirte nada de esto, pero tú no podías dejarme en paz.
Gaia se quedó de piedra, porque todo era cierto. Se volvió lentamente y miró el lugar donde los pies desnudos de él sobresalían de los pantalones.
—Si piensas así de mí, ¿por qué escogiste a Maya?
Leon parecía incapaz de contestar hasta que soltó una risotada de desdén por sí mismo.
—Porque pensé que me ayudaría a comunicarme contigo. Aunque no se me ocurrió que daría resultado tan pronto.
Gaia se rodeó con los brazos, dolida.
—Para eso podías haberme elegido a mí —señaló.
—Cierto. Qué raro, ¿no? No me hacía a la idea de que estuvieras atrapada como un premio en la cabaña del ganador. Con nadie —Leon recogió los guijarros y lanzó uno de ellos hacia fuera—. Sin embargo, parece que te encanta estar atrapada. No caí en eso.
Gaia se volvió otra vez en dirección contraria y parpadeó para no llorar.
—Ya no hay nada entre nosotros, ¿verdad? —preguntó.
Él tardó un poco en responder; los guijarros entrechocaban en su mano.
Entonces, como si no le gustara nada, replicó:
—¿Y de quién es la culpa?