CAPITULO XLVI

El diez de septiembre, la celebración del año nuevo se redujo al reparto de uvas. Nadie tenía ganas de festejar un acontecimiento que, de ordinario, se celebraba con innumerables libaciones. Todos vivían angustiados. El obispo no había recibido ninguna respuesta de Alejandría. Envió un segundo mensajero. En lugar de navegar por el cauce del río, costeó el Nilo para rodear Licópolis, en el Egipto Medio, donde los piratas atacaban a los barcos y las bandas incontroladas atracaban a los viajeros. Un hombre solo pasaría con más facilidad que un destacamento de soldados cuyas armas eran codiciadas por los bandidos.

El Nilo se retiraba, perezoso, tras haber depositado sobre la tierra el preciado limo. Los campesinos practicaban el manejo de las armas bajo la mano férrea de los instructores bizantinos. Los ermitaños, salidos del desierto y de las tumbas, no dejaban de recorrer la villa para exhortar a sus habitantes a combatir. Gracias a ellos, en Elefantina se forjaba una moral de victoria; aunque el miedo ahogaba los vientres, las ganas de cortar en pedazos a los paganos aumentaban.

Apostados al borde de la catarata, los vigías indicarían la aparición de los blemios. A finales de septiembre ni siquiera habían visto un explorador. El temor se esfumó. Teodoro continuó reforzando el sistema de defensa. Apretadas filas de devotos impedirían en lo sucesivo el acceso a las orillas. Los blemios deberían sacrificar cientos de hombres con escasas esperanzas de éxito.

Cansados de las lamentaciones de los ermitaños, los hombres de negocios propusieron reabrir el mercado. El obispo les concedió esta satisfacción. Sobre los mostradores expusieron pescado seco, quesos, cebollas, pichones, pollos, harina, mechas de lámpara, cerámica, especias y otras mercancías cuyo precio había aumentado de forma considerable. La inflación, que el obispo había frenado durante el periodo de paz, volvía con más fuerza: treinta por ciento sobre el trigo, cincuenta por ciento sobre la madera y el aceite, ciento por ciento sobre la carne. El estado de emergencia lo justificaba. El día de mañana Elefantina quizás fuera arrasada. Quien quisiera disfrutar de la vida no debía sucumbir a la avaricia.

La conversaciones se interrumpieron cuando Sabni apareció en la entrada del mercado dando limosna a los pobres. Después de vender la ristra de perlas a un pastor de corderos, el sumo sacerdote pensaba comprar legumbres, ajos y brevas. Cuando se aproximó, los clientes se apartaron. Cuando preguntó el precio a los mercaderes, éstos permanecieron mudos, mostrando así su repulsa a cruzar palabra con un extranjero. Sabni insistió. Un individuo demacrado y con el rostro mugriento se dirigió a él blandiendo un bastón de nogal.

—¡Vete, hijo del diablo! Nadie te venderá comida.

Sabni no hizo caso del fanático y habló a los comerciantes.

—No os estoy suplicando; guardad vuestra caridad para los cristianos. Tengo varias piezas de plata.

—¡Quién las acepte será maldecido! —profetizó Pablo.

El sumo sacerdote se giró hacia el ermitaño.

—Un hombre de Dios no alza la voz. Eres menos noble que una bestia por gritar así. Si fueras mi discípulo, pronto perderías las ganas de armar jaleo.

Sabni se apoderó del bastón con el que Pablo le amenazaba y lo partió en dos.

—¿No excluye tu religión la violencia contra el prójimo? «No matarás», ordenó Dios a Moisés. ¿Respetas sus mandamientos?

—¡No será un pagano quien me instruya en la verdadera fe!

—Poco importa quién te enseñe. Sólo cuenta la enseñanza que asimilas. Tus antepasados son los míos: los egipcios respetuosos del hombre porque veneraban a Dios. Las personas como tú deberían cargar pesados fardos y caminar al lado de los asnos.

El ermitaño retrocedió. Percibía la cólera del sumo sacerdote y temía su fuerza.

—¡No me toques, pagano! El pueblo me defenderá.

—No me ensuciaré las manos contigo.

Mercaderes y curiosos rodearon a Sabni. Un vendedor de quesos le señaló con el dedo.

—Eres aliado de los blemios. Por tu culpa han incendiado la ciudad y asesinado a sus gentes.

—Calumnias.

—El ermitaño ha visto a Isis sellar un pacto con un blemio. ¿Lo negarás?

—Lo niego.

—Si nuestras mujeres y nuestros hijos quisieran encontrar refugio en la isla, ¿se abrirían las puertas del templo?

—Los profanos no pueden entrar allí. Es la Regla.

—Los blemios tienen una capilla en el templo. A ellos les acogeríais con alegría. He aquí una nueva prueba de complicidad.

El círculo se estrechó. Unos empuñaban piedras y otros cuchillos.

—File garantiza vuestra supervivencia, Bizancio os mata de hambre. Venderá Egipto al mejor postor. Sólo el templo preservará nuestra unidad y la independencia del país.

Estas palabras sembraron la discordia. Había muchos que pensaban lo mismo.

—Los blemios nos matarán —dijo un carnicero.

—¿Tú que propones? —preguntó un pastor—. ¿Quién tiene la clave de la riqueza?

En los ojos del que preguntaba brillaba una esperanza que Sabni no tenía derecho a alentar. No debía provocar una rebelión y mucho menos encabezarla.

—Cuando haya vuelto la paz, reconstruiremos Egipto. File será el centro.

—Eres un promotor de disturbios —acusó el ermitaño—. Quienes te escuchen serán castigados como el traidor Mersis.

El recuerdo del suplicio inmovilizó a los últimos partidarios del sumo sacerdote, que atravesó la multitud y se dirigió en línea recta hacia el ermitaño.

El pequeño templo de Hathor resucitaba; sus vivos colores alegraban la vista. Las hermanas redescubrían flautas y tamboriles, repitiendo ritmos y melodías. Crestos limpiaba las máscaras de madera que llevarían los adeptos durante la celebración del ritual en el que suplicarían a la maestra de la danza y de los cantos el oro del cielo, y a la señora de la embriaguez que les revelara el amor que enlazaba los mundos.

Entristecido por volver con las manos vacías y empañar la alegría de los que preparaban la fiesta, Sabni esperó que la comunidad se dispersara antes de confesar su fracaso a Isis.

—Si no podemos comprar víveres, mandaremos a alguien a hacerlo en nuestro lugar.

—¿A quién?

—A un banquero.

Tres bancos administraban los fondos de los habitantes de Elefantina. El más importante pertenecía a la Iglesia, el segundo a un financiero bizantino y el tercero a un griego. Este último, como sus colegas, recaudaba las contribuciones destinadas al Estado. Practicaba operaciones de cambio, prestaba a intereses elevados y se encargaba de transferir divisas y de otros negocios privados. Como había amasado una fortuna antes de abrir su oficina, respetaba la ética de la profesión: ser rico para convertirse en banquero y así enriquecerse más. Menos riguroso que el obispo y más astuto que el bizantino, el griego no vacilaba en servir de testaferro si la remuneración le parecía buena. De rostro rojizo, las carnes atrapadas en una túnica blanca, consagraba su ocio a la buena mesa.

Examinó los collares, las sortijas y los brazaletes que le ofrecía Sabni.

—Son unas piezas muy hermosas. ¿Deseáis un préstamo?

—Quiero venderlas.

—Os pagaría menos que un anticuario.

—No importa.

—¿Cómo queréis vuestro dinero?

—Ocupaos vos de ello.

—Podéis estar tranquilo, que lo haré fructificar. Estaréis encantado con mis servicios.

—Conducid al templo a un comprador de víveres.

—Es muy delicado… Esta gestión corre el riesgo de acarrear gastos.

—Calculad cuánto.

—Puedo encargarme del reparto sin que nadie se entere, pero…

—Sumad los gastos.

El griego se inclinó. El templo podría ser un buen cliente.

Poco después de la salida de Sabni confió el banco a su ayudante y se fue al mercado. Los agricultores cuyos bienes administraba le concedieron importantes descuentos que harían aumentar aún más sus beneficios. Absorto como iba en el cálculo de sus ganancias, tropezó con Pablo.

—Apártate, ermitaño. Hueles mal.

—Un momento, griego. ¿Tienes intención de socorrer a File?

—Los negocios son secretos.

—Quien vaya en ayuda de los paganos será a mis ojos un traidor y un perjuro. Acuérdate de Mersis. No me desafíes y respeta la voluntad del Señor.

A principios de octubre, el Nilo se retiró y comenzó la cosecha de aceitunas y dátiles. Como el templo no había recibido ningún tipo de suministro, Sabni fue a casa del banquero. Elefantina, protegida por sus fortificaciones reforzadas día tras día, renacía de sus cenizas. Reconstruyeron con ladrillos las casas incendiadas y los albañiles repararon los muros de las fortificaciones. La amenaza blemia se desvanecía.

—He juzgado mal —explicó el griego—. Tus joyas no tenían valor.

—¿Te niegas a negociar en mi lugar?

—No… pero necesitaría tesoros reales. Dicen que el templo de Isis está lleno de oro, que ensalza la belleza de las estatuas. Sin duda las criptas contienen objetos preciosos; si me traes esas maravillas obtendrás las provisiones.

—¿Has perdido el juicio?

—Un banquero debe vivir de acuerdo con su tiempo.

—Eres esclavo de los cristianos.

—Los precios varían en función de las necesidades. Hoy en día, un pagano debe pagar caro para sobrevivir. Y mi oficio es mucho más peligroso de lo que se cree.

—Devuélveme las joyas.

—¿Qué joyas? Si me las hubieras confiado te habría dado un recibo. Si pones en duda mi buena fe, iremos a juicio. No te aconsejo que me fuerces; los guardias me protegen.

Sabni pensó en las mesas de ofrenda cargadas de vituallas y consagradas por Faraón antes de ser presentadas a la gran diosa. Rico, feliz, el templo no tenía otro recurso que vivir la Regla y transmitir el espíritu.

—Osiris condena al ladrón. Quizá Cristo sea más clemente.