CAPITULO X
El obispo Teodoro se había levantado antes del alba y releía el informe que le había enviado uno de los soldados del séquito del prefecto, encargado de espiar los hechos y el comportamiento de Maximino; este último parecía haber perdido la razón. Desde el regreso de File se había encerrado en una habitación de su vasta morada. Desamparada, su escuadra había regresado al cuartel. Corría el rumor de que el prefecto, trastornado por la brujería de los seguidores de Isis, se preparaba para entrar en guerra con los cristianos. Todos recordaban las persecuciones que habían diezmado pueblos enteros. Pronto los ermitaños vagarían por el campo tratando de reunir a los fieles y formar grupos de milicianos armados con picas y horcas que combatirían contra las tropas del obispo. Una guerra civil entre cristianos…
Teodoro había temido la llegada de aquel prefecto ignorante de las realidades del sur, pero no suponía que su comportamiento se revelaría tan desastroso en tan poco tiempo. ¡Qué victoria para File! Gracias a Maximino la isla resurgía del anonimato en el que el obispo la había sumido y aparecía de nuevo como un peligro que había que eliminar lo más rápidamente posible. ¿Cómo conseguiría contener el odio de sus correligionarios y salvar a Sabni?
Teodoro dejó a un lado todo lo que estaba haciendo y se dirigió a casa del prefecto. Contemplando el Nilo plateado de las primeras horas del día y los acantilados que se teñían de rojo o anaranjado al salir de la noche, comprendió hasta qué punto adoraba esta tierra. Ninguno de los fieles de Isis sentía la belleza con tanto fervor como él, el servidor de Dios, encarnado a la vez en la soledad del desierto y la exuberancia de la vegetación. Reunía el infierno y el paraíso en el mismo paisaje, trazaba todos los senderos, los de la esperanza y los del arrepentimiento. File, la última herejía, el último escudo contra la oleada de fe que se había expandido por el mundo, debía sobrevivir como último vestigio del paganismo vencido y símbolo de la clemencia del Señor. Los ignorantes del pasado se convertirían en los creyentes del futuro.
En el momento en que el obispo franqueaba la puerta del jardín que rodeaba la villa del prefecto, uno de los mensajeros le abordó y le entregó un trozo de papiro amarillento. Teodoro reconoció el sello del templo; la calidad del papiro correspondía a un mensaje solemne. Antes de descifrarlo debería entrevistarse con Maximino.
Sus criados le dijeron que estaba durmiendo. Ninguno se atrevió a interponerse cuando el obispo forzó la puerta de la habitación; Maximino reposaba en la cama con los ojos abiertos y fijos en el techo decorado con vegetales entrelazados. Durante un instante Teodoro creyó que estaba muerto, pero el prefecto respiraba.
—Sois vos, reverencia… Es tan tarde…
—Al contrario, es muy pronto. Tenía necesidad de veros.
—File…
—Sí claro, File.
—Es preciso salvar el templo.
—¿Habéis sido hechizado?
El prefecto se incorporó y miró al obispo con ojos febriles.
—¿Os habéis enamorado alguna vez?
—No me está prohibido el matrimonio, pero tengo otras preocupaciones. ¿Qué amor podría compararse al amor de Dios?
—El de una mujer.
—¿Isis?
—Jamás la habéis visto, reverencia… No habéis deseado sus senos, su boca, su cuerpo… No habéis oído su risa como una llamada al gozo supremo, su presencia como una felicidad inundada de dicha. Ostenta el mismo nombre que su diosa. Y si…
—Deliráis.
Maximino se levantó.
—El amor verdadero es así… un delirio que nos transporta más allá de nosotros mismos, un fuego que nos destruye para hacernos renacer mejores. Yo creía conocer a las mujeres, reverendísimo obispo. Docenas, de todas las edades y razas, han pasado por mi lecho… ¡Pero ésta! Ante ella soy como un niño. No un muchacho bien educado, sino un bribón caprichoso, lleno de ardiente deseo.
—El viaje os ha agotado. En esta estación del año, el sol es peligroso.
Maximino comió unos dátiles y se sirvió una copa de leche.
—No me toméis por loco. Sigo siendo un hombre de Estado.
El obispo se sintió aliviado. Maximino no se dejaría dominar por la pasión.
—El deber de un hombre de Estado es saber cambiar de opinión en el momento oportuno. Yo quería cerrar el templo de File; había olvidado a Isis.
—¿Qué pensáis hacer?
—Restablezcamos los antiguos privilegios de la isla.
—Eso sería un trágico error. Los cristianos no lo tolerarían.
El prefecto se volvió hacia el obispo.
—¿Me amenazáis?
—Si deseáis salvar File, haced que se olvide su existencia.
Maximino sonrió de manera extraña.
—Eso será difícil.
—¿Por qué?
—Porque Isis será mi esposa. ¡Y la esposa de un prefecto debe disponer de todo lo que le plazca! Jamás abandonará su templo; de modo que será necesario embellecerlo y devolverle su antiguo esplendor.
—¿Pisotearéis las órdenes del emperador?
—Es asunto mío. La entrevista ha terminado.
El mensaje marcado con el sello del templo anunciaba la elevación de Sabni al rango de sumo sacerdote de la comunidad de File. Con motivo de la investidura y de las prerrogativas que comportaba, el nuevo dueño de la isla pedía audiencia al regidor de Elefantina, el obispo Teodoro. El texto, redactado en jeroglífico y en demótico, ignoraba orgullosamente el griego. File hablaba de igual a igual con el poder, como si el templo tuviese una existencia legal.
A semejanza del prefecto, Sabni se había vuelto loco. Su título embriagaba, le proyectaba fuera de su época, a un tiempo mítico que le parecía más real que el cotidiano. De repente Teodoro era prisionero de una trampa; salvar a su amigo de la infancia era un deber imperioso, pero las dificultades y los peligros se acumulaban. Primero hacía falta neutralizar al prefecto; luego, devolver la razón a Sabni. Después de haber respondido favorablemente a la petición de este último, el obispo recibió al general Narses, un coloso de rostro cuadrado con el mentón adornado por una perilla. A la rigidez del militar de carrera se sumaba una prestancia innegable, a pesar de la ausencia del brazo izquierdo, cortado limpiamente en una pelea cuerpo a cuerpo con un egipcio que se negaba a ceder su granja al ejército. Narses gozaba de una excelente reputación. El emperador apreciaba su rigor y su lealtad, los soldados le adulaban. Su carrera, ya larga, no tenía tacha; obstinado y meticuloso, no se comprometía antes de haber estudiado la situación con detenimiento. Algunos lo juzgaban de espíritu simple y de inteligencia mediocre, pero el obispo sólo se fiaba de su propia opinión.
Teodoro permaneció en su escritorio. Narses, de pie, mantenía los ojos ligeramente entornados.
—¿Disfrutáis en Elefantina, general?
—No mucho. Ejecuto las órdenes del prefecto.
—Parece ser que vuestra estancia aquí se alargará más de lo previsto. ¿Os lo ha dicho el prefecto?
—Hablamos poco. Él manda, yo obedezco.
—¿Pasaría lo mismo conmigo?
—Vos sois responsable de la guarnición permanente. Nuestra obligación es colaborar.
—Ésa es mi intención. Sentaos.
—Prefiero estar de pie.
—¿Un poco de vino?
—Nunca.
El obispo se levantó.
—Vayamos a la azotea, general.
Rodeado de muretes, el tejado plano de la morada episcopal dominaba la ciudad. Narses, al lado de Teodoro, contemplaba Elefantina, los grupos de casas blancas adosadas unas a otras, los bosques de acacias y los palmerales, los altos acantilados que bordeaban el Nilo y las fortificaciones. Aunque su rostro no dejó traslucir ninguna emoción, el obispo advirtió su preocupación. ¿Quién no habría saboreado este espectáculo? En aquel instante, Narses tuvo deseos de proteger aquella provincia de colores eternos y disfrutar allí de una vejez apacible. Él, el soldado errante, había descubierto por fin la paz.
—Sois un hombre honrado, general.
—Se intenta.
—¿Qué opináis de la actitud del prefecto?
—Es mi superior.
—¿Sois un buen cristiano?
Narses frunció el entrecejo.
—¿Acaso lo dudáis?
—El comportamiento de Maximino debería extrañaros.
—No soy quién para emitir una opinión.
Narses accedió a sentarse en un banco de piedra, a la sombra de una parra.
—Tenéis demasiada experiencia, general, para pasar por alto el carácter de un lugar. Elefantina está muy ligada a la pureza de su fe cristiana.
—Sin embargo admite la existencia de una comunidad judía y del último templo pagano.
—Detesto el fanatismo, creo en la conversión de los corazones y trabajo en ello sin descanso. Pero también soy un súbdito fiel del emperador, como vos. ¿Por qué no olvidar el pasado? El tiempo obrará con más eficacia que la fuerza; no hace falta atizar la llama ahora que está desapareciendo. ¿No podríais poner en guardia al prefecto?
—Sería una falta de respeto a la jerarquía.
—¿Sabéis que se ha enamorado de la gran sacerdotisa de File y que quiere devolver a la isla los privilegios legalmente suprimidos?
El militar se sobresaltó.
—¿No… no estáis exagerando?
—Mentir sería peor, sería cerrar los ojos a la realidad. Si no intervenimos, nos arriesgamos a ver como se desencadenan las pasiones.
Narses perdió la compostura; esta discusión le preocupaba. Temía las intrigas y evitaba a los diplomáticos, pues le asqueaba mezclarse en conflictos sangrientos con la población. Las revelaciones del obispo desbordaban el marco de su misión; rebelarse contra un superior equivalía a alta traición.
—Esperemos que Maximino recobre antes su cordura. Tanto vos como yo confiamos en él. Sigo ocupándome de los asuntos de File. Dentro de unos días recibiré al sumo sacerdote de la comunidad. Sólo vos lo sabéis. Es preferible que esta información sea confidencial.
Narses guardó silencio, lo cual le hacía cómplice del obispo.