CAPITULO XXXIV
Sin duda alguna, Auré mentía; trataba de ponerse en contacto con el enemigo y de informar a los soldados del obispo sobre la evolución de la comunidad. Pero ¿por qué la orilla opuesta seguía a oscuras? Nadie respondía a la traidora, como si ésta se dirigiera a la nada. De repente comprendió: la otra luz sólo brillaría la víspera del ataque.
Crestos debería haberse acercado a la casa de Sabni para revelarle todo el asunto; pero el remordimiento refrenó sus ganas; no le agradaba convertirse en delator; si se equivocaba, una hermana quedaría mancillada para siempre. Desde su primer encuentro, Auré le había parecido antipática y desde entonces no habían dejado de enfrentarse; lo que debía hacer era no dar tanta importancia a sus enfrentamientos, acallar sus sentimientos profanos y llevarse bien con la ritualista.
La posible conversión de Auré le hizo soltar una sonora carcajada. ¡Cuánta vanidad! ¡Él, Crestos, descubriendo una conspiración! Sabni no era tan ingenuo como para pasar por alto los tejemanejes de una hermana; si toleraba su comportamiento sería por sus inofensivos efectos. Dolida, perdida, Auré sólo buscaba la imagen desvanecida de su pasado.
La ritualista desconfiaba. A partir de ahora no encendería la lámpara; aunque estaba segura de que el maldito Crestos no la espiaba, sólo encendía la mecha cuando se hallaba junto a la orilla. El chico era capaz de pasar desapercibido detrás de un bloque de granito o de una columna; también tomaba múltiples precauciones antes de indicar su presencia a la hermana de rostro afilado que, tarde o temprano, acudiría a la cita para anunciarle que el camino estaba despejado. Auré no conocía a nadie más en Elefantina; su aliada le procuraría alojamiento y trabajo y le indicaría la forma más rápida de convertirse y de evitar un encuentro con la población.
La insensible ritualista se moría de miedo. Le espantaba salir de File; allí percibía el menor latido. Fuera de este universo, una miríada de peligros la acechaba; se sentía incapaz de hacerles frente ella sola. Sentimientos contradictorios se agitaban en su interior; por una parte, deseaba volver a la tierra profana; por otra, se aferraba al templo. La ausencia de su amiga la angustiaba y, sin embargo, temía su aparición. A medida que se acercaba el momento del exilio definitivo, recordaba los maravillosos momentos vividos con Isis, cuando ambas eran más jóvenes, despreocupadas de lo que el porvenir les tenía reservado; junto a la futura gran sacerdotisa, los días eran transparentes y ligeros. Si la boda con Sabni no se hubiera producido, el santuario estaría protegido por una paz oscura, alejado de las pasiones y de las guerras.
Permanecer en la isla sería un desatino. Todas las noches Auré agitaba la lámpara dirigida a su hermana liberada.
La hermana de rostro afilado salió de la cama de Apolo. Normalmente, el mercader de higos prefería mujeres más jóvenes; pero ésta se le había pegado como una sanguijuela, empleando todas las armas de la seducción. Un comerciante que se preciara de ello no desperdiciaría una buena ocasión; sin embargo, Apolo se arrepintió de no haber discutido el precio antes. A veces, su carácter impulsivo le perdía.
—¿Cuánto quieres?
—No quiero dinero.
Apolo frunció el ceño. La mujer no era una ramera.
—No tengo intención de verte otra vez, hermosa.
—Ayúdame a salir de la ciudad.
—No es fácil. Hay soldados que vigilan los caminos y comprueban la identidad de los viajeros.
—Dame un nombre y déjame formar parte de uno de tus convoyes de mercancías. No pido nada más.
—¿Quién eres?
—Nadie que importe. Pero tú eres un rico comerciante con un corazón generoso.
—No me crearás problemas…
—Obtendrás mi silencio y te juro que no volverás a oír hablar de mí.
—¿Me lo juras por Cristo?
La hermana dudó un instante.
—Te lo juro por Cristo.
La fama comercial de Apolo no se empañaría porque esta mujer proclamara haber compartido el lecho con él. Todos en Elefantina sabían que el mercader tenía un temperamento vivo y que no menospreciaba a las transeúntes, fueran nubias o no. Pero los modales de esta mujer, sumados a su aspecto noble, le hacían sentirse incómodo. Fría como un témpano, incapaz de manifestar ningún placer, la comedia que representaba resultaba tan mezquina como desmañada.
Apolo consideró que sería preferible denunciarla a Mersis. Aumentar su prestigio ante el capitán representaba una ventaja segura; un día u otro, el soldado de gesto huraño y severo subiría en el escalafón y se acordaría de los servicios prestados. Aprovechando el próximo reparto de frutas en el cuartel, el mercader le propondría compartir uno de los beneficios ocultos que hacían el encanto de la profesión.
Mersis detuvo a la hermana aquella misma noche. Enloquecida, subió al pretil de la terraza e intentó precipitarse en el vacío; un soldado le cogió la pierna y la obligó a arrodillarse temblorosa ante el capitán.
—¿Cómo te llamas?
La hermana ocultó el rostro entre las manos; Mersis la cogió por las muñecas y descubrió los rasgos.
—Una hermana de File —murmuró contrariado—. ¿Qué haces en este burdel?
—Busco un hombre rico.
—¿Para qué?
—Para que me ayude a salir de la ciudad.
—¿Sola?
—Claro.
—No te creo.
La hermana irguió la cabeza y su rostro pareció más alargado.
—¿Acaso imaginas que he organizado una evasión en grupo? La comunidad me trae sin cuidado. Me ha robado la juventud. Nadie ha sabido reconocer mi talento. Yo habría podido ser médico, ritualista, gran sacerdotisa… En lugar de eso, Isis me ha encasillado en tareas secundarias. ¡Y la imbécil de Auré confía en mi ayuda! ¡Yo huyo sola! ¿Me entiendes? ¡Sola!
Horrorizado, el capitán la confió a sus hombres. La mujer le tendió los brazos.
—No me abandones… Soy dulce y hermosa… ¡Disfruta cuanto quieras de mi cuerpo y libérame!
Mersis se hizo el sordo.
Dos días después, la hermana de rostro afilado atravesó la frontera de la provincia encadenada al carro del oficial, camino de Asia. Un momento antes de la primera parada la hermana se lanzó bajo las ruedas y quedó aplastada.
En el momento en que murió, Auré agitaba su lámpara escrutando las tinieblas.
Mersis comprobó los remos y el estado del casco. ¡Extraña misión la que le habían encomendado! Los subalternos habrían podido llevarla a cabo; pero las órdenes de Narses no se discutían.
Cuando el general lo miró con insistencia, el capitán perdió la serenidad. Los ojos acusadores del soldado, cuya mutilación no alteraba su fuerza, presagiaban una catástrofe.
Habían denunciado a Mersis.
—Tranquilízate, capitán. Nadie lo sabe excepto yo.
—General…
—No intentes mentirme; sólo conseguirías darme lástima. De modo que eres aliado de File y arriesgas tu vida por salvar a un templo que todo lo condena. Entonces, ¿sigues siendo pagano?
—No, soy cristiano. Creo en un solo Dios Todopoderoso, en la resurrección de la carne y en el paraíso; pero mi Dios es amor, tolerancia y bondad. ¿Por qué iba a exigir nuestro Dios la destrucción de una comunidad sagrada, de un santuario en el que se venera el principio creador y de ritos que perpetúan nuestra tradición?
—Nuestra tradición… eres un cristiano insólito. Te comprendo, Mersis. Yo también la he visto. No es una mujer, sino la gran sacerdotisa de File. A través de ella se manifiesta Egipto y sus misterios. Su imagen fascina, no como la de una diablesa, sino en forma de una luz cálida en el adormecer del verano; lleva el reposo al alma, despierta sensaciones desconocidas, un deseo de lo universal, una sed de cielo y de sol. Tú, discípulo de Cristo, sigues enamorado de la gran diosa.
Narses embarcó.
—Te envidio, Mersis. De cada parcela de tu ser emana la grandeza de esta tierra en la que has nacido. Yo empiezo a descubrirla ahora contemplando su nacimiento: la catarata. Dentro de unos siglos podremos dialogar.
—General, ¿cómo…?
—¿Cómo he calado en lo más profundo de tu ser? No has cometido ningún fallo. ¡La práctica de mando, capitán! Mi ojo vaga por todas partes. Observo a todos los hombres sin quererlo. Una actitud extraña, un comportamiento insólito… eso es lo que me sorprende y, a menudo, descubro un desasosiego que he de disipar para mantener la moral de las tropas, mi única preocupación hasta hace poco. Me fijé en ti cuando Isis curó a los enfermos. No la mirabas como un soldado, sino con la deferencia propia de un adepto. Cuídate, Mersis, y que los dioses te protejan.
El general hundió los remos y se alejó de la orilla. El corazón del capitán latió con fuerza durante mucho tiempo.